Identificador
09640_02_045
Tipo
Formato
Fecha
Cobertura
40º 25´23" , -3º 41´ 17"
Idioma
Autor
Sin información
Colaboradores
Archivo fotográfico del M.A.N.
Derechos
Edificio Procedencia (Fuente)
Localidad
Hortigüela
Municipio
Hortigüela
País
España
Edificio (Relación)
Localidad
Madrid
Municipio
Madrid
Provincia
Madrid
Comunidad
Madrid
País
España
Claves
Descripción
EL MONASTERIO DE ARLANZA se encuentra situado a orillas del río del mismo nombre, entre las poblaciones de Hortigüela y Covarrubias, área poblada durante las épocas romana y visigoda. En territorio de Lara, población ésta que fue cabeza de distrito en tiempo visigodo y romano, su dominio territorial -menor que el de otros monasterios, como Oña o Cardeña-, se concentraba en la actual provincia de Burgos, con posesiones en Soria y Segovia. Según una enmarañada tradición, que arrancaba de fechas muy tardías y fue perpetuada con éxito desde los inicios del siglo XVI por el abad fray Gonzalo de Arredondo, el monasterio se remontaría a época visigoda, habiendo sido fundado por Recaredo. Su existencia durante ese período se justificaba, además, por el hecho de que acogería los restos del rey Wamba (672-680) llegándose a mostrar, ya en época moderna, su supuesto sepulcro, con una inscripción alusiva, en la nave septentrional de la iglesia. Al igual que hicieran otros monasterios, como San Pedro de Cardeña, se trataba una vez más de la búsqueda de prestigio en virtud de su antigüedad. Aceptando esta mítica línea argumental, y como hiciera Arredondo, Yepes buscó el engarce con la tradición legendaria posterior al señalar que el monasterio fue destruido tras la invasión musulmana -Argáiz incluso precisa que esto ocurrió en 748-, tras lo cual los monjes se refugiaron en las cuevas de los aledaños. Flórez mantuvo la antigüedad del lugar, a partir de los restos romanos reutilizados en la iglesia y la ermita, y el visigotismo del monasterio, basándose en el término restaurat empleado en el primer documento que conservamos, del que seguidamente nos ocuparemos (año 912). La fundación histórica del cenobio está lejos de todo lo expuesto, pues, aunque no hay seguridad absoluta, parece que fue obra de los condes de Lara, Gonzalo Fernández y Muniadona, progenitores de Fernán González. Es decir, se situaría en los últimos años del siglo IX o primeros del X, quizás a partir de un viejo asentamiento previo, ahora al abrigo de diversos baluartes defensivos de sus dominios. Concretamente una cueva natural, abierta en la vertiente sudeste de un peñasco situado a la vera del río Arlanza, parece haber sido el origen del monasterio. Sobre él se construyó una pequeña iglesia en la que se reagruparía la población eremita de la zona. Por otro lado, sabemos que en el mismo valle se localizaban otros establecimientos religiosos bajo tutela condal, como el de Lara o el de Carazo. En algún momento de la primera mitad del siglo X -ca. 930 en opinión de algunos- el entonces conde Fernán González concedía una carta de libertad y dotación a la basílica de los santos apóstoles Pedro y Pablo, estableciendo sus límites jurisdiccionales. Con su apoyo quedaba instituida la autonomía de un monasterio, sito en un territorio sobre el que la familia condal ejercía un completo dominio. Sabemos que entonces se encontraba habitado por una comunidad bajo la Regla de San Benito, regida por el abad Sonne. La vinculación de los condes de Lara con la institución viene dada por el posible enterramiento en él del padre de Fernán González, con posterioridad al 931. Puede decirse que durante la actuación de Fernán González, San Pedro de Arlanza consolidó su presencia territorial en tierras de Lara, rebasándola y pudiendo iniciar así un desarrollo imparable a lo largo del siglo. Sólo la leyenda medieval elaborada por los monjes procedió a enfatizar la figura del conde castellano en su relación con el monasterio, haciéndole responsable directo de su fundación a partir de la confección de un documento que fue fechado en el 912. Paralelamente y haciendo uso de un esquema legendario clásico, utilizado también en otros monasterios como San Juan de la Peña o San Pedro de Cardeña, en el curso de una cacería el conde encontraría a tres ermitaños a la cabeza de los cuales se encontraba Pelayo, procediendo a establecer una comunidad regular. Tras la desaparición de Fernán González, en el 970, y su entierro en el monasterio, Arlanza contó con el apoyo continuo de sus sucesores. En primer lugar el de su propio hijo, Garci Fernández, quien junto a su mujer Ava se vinculó a él otorgando diversas donaciones. Desde estos años se constatan algunas otras por parte de religiosos, lo que permite suponer el crédito con que ya contaba la comunidad. Asimismo, un documento, fechado en el 940, constata la abultada cifra de cincuenta monjes en el monasterio. Durante esta primera etapa -como ha señalado Díaz y Díaz-, debió contar ya con un scriptorium de cuya producción no conocemos sino muy poco. Existe un lamentable vacío documental entre fines de siglo y la llegada al poder de Fernando I. Esto da pie a pensar en que no fueron años muy prósperos para la institución, algo que se detuvo con el reinado de este monarca, fundamentalmente durante su primer período. Es entonces cuando, en un emergente clima reformista, aparece gobernando el monasterio un Aureolus u Oriol (1038-1048), quizá de origen catalán. La predilección que mostró Fernando I hacia Arlanza llevó a que, al comenzar su reinado en Castilla y León, manifestara su voluntad de ser allí enterrado. Muchos pequeños monasterios fueron anexionados durante este fructífero período: Santibáñez del Val o Tabladillo, Santa María de Lara, San Lorenzo de Gumiel de Izán y el más importante de ellos por el dominio de que constaba, el de Santa María de Retortillo. En 1062, cinco años antes de la muerte del rey, se sitúa su última donación. Además concedía exenciones y privilegios a cuantos dependieran del monasterio, así como el diezmo real de varias poblaciones. A tal expansión no debió ser ajena la figura del abad García, que lo rigió entre 1048 y 1073 aproximadamente. Contemporáneo a Íñigo de Oña, Domingo de Silos y Sisebuto de Cardeña, como ellos fue un eficaz gestor que representó el impulso definitivo de la casa arlantina en todos los ámbitos. Es más que probable que, con el apoyo regio, a él se deba la reforma de signo cluniacense que años antes venía consolidándose en los principales monasterios del occidente hispánico. Durante su gobierno y al igual que Cardeña y Oña, contó con el apoyo de la familia Salvadores, tenente del alfoz de Lara. Como Silos, Arlanza se benefició de la expansión cristiana hacia el sur, logrando ampliar su patrimonio territorial en las áreas de Toledo y Osma. En pleno apogeo de las traslaciones de reliquias, y contando -como se ha visto- con la predilección de Fernando I, a pesar de su ya efectivo giro leonés, consiguió las de los mártires abulenses Vicente, Sabina y Cristeta, trasladadas en los inicios de 1062, acontecimiento que fue acompañado de diversas donaciones. A través de Grimaldo de Silos sabemos que la ceremonia de ubicación contó con la presencia de la élite eclesiástica y política del reino. A partir de este acontecimiento, el ya considerable prestigio de Arlanza debió incrementarse notablemente. Sin embargo, sólo puntualmente -en documentos reales, con el objeto de dar mayor solemnidad- se incluyen los tres mártires entre la advocación principal. El apoyo regio continuó durante el corto reinado de Sancho II, a lo largo del cual el monasterio mantuvo su pujanza. De la relación de Alfonso VI con el mismo -seguramente limitada- no conservamos sino un documento, fechado a comienzos de 1081, en el que aquél ratificaba una donación, de la que se derivaban los costes del alumbrado de su iglesia. Al igual que el resto de los grandes monasterios benedictinos del territorio castellano -Cardeña, Silos y Oña-, Arlanza fue uno de los baluartes político-religiosos para la puesta en marcha del cambio ritual. En esta coyuntura el abad Vicente (1074-1089), como los demás abades del reino, debió desempeñar un destacado papel. Precisamente en 1080, año de la consolidación de derecho de la mutación litúrgica, se daba comienzo a una nueva construcción que asumía el nuevo código que a partir de entonces debía imperar. El último diploma en el que aparece se remonta a 1096. Como sucediera en otros institutos monásticos, Arlanza no fue una excepción y no escapó al período crítico comprendido entre 1109-1126. Ya en 1116, una vez mitigada su etapa más virulenta, recibía del noble Pedro Ovéquez el monasterio de San Pedro de Lara y la cuantiosa suma de 300 meticales de oro. En 1135, a raíz de la coronación en León, Alfonso VII ratificaba todas las donaciones que le había concedido, añadiendo otras dos en Lara. En enero de 1151 visitó el monasterio. Es durante el reinado del Emperador cuando se registran las primeras fricciones con el obispado de Burgos, en relación con el pago de los diezmos de las diferentes posesiones. Un diploma otorgado por el pontífice Lucio II exhortaba a los abades de Oña, San Millán, Silos y Arlanza a cumplir con la obligación. En el caso de Arlanza estas tensiones se hicieron extensibles al obispado de Osma, con el que mantuvo conflictos sobre la propiedad de diversos lugares. Entre 1166 y 1175, Alfonso VIII le concede otras cinco donaciones. El potencial alcanzado por el monasterio durante el último tercio del siglo, lo pone de manifiesto el número de monjes con que contaba, similar al del vecino Santo Domingo de Silos: cuarenta y cinco en el año 1175. Sabemos, por fin, que en 1200 era enterrado en su claustro el obispo de Burgos, Marino Maté (1181-1200). Durante el período bajomedieval y ante el progresivo alejamiento de los círculos de poder respecto a los monasterios durante este período y como ya señalamos, Arlanza optó por potenciar su histórica relación con la figura de Fernán González, con el objetivo último de atraer privilegios por parte de la élite nobiliaria. Poco después de 1250, uno de sus monjes confeccionaba un poema donde se codificaba la tradición en torno al conde-héroe. En él se buscaba resaltar la estrecha vinculación del personaje con Arlanza, al que haría generosas donaciones, a fin de provocar la emulación por parte de la nobleza. Leyendas complementarias dictaban que en el curso de las grandes batallas sus huesos se agitaban dentro de su sepulcro produciendo golpeteos. No es extraño que su sepulcro fuera abierto en varias ocasiones para la contemplación de sus restos. A pesar de todo, las relaciones de la monarquía con San Pedro de Arlanza fueron muy exiguas, si se las compara con las de otros centros monásticos benedictinos. Y en cuanto a la nobleza, sus injerencias sobre las propiedades se sumaron a las fricciones heredadas del período precedente con los obispados. Es significativa una bula de Honorio III, fechada en septiembre de 1217, que protegía al monasterio reconociendo todas sus pertenencias. Como hecho más remarcable sabemos que en la segunda mitad del siglo otro obispo de Burgos, Martín González (1260- 1267), eligió el claustro monástico como sepultura. Sabemos poco de la andadura del monasterio durante el siglo XIV, pero sí de su decadencia espiritual a la que se sumó la económica. Durante la primera mitad su situación era bastante deficitaria, con un muy considerable número de sus rentas y posesiones empeñadas. Consecuentemente, presentaba una reducida comunidad de veinte monjes en el coro y seis en la red de prioratos; además, los ingresos eran claramente insuficientes para afrontar sus gastos. Un documento fechado en 1369 apunta a un estancamiento en tan crítico estado, que perduraría durante buena parte del siglo XV. Fray Gonzalo de Arredondo, último abad perpetuo, fue quien en 1518, a instancias de los Reyes Católicos y no sin oposición de los monjes, hizo al monasterio dependiente de la Congregación vallisoletana. Hasta entonces Arlanza se había mantenido en una difícil situación material, que ya hacía insostenible una trayectoria independiente. Arredondo obtuvo un considerable influjo en la Corte, de la que fue nombrado cronista oficial. Además, y como se ha dicho, este personaje procedió a estimular todo su aparato legendario mediante la elaboración de dos obras manuscritas y la decoración epigráfica de las dependencias, llegando a recibir la visita de los Reyes. Con posterioridad se añadirían las de Carlos V, Felipe II y, en 1609, la de Felipe III. Durante el siglo XVIII destacaron personajes como el abad fray Benito Montejo, cronista general de la orden (1785-1794) y colaborador estrecho del silense P. Ibarreña en su ambiciosa, pero frustrada, empresa diplomática. Como sucediera en otros centros monásticos, como Oña, en el siglo XIV Arlanza experimentó un proceso de fortificación del que aún pueden verse algunos vestigios. Su situación en el llano lo hacía especialmente vulnerable, por lo que se le dotó de diversas torres alrededor del conjunto claustral. Concluyendo el siglo XV, la iglesia fue remodelada por orden del abad Diego de Parra (ca. 1482-1500), manteniendo prácticamente íntegro el alzado románico, que tan sólo vio recrecer sus muros en altura. A partir de un confuso testimonio del siglo XVI se especula con que el proyecto fuera encomendado inicialmente a Juan de Colonia en 1482 e incluso con que trabajaron las tres generaciones de esta familia. Lo cierto es que se procedió a reformar el ábside central, elevándolo en algo más de dos metros y reaprovechando las cornisas primitivas. Desmontada la bóveda de horno del ábside, fue sustituida por una de cuatro nervios y se dispuso sobre su tramo recto otra estrellada, para cuyo sustento se colocaron en el exterior amplios contrafuertes prismáticos. Los trabajos continuaron por las naves, que fueron dotadas de mayor iluminación con la apertura de vanos, tanto en la central como en las laterales, a la altura de las cornisas. Al igual que el resto de los grandes monasterios, en el curso del siglo XVI se continuó con la transformación actuándose además en las dependencias lo que vino a alterar considerablemente su aspecto medieval. Para la continuación de los trabajos en la iglesia el abad Gonzalo de Arredondo encontró el apoyo económico de don Pedro Girón, tercer conde de Ureña, por lo que se colocó en varios lugares el escudo nobiliario de la casa de Osuna. Parece que una inscripción, pintada en el muro meridional del templo, señalaba que esta intervención concluyó en 1507. El mismo Arredondo promovió ciertas obras en las dependencias claustrales y un nuevo refectorio al oeste del mismo. Seguramente, durante su segundo abadiato debió encargar a Francisco de Colonia la construcción de la linterna (1525) y pudo ser también entonces cuando se sobreelevó la torre con un cuerpo de campanas. Hasta ese momento, al igual que en otros templos monásticos, como Silos, se encontraba en el hastial, y en época desconocida se le había agregado una espadaña con cinco campanas. Asimismo, durante este intenso proceso de reformas se modificaron estructuras, como el pórtico occidental, y seguramente otras al mediodía del monasterio. Desde comienzos del siglo XVII se puso en marcha un amplio programa de renovación que iba a terminar de sustituir las viejas dependencias medievales. Los condicionantes espaciales que éstas imponían y la dificultad de ampliarlas hizo necesario su derribo. Desconocemos los daños causados por el turbulento conflicto de la Guerra de la Independencia y por el Trienio Liberal, fuera del expolio de buena parte de sus bienes muebles. Al parecer, la portada occidental experimentó una reforma a comienzos del siglo, quizá con motivo de algún desperfecto provocado por la ocupación francesa, ya que en su arquivolta interior y en los sillares que ocupaban el espacio del tímpano constaba con caracteres pintados la leyenda AÑO 1815. Tras la Desamortización (1835), el monasterio fue víctima una vez más del pillaje, circunstancia a la que sin duda contribuyó su propia situación, alejado de los núcleos poblados. Sólo seis años después, y dada la desprotección en la que se vio sumido, se decidió el traslado de los sepulcros de Fernán González y de su esposa desde la iglesia a la colegiata de Covarrubias, en cuyo presbiterio hoy se contemplan. En 1846, a pesar de los intentos de la Comisión de Monumentos por evitarlo, se procedió a la subasta del conjunto monástico, salvo la iglesia, aunque a última hora se sumaría el claustro. De esta manera pasó a manos privadas. A pesar de diversas declaraciones de intenciones en pro de la conservación de la iglesia, la negligencia administrativa fue incapaz de detener el rápido deterioro que experimentó. En 1847 las cubiertas estaban en un lamentable estado y el acceso al interior lo dificultaban los cascotes que lo cubrían. A esta ruina progresiva debió colaborar la voladura del terreno rocoso occidental con la finalidad de realizar la actual carretera Covarrubias-Hortigüela. Durante la segunda mitad del siglo y con motivo de las obras de la misma carretera, se hizo uso, para el firme, de la sillería de la propia iglesia. En este período se produjo la pérdida del cimborrio. En marzo de 1894, un espectacular incendio acabó de destruir también la cubierta y el piso del claustro renacentista, acelerando aún más la imparable desintegración del conjunto. Ante tales circunstancias, se tomó la determinación de salvaguardar algunas piezas. En este sentido, jugó un papel decisivo Rodrigo Amador de los Ríos a cuya iniciativa se debe el traslado de la portada románica de la iglesia al Museo Arqueológico Nacional. Asimismo, en 1896 salía con destino a la catedral de Burgos el llamado sepulcro de Mudarra. Una vez despojado de las piezas más significativas, se puso en marcha un intenso proceso de extracción de material por parte de los habitantes del valle. Al menos desde 1905 hay noticias de la existencia de un conjunto pictórico que, cubierto bajo un revoque moderno progresivamente fragmentado, decoraba el piso alto de la sala capitular. En los años veinte y a instancias de la familia Valcárcel, propietaria del monasterio, se produjo el primer intento de venta, comenzando a ser extraídas de los muros. Ante la alarma de las autoridades y la obligatoriedad legal de detener el proceso y ofertarlas al Estado, la Real Academia de San Fernando se ocupó de la gestión, solicitándose premura en la respuesta. Acordada la tasación, un problema derivado de la responsabilidad de los costes de extracción y traslado demoró la actuación en varios años. Este compás de espera concluyó hacia 1930 con la determinación, por parte de los propietarios, de vender el conjunto por una propuesta económica más seductora, diseminándose entre diversos compradores, algunos de ellos norteamericanos. En la actualidad se conservan repartidas entre el The Cloisters Museum (Nueva York), el Fogg Museum (Harvard, Massachusetts), el Museo de Cataluña y algunas colecciones particulars. Este último museo adquirió la parte restante en 1943, a lo que se vino a unir por donación otro fragmento, propiedad de José Gudiol. Por otro lado, en 1929 se inició un largo y penoso período que iba a afectar considerablemente al destino del monasterio. Fue en ese año cuando se planteó, por vez primera, la posibilidad de realizar un pantano sobre el río Arlanza, que anegaría todo el territorio sobre el que se asienta. Su objetivo era el abastecimiento de 20.000 hectáreas de las provincias de Burgos, Palencia y Valladolid. Aunque el proyecto no tomó cuerpo hasta 1946, intervalo durante el cual, paradójicamente, el conjunto fue declarado Monumento Nacional (3/VI/1931), las obras tardaron dieciocho años en dar comienzo. Estas vacilaciones que protagonizaron, hasta hace tan sólo algunos años, todo el proceso en torno al pantano, detuvieron cualquier iniciativa de consolidar las ruinas. Desde los años cincuenta la voluntad de llevarlo a cabo parecía decidida, por lo que se determinó el traslado del monasterio a otro lugar. En 1965 se iniciaron las obras y se llevó a cabo un estudio en el que se presupuestaba la labor de desmonte. Sin embargo, no fue hasta 1973 cuando se emprendió la numeración de los sillares si bien tan sólo un año después se paralizaron momentáneamente los trabajos. En 1978 se pusieron en marcha tareas de restauración en el curso de las cuales se procedió a desescombrar el claustro y la iglesia, ésta por segunda vez, a reconstruir el exterior del ábside septentrional y la bóveda de su tramo recto, así como a dotar a la sacristía de una nueva cubierta, ya que la suya amenazaba con desmoronarse. En el curso de los trabajos de desescombro aparecieron diversos fragmentos escultóricos que, una vez habilitada, fueron depositados en la sacristía. Dos años más tarde se puso en marcha una segunda etapa, que consistió en cubrir la sala capitular con una armadura de madera. En 1980, y con proyectos de consolidación en marcha, el entonces MOPU dio un nuevo impulso a la antigua idea del pantano con la decidida voluntad de llevarla a cabo. Las repetidas protestas argumentando razones históricoartísticas y medioambientales provocaron que en 1986 se abandonara el proyecto. A fines de ese mismo año se elaboró un ambicioso plan de restauración que tan sólo tomó cuerpo en el refectorio. El asentamiento religioso más antiguo se encuentra en la peña sobre la que se asienta la ermita de San Pelayo, concretamente en la cueva que se abre sobre en la vertiente que mira al río. Posteriormente el eremitorio se trasladó a la construcción que fue realizada en el siglo X, la llamada “ermita de San Pelayo”. Últimamente ha sido puesta en relación con las iglesias de San Vicente del Valle y Quintanilla de las Viñas con las que presentaría claras similitudes tipológicas y, al igual que ellas, una misma dificultad por acotar su cronología. De época altomedieval tan sólo resta la cabecera. En época románica (siglo XII) fue remodelada variando su aspecto original, aprovechando material romano algunas de cuyas piezas fueron reseñadas por diversos autores modernos que incluso transcribieron sus inscripciones. Asimismo es posible percibir intervenciones en el período comprendido entre los siglos XIV y XVII. La tradición de Arlanza, que arranca desde el poema, pretendía que Fernán González habría procedido a su remodelación. Lo que parece incuestionable es que tras su fallecimiento en el año 970 fue trasladado a esta iglesia y colocado en un sepulcro marmóreo de época romana, seguramente en el exterior de uno de los muros. Sólo a fines del siglo XI se debió acordar su traslado a la nueva iglesia románica del llano, una vez que ésta fue concluida. Aún son constatables alrededor de San Pedro el Viejo -en el denominado atrio- diversos enterramientos desmantelados en la roca, que llamaron la atención de Morales en la segunda mitad del XVI. Tan sólo hace unos años perdió su cubierta y entró en una lamentable ruina. En el tercer cuarto del siglo XVI, junto al monasterio inferior, se conservaba otra pequeña iglesia dedicada a San Miguel, de la que nada más se sabe. Su ubicación pudiera corresponderse con la antigua hospedería, que conocemos gracias a una fotografía realizada antes de que se arruinara, en fecha indeterminada del pasado siglo. Reconstruida en el siglo XVII, sus restos, medievales en origen, se conservan al norte de la iglesia, junto a la carretera. Asimismo, a comienzos del XVII se constata lo que parece una segunda ermita con la advocación de la Magdalena, a la que se consideraba coetánea a San Pedro el Viejo, pero cuya ubicación desconocemos. No es, pues, aventurado el pensar que en la zona del llano, y previamente al definitivo traslado de la comunidad una vez construido el monasterio románico, existiera ya alguna edificación. Hay que tener en cuenta el condicionante que suponía la escasa disponibilidad de terreno en torno a San Pedro el Viejo para una supuesta y necesaria ampliación y, sobre todo, para la construcción de dependencias regulares. No parece tampoco improbable que esta posibilidad fuera llevada a cabo en el curso del próspero abadiato de García (1048-1073). Sin embargo, de esta fase, cronológicamente inmediata al edificio románico, tan sólo conservamos una lauda sepulcral descontextualizada, con fecha de 1075, la llamada lauda de Godo, hoy integrada en el arcosolio “de Mudarra”. En cuanto a la iglesia románica, lo primero que hay que destacar es su notable estereotomía, conformada por sillares de longitud variable de caliza blanca y arenisca, si bien con claro predominio de la primera. Mientras ésta, por su mayor compacidad, se utiliza para los elementos estructurales, la arenisca -gris y roja- en alternancia, para los muros. El templo presenta planta basilical de tres naves, sin transepto acusado. Es posible advertir seis pilares de separación entre las naves, dispuestos sobre plintos circulares. La inexistencia de responsiones laterales en los paramentos internos, obliga a pensar que las naves pudieron no estar abovedadas, cubriéndose con estructuras de madera. Los tres ábsides incluyen tramos rectos, intercomunicados por arcos doblados de medio punto. Se alzan sobre un banco corrido que rodea todo el perímetro del templo y en alzado son articulados por dos líneas de imposta con perfil en cuarto de bocel; sobre la inferior se abren las ventanas, mientras que sobre la superior arrancan las bóvedas de horno. En el ábside central la imposta baja une además los capiteles del hemiciclo; por encima de éstos, una arquería ciega cobija los vanos, recurso articulador frecuente durante el románico. En los muros todavía es posible apreciar varios mechinales de fábrica. Las basas del conjunto absidal son áticas con excepción de las que se apoyan sobre las columnas dobles y, a media altura, sirven de arranque a fustes únicos. Estas últimas consisten simplemente en una escota de gran desarrollo, tipología no muy frecuente. Este mismo tipo, sin embargo, lo encontramos en el resto del templo, incluido el paramento exterior del tramo recto del ábside septentrional, en donde aparece una. Como ya advirtiera Vicente Lampérez, el despiece de las bóvedas de horno de los ábsides no responde al tradicional sistema de anillos horizontales, excepto en el arranque, ya que el resto del casquete lo conforman tres tramos diferenciados, despiezados en hiladas transversales. En su opinión, la explicación podría estar en el deseo de voltear las bóvedas sin la ayuda de cimbras. Hoy sólo es posible contemplarlo en el ábside meridional, pues en el central la bóveda se sustituyó en la etapa tardogótica y en el ubicado al norte los sillares fueron parcialmente alterados durante la restauración de su tramo recto. Los ábsides laterales se abren al central mediante arcos doblados, que apean en el mencionado banco corrido. No es posible observar, más que parcialmente, el aspecto externo de esta cabecera, ya que mientras el de la epístola -a excepción del tramo recto- y el central -este último sólo parcialmente- han sido cubiertos por la sala capitular y la sacristía, el del evangelio vio arruinado su paramento durante el pasado siglo. Un grabado de 1887 nos permite conocer la organización mural del absidiolo norte y, por extensión, la de los restantes. Al igual que en el meridional, el tramo recto remataba en una cornisa de arquillos ultrasemicirculares, sobre la que se disponía la línea de taqueado. El curvo, como en otros edificios del mismo contexto cronológico -Jaca o Frómista-, se articulaba en paños delimitados por una columna, interrumpida a media altura por una línea de imposta, seguramente taqueada; dicha columna contaba con dos basas -una en el zócalo inferior y otra sobre la imposta-, así como con un capitel a la altura de la cornisa. Por encima de la línea de imposta se abría además una ventana, cuyo aspecto desconocemos, aunque, por correspondencia con el interior, debía ser doblada y abocinada. Existen dos tipologías de ventanas: la que presentan las tres del ábside central y la correspondiente a las restantes del templo. Las primeras, tanto en el interior como en el exterior, son de medio punto, peraltadas y con amplia luz. El intradós del arco se decora -entrelazos (lateral norte) y taqueados (central y lateral sur)-, prescindiéndose de adovelarlo con el objeto de acrecentar el efecto plástico. En claro contraste con éstas, las ventanas de los ábsides laterales -una en cada hemiciclo y otra en el tramo recto- son también de medio punto, pero se opta por la dobladura, presentando además menor luz y ninguna decoración. En cuanto a las caras externas de los muros perimetrales del templo, están compartimentadas por medio de diez contrafuertes, a modo de pilastras prismáticas, con columnas adosadas rematadas en capiteles, de los que ninguno queda in situ. Configuran estos contrafuertes nueve estrechos tramos que, aproximadamente un metro antes del nivel de cornisa, quedan enlazados por segmentos de cinco arquillos, a modo de arcos lombardos, resultando un paramento que recuerda -como se ha señalado con frecuencia- a los de las iglesias del primer románico. Sobre ellos se desarrolla una cornisa taqueada, sustentada por modillones geométricos. Las ventanas -únicamente subsisten cinco del muro meridional- se alternan en los tramos. Ligeramente derramadas hacia el exterior, no presentan decoración alguna; tan sólo la correspondiente al tramo recto del ábside sur difiere del resto. Como hacia el interior, muestra arquivolta exterior peraltada, aunque no es posible asegurar que no sea fruto de alguna de las últimas intervenciones. Por lo que se refiere a las puertas, la iglesia contaba con cinco. En el muro meridional, y junto al pilar doble del primer tramo de la nave, se abría, significativamente descentrada, la principal de las que conducían al claustro. Aunque muy desfigurada, al exterior se aprecia una arquivolta baquetonada. En el interior debió experimentar una intervención posterior, que provocó el que su marco invadiera parte del pilar de doble columna próximo. Una segunda, de menor tamaño, compuesta por un arco de medio punto adintelado, comunicaba la panda con la zona más occidental del templo. En el muro septentrional, y frontera con la principal del claustro, pero centrada en el tramo del transepto, se ubicaba la llamada puerta de profundis, que posibilitaba el acceso al campo santo. Se trata de un sencillo vano de arco doblado y jambas acodilladas de perfiles aristados, sin decoración alguna, que, con la construcción de la torre en la segunda mitad del siglo XII, sirvió para comunicar la iglesia con el piso inferior de la misma, seguramente la sacristía. Finalmente, existían dos occidentales: la que comunicaba el pórtico con la iglesia, desaparecida, debía ser muy sencilla; por otra parte, en el lienzo norte del desaparecido pórtico se localizaba la puerta principal, que analizamos después. La singular topografía del terreno que limita al oeste la iglesia, marcado por un fuerte talud, obligó a que no guardara el eje del templo. El muro del evangelio, parcialmente desaparecido, se articulaba de igual forma, aunque, por tratarse ya del exterior del monasterio, el responsión de las columnas adosadas a los contrafuertes se realizaba sobre un zócalo, a unos cinco metros del suelo. Así puede comprobarse en la estancia inferior de la torre o, a pesar de la acumulación de materiales, en el ángulo del husillo. Es decir, desde el tramo recto de los ábsides hasta el hastial se desarrollaba un paramento uniforme. Finalmente hay que señalar que gracias a los restos de los pilares sabemos que eran cruciformes con columnas adosadas en cada uno de sus frentes. Se apoyaban sobre bases cilíndricas y sustentaban arcos doblados. En lo que se refiere a la documentación de esta iglesia, hasta los últimos años del pasado siglo se conservaban dos epígrafes en los pilares torales orientales. Una de estas inscripciones, de la que se conserva una copia facsímil, conmemoraba el inicio de la fábrica en 1080 (era 1118): + ERA M CXVIII SV(m)SIT INI CIVM HANC OP(er)AM La segunda inscripción, que desapareció antes de 1934, complementa la información de la anterior, ofreciendo los nombres de los responsables de la obra: + GVILLELME Z ET OSTEN PR (pater) EIVS FECERVNT HANC OPERA GVVERNAN (te) DOMO ABBA VICEN (tio) ... IN ERA M ... Es decir: “Guillermo y su padre Osten hicieron esta obra gobernando el abad Vicente”. Férotin ya apuntó que tanto los nombres de ambos artífices, como los caracteres de la misma escritura, eran extranjeros. Para Schapiro, el nombre de Guillelme, aunque más genérico, sería claramente francés, mientras que Osten (Ostennus/Astennus) resultaría especialmente frecuente durante la Edad Media en la región de Burdeos. Por lo que respecta a este último, como ya se ha dicho, ocupó la dirección del monasterio entre 1073 y al menos 1096. La utilización, en fin, del pretérito perfecto, en neto contraste con el tiempo verbal del otro epígrafe, aconseja el considerarlo conmemorativo de la conclusión de los trabajos. Varios han sido los aspectos conflictivos, que han llamado la atención a los diversos autores que se han ocupado del templo: la existencia del comentado epígrafe con la fecha 1080 y su relación con la fábrica románica; la tipología planimétrica; la variación de los soportes y, finalmente, el problema de la cubrición de naves y crucero. El primer acercamiento con sentido histórico-artístico a los restos arquitectónicos, especialmente a la iglesia, se debe a Rafael Monje en 1847. Tras una interesante descripción, que permite conocer el estado del conjunto al mediar el siglo, realizaba una valoración crítica de aquéllos. Consideraba que los restos románicos pertenecían a la construcción financiada por Fernán González. Esta opinión, luego secundada por Isidro Gil (1897), fue rechazada por Rodrigo Amador de los Ríos, quien en sus dos trabajos sobre el monasterio aportó la primera visión sistemática del conjunto. A partir de la inscripción conmemorativa que pudo ver in situ y que daba a conocer por vez primera, consideraba el edificio de fines del siglo XI con una transformación en el siglo XV. Planteó con lucidez el carácter primerizo de este edificio en el contexto del nuevo estilo románico, que irrumpía en el territorio castellano-leonés. Durante la primera mitad del siglo XX fueron escasos los estudios dedicados al monasterio. En 1908 Vicente Lampérez dedicaba tan sólo algunas líneas a aspectos puntuales de la construcción, que después comentaremos. Ya en 1922 el canónigo burgalés P. Luciano Huidobro, publicaba unas notas a una obra inédita escrita por un monje del monasterio, fray Juan de Pereda, que hacía referencias a las diversas construcciones. Inexplicablemente, en ningún momento aclara el autor su paradero, que aún hoy es del todo desconocido. La primera aportación analítico-estilística de entidad sale a la luz en 1934, de la mano de Manuel Gómez-Moreno, quien realiza un sintético análisis de los restos, una vez puestos a la luz, tras el desescombro efectuado un año antes. En primer lugar, daba crédito a las dos inscripciones desaparecidas. Dudaba, por otra parte, que en época románica se hubiera abovedado, a partir de la inexistencia de responsiones en los muros laterales. De haber existido bóvedas, éstas hubieran consistido en cañones continuos que no habrían dejado huella. En lo referente a la parcial utilización de las dobles columnas relacionaba su uso con los casos de Frómista y Jaca, pero no explica por qué, en un momento dado, se cambia bruscamente de sistema. Siguiendo a Lampérez, llamaba la atención sobre el particular despiece en el cierre de los ábsides subsistentes. Asimismo, hacía notar la existencia de dos tipologías de basas que, a su juicio, “marcan cierta evolución a lo largo del edificio”. Consideraba la uniformidad escultórica, aunque sería “de pésimo arte” y, finalmente, incluía la primera -y única hasta la fecha- reconstrucción hipotética de la iglesia, con un pórtico añadido, llevada a cabo por uno de sus colaboradores en la obra, el arquitecto Leopoldo Torres Balbás. En 1941 Walter Whitehill se refería muy brevemente al templo que, asumiendo la cronología del primero de los epígrafes, del que publicaba la reproducción facsímil, se inscribiría en el mismo grupo planimétrico que Frómista. La utilización de las dobles columnas, junto con las arquerías ciegas del ábside central, le permitía relacionarla con la iglesia superior de Santo Domingo de Silos. Además subrayaba la escasa entidad escultórica del conjunto y concluía manifestando que tanto la portada, como la torre y sala capitular, pertenecerían al siglo XII. Desde estas fechas, y a partir del trabajo de Whitehill, las síntesis divulgativas sobre el románico, publicadas en el extranjero, tendieron a considerar Arlanza como derivación planimétrica de la catedral de Jaca o la primera iglesia de San Isidoro de León. En 1948 José Gudiol y Juan Antonio Gaya, dando también por válidas las inscripciones, optaban por situarla iglesia, cronológicamente, a fines del XI. Relacionaban su pórtico con el de Oña y Jaca. Ante la ausencia de soportes en las naves laterales consideraban la posibilidad de que se hubieran perdido con la remodelación gótica, apuntando como hipótesis -al igual que Gómez-Moreno- la solución de “cañones paralelos al estilo poitevino”. Por otra parte, ponían en duda la existencia de un cimborrio, a juzgar por el plano de la iglesia, y, en cuanto al uso de las dobles columnas en la cabecera y su sustitución por otras simples, a media altura, lo explicaban como “una mala interpretación de los intercolumnios de San Pedro de Roda”, ya que no aparecería en ningún edificio castellano. La aplicación del bisel a la deficiente escultura les hacía considerarla de “estirpe mora”. En 1959 José Pérez Carmona mostraba alguna duda sobre la relación entre la lápida de 1080 y el templo románico de tal manera que la portada dataría probablemente de principios del XII. Siguiendo a Torres Balbás, señala que la disposición de los arcos de entrada en los ábsides, con dobles columnas, recordaría los casos de Jaca y Frómista. Como sus predecesores, hacía alusión a la mediocridad de las realizaciones escultóricas. Sólo tres años después Marcel Durliat volvía a dar validez a la asociación entre la fábrica y la fecha del epígrafe. Además, ante la carencia de soportes laterales en las naves se alineaba con la hipótesis que sugería la utilización de una cubierta de madera. Después de casi dos décadas de vacío bibliográfico de interés, entre 1979-1980, Joaquín Yarza hizo hincapié en la tipología planimétrica de un templo que encontraría paralelos en la primera planta de San Isidoro, el primer templo de Silos, San Pedro de las Dueñas y San Martín de Frómista. Llamaba asimismo la atención sobre el contraste entre la buena labra de la fábrica y la mediocridad de los capiteles que conserva. Más recientemente, John Williams desconfió de la relación entre la temprana fecha, documentada epigráficamente, y la ornamentación escultórica, fundamentalmente por lo extraño que, en su opinión, supondría para entonces la presencia de arquivoltas decoradas, tal como las muestra la portada occidental. Por su parte, Isidro Bango planteó por vez primera una hipótesis referente al proceso constructivo. Apoyando su argumentación en la sustitución de columnas dobles por simples, consideró que se produjo una interrupción de la obra cuando los muros de los tres ábsides alcanzaban algo menos de la mitad de su altura, por falta de recursos. En la prosecución, con unos medios económicos más limitados, se pondría de manifiesto un cambio de moda. Sin embargo, estas limitaciones ya no se apreciarían en el planteamiento de los muros, que evidenciarían un nuevo auge. Con los restos conservados sería muy difícil determinar la marcha de los trabajos de esa segunda fase y siguientes, que podrían situarse en el entorno de 1100. Finalmente, y alineándose con la opinión tanto de Camps como de Gudiol Ricart, ha dudado de la existencia de un cimborrio en época románica. Seguidamente Javier Vallejo y María Dolores Teijeira, se manifestaron abiertamente partidarios de la veracidad de la primera inscripción, dudando de la segunda. Para ellos las presuntas dos fases constructivas, basadas en el paso de un sistema de dobles columnas a otro de simples, no estarían sino escasamente separadas en el tiempo. Argumentan la uniformidad escultórica del conjunto y entienden dos posibles explicaciones: o bien la modificación del plan en alzado no debió suponer un cambio en los talleres de canteros y escultores que habían dado comienzo a la iglesia, o la sustitución del primer taller de canteros por el que altera el plan inicial no estuvo acompañada por la incorporación de un nuevo escultor, o escultores, encargados de llevar a cabo la talla decorativa. A partir de los vestigios que de las cubiertas quedan en el interior del muro septentrional, a la altura de la torre, no descartan que la cubierta del templo hubiera sido una armadura de madera. De acuerdo con los datos expuestos, y analizados los restos que acabamos de describir, parece poder concluirse que la iglesia de San Pedro de Arlanza fue llevada a cabo en un impulso sustancialmente unitario, iniciado en el año 1080 y dirigido por arquitectos que conocían perfectamente el nuevo léxico románico y que, por sus nombres, debían provenir del mundo ultrapirenaico. Como han puesto de relieve los diferentes autores que se han ocupado de ella, la planta responde a una tipología de gran simplicidad, utilizada en la mayor parte de los edificios de su contexto. Es únicamente la salvedad de no desarrollar diferencialmente el transepto lo que la distancia de aquéllos, vinculándola, en cambio, con realizaciones más arcaicas, como la cabecera de Leire. Por otro lado, el templo manifiesta una modificación respecto a su proyecto decorativo inicial, debido a cuestiones, entre las que seguramente no deben desconsiderarse las económicas. Las evidencias que se constatan en la zona de la cabecera permiten señalar que, en origen, presentaba una acusada elaboración, tanto en líneas generales como en detalles -columnas dobles, ventanas ornamentadas, basas áticas-. Tal esquema se vio repentinamente sustituido: las ventanas se convencionalizan mediante arcos doblados sin decoración alguna; las basas se simplifican e, incluso en los paramentos, el propio material inicial -caliza blanca- comienza a combinarse con arenisca, de más fácil obtención y escuadramiento. Es muy posible que la misma falta de abovedamiento pudiera explicarse por la premura que debió imponerse al proceso constructivo. De otro modo, resulta difícil comprender el porqué de la inadecuación entre pilares y contrafuertes, así como la atrofia funcional de las columnas de aquéllos. La propia ausencia de decoración en los paramentos internos de las naves, que carecen incluso de líneas de imposta, hace pensar en esta posibilidad. Tan sólo las caras externas de esos mismos muros perimetrales y la portada occidental son excepción. El magnífico paramento exterior recrea las consecuciones plásticas obtenidas durante el llamado primer románico y resulta excepcional en el contexto geo-cronológico que analizamos. De hecho, no hemos conservado edificio alguno que haya recogido esta articulación, cuyos principios serían ampliamente desarrollados durante el tardorrománico, en ejemplos tan representativos como la cabecera de San Lorenzo de Vallejo de Mena. Su disposición general en la fábrica permite plantearse la unidad del impulso constructivo. Recientemente se han propuesto dos posibilidades para explicar la evidente modificación del plan, en aparente contradicción con la unidad estilístico-ornamental: bien que pudo no implicar un cambio en los primeros canteros y escultores, bien que el taller que alteró los planes iniciales mantuvo a los mismos escultores, encargados de toda la labra decorativa (Vallejo/Teijeira, 1995). Independientemente de un posicionamiento en uno u otro sentido, lo que parece indudable es que el programa director experimentó un giro a nivel de cantería. Sin embargo, y a juzgar por la repetidamente aludida uniformidad plástica, debió tener una inmediata solución de continuidad. En cuanto a la utilización de columnas geminadas, como advirtiera Torres Balbás, aparecen en similar ubicación -es decir, asociadas a los arcos de acceso a los ábsides o, en general, a las zonas orientales-, en edificios del mismo período como la catedral de Jaca (pilares torales), o la iglesia de San Martín de Frómista (arcos de ingreso a las naves laterales). Tan sólo existe una diferencia constructiva: si en ambas iglesias los fustes son exentos, en Arlanza se entregan al pilar. A estos ejemplos habría que añadir -como apuntó Whitehill- la iglesia alta de Silos, donde su uso se generaliza en muros perimetrales, arcos triunfales y pilares exentos. Por otro lado, este recurso de filiación romana, más plástico que tectónico, como señalara el arquitecto, aparece también en la tradición hispánica. En el exterior de la Península, es posible percibir esta misma tendencia en el área aquitana y languedociana, destacando la basílica de Saint-Sernin de Toulouse, donde aparecen en los arcos del primer tramo del deambulatorio. Asimismo hay que señalar su puntual aplicación en la prioral cluniacense gascona de Saint-Jean-Baptiste de Saint- Mont, donde los encontramos en el transepto, ya iniciado el siglo XII. Tenemos, además, un ejemplo de temprana utilización integral en la torre-pórtico de Saint-Benoît-sur-Loire; aquí cuentan con dobles columnas cada uno de los frentes de los pilares de su piso superior. En época tardorrománica este recurso experimentó un amplio desarrollo, conformando una tipología a la que Élie Lambert -de acuerdo con criterios ya obsoletos- dio categoría de “escuela”, definiéndola como hispano-languedociana. La disposición de pilares sobre zócalos cilíndricos aparece en la mayor parte de los edificios plenorrománicos conocidos de esta primera fase, como San Isidoro de León, San Pedro de las Dueñas o la catedral de Jaca. Por otro lado, una presumible atrofia funcional de los pilares-irregularmente dispuestos a uno y otro lado de la nave central-, que no encuentran respuesta para el volteo de los fajones en los muros laterales, obliga a pensar en la cubierta de madera. Ello viene reforzado, además, por otras consideraciones, como la mentada asincronía entre contrafuertes y pilares, o los vestigios del paramento meridional de la torre. El añadido de esta estructura al muro norte de la iglesia, en el tercer tercio del siglo XII, permite extraer algunas consideraciones de interés. En ella no queda rastro alguno del ortodoxo medio cañón de eje tranversal, que debía ocupar el espacio correspondiente al transepto. Sobre el muro de fines del XI se apoya el tardorrománico de la torre, cuya fábrica ha reutilizado las impostas taqueadas de la desmantelada cornisa. La desconsideración de esta zona, por parte de los constructores, es puesta de manifiesto por la singularidad en la articulación del paramento, respecto a las otras tres caras. Si bien se mantienen los arcos apuntados ciegos que caracterizan a aquéllas, se prescinde de moldurar sus respectivos perfiles. A pesar de que los elementos estructurales existentes -muros armados con contrafuertes y pilares cruciformes con columnas adosadas-, inducirían a pensar que en un principio se consideró llevar a cabo un abovedamiento, sin embargo el resto de los argumentos aducidos, tal la distribución de los contrafuertes, absolutamente ajena a la de los pilares, que, por lo demás, tampoco están alineados a uno y otro lado de la nave central, parecen negarlo claramente. Es evidente que esta cuestión no es, en absoluto, ajena al contexto constructivo del momento. En esta misma línea pueden citarse otros edificios, como la catedral de Jaca -si bien ésta aboveda el transepto-, el primer proyecto románico de San Isidoro o, derivado de éste, el de la iglesia del monasterio de San Pedro de las Dueñas. En la primera alternan pilares cruciformes con columnas en los frentes y las simples columnas, mientras que en los dos ejemplos leoneses lo hacen aquéllos, con otros de igual sección, pero que carecen de columnas en el eje NS, esto es, en las caras perpendiculares al eje del templo. Parece, pues, que en ningún caso se contempló el abovedamiento en el proyecto inicial. En un contexto geográfico más próximo no podemos olvidar la iglesia monástica de San Salvador de Oña, donde, como veremos, tampoco las naves del edificio románico se concibieron con cubierta pétrea, que no se materializaría hasta el siglo XIV. Así todo parece indicar que con la iglesia de Arlanza estamos ante una constante constructiva tan hispánica como ultrapirenaica, de abovedar sólo la cabecera optando por la cubierta de madera en el transepto y las naves. En algunas iglesias románicas normandas se constata la misma cuestión: con techumbres de madera en sus amplias naves centrales, los frentes de los pilares cuentan con medias columnas que, perdida la funcionalidad tectónica que vendría impuesta por la bóveda, servirían para el sustento de arcos transversales o, más probablemente, para el simple apoyo de una cubierta plana. Sin embargo, las naves laterales, más reducidas, introducirían bóvedas de arista. En lo que se refiere a la escultura, de los cuarenta y cuatro capiteles del interior de la iglesia, conservamos catorce in situ, y tan sólo uno de los al menos veinte con que contaría el exterior. En las cestas podemos constatar tres tipologías; la primera, representada por los del tramo recto del ábside central; la segunda, correspondiente a los capiteles del hemiciclo; y la tercera, a los arcos de acceso a la cabecera, pilares torales y presumiblemente naves. Predominan los de temática vegetal por encima de los figurados. Todos con las aludidas limitaciones técnicas que se traslucen en una gran simplicidad. Un análisis pormenorizado y su comparación con los principales focos escultóricos activos en las dos últimas décadas del siglo XI y comienzos del XII pone de relieve su pertenencia a este período en el que se fundamentaba la escultura monumental románica. A éstos hay que sumar las diferentes piezas que aparecieron tras los primeros trabajos de desescombro en la nave (1933) y los recopilados tanto en la ermita de San Pelayo como en las diversas dependencias monásticas y los extraídos tras la limpieza del claustro herreriano durante el verano de 1994. Todos ellos, correspondientes en su mayor parte a los siglos XI y XII, se encuentran depositados en la sala capitular. Según señala el confuso testimonio del monje Juan de Pereda, la llamada torre del tesoro fue realizada en 1138 por un fray Jimeno que además habría sido responsable de la construcción de la sala capitular y la decoración de la iglesia, en el mismo Arlanza, así como de la torre de Tábara, en Zamora, y la reforma de los monasterios palentinos de San Salvador de Nogal y San Zoilo de Carrión. Un análisis de la fábrica conservada en la actualidad nos permite comprobar que en realidad pertenece al último tercio del siglo XII, sin que ninguno de sus elementos formales o estructurales haga posible pensar en una fase previa, en torno a la cronología de Pereda. Obviamente, tampoco se aprecian similitudes con los restos de Nogal, o con los escasos vestigios subsistentes en San Zoilo. La opinión de la crítica especializada ha sido, por lo demás, unánime, al situarla en la segunda mitad del siglo XII. Se encuentra adosada al transepto y cuenta con dos pisos de época románica y otro elevado en el curso de la campaña tardogótica. El primero, abovedado con cañón transversal al eje del templo, no presenta decoración alguna. Su acceso desde la iglesia, hoy por una puerta adintelada, lo posibilitaba un amplio vano de medio punto con arco doblado, perteneciente al templo plenorrománico y que, en origen, sería la de acceso al campo santo. Sobre ésta se abrió un pequeño vano -cuyo implante es claramente perceptible en la sillería- con la finalidad de posibilitar una iluminación que, a pesar de todo, desde las naves resultaría escasa. La estancia alta, cubierta con bóveda esquifada, articula sus paramentos internos con tres arcos apuntados. En los ángulos, cuatro columnas sustentan los gruesos nervios de perfil ortogonal. Una línea de imposta, decorada con flores cuadrifolias insertas en círculos, separa el arranque de la bóveda, conformando además los cimacios de los cuatro capiteles. Dicha imposta manifiesta una clara semejanza con respecto al friso decorativo que recorre la tapa sepulcral de la esposa de Fernán González. Aunque, como es sabido, el sepulcro en cuestión (2,04 x 0,70 x 0,59 m) pertenece al siglo VI, aquélla ha sido fechada en el siglo XII desde antiguo. Por lo que respecta a los capiteles, se asemejan estrechamente a los de la iglesia, excepto el de la columna situada al NE, algo más elaborado. Concretamente, los capiteles NW y SW son similares a un tipo de la iglesia y a los de la portada occidental (interior izquierdo y exterior derecho). Esta semejanza resulta tan estrecha, que no podemos sino pensar en una reutilización. De las basas, tan sólo es reconocible la SW, ática y con decoración de garras, que nos indica una cronología de pleno siglo XII. En los muros oriental, septentrional y meridional se introducen credencias. El acceso se realiza desde la iglesia, por medio de un husillo practicado en el ángulo NW. Por lo que se refiere al exterior, del que sólo es posible ver los paramentos del segundo piso, se organiza también con arquerías apuntadas -ahora de escasa luz, salvo en el lienzo septentrional, el que mira al templo, donde son más amplias- e imposta corrida. Sin embargo, si hemos visto cómo en el espacio interno se debía aprovechar material de la campaña precedente -tres de las cestas encuentran sus modelos en la cabecera y sólo una diverge (NE)-, ahora no sucede nada de esto. La decoración del paramento externo parece responder enteramente a la segunda mitad del siglo XII. Los arcos, doblados y apuntados, adornan su arquivolta externa con pequeños tacos, radialmente dispuestos, y baquetones, a modo de fustes, matan los ángulos del cubo. Como ya vimos, el claustro de Arlanza fue sustituido en época moderna. Las excavaciones realizadas en los años ochenta pusieron a la luz algunos cimientos que posibilitan afirmar que se trataba de un recinto menor que el que vemos en la actualidad. Por otro lado, algunos de los fragmentos que se encuentran depositados en la sacristía pueden fácilmente pertenecer a las arquerías. Su cronología podría situarse en la segunda mitad del siglo XII. La sala capitular es la única estancia claustral que ha llegado hasta nosotros. Desechada la información que proporciona fray Juan de Pereda, transmitida por Huidobro -la sala del capítulo habría sido realizada en 1138-, un análisis de los diferentes elementos ornamentales pone de manifiesto que la construcción que ha llegado hasta nuestros días pertenece a fechas más tardías. Concretamente mientras que el piso inferior puede situarse en la segunda mitad del siglo XII, el superior pertenece al entorno de 1200. Las pinturas de temática profana aparecidas en este último condicionaron su calificación funcional. Últimamente la idea de que pudiera tratarse de un espacio palatino, ya mantenida por algunos autores, ha sido desarrollada por Walter Cahn relacionándolo con la memoria condal. Entre los acarreos de piedra que del monasterio de Arlanza fueron a parar a la capital hemos de significar la presencia de varios capiteles hoy conservados en el claustro alto de la catedral de Burgos. Destacamos entre ellos un capitel de columna entrega labrado en caliza por tres de sus caras, cuyas dimensiones son 51 cm de ancho en el frente, 47 cm de profundidad por 33 cm de altura. Se decora con dos parejas de aves afrontadas por sus picos dos a dos, con las garras sobre el astrágalo facetado y sobre cuyas cabezas, en los ángulos de la cesta, se disponen hojas picudas que acogen bolas en sus puntas. En el frente, entre las aves, sobresale un fracturado pitón gallonado, mientras que en uno de los laterales se dispuso una palmeta pinjante. Pese a no constar expresamente su procedencia, creemos que con ciertas garantías puede considerarse esta pieza como una más de las rescatadas de las ruinas de San Pedro de Arlanza, pues son grandes las semejanzas con algunas de las cestas del monasterio, sobre todo la que recogía el formero inmediato al ábside del evangelio, de idéntica temática y ejecución, así como similar definición del plumaje de las aves. El mismo origen tienen tres capiteles más en la seo burgalesa (de 47,5 cm de frente, 33 cm de altura y 42 cm de profundidad), así como un capitel vegetal hoy utilizado como peana de la moderna pila bautismal de la iglesia de Mambrillas de Lara (en este templo se conserva una fragmentada pila gallonada cuya talla a trinchante revela su gótica cronología). Se decora con dos pisos de hojas, las inferiores de puntas dobladas y nervadas y las superiores lisas y rematadas por bolas con caperuza. Finalmente hay que hacer alusión a dos piezas, a las que durante un tiempo se han atribuido cronologías de románico pleno siendo ambas en realidad producciones de la segunda mitad del siglo XII. Fueron obra de dos talleres dispares, de filiación perceptible en varias de las construcciones del entorno geográfico o del área de dominio monástico. El supuesto sepulcro “de San García” se localiza en el interior del templo, concretamente en la mitad occidental del muro norte. Sabemos que Arlanza disponía de un altar dedicado a su abad García, pero la primera mención sobre su sepultura en la iglesia remonta a comienzos del siglo XVI. Exactamente en 1615 Sandoval refiere su existencia “cerca de la Capilla de los mesmos Martires, en la propia pared [...] en vn sepulcro de piedra, que esta en la Iglesia junto a la escalera por donde se sube al coro alto”. Es decir, en el muro de la nave del evangelio, próximo al hastial. En ese mismo lugar, el gráfico de la iglesia del desaparecido manuscrito de Pereda (1563) sitúa un altar, dedicado a diversos santos (Hic sunt Reliquiae plurimorum Sanctorum). Significativamente la lauda actual, en la que aparece esculpida una mano sustentando un báculo abacial, debe pertenecer a una cronología comprendida entre fines del siglo XVI y el siglo XVII, momento éste en el que se consuma la interesada identificación del altar de los mártires con el sepulcro del santo. Según señala Flórez, en 1620 fue trasladado a la propia capilla de los mártires en una urna. Por tanto, no existe dato alguno que permita establecer la identificación originaria de esta sepultura con la del abad García. Todo parece indicar que su reconversión responde a fechas muy tardías, quizá buscando la potenciación de un culto local. Existen algunos fragmentos conservados que permiten recomponer un sepulcro enmarcado con un frontón sobre columnas. Conservamos parte de la caja in situ y algunos fragmentos de los que componían el arcosolio. Todos ellos nos dan pie a pensar que el taller que lo elaboró realizó algunos otros trabajos en el monasterio. Incluso en el claustro de la catedral de Burgos se conserva un capitel que, aparecido en unas obras de mantenimiento en la propia catedral, pertenece a este mismo taller. El llamado “sepulcro de Mudarra” es un arcosolio que, conservado en la catedral burgalesa tras ser llevado allí a fines del siglo XX, fue objeto de una confusión cronológica a causa de habérsele integrado una lauda fechada en el año 1075 durante el siglo XX. Asociado a la figura del héroe épico Mudarra, arquitectónicamente se emparenta con el arcosolio de la capilla de la Asunción de Las Huelgas, identificado con el enterramiento del infante Fernando (†1211). Respecto a su ornamentación, enlaza con algunas de las realizaciones del claustro superior de Santo Domingo de Silos. Presenta 294 cm de anchura, conservando la cornisa con friso de palmetas sobre canecillos de rollos -en realidad volutas- salvo uno ornado con un rugiente prótomo de león. Entre los canes, en bajo rrelieve, se disponen metopas ornadas con leones pasantes, un grifo y cruces de Malta entre hojas lobuladas. El sepulcro se disponía bajo un arco abarcante polilobulado que alberga otros dos del mismo tipo sobre capitel pinjante central, decorado con palmetas y hojas lisas de remate acogollado. El pseudotímpano, con una cruz patada de brazos flordelisados, se exorna con cadeneta entre cruzada, mientras que la chambrana de los arcos recibe zarcillos. Apea el arco exterior en dobles columnas de bellos capiteles de hojas partidas y remate lobulado, de tardía cronología. Todo apunta a que fuera realizado las proximidades de 1200. La lauda hoy integrada en el sepulcro presenta una inscripción en la que leemos: : HOC : IN LOCO : REQVIESCIT : FA(mu)LA : DEI : GODO : II : N(o)N(as) : F(e)B(rua)RI(as) : IN : ERA : M : C : XLIII : Es decir, “En este lugar descansa la sierva de Dios Godo. El día segundo de las nonas de febrero, en la era de 1143”, correspondiente al año 1105.