Sant Joan de les Abadeses
SANT JOAN DE LES ABADESSES
El extenso municipio rivipollense de Sant Joan de les Abadesses se encuentra en la parte central del valle del Ter, entre Ripoll y Camprodon. Está situado en un típico valle del Prepirineo, orientado hacia el Noreste y limítrofe con la sierra Cavallera al Norte, así como con la montaña de Castelltallat al Sur. Debido a su situación geográfica, su entorno es en gran parte un valle fértil y cubierto de pastos, en el que destaca la producción ganadera, con las partes más altas de su territorio coronadas por extensos bosques de pinos, robles y hayas. Para llegar hasta su ubicación hay que coger la carretera C-26, que conduce de Ripoll a Camprodon y cruza justo por el centro de la población.
La organización del territorio de Sant Joan de les Abadesses tiene su origen en los asentamientos organizados por el conde Guifré el Pilós en la segunda mitad del siglo ix. El conde dispuso a dos de sus hijos al frente de los monasterios de Santa Maria de Ripoll y de Sant Joan de les Abadesses, que articularon el control señorial de la zona tras la todavía reciente revuelta goticista de Aissó, en la que los nobles de la marca se enfrentaron a los conquistadores francos. Emma, hija de Guifré, fue la primera abadesa del monasterio benedictino de Sant Joan, cuyo mandato se prolongó desde el 898 hasta el 942. En total se cuentan cinco abadesas, hasta que la comunidad fue disuelta, acusada de no respetar las reglas del monacato, hechos alrededor de los cuales se ha forjado toda una literatura fantástica de excesos y lujuria, con el legendario conde Arnau y la abadesa Ingilberga como protagonistas.
La actividad del monasterio condicionó la formación de una población estable a su alrededor, para la que el templo de Sant Joan i Sant Pau (o Sant Joanipol) ejercía la función de iglesia parroquial. Ya en época moderna, el monasterio pasó a ejercer de parroquia de toda su población circundante, incluyendo además el territorio de la antigua parroquia de Santa Llúcia de Puigmal.
El municipio goza hoy de un razonable desarrollo, conseguido en parte gracias al turismo rural y cultural, centrado alrededor del notable patrimonio medieval del que dispone. En este sentido, en las dependencias del cenobio se puede visitar el Museo del Monasterio de Sant Joan de les Abadesses, donde se conservan piezas de gran interés como el tímpano de la iglesia de Sant Joanipol.
Texto: MGB
Monasterio de Sant Joan de les Abadesses
La fundación a mediados del siglo ix de un monasterio femenino benedictino dedicado a san Juan en el área del Ripollés, fue el origen de la población que hoy conocemos como Sant Joan de les Abadesses. Al enclave, situado junto al rio Ter, en el Prepirineo, se accede por carretera. Desde Barcelona (pasando por Vic) hay una distancia de 116 kilómetros. Desde Girona, pasando por Olot, 79 kms.
El 2 de noviembre de 1150, los obispos de Girona y Barcelona consagraron la iglesia de la abadía de Sant Joan, en el valle de Ripoll, acompañados por los abades de Ripoll, de San Rufo de Aviñón, de Arles y de Besalú. La solemnidad también convocó a los integrantes del estamento nobiliario. Probablemente la iglesia aún no estaba concluida, pero debía de estarlo la cabecera, al menos en lo esencial. Ponç de Monells, el abad por aquel entonces, había impulsado la sustitución del edificio precedente, y para ello contó con un artífice foráneo que puso al servicio de la nueva fábrica unas habilidades que delatan su formación foránea. El hecho tiene una gran trascendencia puesto que la reforma, que debió de comenzar hacia 1140, supuso la incorporación a los territorios del oriente peninsular de una modalidad constructiva, diversa de la imperante por entonces.
El denominado “primer románico lombardo” o “románico meridional”, seguía vivo en los condados catalanes a comienzos del siglo xii, y la consagración en 1123 de las iglesias de Sant Climent y Santa María de Taüll, lo certifica. El aparejo menudo y de corte irregular, acompañado de la plástica arquitectónica usual (franjas lombardas, dientes de sierra y arquillos ciegos), significa estas fábricas que nos ayudan a ejemplificar una situación que fue más general y que confirma el fuerte arraigo ya entrado el siglo xii de las fórmulas arquitectónicas propias de la arquitectura del siglo xi.
La singularidad de la iglesia de Sant Joan de Ripoll que hoy conocemos como de les Abadesses deriva del uso de un aparejo que, por su formato y excelencia de corte, contrasta y destaca sobre el precedente y se complementa, además, con un despliegue escultórico tanto en el interior como en el exterior de la fábrica, absolutamente inédito por entonces. Estas especificidades permiten encuadrar el proyecto en lo que viene denominándose “segundo románico” o “románico internacional” y sostener que, por las fechas, es uno de los primeros testimonios que presenta estas características en ámbito catalán. Otro elemento suma a favor de esta valoración: la singularidad de la tipología adoptada. Se concibió como una iglesia de tres naves con transepto (y sendas capillas abiertas en él) dotada de cabecera con capillas radiales y deambulatorio. Hacia 1140, no existía nada similar. Aunque el proyecto inicial se abandonara ya en época románica, probablemente por falta de recursos, y las tres naves previstas acabaran en una, la valoración debe guiarse por los elementos innovadores que están presentes en la iglesia.
El paso del tiempo sobre un edificio medieval, si ha sobrevivido, lo transforma en una suerte de palimpsesto que descubre lo que los diversos momentos de su historia han ido escribiendo en él. En el caso de Sant Joan de les Abadesses, hay que tener en cuenta la obligada reconstrucción de zonas importantes de la cabecera con posterioridad el terremoto del día de la Candelaria de 1428, la sustitución en el siglo xviii de la capilla central del deambulatorio, por el camarín construido para la veneración del Descendimiento del siglo xiii, y también los trabajos de restauración de la iglesia emprendidos a finales del siglo xix en los que intervino Puig y Cadafalch y que pretendieron devolverla a su estado original. Se derribó el camarín barroco para recuperar facticiamente la capilla románica eliminada en época moderna y en su construcción se recreó el paramento original y su tratamiento plástico tanto exterior como interior, incorporándose copias de los capiteles románicos conservados en otros sectores.
La remodelación del siglo xii
El monasterio dedicado a san Juan en el valle de Ripoll existía desde el siglo ix y su iglesia había sido consagrada el año 887. Se trataba de una fundación de carácter privado que durante un tiempo acogió a una comunidad femenina. Tras la reforma motivada por la denuncia de la vida escandalosa de sus integrantes, la comunidad pasó a ser masculina y a regirse por la regla de san Agustín. Cuando se emprende la restauración arquitectónica, la canónica agustiniana ya está plenamente consolidada. La reconstrucción de la iglesia, en el siglo xii, debió de ser la punta de lanza de un proyecto que tenía como horizonte la renovación del monasterio en su totalidad.
Es lo que sucedió con el viejo Sant Benet de Bàges que se reconstruye completamente entre finales del xii y comienzos del xiii, adoptando la tipología monástica que se ha consolidado a comienzos del siglo xi en la abadía borgoñona de Cluny, bajo los auspicios del abad Odilón. La funcionalidad de este modelo arquitectónico, que se sirve del claustro como elemento ordenador, explica su éxito en todo occidente. En territorio catalán, Sant Benet de Bàges, acredita su fortuna en el ámbito benedictino, Santa María de Vilabertrán en el de las canónicas agustinianas, escenario en el que también se inscribe Sant Joan de les Abadesses.
En nuestro caso, los edificios de época prerrománica no han dejado vestigios aparentes y habría que esperar resultados de una intervención arqueológica que sigue pendiente. En el estado actual de la fábrica también resulta difícil descubrir las evidencias del plano que se debió de imponer en el siglo xii. Las razones son conocidas. El día 2 de febrero del año 1428 se produjo un seísmo de alta intensidad que se dejó sentir en buena parte del territorio catalán. Sus efectos fueron devastadores en la zona próxima al Pirineo: desaparecieron poblaciones (Olot, Camprodón) y quedaron muy afectados algunos monasterios (Amer, Ripoll). En el caso de Sant Joan de les Abadesses murieron 40 personas, la villa y sus murallas fueron destruidas y en el edificio que estudiamos sufrieron daños importantes tanto la iglesia como las dependencias monacales situadas alrededor del claustro; este mismo ámbito también se vio afectado, hasta el punto de tener que reconstruirse años después. Precisamente las inusuales dimensiones adoptadas en el claustro gótico presuponen la desaparición parcial de las oficinas que rodeaban el anterior porque, sin los solares que éstas liberaron, era imposible conseguir el necesario para el nuevo. No hay otro modo de interpretar esa evidencia.
¿Qué dependencias se perdieron con el terremoto?. Si atendemos a las que se localizan alrededor del patio a partir de Cluny, se trataría del comedor, la cocina, el cillero, la sala capitular, amén de la iglesia. Los documentos que registran las destrucciones del 1428, aunque son muy avaros en los detalles, dejan entrever su gravedad. En primer lugar la cabecera de la iglesia, cuyas bóvedas se vieron afectadas por la caída del campanario; asimismo, una parte de la nave mayor, si el coro de la comunidad anterior al 1428 estaba situado en esa zona, puesto que también se registra como destruido. También desapareció el aula abacial y, dos meses después del seísmo, la comunidad tenía que reunirse en una barraca. Siendo así y, considerando la coincidencia en el mismo sector oriental, aunque en niveles superpuestos, del aula capitular y del dormitorio común, hay que presuponer igualmente la desaparición de este último. Nada sabemos del comedor y de las restantes estancias que debían alinearse en la panda sur del claustro. En todo caso, la carga que supuso la reconstrucción de todo lo que se derrumbó o quedó gravemente afectado, se hace sentir años después.
Volviendo al proceso constructivo, la sala capitular y el refectorio, debieron de construirse con anterioridad al 1203. La fecha señala el inicio del gobierno del abad Pere Soler, (1203-1217), que es recordado en el obituario como promotor arquitectónico. Sin embargo, el registro de sus iniciativas, sólo comprende un pozo, el lavabo contiguo al comedor y la cubierta del dormitorio. Lo que se silencia y lo que se menciona en este cómputo de acciones edilicias es igualmente significativo. Si Pere Soler puede techar el dormitorio es porqué ya existe y, si admitimos el eco en Sant Joan de les Abadesses del modelo definido en Cluny, este espacio está ubicado sobre la sala capitular que, en consecuencia, también tiene que estar ya edificada por entonces. Por entonces, debieron de construirse en paralelo las pandas del claustro contiguas a estas dependencias comunitarias. También la capilla de San Miguel, privativa de la enfermería, de la que aún sobreviven los muros perimetrales, más allá de la panda meridional del claustro gótico. Acredita su cronología el acta de consagración: 1164.
Este período de actividad avanzado el siglo xii tiene un gestor indiscutible: el abad Pons de Monells (c.1120- +1193). Nacido en el seno de un linaje destacado e influyente, uno de sus hermanos formó parte del círculo privado del conde Ramon Berenguer IV y, otro, Guillem, fue obispo de Girona entre 1169-1175. Elegido para gobernar la abadía en 1140, permaneció al frente de la comunidad hasta su muerte, si bien, desde 1165, año de su consagración como obispo de Tortosa, compaginó ambas responsabilidades. Su testamento, dictado en Tarragona en 1193, contiene un legado para la obra del campanario que debía coronar la intersección de la nave mayor con el transepto y que, en palabras del testador, debía ser idéntico al existente en la iglesia conocida como Rodona de Vic, el edificio de planta centralizada dedicado a la Virgen que se construyo a los pies de esta catedral y que fue derribado en el siglo xviii.
Todo lo que acabamos de señalar confirma la existencia de un proyecto de renovación general de la abadía prerrománica, que debutó hacia 1130 con el inicio de la iglesia.
La iglesia y su aparato ornamental
La iglesia que hoy visitamos exhibe la fábrica que fue consagrada en 1150, pero también los resultados de la restauración de urgencia a que fue sometida tras el terremoto de 1428, y las intervenciones que siguieron en los siglos de época moderna. El arquitecto Lluís Domènech i Montaner tuvo el acierto de descubrir, en esta serie de estratos constructivos, la tipología originaria. Visitó la villa en 1905, en uno de los periplos que realizó por Cataluña, con el objeto de reunir el material necesario para su proyectada historia de la arquitectura románica catalana. Sus álbumes de viaje quedaron inéditos hasta su publicación reciente, pero su consulta no deja lugar a dudas. Apreció en el edificio que pervive el rastro del edificio original y lo dibujó. Lo que se advierte en este documento, y que difiere de su estado actual, es la planta de una cabecera dotada de deambulatorio a la que abren tres capillas radiales y la prolongación hacia occidente de una iglesia de tres naves, una solución que, atendiendo a su cronología, era por completo novedosa en ámbito catalán cuando se inició el proyecto.
Si fijamos el comienzo de las obras hacia 1140, unos diez años antes de la consagración, el ascendente hay que buscarlo más allá de los Pirineos. El territorio francés nos proporciona, no sólo paralelos para la tipología, sino también para las galerías de arcos ciegos, ordenados en uno o dos registros, que se utilizan tanto en el interior como en el exterior de los ábsides. Esta ornamentación mural delata la transcripción medieval de fórmulas propias del mundo romano; también lo hace el paramento en opus reticulatum que se utilizó en el ábside de la capilla central de la girola, afeitado en el siglo xviii, y cuyo arranque fue redescubrierto durante los trabajos de restauración del edificio. Fueron estas particularidades las que llevaron a Puig y Cadafalch a invocar el ascendente francés de la fábrica en un trabajo de 1914, un ascendente que puede delimitarse algo más y fijar en al área del sudoeste.
También nos lleva a ella la escultura arquitectónica. Aunque se han perdido los capiteles que coronarían las columnas que delimitaron el deambulatorio de la capilla mayor, conservamos, muy maltrechos, los que adornaban las arquerías interiores y exteriores del paramento y los situados en las zonas altas de las columnas adosadas de la cabecera que recibían el empuje de los arcos fajones de las bóvedas. Abundan las piezas que muestran temática fitomórfica, pero también contamos con capiteles figurados, entre los que destaca el de Sansón desguijarrando al león, que es, con diferencia, el de más calidad de la serie. En nuestra aproximación al sudoeste de Francia los que resultan más reveladores, no obstante, son dos que se decoran, respectivamente, con elefantes y con personajes afrontados que tiran de sus barbas.
Aunque en Catalunya se pintaron elefantes en las iglesias románicas de Sant Joan de Boí y de Sorpe y en el baldaquino de Toses y, en Castilla, en la de San Baudelio de Berlanga, no deja de ser un elemento exótico para el público medieval. En escultura arquitectónica no es muy usual pero en el área del Poitou y su entorno aparece con cierta frecuencia. Preside un capitel del museo poitevino del Echevinage, y otros de las iglesias de Champniers, Saint-Cydroine, Faussais, Surgères, Andlau y Caen. En el afamado capitel de Aulnay-de-Saintonge, se acompaña de la inscripción Hi sunt Elephantes.
El tema de los hombres que se tiran de las barbas también tiene un importante eco en esa misma zona y, más al sur, se registra incluso en el campo de la miniatura (Beato de Saint-Sever). El asunto resulta interesante por las implicaciones contradictorias del gesto (si las barbas se las mesa uno mismo es un signo de duelo, si lo hace otro de humillación). En Francia hallamos testimonios en las iglesias de Saint-Hilaire de Poitiers, ahora en el Museo municipal, la abadía de la Sauve-Majeure, Anzy-le-Duc, Saint-Pierre-le-Moutier, Aubiac (Gironde), Tourtoirac, Thiviers, Noailles, etc. En Sant Joan de les Abadesses este asunto se repitió varias veces y en formatos diversos. Por razones desconocidas, uno de los capiteles de menor tamaño que lo ostentaba pasó a los fondos del Museu d’Art de Girona, donde sigue.
La escultura monumental de la cabecera de la iglesia de Sant Joan tiene una cierta unidad estilística, pero este lenguaje no se hace extensible a los elementos integrados en la puerta abierta en el brazo sur del crucero que comunica con el que se conoció como cementerio de san Mateo. Como otras puertas que comparten su filiación (Sant Pere y Sant Vicenç de Besalú, puertas occidental y meridional de la iglesia de Sant Benet de Bages, entre otras), no tiene tímpano y su ornamentación se localiza en los cuatro capiteles que coronan las columnitas que flanquean la entrada.
De los cuatro, sólo dos son originales. Están decorados con un tema fitomórfico y con una escena de cacería, respectivamente. El segundo presenta a dos personajes haciendo sonar sus cuernos de caza junto a un simio. Estas piezas marcan un cambio de orientación de la escultura en Sant Joan, y en este cambio también se integran los escasos elementos que sobreviven del claustro románico. Actualmente están integrados en el muro perimetral de la galería norte del claustro gótico y su filiación rosellonesa es inequívoca.
La impronta de esta escuela en la Catalunya de avanzado el siglo xii fue muy notable. Se manifestó a través de la importación de piezas prefabricadas desde las canteras de mármol situadas en la cara norte del Pirineo (Rià, Vilafranca de Conflent, Ceret), como lo acreditan los capiteles de la galería románica del claustro de Santa Maria de Ripoll y algunos elementos conservados en Camprodon, cuyo origen exacto se ignora. Asimismo, a través de la actividad de maestros de esa procedencia. Es una realidad admitida por la historiografía que se deduce del importante despliegue de estos testimonios escultóricos en áreas diversas de la geografía catalana, donde los hallamos ejecutados en piedra local.
Los denominados “talleres roselloneses”, responsables de este último momento de la escultura románica en Sant Joan de les Abadesses, dejaron sus estilemas y su repertorio figurativo en la puerta de Ripoll, en dos iglesias de Besalú (Sant Vicenç y Sant Pere), en las portadas que se incorporan avanzado el siglo xii a la catedral de Vic, a la iglesia de Malla, al monasterio de Montserrat y a una de Sant Benet de Bages; también la detectamos en los claustros de Lluçà, Sant Pere de Galligants en Girona, y en el de Sant Pere de Rodes.
En Sant Joan de les Abadesses, dos de los capiteles son réplicas de piezas que figuran en los monumentos mencionados. Es el caso del que muestra esfinges rampantes afrontadas. Este tema decora el capitel situado a la derecha de la puerta de entrada de Ripoll, reaparece en el mismo lugar en la de Sant Vicenç de Besalú, y lo hallamos de nuevo en el claustro de Lluçà. Por lo que respecta al capitel que muestra entrelazos con aves picoteando frutos en la zona superior y animales monstruosos en la zona próxima al collarino también conoce diversas réplicas: claustros de Ripoll y de Lluçà y portadas de Montserrat y de Sant Benet de Bages.
Si el claustro románico de Sant Joan de les Abadesses tuvo las dimensiones usuales, tuvo que integrar otras piezas que coincidirían también con el repertorio propio de la escuela rosellonesa. La destrucción de esta área impide evaluarlo. Pudo acomodarse en este mismo sector la puerta de la que debe proceder un fragmento escultórico que fue reutilizado como escalón en época moderna y que ahora se custodia en el museo. El tema que lo presidió se ha identificado como un Bautismo de Cristo, un asunto que, atendiendo al titular de la iglesia y de la abadía, resultaba perfectamente coherente. Su lenguaje escultórico lo inscribe en la órbita de los “talleres rosselloneses”. No podemos ir más allá.
Tampoco podemos ir más allá de lo que la documentación doméstica nos ofrece en relación al avance de las obras y a sus posibles artífices. Hemos ido desgranando estos datos en las páginas precedentes y el proceso constructivo y su cronología es el que sigue: consagración de la iglesia 1150, de la capilla de San Miguel 1164; ante quem 1203: construcción del aula abacial, de la sala capitular, del dormitorio, del comedor y quizá de la torre-campanario promovida por Ponç de Monells en su testamento (1193). Al claustro románico también debe de corresponderle este marco cronológico o sus entornos. En cambio, una fecha post quem 1203 conviene al lavabo (que no conservamos) y al pozo, iniciativas vinculadas a los años de gobierno del abad de Pere Soler.
A lo largo de este período, las únicas referencias documentales alusivas a un posible maestro de obra son las alusivas a un Ramon Lombard, el año 1164. No se trata de un documento de carácter profesional, equiparable al que en la Seu d’Urgell informa de cómo se llevará a cabo la construcción de las cubiertas de la catedral. Lo que resulta significativo en nuestro caso es el apelativo Lombard que acompaña al nombre, un término que en la Catalunya medieval funcionó como sinónimo de lapicida. Aunque esta identificación últimamente se ha cuestionado, creo que en términos generales puede seguir admitiéndose. En este caso resulta significativo que la documentación doméstica que aporta el dato de 1164 también registre un Ramon Latomi los años 1161 y 1170. Hay que advertir que no hemos podido comprobar las transcripciones paleográficas que proporciona el editor del Diplomatario, punto de partida de nuestras argumentaciones. Admitiendo como correcta esta lectura, lo cierto es que lombard y latomi tienen idéntico significado y son sustantivos que identifican a los expertos en el arte de la construcción. De ser así, también tendría sentido la presencia de un personaje homónimo en el obituario de la abadía, puesto que a los artífices importantes se les concedían beneficios espirituales y, en consecuencia, se rezaba por ellos en su dies natalis. Es cierto que estos datos son posteriores a la consagración de la iglesia en 1150, pero ya sabemos que más allá de esta fecha se siguió interviniendo en la fábrica. Además, a este período más avanzado, corresponden tanto las oficinas claustrales como la enfermería y algún equipamiento exterior, como los molinos de la villa, que según apunta un documento, estaban recién construidos en 1175.
El fasto litúrgico
Salvo el remarcable grupo del Descendimiento que, con la restitución de la capilla axial del presbiterio durante los trabajos de restauración de comienzos del siglo xx, recuperó su localización primitiva, la iglesia de Sant Joan de les Abadesses se presenta, en la actualidad, desnuda del mobiliario que contribuyó a su escenografía litúrgica en los siglos xii y xiii. No obstante, aunque sólo efímeramente, la documentación permite recuperar de modo virtual el fasto de esos momentos remotos. Es posible revivir la solemnidad que revestía el homenaje de boca y manos que los vasallos del monasterio realizaban al abad por los feudos que detentaban, resituándolo en su silla, ante el altar de san Juan, el mayor de la iglesia, vestido de pontifical. También podemos recuperar los elementos suntuosos que singularizaban los distintos espacios cultuales de la iglesia a través del inventario que los registra en 1218, e imaginar su interrelación con el oficiante y con los fieles que asistían a los oficios litúrgicos, puesto que una de las misiones de las canónicas agustinianas fue la labor pastoral y esto supone la presencia regular de laicos en el interior de la iglesia.
El inventario reviste un gran interés. Se computan vasos e indumentos litúrgicos, además de libros y estas noticias, junto con las que documentan las advocaciones primitivas de los altares, devuelven al edificio actual los epicentros litúrgicos que lo significaron durante el románico. La capilla mayor estaba consagrada a San Juan y, de las tres abiertas en el deambulatorio, la central, que contenía el altar matinal en el que se celebraba la primera misa del día cuando apuntaba el sol por oriente, a la Virgen María. Los otros dos estaban dedicados a san Lorenzo y a san Jaime. Este último resulta especialmente significativo en el contexto de la peregrinación a Compostela, porque alerta del posible interés de la canónica por conectarse a las rutas que llegaban a Galicia a través de Catalunya. La proximidad de la canónica al monasterio de Ripoll debió de favorecer la obtención de la copia del Códice Calixtino que registra el inventario de 1218. El manuscrito fue copiado en la catedral de Santiago por el monje de Ripoll, Arnau del Mont, en 1173, aprovechando su estancia como peregrino. Ignoramos cuando se realizó la copia que perteneció a Sant Joan de les Abadesses, aunque es probable que con antelación al 1218. Existe otro ejemplar en el archivo capitular de Tortosa y debió de llegar hasta allí por medio del abad-obispo Ponç de Monells, que falleció en 1193. Si fue él quien se interesó por el texto, ambas copias pudieron realizarse en el scriptorium de Ripoll muy poco después del regreso de Andreu del Mont. En el Códice Calixtino, aparte otros contenidos, se reúnen los milagros del Apóstol, que constituyen un material homilético muy adecuado para las prédicas destinadas a los laicos, un aspecto que las canónicas no podían desatender puesto que la labor pastoral era parte de su cometido.
Los altares de época románica complementarios de los tres mencionados estaban instalados en los dos ábsides abiertos en el transepto. El del lado norte estaba dedicado a san Agustín, otra advocación acorde con el espíritu de la canónica, el del sur, al apóstol Mateo.
Con respecto al ajuar litúrgico asociado a todos ellos, disponemos de varias noticias anteriores a 1218. En 1093, por ejemplo, se registra una cruz de plata vinculada al altar de san Juan que había que restaurar. Debe ser la misma que se menciona años después (1115) señalándose que se trata de una cruz-relicario, puesto que encierra un fragmento del Santo Leño. Una cruz de plata adornada con gemas sigue vinculada al altar mayor en 1218, aunque sobre el ara del altar mayor también se computa, por entonces, el arca de plata donde se custodia la reserva eucarística (el sagrario) y otro contenedor para la reliquia de san Valentín. Este último era una “obra de Limoges”, un tipo de manufactura que, como veremos, tuvo una incidencia notable en Sant Joan de les Abadesses. En el altar mayor, aparte numerosos elementos textiles destinados a su adorno, el inventario también sitúa dos candelabros de hierro y lo que las fuentes denominan test, que en este caso es de plata. El término identifica la encuadernación lujosa de un manuscrito litúrgico, se trate del evangeliario o del misal, que se decoraba con la crucifixión en una de sus caras, y con la Maiestas dentro de una mandorla rodeada por el Tetramorfos, en la opuesta.
Tras realizarse el inventario que nos sirve de guía, el altar de san Juan, gracias a la munificencia del sacristán, Bernat de Castelló, pasó a estar cobijado por un baldaquino apoyado sobre columnas, hay que suponer que de madera pintada. No obstante, a pesar de la noticia, no puede descartarse que hubiera existido un mueble de este género con anterioridad, puesto que los velos computados en 1218 y las lámparas que se fundan durante el siglo xii tenían que sostenerse de algún modo. Podía existir una biga, es cierto, pero también lo es que, si no era de plata, el baldaquino no acostumbraba a registrarse.
En la capilla dedicada a la Virgen se computa otra cruz de plata, menor, adornada con piedras preciosa que se acompañaba de los preceptivos candelabros de hierro; asimismo, otra arquilla de plata y dos de marfil donde se guardaban los corporales y otros elementos sagrados. De acuerdo con la voluntad del sacerdote Arnau de Folgons, a este altar se vinculó una imagen de la Virgen, en madera, y un códice que glosaba sus títulos y compilaba sus milagros. Lo recoge el obituario.
En los altares restantes de la iglesia se documentan cobertores y otros tejidos que servían para su adorno. Cuatro cruces de plata que aparecen en el inventario, todas ellas con fragmentos de la Vera Cruz en su interior, debían utilizarse según conviniera a las necesidades litúrgicas puesto que no se indica ninguna adscripción especial para ellas.
Uno de los aspectos más relevantes del inventario de 1218 tiene que ver con la impronta de las piezas de cobre esmaltado fabricadas en Limoges y en sus alrededores, e identificadas como “obra de Limoges” en todo Occidente. Para certificar el éxito de estas manufacturas en ámbito peninsular, las piezas registradas en Sant Joan de les Abadesses resultan muy elocuentes. Ignoramos desde cuando se hallaban allí, pero que en 1218 ya hubieran llegado dos arcas de reliquias, dos cruces procesionales, una de las cuales se ha conservado y se custodia en el Museo Episcopal de Vic, seis candelabros, dos incensarios, dos bacines y puede que alguna pieza más de las que el inventario señala que son de cobre, prueba de que su comerció estaba plenamente consolidado y que, a mucha distancia, los hipotéticos clientes conocían las tipología que estos talleres ofrecían.
La documentación informa que pudieron adquirirse en Roma, de donde llega, por ejemplo, una de estas manufacturas al monasterio de Sant Cugat en 1238, pero desconocemos el camino en el caso de las computadas en el inventario que venimos analizando. En todo caso, algunas de ellas debieron de seguir en uso hasta fechas avanzadas y es prueba de ello que una de las cruces procesionales permaneciera en la iglesia hasta su ingreso en el museo de Vic a finales del siglo xix.
Los instrumentos devocionales
Diversas fuentes informan de la génesis de una de las iniciativas más interesantes en relación al equipamiento de iglesia de Sant Joan de les Abadesses: la voluntad por parte de Dulcet, un laico radicado en el lugar, de impulsar la obra de un Descendimiento en 1251. Pocas veces contamos con una información tan detallada sobre un proyecto que fue devocional, pero que nosotros abordamos desde una perspectiva artística. Conocemos a su promotor y al encargado de llevar el proyecto a buen fin, el canónigo Ripoll Tarascó, el material empleado en la confección de las imágenes que debían componer el grupo escultórico, madera de nogal y de abeto, y su lugar de destino, el altar dedicado a la Virgen María. A pesar de las peripecias por las que pasó el edificio tras el terremoto de 1428 y de la posición de la Iglesia, poco proclive a estas escenografías medievales tras el concilio de Trento, el Descendimiento ha sobrevivido. En este largo camino, la imagen del Buen Ladrón fue víctima del fuego durante la Guerra Civil española, pero la sustituye una copia del escultor Pere Jou realizada años después.
Además, sabemos también que la imagen de Cristo había sido consagrada. Como era habitual en estos casos, estaba dotada de un reconditorio excavado en la espalda, inter scapulis, según la indicación usual, en el que se “enterraron” una serie de reliquias. Las conocemos gracias a las auténticas que las acompañaban y que fueron localizadas durante una inspección de la efigie. Se trataba de testimonios identificados como pertenecientes al Salvador y procedentes del lugar de la Presentación y del Huerto de Getsemaní. También las había del sepulcro de la Virgen y de san Marcial. Este relicario quedaba totalmente oculto porque el depósito, una vez se había llenado, se cerraba y la zona se encarnaba como el resto de la escultura.
La imagen en este caso incorporaba un segundo relicario, esta vez practicable. Se había excavado en la zona central de la frente y estaba dotado de una puerta. A pesar de ello parece que su existencia había caído en el olvido y, cuando en 1426, a raíz de la limpieza a que se sometieron las imágenes del grupo fue descubierto su contenido, el hallazgo ayudó a la reactivación del culto. Se encontró una Sagrada Forma y también hubiera debido de hallarse un fragmento de la Vera Cruz, porque las fuentes la documentan. Esto sucedió en época del abad Villalba, dos años antes del terremoto que no parece haber causado ningún desperfecto en las efigies, o cuando menos no se registra.
El Descendimiento está compuesto por siete imágenes: Cristo muerto, la Virgen y san Juan, Nicodemo y José de Arimatea y los dos ladrones. Según indicación del promotor, todas ellas debían instalarse sobre el altar de la Virgen, en la capilla axial del deambulatorio, una localización que otros grupos de esta naturaleza parecen haber compartido; al menos es lo que parece deducirse del destino reservado a uno que se contrata en época gótica para la iglesia de Santa Coloma de Queralt (Tarragona).
Entre los testimonios conocidos de esta escenografía, muy popular en la Península, tanto en época románica como en período trescentista, el de Sant Joan de les Abadesses es uno de los más relevantes. Como en el caso del de Erill la Vall lo componen siete figuras. Puede que fuera lo habitual, pero los testimonios conservados no lo confirman. Lo más común es encontrar grupos de cinco piezas. Otra singularidad tiene que ver con su pervivencia cultual en época moderna. Sabemos que por orden eclesiástica muchos de estos grupos fueron desmantelados a partir del siglo xvi y enterradas las imágenes que resultaban incómodas a los ojos de la jerarquía eclesiástica que quería dejar atrás la época medieval y sus especificidades litúrgicas. En estas operaciones se salvó la imagen del Salvador, reconvertida en Crucificado, y aislada. De ahí que a veces se descubra la impresión de una mano en el torso de un Crucificado cuando se procede a su restauración, o que ésta sea tan evidente que la denominación popular lo subraye, caso del “Cristo de las tres manos” de la iglesia turolense de El Salvador. En Catalunya no conocemos órdenes equivalentes a la que afectó al Descendimiento de esta iglesia aragonesa, pero el hallazgo en 1907 de las siete figuras del grupo de Erill en la zona baja del campanario, casi descubre una inhumación en sagrado que era el destino que recomendaba la iglesia cuando una imagen bendecida o consagrada era retirada del culto.
Probablemente, en este caso lo que justifica la supervivencia del grupo es el refuerzo devocional que supuso el hallazgo del depósito de reliquias en la frente de Cristo en 1426.
Otro aspecto del Descendimiento que resulta interesante es el que tiene que ver con su función. Cuando lo encarga Dulcet, su promotor, sólo indica que se instale sobre el altar de la Virgen. Aparentemente una recreación de la bajada del cuerpo de Cristo muerto, desde la Cruz, con todos los que estaban presentes en el Gólgota en ese instante, no resulta muy adecuada para un escenario mariano, porque, aunque María sea una integrante del grupo, al igual que los restantes actúa como testimonio de la muerte de Cristo. Esa es la esencia del Descendimiento: probar la muerte para poder confirmar después la Resurrección. Ciertamente no parece el mejor lugar, pero Dulcet lo eligió y la comunidad canonical admitió ese destino para las siete figuras.
Puede que su presencia en ese lugar acabara teniendo, no obstante, un sentido muy profundo. Aunque la visualización de la capilla axial desde el transepto entre los siglos xii y xv (antes de la restauración motivada por el terremoto) difería de la actual, la iglesia asumió la apariencia que pervive, y el drama sacro que se escenificaba en la capilla mayor para conmemorar la Pascua de Resurrección debió adaptarse a ella. Las acotaciones topográficas que contiene el texto son muy interesantes. La acción dramática se desarrollaba en torno a los altares de san Juan (el principal de la iglesia) y el de la Virgen, presidido por el Descendimiento. Las Marías se dirigían a este último para certificar la Resurrección de Cristo, porque en el juego escénico encarnaba el sepulcro del Salvador. Las imágenes del grupo, no sólo interactuaban con el relato dramático, sino que la imagen consagrada del Salvador, que lo presidía, reforzaba la identificación de ese espacio con el locus donde había acontecido el misterio del cristianismo, porque en su interior custodiaba reliquias originarias de Jerusalén.
Texto: Francesca Español Beltrán – Planos: Conchita Ruiz Terradillos
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