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Restos medievales tras la portada barroca

Identificador
24320_01_025
Tipo
Formato
Fecha
Cobertura
42º 22' 15.85'' , -5º 1' 37.87''
Idioma
Autor
Jaime Nuño González
Colaboradores
Sin información
Edificio Procedencia (Fuente)

 

País
España
Edificio (Relación)

Monasterio de los Santos Facundo y Primitivo

Localidad
Sahagún
Municipio
Sahagún
Provincia
León
Comunidad
Castilla y León
País
España
Descripción
LA LLAMADA CRÓNICA TURPIN, inserta en el Codex Calixtinus, recoge una leyenda que narra cómo Carlomagno entró en España, a ruegos del apóstol Santiago, con el objeto de liberarla del poder musulmán, que lideraba el rey Aigolando, haciéndose eco también de la no menos legendaria tradición, según la cuál el monasterio habría sido edificado por el propio Emperador. Sin embargo, la tradición más difundida, y también la más próxima a la realidad histórica, señala que el monasterio se fundó sobre el lugar en el que fueron inhumados los márt i res hispanorromanos Facundo y Primitivo. Ambos habrían sido degollados en tiempos de Diocleciano (284-305), después de un largo tormento, por su negativa a rendir culto a los dioses romanos. La noticia directa más antigua se encuentra en la Crónica Albeldense sabemos que, entre las destrucciones provocadas en el año 883 por una razzia musulmana, capitaneada por un hijo del emir Mohamed I (852-886), se significaba la del santuario de Sahagún. Seguramente a partir de estos años la concentración de mozárabes, huidos de al-Andalus, potenció el lugar y Alfonso III (866-910), en su avance repoblador, procedió a la fundación de un monasterio. A través de un diploma, fechado en el 904, hacía una donación al ya constituido monasterio de Sahagún y a su abad Alfonso que habría llegado de Córdoba. Sólo un año después se realizaba una dotación que acotaba su territorio, fundamentando el embrión de su futuro dominio territorial. A lo largo del siglo X la fundación monástica -a la que, por otro lado, comienza a denominarse Domnos Sanctos- experimenta un primer desarrollo, fundamentado en una intensa adquisición de propiedades y, posteriormente, a partir de mediado el siglo, en las donaciones. Puede decirse que Sahagún se destaca ya en esta época respecto a la mayor parte de los monasterios coetáneos. De hecho, fue el establecimiento escogido por Alfonso IV (925-931) para retirarse como monje. Los sucesivos monarcas procedieron a favorecerlo ampliamente realizando estancias con frecuencia. Las donaciones fueron incrementándose paulatinamente y de modo progresivo fue concentrando multitud de establecimientos religiosos entre sus propiedades. En el año 997 una razzia de al-Mansur destruía el edificio de Alfonso III disgregándose su dominio y abriéndose un amplio período crítico. Restaurado por Alfonso V (999-1027), es a partir del reinado de su hijo -Vermudo III (1027-1037)- cuando el monasterio recupera sus posesiones y se encamina hacia una expansión continuada, que no se detendrá hasta comienzos del siglo siguiente. En esta etapa la concentración de monasterios y parroquias alcanza un desarrollo desconocido hasta entonces. Desde la década de los treinta hasta, al menos, 1080 Sahagún, ubicado en el centro territorial de la poderosa familia de los Alfonso, aparece como una de las instituciones más favorecidas por sus componentes. Con su ascenso al trono leonés, tras la derrota de Vermudo III, Fernando I (1037-1065) hubo de atraerse el favor de instituciones religiosas tan poderosas como Sahagún y ya en 1040 confirmaba los privilegios concedidos por Alfonso III. Como es sabido, el monasterio fue el establecimiento más beneficiado por parte de Alfonso VI (1066-1109), llegando a ser residencia habitual de la Corte. Su presencia en él es habitual desde el principio, estableciendo allí un palacio que acabaría transformándose en su residencia de invierno. Además Sahagún se convertiría en la institución que iba a capitalizar toda la conflictiva cuestión del cambio litúrgico. En 1078 Alfonso VI implantaba la observancia cluniacense, aunque manteniéndolo independiente de la casa borgoñona. La asunción del mando por parte de monjes foráneos encontró la lógica oposición de la comunidad hispánica, de la que una buena parte huyó. La voluntad del nuevo abad, Roberto -apoyado por la reina-, de mantener la vieja liturgia hispana y, seguramente, otras tradiciones, deba entenderse como un intento de mitigar la reacción de los monjes autóctonos ante el establecimiento de extranjeros en la dirección del monasterio y la amenaza que ello suponía para sus costumbres. La reacción de Gregorio VII por el desafío que suponía esta condescendencia a su política universal, trajo consigo la fulminante deposición del abad insurrecto en 1080. Un discípulo del abad cluniacense Hugo de Semur, Bernardo de La Sauvetat, fue su eficaz sustituto, probablemente impuesto por el rey, ignorando una de las esencias de la propia legislación benedictina. El cargo abacial quedó ampliamente reforzado después de la crisis. Desde el punto de vista plástico, y mostrando su vitalidad económica, en 1086 Martinus concluía un Beato -el hoy conocido como del Burgo de Osma-, obra puramente hispana, pero ya con un dibujo plenamente románico. A fines de 1080 el monarca eligió este monasterio como lugar de enterramiento si bien, indirectamente, ya había sido seleccionado como panteón cuando en 1078 falleció su primera esposa, Inés de Aquitania, y fue enterrada allí. Con posterioridad, lo fueron la mayor parte de sus mujeres: Constanza de Borgoña (1093), Berta y Zaida (1099) e Isabel (1107). Asimismo fue también el lugar señalado por muchos de los notables de la Corte, como se desprende de la propia documentación. En 1101 parece que se vinculaba al monasterio Pedro Ansúrez, que años antes había enterrado a su hijo Alfonso. También en el entorno del 1080 el monarca, a ruegos del abad Bernardo, concedía un fuero, con objeto de que se estableciera en el coto monástico una población. Una vez más, la fundación de este burgo respondía a la misma política experimental aplicada a Sahagún, e iniciada con la reforma interna del propio monasterio. El documento debía articular las relaciones de la institución religiosa con unos habitantes dedicados a la actividad mercantil y artesana, que desconocían, por su propio oficio, las peculiaridades del sistema feudal. En 1083 Sahagún consiguió la protección y dependencia directa de la Santa Sede, eludiendo de esta forma las injerencias episcopales y obteniendo así un privilegio con el que contaba su modelo monástico. Tres años después se elegía al abad Bernardo para restaurar la primitiva sede arzobispal de Toledo (1086-1125), dejando el monasterio definitivamente reformado. Tras un corto período de transición, protagonizado por el abad Gómez (1086-1087), fue elegido Diego (1088-1110). Durante algo más de dos décadas, el gobierno de este se caracterizó por el cenit económico y por la voluntad de reafirmar su poder sobre sus posesiones. En 1093, con motivo del fallecimiento de su segunda esposa, Constanza, el monarca realizaba la más trascendente donación de que se tiene noticia, entregándole el monasterio regio de San Salvador de Nogal “junto a sus palacios”, así como un amplio dominio. En sólo unos años este centro se iba a convertir en la más importante de sus filiales; un mes más tarde, añadía los palacios que la reina había construido, junto al monasterio de Sahagún. Cuando el 1 de julio de 1109 Alfonso fallece en Toledo, se dio cumplimiento a su deseo, trasladándosele a su elegido panteón. La muerte del monarca fue el desencadenante de una serie de tensiones acumuladas durante su reinado, que provocaron una especial incidencia de las revueltas en el domino monástico. La sucesión de confrontaciones fue imparable durante este turbulento período y los asaltos de las tropas a los bienes de las diferentes poblaciones del reino se hizo algo rutinario. En 1110 un primer contingente de tropas aragonesas entró en el monasterio saqueándolo y ante el levantamiento de burgueses y campesinos, el abad Diego se vio obligado a huir, ausentándose durante tres meses. Esta difícil situación provocó que decidiera su dimisión, a comienzos de 1111. En abril de 1112 el nuevo abad es obligado a abandonar el centro por el rey aragonés, que coloca al mando de la institución a su hermano Ramiro (1111-1114). En estos años se produjo un nuevo expolio por parte del monarca. La vacante abacial, consecuencia de la marcha del futuro Ramiro II de Aragón, fue ocasión que aprovecharon los burgueses para obtener la confirmación de un nuevo fuero por la comunidad de monjes. El Concilio de Burgos (1117) frenó la primera y mayor revolución burguesa de Sahagún aunque no se regresó a la dureza del período anterior. Tampoco la intensidad de adquisiciones fue la misma y disminuyó notablemente algo que no se detendría a lo largo del siglo. Con la llegada al poder de Alfonso VII diversas propiedades del monasterio fueron confiscadas por el monarca para hacer frente a sus gastos; sólo cuando se consolidó en el poder procedió a reintegrarlas. En 1132, entregaba Sahagún a Cluny. Ante la amenaza de perder su independencia, probablemente una reacción de la comunidad imposibilitó que la donación tuviera efecto, al menos durante un período superior a dos años. En 1148 recibía un privilegio del Papa, Eugenio III, que, como sus predecesores, tomaba el monasterio bajo su protección, confirmándole el conjunto de sus bienes y posesiones. En esa misma fecha, el emperador y su familia re alizaban una amplia donación de propiedades. En estos años centrales del siglo XII, el Codex Calixtinus señalaba que la villa era “pródiga en toda suerte de bienes”, recomendando la visita de las reliquias de los mártires. Entre los benefactores más destacados de este periodo, cabe mencionar a una de las hijas bastardas de Alfonso VI, Elvira, que fue enterrada en el monasterio (†1158). Con la separación de los reinos, el monasterio se convierte en un punto de convergencia, favorecido por ambos monarcas -Sancho III y Fernando II-, y en el que ambos establecen un pacto de amistad en 1158. Tras la muerte de Sancho III, el monasterio perdió diversas heredades, tal como pone de manifiesto un documento de 1188. En 1161 el pontífice, Alejandro III, confirmaba sus propiedades, concediéndole, además, la posibilidad de elegir obispo cuando fuera necesaria la presencia de la autoridad episcopal en el monasterio. Poco después, hacia 1163, otorgaba al abad Domingo Juan (1150-1164) y a sus sucesores la posibilidad de utilizar mitra y báculo episcopal, erigiéndose en el primer abad peninsular que obtenía este privilegio. En estos años se pone de relieve, reiteradamente, la autoridad jurisdiccional sobre la población por parte del abad del monasterio. En 1168 la condesa Elvira, hermana del emperador Alfonso VII y casada con el conde ultrapirenaico, Beltrán de Risnel, realizaba un vínculo con el monasterio disponiendo que su cuerpo fuera enterrado allí, si su fallecimiento se producía en el reino, voluntad que reitera seis años más tarde. Es ahora cuando comienza a consolidarse la autoridad de Alfonso VIII en Castilla (1170-1214), entrando la Tierra de Campos y, consecuentemente, la mayor parte del territorio del monasterio, en la órbita jurisdiccional del monarca. En este período, que coincide con el abadiato de Juan I (1182-1194), se produjo un nuevo levantamiento en la población. En 1188 el propio Alfonso VIII confirmaba todos los privilegios concedidos a Sahagún por parte de sus antecesores. Ya en 1194, el papa Celestino III (1191-1198), legado en la Península durante los períodos 1154-1156 y 1172-1174, en los cuales visitó el monasterio, le otorgaba una serie de beneficios ensalzando su esplendor. Un año después, en 1195, Alfonso VIII concede una feria anual en la villa de quince días de duración. Es éste un período en el que, desaparecidas las donaciones, e igual que en el resto de las instituciones monásticas benedictinas, se suceden pleitos patrimoniales, permutas y compraventas de diferentes propiedades. Desaparecido el monarca castellano, hacia 1215 Alfonso IX de León aprovechó para hacerse con algunas pertenencias del monasterio, siendo conminado por el Pontífice, Inocencio III, a que las restituyera. También es entonces cuando se constatan enfrentamientos con el episcopado leonés por cuestiones jurisdiccionales. Consolidado en su poder, en 1218 Fernando III (1217- 1252) confirmaba los privilegios de sus antecesores. Durante su reinado procedió a ratificar todos los pleitos suscitados con la población a favor del abad e intervendrá, en su beneficio, en diferentes conflictos territoriales. En 1231, se produjo una nueva insurrección contra la autoridad abacial, encabezada por uno de los vecinos, Rui Fernández, que reivindicaba la jurisdicción real de la villa. En 1235 se produjo un devastador incendio, que afectó tanto al monasterio como a la villa. En 1251 Rui Fernández, entonces juez de la Corte de Alfonso X, acusaba al nuevo abad, Nicolás I (1251-1264), de usurpar la jurisdicción real de la villa, al haber nombrado merinos y alcaldes sin consulta previa. Indispuestos contra el monasterio los burgueses y los judíos de la villa, así como las monjas de Dueñas, comenzó un nuevo pleito que sería resuelto, otra vez, a favor del poder monástico. En 1260 la cancillería papal de Alejandro IV emitía, desde Anagni, diversas disposiciones, que intentaban reglamentar la situación administrativa del monasterio y algunos de sus prioratos. Al poco tiempo de alcanzar el poder, en 1288, Sancho IV (1284-1295) confirmaba los fueros y diferentes privilegios concedidos décadas antes por su padre. Cinco años más tarde y ante la reiterada agresión sobre el dominio monástico por parte de algunos habitantes, volvía a confirmar el señorío y la jurisdicción del abad de Sahagún sobre la población. Finalmente, dada la persistencia del conflicto con el concejo, el monarca visitaba Sahagún “por partir esta contienda e por los poner en paz e en assessegamiento”. En estos años fue enterrada en el monasterio doña Beatriz, hija del infante Fadrique y sobrina del rey Sabio. En 1296 los desórdenes civiles, durante la minoría de edad de Fernando IV (1295-1312), provocaron la efímera proclamación en Sahagún, como rey de Castilla, de Alfonso de la Cerda. Tres años más tarde el propio Fernando IV confirmaba el privilegio rodado de su antecesor y mandaba que los habitantes de la villa reconocieran la jurisdicción y autoridad abacial. Sin embargo, durante el abadiato de Nicolás II (1300-1317) se desencadenaron nuevos problemas a causa de la jurisdicción del señorío abacial, que todavía continuaba nombrando alcalde y merino (1307). Aunque el monarca trató de eliminar esta capacidad del abad, hubo que volverla a instaurar y, consecuentemente, el conflicto se reprodujo 1318. En 1313 se celebraron Cortes; en su curso falleció doña Constanza, viuda de Fernando IV, que cinco años antes había acogido al monasterio bajo su protección, siendo allí enterrada. En 1326 su hijo, Alfonso XI (1312-1350), volvía a establecer que los alcaldes continuaran siendo nombrados por el abad. La documentación de la primera mitad del siglo XIV pone de manifiesto el enorme potencial económico de Sahagún, superior al de cualquier otro monasterio benedictino. Desde 1347 disfrutó de la posesión de Estudios Generales o Universidad, por privilegio de Clemente VI, para lo que se habilitó gran parte del claustro bajo, manteniéndose hasta la fundación de la de Irache en 1605. En 1351, un año después de su coronación, Pedro I (1350-1369) agradecía el apoyo del monasterio a su causa, confirmando los privilegios en las Cortes de Valladolid. En 1390 Juan I (1379-1390) fundaba en Valladolid el monasterio de San Benito el Real, bajo la directa dependencia de Sahagún, de cuyo priorato de Nogal partieron los primeros monjes. Este régimen de dependencia se mantuvo hasta 1425, cuando el abad, Juan de Acevedo, procedió a independizarlo, sometiéndolo a Roma. Desde los primeros años del XV se constatan nuevos disturbios entre el concejo y el que fuera primer abad de San Benito de Valladolid (1390-1398), ahora de Sahagún, Antonio de Ceinos (1398-1417), por el no cumplimiento, por parte de aquél, de los fueros del rey Sabio. La preeminencia de los abades hizo que Juan II (1406-1454) los designara consejeros perpetuos de la Co rona. En 1475 Isabel la Católica visitó el monasterio, jurando defender los privilegios adquiridos por la institución a lo largo de su historia. Ya en 1494 Sahagún perdía su tradicional independencia al unirse a la Congregación de Valladolid. A partir de esta época el abad de Sahagún pierde casi toda la jurisdicción civil sobre la villa continuando los enfrentamientos con ella. En 1564 el papa Pío IV (1559-1565) concedía indulgencia plenaria a los fieles que visitasen las reliquias de San Mancio en el día de la festividad del santo. Poco más tarde, en 1587, Sixto V hacía lo propio en la fiesta de los mártires titulares. En 1591 Felipe II agradecía el envío de una reliquia de San Mancio, que solicitó porque había nacido el día de su festividad. Unos años más tarde, en 1602, se producía la visita de Felipe III, en cuyo ánimo estaba trasladar a El Escorial los restos de Alfonso VI, desistiendo finalmente de tal empeño. DESCRIPCIÓN ARTÍSTICA DE LOS RESTOS Lamentablemente son muy pocos los restos conservados del que fuera mayor monasterio del reino de Castilla y León. Los sucesivos incendios y remodelaciones de las que fue objeto pero, sobre todo, los destrozos causados desde la desamortización y la desidia de las autoridades, que no fueron capaces de salvaguardar las ruinas, causaron la pérdida de este importante conjunto monumental. La primeras modificaciones de las que tenemos noticia sobre las dependencias románicas se retrotraen a mediados del siglo XV, durante el abadiato de fray Pedro de Medina (1434-1448). Entonces comenzaron a renovarse tres alas del claustro debido a que las anteriores, muy deterioradas, amenazaban ruina. Ya a fines del siglo XVI se produjo uno de los muchos incendios que asolaron el monasterio perdiéndose buena parte de las antiguas dependencias y afectando especialmente a la biblioteca. El siglo XVII fue pródigo en actuaciones. A la financiación de un gran retablo para la capilla mayor encargado al escultor Gregorio Hernández al despuntar la centuria se sumó la realización de la gran portada meridional, sustituyendo a una primitiva, seguramente gótica, que se decía en ruinas. Fue obra de Felipe Berrojo (1662). Un nuevo y desolador incendio volvio a cebarse con gran parte del recinto claustral, obligando a cuantiosos gastos para afrontar las reparaciones (1692). En 1738 se iniciaron los trabajos en las dependencias del ala oriental, con piedra de sillería, construyéndose, asimismo, la llamada capilla de Nuestra Señora. Sin embargo una nueva catástrofe, el terremoto de 1755, afectó a varias estructuras, entre ellas el cimborrio -conocido como Torre de la Aguja- que se empezó a agrietar. Las obras del claustro principal se remataban en 1764, sólo dos años después se reformaba la iglesia, tomándose la determinación de eliminar la bóveda del crucero, cuyo hundimiento se temía. La reforma, dirigida por el arquitecto Antonio Pontones, consistió en sustituirla por otra de ladrillo, rebajando además la altura de la nave central. El ilustrado Antonio Ponz que visitó el monasterio poco tiempo después dejó constancia del desagrado estético que le produjo esta intervención. En 1767 se derrumbó, definitivamente, la torre. Por fin, una descripción, realizada por Escalona, nos informa del estado del monasterio, previo a su destrucción. Como se ha dicho, el siglo XIX fue especialmente nocivo para el monasterio de Sahagún. Repetidamente saqueado, en 1810 se incendió el ala norte del edificio y dos años más tarde, con la intención de desalojar a las tropas francesas allí acuarteladas, se prendía fuego al templo. Tras unos años de respiro en 1817, cuatro años después de haber regresado los religiosos, se reconstruía el refectorio grande y en 1819 aún se trabajaba en la iglesia. Tras el breve lapso de abandono durante el Trienio Constitucional (1820-23) se promovió la reconstrucción de la arrasada basílica, según planos del benedictino Miguel Echano, que procedió a invertir la ubicación de los altares, situándolos a occidente, convirtiendo, por tanto, la antigua cabecera tardorrománica en fachada oriental con dos torres a los lados. La primera Guerra Carlista y la Desamortización detuvieron este último intento de restauración comenzando ya de modo imparable el proceso de deterioro que, como no podía ser de otro modo, comenzó con un gran incendio. En los años cuarenta las ruinas de sus edificios salieron a subasta en Madrid, siendo adquiridas por un particular (Manuel Font), que las cedió al Ayuntamiento a cambio de la Alhameda, propiedad vecinal. El Estado compró la puerta meridional, bajo la que más tarde se hizo pasar la carretera de circunvalación. Poco era lo que se conservaba entonces: los restos del templo, la fachada de la cámara abacial y los restos de los claustros. Pronto la sillería, tan escasa en la zona, fue comenzada a reaprovechar por parte de la población y del propio Consistorio para la construcción de un puente sobre el Cea. Algunas de las piezas escultóricas de época medieval aparecidas en el proceso de desescombrado fueron ingresando en el Museo Arqueológico Nacional y en el Museo de León. Otras muchas se dispersaron en manos privadas o fueron vendidas tiempo después a coleccionistas: entre 1925-1926 fueron trasladadas a Cambridge (Massachusetts, EE.UU.) dos estatuas-columna del siglo XIII y la lauda sepulcral del hijo de Pedro Ansúrez. En 1931 los restos del monasterio fueron declarados Monumento Histórico-Artístico. Poco después en el área correspondiente a la iglesia se estableció una casa-cuartel de la Guardia Civil que aún se mantiene. Ya mucho más recientemente, en 1980, se procedía a la consolidación de los restos. Tratar de conocer la realidad de los diversos templos medievales de Sahagún resulta bastante complejo por la ausencia de excavaciones de alcance. Tan sólo contamos con el conocimiento indirecto de los resultados de una campaña arqueológica llevada a cabo en 1932 y que afectó a la zona occidental de la iglesia. En lo que se refiere a la documentación, el testimonio más antiguo que conservamos se debe al primer monje anónimo que es coetáneo a los hechos que narra. Según éste, en 1099, durante el reinado de Alfonso VI, se consagraba la iglesia monástica. Además, en el claustro, cerca de la puerta de entrada al templo tardorrománico, se conservó hasta el siglo XIX el sepulcro del abad Diego (1088-1110), cuyo epitafio, realizado en el siglo XIV, le responsabilizaba del inicio de la construcción de una iglesia. Además contamos con dos referencias de donaciones ad opus. La primera nos la suministra Yepes al explicitar el contenido de un documento, que vio en el archivo monástico, fechado en 1127 (año 1165 de la era hispánica), por el cual el abad Domingo III desvió la renta de las villas de Velasco, Arenillas y de la iglesia de Santa Columba para la obra de la iglesia ya comenzada. Sin embargo Yepes equivocó el diploma con otro de 1121 haciendo caer en el error cronológico, por otro lado nada determinante, a varios autores posteriores. Otro documento, éste conservado, señala que Elvira Sánchez, nieta de Pedro Ansúrez, donaba en 1134 diversas heredades ad illa opera de Sancto Facundo. Una mención documental de febrero de 1157 nos proporciona la identidad, seguramente, de quien entonces administraba la obra, Pedro Esteban. También sabemos por un epitafio, el de doña Elvira († ca.1158), hija bastarda de Alfonso VI, que ésta, además de donar una cruz de oro, mandó construir una capilla dedicada a Santa María. En 1791 Masdeu publicaba una inscripción cuya localización no especificaba, y en la que constaba el año 1176. En su opinión haría alusión al año en que se llevó a cabo la iglesia. Conocida y transcrita por diversos autores es la lápida empotrada en uno de los contrafuertes del muro norte, tardorrománico, con epígrafe conmemorativo, relativo a la consagración de la capilla de San Benito en 1164, construida aprovechando el ángulo que quedaba libre entre dicho lienzo mural y el brazo norte del transepto (HVIVS ALTARIS CONSECRATIO FACTA EST A DOMNO FERNANDO BONE MEMORIE ASTORICENSE EPISCOPO IN HONORE SANCTI BENEDICTI PRESENTIBUS EPISCOPIS PETRO CIVITATENSI ET ADEFONSO/ AURIENSI INFRA QUOD SUNT RELIQUIE DE SEPULCRO SANCTE MA/ RIE ET SANCTORUM MARTIRUM CLAUDII ET VICTORICI ET SANCTI PRUDENTII ADEFONSO REGE CATHOLICO REG/ NANTE IN TOLETO ET IOANNE ABBATE ECCLESIAM SANCTORUM FACUNDI/ ET PRIMITIVI GUBERNANTE ANNO AB INCARNATIONE/ DOMINI MCLXXXIIII IDIBUS APRILIS). Ya en 1201 se produjo una donación de Jimena Ossóriz “para la obra de San Facundo” no especificándose nada más. Otro documento, conocido indirectamente a través de Escalona y aparecido en 1959, cuando se procedió a la apertura del arca de las reliquias de los mártires, hace alusión al traslado de éstas, que habrían reposado en la iglesia vieja hasta 1213, año en que se llevaron a la nueva (In era CCLX traslata sunt eorum corpora de ueteri ecclesia ad nouam quinto ydus iunii, era MCCLI. Regnante Aldefonso rege castelle, abbate Guillelmo in isto monasterio prisidente). Finalmente, en la portada monumental de Felipe Berrojo, obra del siglo XVII, existe una inscripción, compuesta por el abad Gregorio Quintanilla (1649-1651), que resume la historia constructiva de la iglesia señalándose que fue terminada en 1183 (Basilicam istam regia mole insignem Alphonsus I rex cathol[cus] a mauris dirutan primus instaurant era 792. Alph[onsus] III rex magnus iterum destructam aedificat. Alph[onsus] VI rex monachus magnificentissime ampliat, Dominicus abbas perficit era 1221). A partir del testimonio del anónimo y del epitafio del abad Diego, la mayor parte de los autores se han mostrado unánimes respecto a una supuesta iglesia, construida por Alfonso III, que posteriormente sustituyó o amplió el monarca Alfonso VI. Fray Romualdo Escalona, cronista del monasterio, planteó sus dudas sobre la veracidad del epitafio y redujo la intervención del abad Diego a la reparación del edificio primitivo. La existencia de algunos restos más antiguos en la fachada occidental, la llamada capilla de San Mancio, tradicionalmente confundida con la de San Benito, al mediodía del templo, le hicieron identificarla con la iglesia mandada construir por Alfonso III a comienzos del siglo X. A fines de siglo XIX comienzan los análisis más sistemáticos de la realidad material del templo, siempre tomando como base los datos de Escalona. La primera aproximación documentada a su proceso crono-constructivo remonta a 1880 y fue encargada a Demetrio de los Ríos por la Comisión de Monumentos de León. Su objetivo era informar a la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando sobre el estado de las ruinas con objeto de preservarlas. Entre 1884 y 1885, el también arquitecto José Solar elaboraba un apasionado trabajo en dos entregas, analizando lo que él juzgaba eran las iglesias construidas a fines del siglo IX, así como la nueva, para el arquitecto la llevada a cabo por Alfonso VI, aunque en realidad se trataba de los restos del edificio tardor románico. En 1885 José María Quadrado negaba la interpretación de Escalona y daba validez al epitafio y a la consagración de 1099. Consideraba que la nueva fábrica fue impulsada por Alfonso VI, bajo el abadiato de Diego, y a ella tan sólo pertenecería la capilla mayor. Los largos trabajos hasta concluirla continuaban en 1300. En 1908 Vicente Lampérez se hacía eco de algunas observaciones realizadas por el arquitecto Velázquez Bosco, antes de 1880. Su confuso testimonio de que en la capilla de San Mancio vio columnas de mármol y capiteles “latinobizantinos” llevó a que Lampérez la identificara una vez más con la iglesia de Alfonso III. Entre 1080 y 1300 se realizaría la gran iglesia que comparaba con las ultrapirenáicas en magnitud e importancia. En 1919 Manuel Gómez-Moreno planteaba que Alfonso VI transformó los edificios monásticos según el hacer románico y posteriormente, en 1121, se sustituiría la iglesia con un estilo “proto-ogival”. Como Escalona y alguno de los autores anteriores asimilaba la capilla de San Mancio con la iglesia prerrománica de Alfonso III. Un año después, en 1920, Georgiana Goddard-King recopilaba y reinterpretaba las publicaciones anteriores (Escalona, Solar, Lampérez y Gómez-Moreno), sin aportar apenas novedades de interés. Para ella, siguiendo la historia del monasterio, una primera iglesia pre rrománica, construida en el último cuarto del siglo IX, fue destruida a fines del siguiente por Almanzor. Ya a fines del XI, el abad Diego daría comienzo a un nuevo edificio románico, cuya fábrica se prolongaría hasta 1300. Basándose en un dato ofrecido por Velázquez Bosco y dado a conocer por Lámperez -la pesunta inscripción de un Guillermo constructor de origen inglés-, trazaba una línea estilística ilustrada por edificios como Las Huelgas o la catedral de Cuenca. Esta hipótesis fue mantenida por Gómez-Moreno en 1925. En cuanto a las construcciones anejas, consideró que la capillla de San Benito -entonces ya identificada, erróneamente, con la de San Mancio- pudiera haber formado parte de las construcciones de la reina Constanza. En 1934 el propio Gómez-Moreno deshacía la maraña interpretativa de la que él mismo fue víctima, derivada de la errónea transcripción del epígrafe del supuesto arquitecto Guillermo aparecido junto a la portada occidental del templo, excavada un año antes. Mediada la centuria, Torres Balbás tomó el equivocado año de 1127 suministrado por Yepes (recordemos que corresponde en realidad a 1121) para el inicio de la construcción románica, mencionando también la dirección de la obra por un Petrus Stefani en 1157. La conclusión se producía en 1183, inaugurándose en 1213. Por ello, no dejaba de expresar su extrañeza por la noticia de que en 1255 Alfonso X exhortara a la conclusión del templo. Centrándose ahora en el templo tardorrománico, en 1961 Juan Antonio Gaya seguía con fidelidad el planteamiento del historiador granadino, señalando que “el abovedamiento era de gran novedad, porque si la mayoría de las bóvedas eran vaídas y de ladrillo, otras, en el crucero, resultaron ser de ojivas, demostrando cuán llegaron a la vieja tierra de San Facundo los primeros modos góticos”. Recientemente, se ha publicado un breve estudio que significa el primer acercamiento monográfico al conjunto monumental desaparecido, desde sus orígenes a su destrucción. La autora identificaba la cabecera tardorrománica y el transepto con la consagración de 1099. Paralizada la construcción tras la muerte de Alfonso VI, proseguiría entre 1127 y 1213. La última aproximación a la realidad del templo plenorománico fue realizada por Isidro Bango. A partir del plano realizado por Echano (1824-1831), planteó la existencia de una iglesia de igual anchura que la tardorrománica, cuya formulación planimétrica sería similar a la de Frómista. En el curso de siglo XII se procedería a una ampliación, manteniendo las tres naves, pero derribando la cabecera e incorporando tres nuevos ábsides, con transepto acusado en planta. En el intento de aproximación a las iglesias habidas en Sahagún debemos considerar la existencia, al menos, de dos construcciones previas a las románicas. Primero, el santuario levantado sobre el lugar donde fueron inhumados los mártires hispanor romanos, que en el año 883 destruyó una razzia musulmana. Poco después, tras el avance repoblador de Alfonso III, el monarca llevó a cabo la fundación del monasterio, construyendo una nueva iglesia. Como señalamos al analizar el proceso histórico, en el 997 esta segunda edificación fue arrasada por al-Mansur, siendo reconstruida -desconocemos en que medida- por Alfonso V (999-1027). En la actualidad se conservan algunos capiteles, dispersos en diferentes museos y en propiedad particular, que pertenecen a este período. La posibilidad de que la llamada capilla de San Mancio (14,10 x 13,35) constituyera una parte de la iglesia del siglo X quedó disipada tras la excavación de 1932. Su pertenencia al estilo románico quedaba clara. La correcta interpretación de esta estructura ya fue planteada por Juan de Dios de la Rada y Delgado en 1876. Antes de abordar el análisis de un relieve de la Virgen con el Niño aparecido en esa fecha y trasladado, a instancias suyas, al Museo Arqueológico Nacional realizaba una introducción a la historia del monasterio. Al plantear el problema de la ubicación de los enterramientos nobiliarios señalaba que se habrían llevado a cabo en un “panteón” que se encontraba a los pies del templo, a la manera del que se encuentra el de San Isidoro de León. Esta sugerente hipótesis rompía con la tradición mantenida por Yepes y Escalona. La capilla presentaba en su muro oriental con dos pilares sobre zócalo cuadrado -sólo subsistía el septentrional- con medias columnas en los frentes, y en él se abría una puerta descentrada, con una columna a cada lado, con la peculiaridad de que el acodillamiento columnario no se realiza hacia la capilla, como hubiera sido lo lógico, sino hacia la iglesia. Quizá habría que explicarlo como un deseo de enfatizar la importancia del ámbito funerario al que se daba paso. Pero la existencia y la ubicación de esta puerta nos permite extraer dos conclusiones: por un lado, que dicho acceso respondía a una remodelación posterior, fruto de la necesidad de adecuar este espacio occidental a la mayor anchura del nuevo templo tardorrománico (24,30 m la caja mural) y, en consecuencia, al desplazamiento hacia el sur de su nave central. Por otro -y en relación con lo anterior- que suponiendo, como es lógico, que esta portada estuviera alineada con el eje del templo al que pertenecía -el tardorrománico-, la capilla de San Mancio, ubicada en su extremo norte, se adaptaba a una iglesia previa, probablemente algo más ancha (13,35 m), que pudiera haber ocupado la parte septentrional de aquél. Su puerta original debió ser netamente más pequeña y había de estar centrada en el espacio comprendido entre los dos soportes mencionados (4 m), uno de los cuales -el meridional- fue demolido para ubicar la nueva. Finalmente, todo el perímetro mural se hallaba rodeado por un banco corrido y el hastial de poniente perforado por una puerta, esta vez en el centro, abocinada al exterior con doble acodillamiento y sendas columnas a cada lado, morfología plenamente románica. La flanqueaban al interior otras dos pilas cuadradas -como las del testero oriental- con medias columnas en sus tres frentes libres. El paralelo más cercano, tal como planteaba este arqueólogo, es el de San Isidoro de León; el pórtico monumentalizado con léxico románico por Urraca -según se sostiene en la actualidad-, la primogénita de Fernando I, a partir de 1080. Los diversos autores modernos nos permiten saber que en este lugar se encontraban las sepulturas de buena parte de los magnates de Alfonso VI y él mismo debió descansar en ese lugar hasta su traslado al interior del templo, junto a sus esposas, a fines del siglo XIII. Las diferencias de tamaño son notables ya que las dimensiones del panteón isidoriano (8 x 8 m) son netamente inferiores a las del de Sahagún, condicionadas en aquél por la reducida superficie del templo fernandino al que se hubo de adaptar. También conviene recordar el pórtico, también prerrománico, de San Pedro de Teverga (7,40 x 7,10 m), ciertamente próximas a las de San Isidoro. De todo lo dicho y con la cautela que impone la falta de excavaciones, pueden extraerse algunas consideraciones sobre la iglesia. En primer lugar parece claro que en 1099 se produjo una consagración acto que no implica, en absoluto, que la obra estuviera concluida. El epitafio del abad Diego, si bien ya del siglo XIV, no hace sino subrayar este acontecimiento. Es evidente que las revueltas derivadas de la muerte del monarca hubieron de afectar necesariamente al edificio al menos en el sentido de detener su construcción. De hecho la documentación es taxativa a la hora de ofrecer datos de fábrica en el nuevo período de restauración, protagonizado por Alfonso VII. La información que facilita Yepes, relativa a trabajos en la iglesia en 1127 -donación del abad Domingo III para la obra de la iglesia, que estaba comenzada-, es bastante contradictoria, ya que dicho año era abad Bernardo II (1119-1131) y no Domingo III (1150-1164), como pretende el historiador benedictino. Sin embargo, el documento que conservamos de 1134 -Elvira Sánchez donaba diversas heredades a la obra- no ofrece dudas, aunque es poco específico en su terminología. A un momento posterior se refiere la inscripción de la portada de Felipe Berrojo, responsabilizando de la construcción del templo al abad Domingo III en 1183 (era 1221) -Dominicus abbas perficit, era 1221-, dato que plantea los mismos problemas cronológicos que el ofrecido por Yepes, afectando además al mismo abad. En 1183 gobernaba el monasterio Gutierre (1164-1183), a quien sucedió Juan (1183-1194). En fin, el traslado de las reliquias en 1213 desde la iglesia vieja a la nueva es, junto a la consagración de 1099, el dato de mayor interés por su fiabilidad y concreción, ya que nos permite establecer que, para entonces, buena parte del nuevo templo estaría concluida. El estudio de los restos que conservamos del templo tardorrománico confirma claramente la lentitud constructiva de que se hacen eco las fuentes. Un análisis plástico de la ornamentación del tramo recto del ábside norte -lo único que subsiste de la cabecera- indica una manifiesta divergencia estilística respecto al transepto, en el que, a su vez, se observa una ruptura de fábrica a la altura de los arranques de las bóvedas. Si aquélla -la cabecera- responde a un horizonte plástico de inercia, bien conocido, desde comienzos del XII, en Compostela, León y, por extensión, en el conjunto del reino leonés, las ventanas del transepto recogen planteamientos estilísticos propios de los renovados recetarios de las últimas décadas del siglo. Como se ha dicho, en 1184 se consagró la capilla de San Benito -en el ángulo formado entre el brazo del transepto y el muro septentrional-, que asumió un léxico ornamental bien distinto al desarrollado en el templo al que fue añadida, si bien próxima cronológicamente. Asimismo, si los datos ofrecidos por la planimetría de Gago y Díaz Jiménez es correcta, los pilares eran cruciformes con columnas adosadas, debiendo readaptarse para recibir los nervios de las bóvedas de crucería que hubieron de disponerse al menos en sus naves laterales, tal como muestran los restos hoy visibles. Puede, por lo tanto, trazarse una aproximación hipotética al complejo proceso crono-constructivo, situando los desaparecidos ábsides en una cronología en torno a los años centrales del siglo XII. Esta cabecera formaría parte de un ambicioso programa de renovación que, como señalan las fuentes documentales, pudo prolongarse en el tiempo hasta fines del XIII. Pero, por lo que respecta a su mitad oriental, en 1213 debía estar sustancialmente concluida, ya que -como acabamos de señalar- a ella se trasladaron las reliquias de los mártires desde la iglesia vieja. El patente aspecto antiguo que debía presentar el pórtico occidental -la capilla de San Mancio-, en relación con la construcción tardorrománica -tomada ésta como obra de Alfonso VI-, hizo que llegara a ser identificado con la primitiva iglesia de Alfonso III. Sin embargo, del estudio arquitectónico, tipológico y funcional de esta estructura y, con el respaldo de la documentación, concluimos algo muy diferente. Su desplazamiento hacia el norte, respecto al eje del templo tard o rrománico, y sus propias dimensiones, nos permiten aventurar la posición y proporciones aproximadas de la iglesia a la que perteneció en origen. Se trataría de un templo de entre dieciséis y dieciocho metros de anchura, similar, por lo tanto, al conjunto de los construidos en la primera fase plenorrománica. Teniendo éstos en cuenta, y contando con una pareja proporcionalidad en longitud, habría que considerar que alcanzaría, tal vez, en torno a los 40 m; es decir, hasta el lugar donde se encontraban los torales occidentales de la que llamaremos iglesia nueva. Ese templo pudo ser el consagrado -concluido, o no- en 1099, que se vería directamente afectado por el conflicto armado, tan sólo diez años después. En lo que se refiere a la gran iglesia cuyos escasos restos han llegado hasta nuestros días, hay que señalar que en 1184 los obispos de Astorga, Ciudad Rodrigo y Orense, consagraban una capilla, con la advocación de San Benito, en el ángulo formado por el muro septentrional del templo y el brazo del transepto. Ya entrado el siglo XIII, sabemos que hacia 1235 un incendio afectó al claustro. Dos décadas más tarde, en mayo de 1255, Alfonso X, después de visitar el monasterio y dotar a la villa de un fuero, concedía 300 maravedís anuales para la conclusión del templo, sumido, al parecer, en un lento proceso constructivo, favorecido por las violentas revueltas de la población. Asimismo, solicitó la institución de un altar dedicado a San Clemente. A pesar de este intento de revitalización, las obras aún se mantenían en 1284, cuando el abad, García III, se vió obligado a empeñar el más importante de sus prioratos, el de Nogal, a fin de poderlas costear. En lo relativo a la escultura, nos encontramos ante una colección lapidaria muy diversa estilísticamente, rasgo que pone de manifiesto, una vez más, la enorme dinámica constructiva del monasterio. Los ejemplares más notorios pertenecen al período plenorrománico, es decir a la cronología comprendida entre 1090 y 1130 aproximadamente. El primero sobre el que hay que centrarse es la lauda del hijo de Pedro Ansúrez (Museo Arqueológico Nacional, exp.1932/115). Es de mármol y presenta unas dimensiones de 1,96 m de longitud y una anchura de 0,61 m en su cabecera y 0,50 m en sus pies. La inscripción que la recorre señala el año del fallecimiento del difunto, 1093. Se trata del primer ejemplar hispano de sepultura figurada cuya morfología responde a modelos conocidos en la Península desde época paleocristiana (sarcófago de Ithacius en Oviedo, segunda mitad siglo V). Organizada en dos vertientes poco inclinadas su vértice plano sirve de soporte a la inscripción del epitafio. Éste se encuentra incompleto en su primera mitad, por la rotura de la pieza: IN ERA MCXXXI ID(vs) DEC(em)BR(is) OBIIT AN [FOS PETRI ANSUREZ COMITIS] ET EILONIS COMITISSE CARVS FILIVS En la vertiente principal, en su extremo izquierdo, aparece una franja de bandas con estrellas concéntricas, en sentido transversal a la lauda. De esta representación del manto celeste surge la mano de Cristo, junto a la que se dispone la que se identifica como figura del difunto. Una inscripción aclara la escena: DEXTRA XPI(sti) BENEDICIT ANFVSV(m) / DEFV/NCTV(m). A continuación, la imagen de un águila portando un libro en sus garras (San Juan). Su anómala posición, transversal al sentido de la lauda, parece estar condicionada por la necesidad de procurar espacio para las leyendas explicativas: SANCTVS / IOHANNES / EVAN/GELIS/TA. Seguidamente un arcángel -San Miguel-, que porta una cruz en su mano izquierda, mientras que con el índice de la derecha señala hacia la imagen del joven Alfonso. Le acompaña la inscripción: MICHA/EL AR/CHANGE/LVS. Tanto en esta figura como en las cuatro de la otra vertiente, todas ellas de gran frontalidad, se concede un protagonismo superior al busto, quedando las piernas reducidas a t ubos. En el extremo derecho se representó a San Gabriel, no considerado arcángel, que se presentaba turiferario y con un esquema compositivo más complejo, con su correspondiente identificación: GABRIEL ANGE/LVS. En la vertiente secundaria se disponen cuatro figuras angélicas tumbadas, que confluyen hacia el centro. Sostienen un libro en una de sus manos, mientras que con los índices de la otra apuntan al centro, donde se dispone un cáliz. Junto a cada una, invertidas respecto a ellas y de derecha a izquierda, las inscripciones siguientes: MA/THE/VS EVAN/GELIS/TA MAR/CVS ET / LVCAS EVAN/GE/LIS/TE RA/PHA/EL AN/GELVS. La primera noticia sobre esta pieza se la debemos a Ambrosio de Morales, que pudo ver el sepulcro íntegro dentro del templo tardorrománico. Sin embargo, su presumible ubicación en alto le impidió diferenciar la decoración de la lauda, que consideró de “buenos follages”, sin conseguir precisar más que carecía de la clásica figura yacente. En 1601 Sandoval reconoció “unos ángeles de media talla en la tapa” y pudo leer la inscripción conmemorativa, si bien interpretó equivocadamente la fecha del fallecimiento (era 1181, año 1143). Desmantelado el monasterio con la desamortización, a comienzos del presente siglo la lauda fue reaprovechada en una de las sepulturas del cementerio de la población -concretamente, en la de D. Manuel Guaza-, donde la localizó y catalogó, a comienzos de siglo, Gómez-Moreno. A fin de recomponer los tres fragmentos en que había quedado dividida, se introdujeron grapas de hierro que impidieron la correcta lectura del epitafio. Hasta la aparición del catálogo provincial, en 1925, sólo un trabajo vió la luz, en 1918, realizado por Agapito y Revilla; el autor, después de transcribir las inscripciones, aclaraba el error en el año del óbito, cometido por Sandoval, y llevaba a cabo una primera aproximación cronológica. En 1926 se encontraba en manos de un conocido anticuario norteamericano instalado en Madrid, Arthur Byne, que lo vendió al Fogg Art Museum de Harward (Massachusetts). Diversas gestiones de las autoridades, llevadas a cabo a comienzos de los años treinta, dieron como resultado su cesión al Gobierno español (1932), que entregó, a modo de compensación, algunas piezas del Museo Arqueológico Nacional: una columna de San Payo de Antealtares, un capitel del monasterio premonstratense de Aguilar de Campoo y varios ejemplares de arte ibérico. Dicho año la lauda ingresaba en el museo, donde se encuentra en la actualidad. La historiografía ha estado de acuerdo en considerarla dotada de características ajenas a las realizaciones llamadas “hispano-languedocianas”. El primer análisis estilístico vino de la mano de Gómez-Moreno (1925), quien apuntó similitudes con los Beatos en el modo de inclinar los ángeles. Para él, su iconografía “guarda relación más bien con lo nuestro del siglo X que con lo francés”. Estilísticamente, aunque aún deforme, todavía tendría aires de modelado clásico, recordando otras de San Isidoro de León. Por otro lado, Porter, buscando paralelos de sepulcros, apuntó una remota semejanza con el sepulcro del obispo Bernward de Hildesheim (1928). Respecto a su técnica, a partir del sencillo tratamiento tubular de los ropajes, enlazaría con las figuras llevadas a cabo en las enjutas de la Portada del Cordero de San Isidoro de León. Desde la opinión del hispanista norteamericano, se ha querido ver en él la pervivencia de un substrato escultórico local. El descubrimiento de los relieves de Quintanilla, en 1927, se utilizó para justificar la presencia activa de una escultura indigenista, con la que enlazaría el sepulcro. Para Gaillard (1963-1964), a pesar de que Sahagún era el centro de la difusión cluniacense en España, las figuras que decoraban la lauda pertenecerían a un arte local y tradicional. Las figuras tendrían menos de románico que de arcaísmo derivado de las realizaciones tipo Quintanilla. Desde entonces han sido muy escasas las aproximaciones a este importante ejemplo de escultura funeraria. Fue Moralejo (1985) quien renovó el interés historiográfico, partiendo de que el lugar de procedencia no sería, al menos en principio, el más propicio para explicar su argumentado casticismo. Sobre la organización compositiva, retomando la propuesta de Porter respecto al sepulcro de Bernward, significó la no exclusividad hispánica de esa tipología de lauda. Respecto a las fuentes iconográficas, que analiza pormenorizadamente, serían resultado de una confluencia de tradiciones variadas, muchas de las cuales serían ajenas a lo funerario y casi todas ellas foráneas. Ello se insertaría en el nuevo contexto de cambio litúrgico, experimentado en Sahagún a partir de 1080. La misma presentación de tres de los evangelistas como ángeles, respondería a una tradición ajena a lo local. La excepcionalidad del águila de Juan se explicaría por la dualidad simbólica de este animal, que aquí re p resentaría también la resurrección, tal como se refiere en el salmo 103,5 (“tu juventud se renueva como el águila”). Por su parte, la presencia del cáliz tendría un papel simbólico de comunión con Cristo, de salvación (Juan, 6,54). Así, la lauda plantearía una exposición de la fe en la re s u rrección, a partir de la participación eucarística del difunto en la Pasión de Cristo. Desde este punto de vista habría, pues, que dudar de la idea tradicional de singularidad autóctona. En cuanto a la estilística de las figuras, si bien es indudable cierta semejanza con los relieves de Quintanilla y la miniatura mozárabe, ello no permitiría establecer una filiación común. Se trataría de rasgos genéricos, por su elementalidad, ya que la lauda presenta, para Moralejo, los caracteres plásticos de la llamada escultura hispano- languedociana del entorno de 1100 y, más concre t amente, del taller de la cabecera de San Martín de Frómista. Revelaría la simplificación del estilo escultórico desarrollado en esa parte del templo palentino, así como en la catedral de Jaca, con la que esta iglesia estaría emparentada. De este modo, además, quedarían reafirmadas las cronologías concedidas a la escultura de estas construcciones, a partir de 1080. Posteriormente, Durliat (1990) desechaba el emparentamiento compositivo con la tapa de Bernward, ya que ésta dataría de 1150, y buscaba una conexión con las experiencias realizadas en la decoración del mobiliario de mármol y, más específicamente, en los altares languedocianos del tipo Bernard Gilduin. Pero, a pesar de las dependencias foráneas de la pieza, en comparación con las esculturas coetáneas languedocianas ofrece tratamientos particulares, que podrían ser calificados de ibéricos, ya que encuentran sus correspondencias más exactas en la Península. Respondería a un estilo muy vigoroso y un poco rudo, pero se distanciaba de la propuesta de filiación con Frómista de Moralejo, ya que él no era partidario de conceder esa antigüedad a Frómista. Iconográficamente, recordaba que la representación de los evangelistas con figuras angélicas es frecuente en la Península, desde época prerrománica. Concedía el protagonismo de conductor de almas al arcángel Miguel, situado en el sepulcro junto a la imagen del difunto, y concluía confirmando la inspiración foránea del programa iconográfico. Más recientemente, Debra Hassig (1991) ha propuesto una lectura iconográfica en el contexto litúrgico cluniacense, experimentado por el monasterio de Sahagún desde 1080, y en las estrechas relaciones mantenidas por el monarca Alfonso VI y su institución predilecta con la abadía borgoñona. Sería reflejo de las importantes celebraciones funerarias realizadas en Cluny que, derivadas de las galicanas, estaban en pleno apogeo desde la época del abad Odilón (994-1049), si bien no eran del todo ajenas a las hispánicas. En esa liturgia de evocación apocalíptica, Juan, el evangelista, tendría un protagonismo destacado junto al arcángel Miguel, que era invocado como intercesor de las almas en el día de la resurrección, anunciado por el mensajero celeste, Gabriel. Ambos aparecen claramente destacados en la vertiente principal de la lauda. En la otra, Rafael y el resto de evangelistas en torno al cáliz, enfatizarían el acto de redención a través de la imagen del sacrificio. En suma, el mensaje de la lauda tendría el valor de poner de relieve la salvación y la vida eterna. Desde el punto de vista estilístico, la aparición en 1993 de la portada occidental de la iglesia prioral cluniacense de San Zoilo de Carrión de los Condes, así como algunos capiteles de su claustro primitivo, ha ofrecido nuevos datos para interpretar la lauda leonesa. Con un desarrollo muy superior del relieve, ofrece semejanzas indudables, que permiten precisar la existencia de un taller escultórico de gran dinamismo en el entorno de 1100. Más que a través de la cabecera de Frómista, podría explicarse mediante estas realizaciones el carácter de vulgarización de un estilo superior, que se ha invocado para la lauda. Entre los restos escultóricos descontextualizados hay que señalar un fragmento de cesta de capitel figurada que, de caliza, representa un ángel y una esfinge (Museo Arqueológico Nacional, inv. 57552). Presenta una altura de 0,38 m, se encuentra bastante deteriorado y fue redescubierto para la historiografía del arte medieval, hace tan sólo unos años, por Serafín Moralejo. Sobre un collarino sogueado se disponen dos figuras separadas por árboles con hojas pentafoliadas. A la izquierda, un ángel sedente en actitud de salutación. Ataviado con túnica, ésta se resuelve con una técnica tubular, muy próxima a la utilizada en la lauda de Ansúrez. Lamentablemente, el rostro se encuentra muy fragmentado. A la derecha, una esfinge cuya anatomía se reduce a lo esencial. Lo más destacado es la cabeza, de forma ovoide, que presenta un alborotado cabello de trenzas. Moralejo ha identificado en esta obra el influjo de la Puerta del Cordero de San Isidoro de León. Para Durliat, el estilo, de una gran delicadeza, revela la presencia en Sahagún, en los alrededores de 1100, de un escultor antiquizante, formado, probablemente, en León. Tanto técnicamente como en su disposición, cayendo sobre la pierna, los pliegues son similares a los que pueden verse en la zona de la girola de Compostela -capilla de San Bartolomé-, realizada hacia 1100. Finalmente, cabe apuntar una indudable semejanza de forma entre el rostro de la esfinge y los realizados en las figuras de la portada occidental de San Zoilo de Carrión. Un segundo fragmento de importancia lo constituye la parte central de un tímpano representando un altorrelieve de la Virgen con el Niño (Museo Arqueológico Nacional inv. 50194). También de mármol, tiene 1 m de altura y 0,55 m de anchura. Hacia 1870 Ricardo Velázquez Bosco, miembro de la Comisión de Monumentos de la provincia, la trasladó a León, desde donde fue llevada al Museo Arqueológico Nacional, fruto de la política de captación de piezas para este nuevo museo, inaugurado un año después. Se trata de una pieza de mármol, al parecer perteneciente a un tímpano, con una inscripción en su ángulo superior izquierdo: RES MIRA/NDA SAT/IS BENE / COMPLA/CITUR A / BEA/T/I/S. Para Bertaux recordaría las esculturas tolosanas y la consideraba de fines del XII, relacionándola con la consagración de la capilla de San Benito en 1183. En claro contraste con esta opinión, tomando la fecha de consagración de 1099, Porter la adscribía a una iglesia acabada entonces, en uno de cuyos portales estaría ubicada. La inscripción le dio pie a pensar en la inclusión de la Adoración de los Magos mientras que, subrayando el papel del monasterio como la posesión más importante de Cluny en España, estilísticamente emparentaba el tratamiento de los pliegues con el tímpano de la portada occidental de Saint- Fortunat de Charlieu (Loire). En 1931 Mayer también la vinculaba a la consagración del templo en 1099. En 1934 Gómez-Moreno se desmarcaba de estas opiniones, decantándose por una cronología del siglo XII avanzado. Además, desde el punto de vista iconográfico, no se representaría, como algunos habían propuesto, una Epifanía, sino una “maternidad divina”. La historiografía posterior ha tendido a ubicarla dentro del primer cuarto del siglo XII. Se trata de una figura de acusada frontalidad, con un modelado mínimo, concentrado especialmente en las cabezas. El tratamiento caligráfico de los ropajes aproxima la pieza a las miniaturas. De la sella curulis sobre la que se dispone, tan sólo se aprecian las patas en tijera con garras que, en vez de plantearse lateralmente, eluden la lógica de la perspectiva y lo hacen frontalmente. El Tumbo A, comenzado, presumiblemente, al iniciarse el reinado de Alfonso VII, en 1126, presenta esta misma tipología de trono. La distancia entre esta escultura y las realizaciones que se llevaban a cabo en torno a 1100 en los principales centros castellanos y leoneses, dificultan una explicación lógica a su mediocridad. En todos ellos el desarrollo del modelado, en perjuicio del grafismo, es muy notorio. Baste una comparación con la llamada “mujer adúltera” de Platerías (ca.1110) -figura frontal, también sentada-, para poner de manifiesto las diferentes consecuciones de ambas realizaciones. Su misma ubicación en un tímpano, es decir, en uno de los marcos primordiales para el desarrollo de un programa iconográfico, lo complica aún más. Nuevamente, una comparación con los de Platerías o San Isidoro de León evidencia, aún más, la torpeza del escultor. Un segundo fragmento de tímpano representa una Maiestas Domini y su actual paradero se desconoce. Tiene una altura aproximada de 0,64 m y fue realizado en mármol. Fue descubierto por Gómez-Moreno y consignado en su Catálogo Monumental de León (1908-1909). En 1925 y en el Catálogo de León el propio historiador granadino publicaba una fotografía antes de que desapareciera. Como puede intuirse en las fotografías, parece que se encontraba empotrado en alguna vivienda de la población, cubierto por una pequeña chambrana. Inferior en mérito a la Virgen, el autor consideraba que pertenecía a fines del siglo XI o comienzos del XII y lo emparentaba con Moissac. Casi diez años más tarde, en 1934, añadía que este fragmento ejemplificaba la degeneración del arte románico leonés. Entre tanto, Porter se había limitado a identificarlo estilísticamente con la Virgen. Finalmente, para Gudiol y Gaya sería obra del siglo XII. Un rápido análisis corrobora la opinión de Porter. Tan sólo difiere del relieve de la Virgen en el mayor modelado. Los pliegues de la túnica, en su extremo inferior, la inverosímil disposición del brazo derecho, apoyado en la rodilla, o la forma de sustentar el libro, responde a los mismos parámetros que los utilizados en la figura del Niño. Los propios rasgos faciales, con las mejillas abultadas, o los ojos de cuencas vacías, reafirman este parentesco. Sin embargo, no presenta aquella frontalidad reforzada por la simetría de la túnica. Ésta se resuelve aquí con pliegues concéntricos, dispuestos en capas, con tendencia al clásico remolino en la zona del vientre, encontrando conexiones con obras como la Maiestas de Rodez. Finalmente hay que reseñar un capitel del siglo XII (Museo de León, inv. n.º I, 1) de caliza y con una altura de 0,35 m. Ingresó en 1896 por donación particular y responde a un periodo tardorrománico, de la segunda mitad del siglo XII.