Identificador
40331_01_170
Tipo
Formato
Fecha
Cobertura
41º 19' 28.7" , -3º 52' 47.77"
Idioma
Autor
José Manuel Rodríguez Montañés
Colaboradores
Sin información
Edificio Procedencia (Fuente)
País
España
Edificio (Relación)
Localidad
Carrascal del Río
Municipio
Carrascal del Río
Provincia
Segovia
Comunidad
Castilla y León
País
España
Claves
Descripción
PESE A SITUARSE SAN FRUTOS en término de Carrascal del Río, el acceso a la ermita lo realizaremos desde la inmediata localidad de Villaseca, a través del camino de tierra y grava que parte junto a la espadaña de su parroquial. A unos cuatro kilómetros de Villaseca deberemos abandonar el vehículo en el lugar habilitado al efecto y continuar la bajada a pie unos 900 metros. El lugar está dentro del Parque Natural de las Hoces del Río Duratón, Zona de Especial Protección para las Aves y una de las mayores áreas de cría del buitre leonado de Europa. Es por ello que las visitas están sometidas a restricciones, siendo preferible ponerse en contacto previamente con el Centro de Interpretación del Parque, situado en la iglesia de Santiago de Sepúlveda. En cualquier caso, aquí de modo especial y aunque sea obvio, más importante que nuestra presencia y disfrute siempre será tanto el respeto al monumento natural que alberga al construido, como a este mismo. Los vestigios del antiguo priorato benedictino, Monumento Nacional desde 1931, se ubican sobre el cerro que preside un espectacular meandro del cañón del Duratón, estableciéndose en el particularísimo maridaje entre la arquitectura y su abrupto entorno -animado por las imponentes siluetas de las aves que lo pueblan- una de las estampas más llamativas y bellas de todo el románico peninsular, marco propicio para la elevación de los espíritus que, sin duda, fue bien apreciado en la elección de tan apartado lugar por sus antiguos moradores (LINAGE CONDE, A., 1983a). Y bien decía Gil González Dávila que esta “montaña fragosa” era propicia para “fundar Ermitas para mirar de lexos el alma desengañada el ruydo de la vanidad humana”, siendo el lugar escogido para su retiro por el patrono de la diócesis, San Frutos, y sus hermanos San Valentín y Santa Engracia. Afirma el mismo historiador que pese a no existir memoria del año de su fundación, “ayla de que en el año 714 era Conuento”, cuya iglesia consagró el arzobispo toledano Bernardo, según consta en la inscripción, que transcribe, y sobre la que en breve volveremos. La historia de San Frutos ha sido trazada en diversas publicaciones por Martín Postigo, a las que se añaden varias contribuciones de Linage Conde y, recientemente, la obra de Conte Bragado y Fernández Bernaldo de Quirós sobre el panorama arqueológico del cañón. Aunque los orígenes del poblamiento en el lugar se remontan al neolítico (cueva de La Nogaleda), los más antiguos vestigios localizados en la península de San Frutos remiten a la Edad del Bronce, y desde entonces la ocupación humana debió ser casi continua hasta el pasado siglo. De la época romana nos resta, junto a algunos hallazgos cerámicos, una inscripción funeraria reutilizada en el aparejo del ábside, datada en el tránsito del siglo I al II d. de C. Ya en época altomedieval nos encontramos con una curiosa confluencia entre los escasos vestigios y la tradición eremítica de San Frutos y sus hermanos, éstos supuestamente martirizados en Caballar. Hay referencias precisas al hallazgo de un broche de cinturón visigodo y una moneda de la época de Vitiza, piezas ambas lamentablemente no conservadas. Y como “anteriores a la repoblación” califica Golvano Herrero las tres tumbas excavadas en la roca atribuidas a los santos, dos rectangulares y otra antropoide, con orientación noroeste-sureste y hoy bajo el humilladero hecho en 1781 y sito a unos 200 m al oeste del conjunto, en la ladera del cerro. Sea como fuere, parece claro que en época visigoda el lugar conoció una cierta concentración de eremitorios, y aunque nada queda, si aceptamos la tradición, de aquel oratorio dedicado a Santa María por el mismo San Frutos (†715), la cercana Cueva de los Siete Altares y tres las tumbas excavadas parece avalar este hecho. Sobre la historicidad de la figura de San Frutos se ocupó en extenso Antonio Linage (1971), y a sus conclusiones, que hacemos nuestras, remitimos. Más espinoso resulta dibujar el panorama inmediatamente posterior a la muerte del mismo, coincidente con el asentamiento de los musulmanes en el solar ibérico, pues aunque su fama de santidad pudiera haber atraído a grupos de cristianos al modo de otros casos riojanos y leoneses, ningún indicio nos permite contradecir el abandono del lugar, ignorando a qué referencia aludía Gil Dávila en su alusión antes citada al año 714. Así, aceptando con Linage el visigotismo de la Cueva de los Siete Altares, resultaría que su renacer no sería anterior a los primeros y efímeros esfuerzos de consolidación cristiana entre los valles del Duratón y el Riaza, en época condal. Y aún de éste turbulento periodo que va del 940 al 1076 no existen evidencias más allá de la conservación del nombre y la memoria del lugar como centro de culto, resultando así fundamentales para completar el panorama los grafitos de la cueva-ermita que la tradición señala como lugar de retiro de San Valentín, situada en el cortado, bajo el monasterio superior. Lamentablemente la cueva se hundió en 1896, y los grafitos sólo nos son conocidos a partir de los afortunados calcos realizados en el siglo XVIII por el P. Bernardo Gayoso y comentados por el P. Domingo de Ibarreta, conservados en el archivo de Silos. En ellos dejaron huella de su paso varios personajes, entre los que Pérez de Úrbel ha querido reconocer a miembros de la corte navarra del segundo tercio del siglo XI y al mismísimo padre de Alvar Fañez, dux de Toledo y hombre de confianza de Alfonso VI. Sea cual fuere la identidad de estos visitantes, nos dejaron la fecha de su “pintada”, por desgracia incompleta, aunque debe corresponder al año 1029 ó 1059. Se probaría así la pervivencia de la importancia del valor simbólico del lugar, aunque no el hecho de su poblamiento, que no aparecerá confirmado sino hasta el primer texto fundamental y cierto que alude a San Frutos, que no es otro que la donación con su término al monasterio de Silos por Alfonso VI, el 17 de agosto de 1076, senda al fin firme tras los resbaladizos terrenos de la hipótesis en que hasta ahora nos hemos movido. El documento, desaparecido el original del Archivo de Silos en fecha relativamente reciente, se ha conservado en su confirmación por Alfonso X en 1255, habiendo sido objeto de un exhaustivo estudio por Martín Postigo en 1970. En él el monarca leonés, estando en Navares, dona al abad Fortunio de Silos el paruum munusculum, scilicet illum locum quod ad antiquitate Sanctus Fructus uocatur, in quo requiescit sanctissimum corpus illius, precisando que el lugar está sub urbe, quam ferunt Septempublica, super fluuium Duraton. Añade a la donación el término del priorato, cuya delimitación fue desentrañada con precisión por Linage, añadiendo el disfrute de pastos y leñas exclusivo dentro del coto, y en comunidad con Sepúlveda y las villas de su entorno. La donación fue consignada por veintiséis de los primis populatoribus in Septempublica, cuyos nombres se recogen. El siguiente testimonio inequívoco del renacer de San Frutos del Duratón más allá del documental nos lo proporciona la propia iglesia, en la cual, salvo que futuras excavaciones arqueológicas nos desmientan, no acertamos a reconocer vestigio alguno ni del primitivo oratorio visigodo al que alude el P. Flórez ni de una iglesia mozárabe (Marqués de Lozoya, 1931). El monumentum ædificationis se dispuso sobre un sillar del contrafuerte que flanquea por el oeste la portada meridional, y presenta su arista superior abocelada, pues continúa el banco corrido sobre el que se alzó la nave del templo. Fracturado en el pasado siglo, fue brutalmente arrancado de su primitivo emplazamiento para su traslado a una exposición en 1990, cercenándolo de su marco arquitectónico y mutilando la pieza. Hoy lo que queda de ella se custodia tras una reja en una hornacina de la cabecera, aunque afortunadamente contamos con un vaciado en el Museo de Segovia y con buenas fotografías anteriores a su deterioro, como una de Hauser o la de Benito de Frutos que publicamos. Su transcripción, según Martín Postigo, es la siguiente: HEC EST : DOMVS : D(omi)NI : IN HONOREM S(an)C(t)I : FRVCTI C(onfessoris) EDIFICATA AB ABATE FORTVNIO / EX S(an)C(t)I : SEBASTIANI : EXSILENSI : REGENTE ET HOC CENOBIO DOMINANTE ET AB ARCHIEPISCOPO : BER/NANDVS : SEDIS TOLETANE DEDICATA : SVB ERA : TA CA XXXVIII : ET A D(omi)NO DOM(no) : MICHAEL E[S]T FABRICATA Esto es, “Esta es la casa del Señor, edificada en honor de San Frutos por el abad Fortunio, que regía San Sebastián de Silos y tenía el dominio de este cenobio, y consagrada por Bernardo, arzobispo de Toledo, en la era 1138 (año 1100), y fue construida por el señor don Miguel”. Sobre este famoso epígrafe se dispuso otro en caracteres similares, incompleto y deteriorado, a modo de ensayo frustrado, en el que leemos: ERA T C / XXX VIII ET... / ET IN DIE..., aludiendo de nuevo a la misma fecha de 1100. La inscripción nos ciñe cronológicamente de un modo preciso la construcción de la iglesia, que podemos enmarcar así entre la donación de Alfonso VI en 1076 y este año 1100, bien acorde con la data de 1093 tradicionalmente aceptada para El Salvador de Sepúlveda, hermanada tipológicamente con la que nos ocupa, como luego veremos. El 18 de junio de 1126 se datan dos importantes documentos que nos demuestran la vitalidad de la renacida casa, y en los que Alfonso VII concede al abad de Silos y al prior de San Frutos licencia para poblar con colonos el monasterio de San Frutos y su aldea de Ceca (licentiam populandi monasterium Sancti Fructi et uestram aldeiam, que uocatur Ceca, de uestros collazos et de hominibus, undecumque uenerint). En el segundo, con la misma intención, otorga a San Frutos y la citada aldea privilegios forales según el fuero de Sahagún, que había sido concedido por Alfonso VI al burgo de Silos en 1135 (secundum forum burgi Sancti Dominici et Sancti Facundi, quod bone memorie auus meus rex Adefonsus dederit uobis). Durante el reinado de Alfonso X hubo de intervenir el monarca para salvaguardar los derechos del priorato silense -que incluían los jurisdiccionales- frente a los atropellos del concejo sepulvedano, así en julio de 1278. Los conflictos con Sepúlveda serán continuos, conservándose un acta de amojonamiento aún en la tardía fecha de 1780. Igualmente se defendió el priorato en este mismo siglo XIII del menoscabo de sus derechos parroquiales sobre los habitantes de su dominio, y entabló pleitos con los franciscanos establecidos hacia 1230 en el convento de Nuestra Señora de los Ángeles de la Hoz, dentro del coto del priorato, disputas que se zanjaron en la concordia de 1510. Como refiere Martín Postigo, muy probablemente en la primera mitad del siglo XIII -hacia 1225- tuvo lugar el suceso del milagro de “la mujer despeñada”, recordado por una inscripción moderna del muro meridional de la nave, que supuso el notable acrecentamiento del dominio del priorato con las posesiones de la protagonista del sorprendente evento en las localidades de Tenzuela y Santo Domingo de Pirón. A partir del siglo XV el priorato de San Frutos entra en la dinámica de la señorialización que afectó a su casa madre desde la venta del señorío de la villa de Silos a Pedro Fernández de Velasco en 1445. Su declive y mera explotación económica incluye varios episodios armados de usurpación del cenobio, en el que sabemos que ya sólo residía un monje. Fruto del inventario realizado el 24 de agosto de 1498, hecho a resultas de tales disputas, podemos conocer el estado y distribución del priorato en esta época, así como que sus posesiones se dispersaban en Burgomillodo (denominado El Burgo), Santo Domingo de Pirón, Tenzuela, Frades (junto a Cantalejo), Vegafría, Villaseca, Fuenterrebollo, Horcajo, Bercimuel, Carrascal de la Cuesta, Cobos y Fuente El Olmo de Fuentidueña. Su recuperación durante los siglos XVI al XVIII, en los que amplía el dominio con algunas compras en los lugares de Navalilla y Valles y continúa su particular disputa territorial y sobre derechos con el concejo sepulvedano, permitirá la renovación de parte de las dependencias que hoy yacen arruinadas al sur y oeste de la iglesia. Resulta curioso cómo la aplicación de la jurisdicción que correspondía al priorato hizo que esporádicamente se transformase el almacén de grano en prisión, así en el caso de mayo de 1636 referido por Martín Postigo. En el plano del siglo XVIII realizado por Fr. Simón Lejalde entre 1790 y 1791, conservado en el Archivo de Silos y publicado por Martín Postigo, se observa la distribución de las estancias tras las últimas reformas en el conjunto y el estado de ruina, ya entonces, de algunas de las más occidentales. El siglo XIX verá la abolición de las órdenes monásticas por la monarquía de José Bonaparte 1809, aunque el monasterio de Silos se resistió largamente a su aplicación y consta que la misma no fue efectiva en nuestro caso. También, por lo apartado del lugar, se libraron sus muros tanto de la francesada como de la guerra de la Independencia, sirviendo el priorato como lugar de refugio. Pero, compartiendo suerte con tantos monasterios hispanos, la definitiva condena a la desaparición de la vida monástica se materializó con la Desamortización de Mendizábal. A finales de 1835 abandonaban los monjes el priorato, pasando la iglesia a depender del Obispado de Segovia, siendo su primer administrador el cura de Hinojosas del Cerro. Pese a todo, el ascenso a la cátedra segoviana y los desvelos del P. Rodrigo Echevarría y Briones, último abad de Silos antes de la exclaustración, consiguió evitar en estos primeros momentos la ruina total de San Frutos del Duratón, convertido en parroquia de término, de la que eran anejas las de Hinojosas del Cerro y Aldehuelas, y hasta los años veinte del pasado siglo habitaron sus párrocos en el lugar. De la ruina total del conjunto monástico, salvo el templo, se encargaría el posterior abandono y el incendio que arrasó la casa rectoral. La iglesia fue declarada Monumento Histórico Artístico en junio de 1931, siendo sucesivamente restaurada en 1977 (capilla de San Frutos y adecentamiento de la iglesia, Merino de Cáceres), 1990 y en 1996-7, cuando además de actuarse en la iglesia (Berdugo y Moreno-Isla) se llevó a cabo la limpieza de vegetación de los restos de las dependencias. Amén de las completas monografías de Martín Postigo y los estudios de Linage Conde, son numerosas las referencias historiográficas que, desde principios del siglo XX, se han acercado al aspecto artístico de San Frutos. De entre ellas destacaremos la temprana de Román Loredo, sobre todo porque incorpora fotografías anteriores a la ruina de las dependencias anejas, viéndose las desaparecidas portería y habitaciones de los monjes, el interior del templo encalado y la portada meridional aún abierta y protegida por el atrio cerrado. Unos años después, en 1932, Solana publicó el primer estudio serio y completo de la iglesia, acompañado de planimetría y abundante material gráfico, cuyas conclusiones asumimos con leves variantes. Dos años más tarde se ocupó del templo Gómez-Moreno, quien recalcó la hermandad entre nuestra iglesia y la del Salvador de Sepúlveda, señalando la notable diferencia de proporciones y esbeltez entre ambas y la novedad que supone en ellas la disposición de arquerías interiores. Del monasterio románico se conserva principalmente la iglesia, muy alterada por reformas y restauraciones, aunque mantiene en lo fundamental sus dos campañas constructivas de esta cronología. El proyecto original, esto es, el templo erigido entre la donación a Silos en 1076 y la consagración de 1100, planteó un edificio basilical de una nave dividida en tres tramos y cabecera probablemente de breve tramo recto y ábside semicircular, más bajo que el actual, del cual sólo restan los machones del arco de triunfo que daba acceso al espacio. La nave, levantada en buena sillería caliza labrada a hacha sobre un banco corrido abocelado, se cubre con bóveda de cañón reforzada por tres fajones de medio punto que apean en responsiones prismáticos, correspondidos en la hoja exterior del muro por estribos de idéntica sección y escaso resalte, que alcanzan la cornisa. La bóveda, que parte de imposta con tres filas de tacos, manifiesta notables deformaciones fruto de los empujes y de la falta de ortogonalidad de la planta, combinándose en su aparejo -con evidentes signos de refección- la sillería caliza con la toba. Como ya señaló Solana, es notoria tal irregularidad de la traza, abriéndose el muro norte hacia la cabecera, y ello debió producir no pocos movimientos de la fábrica, palpables tanto en la cubierta como en la sillería del hastial occidental. La colocación en una reciente intervención de tensores que atirantan la nave parece haber frenado el problema. En esta primera campaña constructiva, novedosos en la zona resultan los arcos ciegos de medio punto que animan los paramentos interiores apeando en chatas columnas acodilladas a los responsiones, recurso que luego será recurrente en la articulación de los paramentos interiores de muchas cabeceras y algunas naves castellanas. Son aquí los arcos de medio punto y arista ocupada por bocel, exornándose con chambrana de apalmetadas hojas lobuladas y acogolladas. Las columnas sobre las que recaen muestran cimacios ornados con tacos y billetes, nacelas o boceles escalonados, nacela con bolas o tres cabecitas humanas -en las que Solana veía a los tres santos patronos-, tallos y follaje, greca de entrelazos o un listel y bocel sogueado sobre nacela, éste similar a la imposta de la portada meridional. Las basas, como las del Salvador de Sepúlveda, muestran dos finos toros ciñendo una desproporcionadamente alta escocia. Sus capiteles se apartan algo del muestrario decorativo que encontraremos en la citada iglesia sepulvedana introduciendo la figuración, apeas esbozada en aquélla, aunque tratada con rudeza. Prácticamente todas las cestas aparecen coronadas por parejas de volutas y cabecitas humanas o animales en cada frente, bajo las que se disponen aves afrontadas de agachados pescuezos, dos torpes leones afrontados alrededor de una palmeta pinjante, dos niveles de hojas cóncavas de carnoso nervio central y bolas en las puntas, hojitas lobuladas similares a las que exornan los arcos, piñas y bastoncillos, tallos formando nudos, etc. Resulta curioso el capitel de la primera arquería del muro sur, pareja del de las aves, que nos muestra las cabecitas de tres animales de puntiagudas orejas mordiendo lo que parece la traviesa de una cerca, sujeta por una argolla y cerrada por un pasador; un tema similar lo encontramos en dos capiteles del interior de la Colegiata cántabra de Santillana del Mar. Además del primero por el oeste del muro norte, cuya figuración nos es indescifrable al estar parcialmente oculto tras la escalera de madera que da acceso al coro, otras dos cestas, ambas en el mismo muro norte, muestran temas historiados. La primera de ellas, bajo cimacio de tallos entrelazados que albergan brotes avolutados y cabecitas, muestra una cara rasurada y, en la otra, tras una palmeta pinjante, una figura antropoide que apoya sus garras en el collarino. A su derecha se observa lo que parece una mano y junto a ella una forma difícilmente reconocible que para Ruiz Montejo se asemeja a un ave. Mayor interés tiene el capitel izquierdo del tramo oriental, bajo cimacio ornado con dos serpientes afrontadas. Vemos en la cesta a dos personajes, uno por cara, de los cuales el que mira a la nave alza sus brazos portando un báculo en la diestra y un libro abierto en la otra mano; en la cara oriental aparece un personajillo sentado que apoya sus manos en el puño de un bastón en “tau”. La relación entre ambas figuras y el hecho de que constituyan una escena parece reforzado por el hecho de sujetar la primera figura el libro en su mano izquierda, más cercana a su compañero. En cuanto a la significación del relieve, Solana apuntaba cautelosamente a la de “Santo Domingo de Silos con un cautivo liberado”, mientras que Martín Postigo la leía como “San Benito presentando el Libro de la Regla a un monje”, interpretación que asume Ruiz Montejo. La indefinición consecuente a la extrema torpeza del escultor no permite ir más allá en las hipótesis. A esta primera campaña corresponde también la ventana abierta en el hastial occidental, de curiosa tipología. En torno a una saetera abocinada al interior se dispone un arco de medio punto moldurado con haz de triple bocel, rodeado por chambrana abilletada. Sorprendentemente, tal arco apea directamente sobre el muro, con la intermediación de la imposta, también abilletada, que prolonga los cimacios de unas columnas acodilladas que restan así sin función. Estas columnas muestran una tipología de basa similar a la vista en el interior de la nave, coronándose con capiteles de gruesos tallos entrelazados que acogen puntas de clavo y remate superior de hojitas y volutas, según un modelo que vemos en la arquería interior y ventanas del Salvador de Sepúlveda. De las dos portadas que posee el templo sólo la meridional parece corresponder a esta primera campaña, compartiendo con las del Salvador de Sepúlveda su espartano carácter. Abierta en un breve antecuerpo del tramo oriental de la nave, consta de arco de medio punto peraltado de rosca moldurada con triple bocel, dividiéndose el exterior a modo de abilletado. Las salmeres están labradas en el mismo bloque que las impostas, éstas decoradas con triple bocel con incisiones oblicuas a modo de sogueado o espigas, reposando el conjunto en jambas lisas. En el sillar superior de la más occidental se grabó un bello grafito con un león, de aspecto medieval y que parece un remedo del que vemos tallado en reserva en el muro interior del hastial occidental, mutilado al ampliar la portada. El removido aparejo, el rasurado extradós, y su descentramiento en relación al tramo en el que se abre, nos hacen pensar en la posibilidad de que esta portada fuese trasladada, desde su hipotética primitiva ubicación en el hastial occidental, durante las reformas de la segunda campaña románica. Tan evidente es la hermandad de la nave con la del Salvador de Sepúlveda que cabría pensarse, como ya avanzó Solana, en una identidad, total o parcial, de sus talleres. Se extiende tan estrecha filiación a lo conservado de los aleros que rematan los muros, con cornisas ornadas con friso de hojitas losanges y zona interior del tablero con retícula romboidal y restos de policromía. Apea en canes de ruda labra y peculiar estructura, pues el frente sobre la nacela recibe también ornamentación, bien de rosetas, bien de dobles bezantes partidos e incisos, mientras que en su parte curva se decora con sucesión de rollos de no muy lejano recuerdo prerrománico, piñas, rudos bustos humanos, bastoncillos -algunos entorchados-, abilletado en damero, y simples hojas cóncavas superpuestas. Resulta curiosa la forma de rematar los contrafuertes contra la cornisa, pues las piezas laterales son en realidad medios canes integrados en el aparejo del estribo. Idéntica solución y similares motivos los vemos en la nave del Salvador de Sepúlveda. Probablemente en la segunda mitad del siglo XII -no creemos que ya en el XIII como supone Ruiz Montejo- se acometió el refuerzo y ampliación del templo. La primera de estas medidas tiene que ver con el añadido de una pareja de potentes pilares adosados, correspondidos por estribos al exterior, en el centro del segundo tramo de la nave, solapando parcialmente los arcos ciegos de dicho tramo. Al exterior, estos contrafuertes añadidos no alcanzan como los originales al cornisa, rematándose en talud a dos tercios de altura. En esta campaña se construyó la actual capilla mayor, más amplia que la primitiva, que posteriormente se flanqueó con dos capillas colaterales hasta constituir en planta una cabecera triple escalonada, del tipo comúnmente denominado como “benedictino”. Es incorrecta sin embargo esta apreciación, pues aquí estos ábsides laterales, dispuestos de manera irregular, se conciben como capillas independientes, sin comunicación directa con la nave. La unión entre la vieja y la nueva fábrica de la capilla mayor se produjo a la altura del primitivo arco triunfal, doblado y conservado junto a los machones que lo recogen -con impostas de entrelazo de cestería y un rudo personajillo- y a parte del muro volado sobre la antigua cabecera, en el que se abre una pequeña ventana que daba luz a la nave. Dicho vano ha quedado hoy integrado en el más amplio y alto ábside fruto de la reforma, que también supuso la transformación del triunfal, al que se añadió una tercera rosca interior que apea en sendas semicolumnas, algo descentradas respecto a la pilastra y alzadas sobre un alto basamento. Tanto sus basas, de perfil ático de toro inferior aplastado y con lengüetas, como los capiteles vegetales de carnosas hojas acogolladas y acanaladas rematadas en caulículos bajo altos ábacos con cuernos, denuncian su tardía cronología, aunque bien propia de los parámetros románicos. Quizás reaprovechados del antiguo triunfal sean los dos cimacios que coronan estas cestas, ambos partidos y con seguridad recolocados, ornados con dobles tallos anudados y decoración vegetal de palmetas y tratamiento tipo ataurique, motivos ambos que encuentran su referente en la sepulvedana iglesia del Salvador. La cabecera fruto de esta segunda campaña consta de tramo recto presbiterial cubierto con cañón y hemiciclo cerrado con bóveda de horno, ambas sobre impostas de nacela. Tres ventanas daban luz al ábside, condenándose la central tras el retablo de fines del siglo XVIII. Se trata de simples saeteras carentes de cualquier ornato y con fuerte derrame al interior, mientras que exteriormente el tambor se muestra liso, rematado por cornisa abilletada sobre canes con perfil de proa de nave y nacela, salvo uno en el eje con un tosco busto humano y otro, inmediato a éste, a modo de capitelillo pinjante de hojas acogolladas, de aire similar a las de las cestas del triunfal. En la sillería absidal se observa un descenso de calidad respecto al buen aparejo de la nave, así como el uso de piezas reutilizadas de la primera campaña, dos impostas o cimacios ornados con tacos y boceles, en un caso sogueado, y una dovela con doble hilera de billetes. También se reutilizó, retallando la pieza a hacha, una estela romana datada en el tránsito del siglo I al II d.C, con la inscripción: FLAVO/AN L/ASPRO/AN XXV, transcrita por Hübner como “Flavo annorum L aspro annorum XXV”, esto es, “A Flavus, de 50 años, y a Aspro, de 25 años”. En el aparejo de este tambor absidal se observan claramente tres maneras distintas; la primera de ellas, correspondiente a la zona inferior, bajo las ventanas, corresponde a la masiva reutilización de sillares de la fábrica anterior, algunos retallados e incluso con dos marcas de cantero en la misma pieza -que entendemos deben corresponder a los canteros de las fases respectivas-, colocados junto a otros nuevos con cierto desorden de hiladas, distinguiéndose dos tipos de marcas de hacha, una de finas incisiones oblicuas (primera fase) y otra más grosera. A partir de las ventanas el aparejo se hace más regular, utilizando piezas de menor tamaño, aunque no faltan las reutilizaciones de sillares primitivos y otras piezas, como la antes citada lápida romana y un sillar decorado. Finalmente, sin solución de continuidad respecto a esta última, la última hilada bajo la cornisa muestra piedra de una coloración bastante más clara. Pese a todo, tales diferencias pudieran simplemente responder a la reutilización de los sillares de la demolida cabecera original sobre todo en las partes bajas. La capilla del evangelio o “de San Frutos”, por su parte, repite la disposición de tramo recto y hemiciclo -que suponemos en origen abovedados respectivamente en cañón y horno-, interiormente revestidos por yeserías barrocas y el retablo que contiene las reliquias de los santos. Al exterior, su fábrica de descuidada sillería se adosa claramente a la de la capilla mayor junto al esquinal de su presbiterio, denunciando su posterioridad, aunque probablemente sin un amplio lapso temporal entre ambas. También su tambor se muestra desnudo, con una saetera abocinada al interior y hoy tras el retablo y cornisa abiselada sobre canes de nacela. Aunque prácticamente la totalidad de los autores que han estudiado el edificio consideran obra de la ampliación de finales del siglo XII la totalidad de esta capilla septentrional, creemos que a esta fase sólo corresponde lo levantado en sillería, esto es, hasta el estribo que ciñe el arco de acceso al tramo recto. El resto de esta capilla y la estancia reflejada como sacristía en el plano de fray Simón Lejalde, levantadas en mampostería, así como el acceso a través de un descentrado y liso arco de medio punto desde el tramo oriental de la nave, nos parece corresponden a una actuación moderna, algo anterior al retablo barroco que envuelve el hemiciclo y desde cuyo banco los devotos dan la vuelta a la sanadora piedra santa. Así, la capilla de San Frutos de la que se habla en el inventario de agosto de 1498 correspondería a la tardorrománica erigida durante la ampliación de la iglesia, que sería completada hacia el oeste a mediados del XVIII (1757), momento de cierta bonanza económica del priorato. A estas obras parece aludir el acta de la visita de 1760 citada por Martín Postigo (1984, p. 141) cuando, tratando sobre la ubicación de las santas reliquias, se dice que “porque se halla concluida ya la capilla del Sr. S. Frutos y puesto el retablo nuebo donde para maior culto de dichos Santos se dispuso en dicho retablo sitio donde cupiese la urna que contiene las tres arquitas...”. Para mejor ubicar las reliquias antes escondidas en un nicho con reja del muro sur, se cubriría ahora la nave de esta capilla con cúpula y se realizaría el cerramiento absidado occidental, que quedó luego recubierto con el ámbito dedicado a sacristía que llega hasta la línea de la fachada occidental (no obstante, ya a fines del siglo XV se habla de una “sacristanía” o sacristía en esta zona). Quizás al enyesado se refiera la intervención llevada a cabo en esta estancia entre 1773-1777, siendo prior don Anselmo Arias. Así pues, pensamos que la capilla norte se concibió como independiente de la nave incluso en su acceso, que debía realizarse desde poniente. Distinto y más complejo es el caso de la capilla meridional, aún más retrotraída y con su eje más divergente del de la nave. Aunque este área ha sufrido notables alteraciones, es bien visible la forma interna de la capilla, con breve tramo recto y ábside perfectamente semicircular, con 2,8 m de diámetro y profundidad de justo el radio. Ambos espacios aparecen remetidos en el muro meridional del presbiterio, restando parte de los riñones de su bóveda, sobre imposta de nacela, con vestigios de policromía imitando el despiece de sillares e hiladas superiores de ladrillo. Cabe preguntarse si esta capilla se extradosaba o bien, como sugieren los autores de la intervención arqueológica de los años setenta (FERNÁNDEZ ESTEBAN, S. et alii, 1997) formase parte de “una estructura ligeramente escalonada, quizá correspondiente a una torre”. Aunque es bien probable este extremo, disentimos en la secuencia por ellos propuesta, pues pensamos que la torre, si es que existió, es posterior a la ampliación de la capilla mayor. Contra esta posibilidad, sin embargo, se alzaría la presencia en el muro meridional del presbiterio de una cornisa de nacela sobre canes del mismo perfil, aunque su aspecto nos hace dudar de su cronología, por lo que es a no descartar la hipótesis de una primitiva torre con capilla inferior, extradosando el hemiciclo o no, al estilo de las de San Nicolás o San Quirce de Segovia, San Justo de Sepúlveda o Nuestra Señora de las Vegas de Requijada. Actualmente se dispone hacia el este una espadaña con remate a piñón y dos troneras de medio punto, claramente postmedieval, cuya última restauración data de 1998 y en que se reutilizan algunas piezas de la cornisa de la nave. Contra esta capilla sur, creemos que contemporánea de la norte y ligeramente posterior al ábside, entesta una galería porticada que se mantiene, aunque modificada, ante la fachada meridional, de la que restan o hay evidencias de seis arcos de medio punto sobre impostas de nacela y pilares cúbicos, con pretil y sobre un potente muro de contención que salva el acusado desnivel. Denominada como “claustro” en el documento de 1596 que trata del traslado del cuerpo de la mujer despeñada al interior del templo, las marcas de labra a trinchante perceptibles en sus sillares nos hacen pensar en una cronología tardía, dentro ya del siglo XIII. Es en cualquier caso anterior a las reformas que afectaron a la zona superior de la portería, remozada a mediados del siglo XVIII y dedicada a habitaciones de los monjes, pues en su parte de levante se abre una puerta con batiente hacia la galería que daba acceso desde la estancia superior a la misma, en pie en las fotografías de principios del siglo XX y hasta no hace muchas décadas. Quizás coetánea de esta segunda o tercera campaña sea la remozada portada de arco de medio punto doblado con aristas matadas por boceles que da acceso desde poniente a la portería, mientras que el arco de entrada desde el exterior, bajo el omnipresente escudo de Santo Domingo de Silos, es ya tardogótico. A la segunda campaña románica debe corresponder la actual portada occidental y el antecuerpo de sillería en el que abre, algo desplazado hacia el sur respecto al eje de la nave. Consta este acceso de arco de medio punto y triple arquivolta, todos lisos, rodeándose por chambrana de simple filete. Recaen los arcos en jambas escalonadas coronadas por imposta de nacela, que sólo recibe decoración de palmetas bajo el intradós del arco. Se corona el antecuerpo con una breve cornisa ornada con tallo ondulante y brotes, observándose en su aparejo la reutilización de piezas molduradas de la primera campaña, como la alargada de bocel entre dos listeles que observamos en la enjuta derecha. En definitiva, de la lectura de muros y estudio de las estructuras aún en pie, pese a la dificultad añadida por las sucesivas reformas y reparaciones, consideramos que la actual iglesia de San Frutos es el resultado de tres campañas constructivas encuadrables en el estilo románico. De la primera, fechable entre 1076 y 1100, resta el cuerpo de la nave; en la segunda mitad del siglo XII se acometió el refuerzo con estribos de la nave y la ampliación de la cabecera, practicándose entonces el acceso occidental. Probablemente poco tiempo después, en el tránsito de la duodécima centuria, se añadieron las dos capillas laterales y el pórtico. El mayor interés artístico reside en la campaña primitiva, donde son bien palpables las estrechas conexiones de los artífices de San Frutos con los del Salvador de Sepúlveda, hasta el punto de poderse pensar en la participación de parte de un mismo equipo en ambas construcciones, o bien en una inspiración directa pero vulgarizada, como suponía Camps Cazorla.