Sant Cristófol de Toses
San Cristòfol de Toses
La iglesia de Sant Cristòfol de Toses está emplazada en lo alto de un cerro, dejando a sus pies el núcleo urbano de Toses, situado en la falda de la montaña de Meians, y dominando el valle homónimo que afronta desde la orilla izquierda el río Rigard.
La parroquia de Tosos se menciona por primera vez en la controvertida acta de consagración de la catedral de la Seu d’Urgell, de dudosa autenticidad, fechada por unos el 1 de noviembre de 819 y, por otros, de 839, aunque considerada una falsificación de hacia el último tercio del siglo X, cuando el lugar de Toses ya se supone reorganizado. Allí se incluye dentro de la demarcación del condado de Cerdanya y se coloca bajo la dependencia del obispado de Urgell, a cuya jurisdicción eclesiástica pertenece actualmente, aunque integrado en la comarca del Ripollès. En los siglos posteriores, las referencias a la villa menguan y refieren, en todos los casos, movimientos de dación o enajenación de bienes de parte de los condes ceretanos, aún y sin poder precisar con ello si las vicisitudes de la iglesia estuvieron ligadas en cierta medida a la promoción condal. Así, en su testamento emitido el 8 de noviembre de 1035, el conde Guifré II de Cerdanya cedía el dominio del feudo que Arnau Bonfill tenía en la Vall de Ribes, el cual se extendía hasta el portum de Tossa, a su hijo Ardoni. Poco después, en 1041, otro conde ceretano, Guillem Bernat, testaba a favor de Santa Maria de la Seu d’Urgell, cediéndole algunos alodios suyos dentro de los límites del condado, entre ellos aquél localizado in villa Tosos. Todavía, y con anterioridad a la anexión de Cerdanya a los dominios de la casa condal de Barcelona, el conde Guillem Jordà disponía, en su testamento de 13 de abril de 1102, la entrega al monasterio de Santa Maria de Ripoll de unum mansum in villa Toses, quem tenet Poncius Excluda.
Transcurrido más de un siglo, hacia 1217, el señorío del valle de Toses repercute sobre Galceran II, titular del vizcondado de Urtx y poseedor de diversos bienes y bailías en Cerdanya, Conflent y Rosellón. Su casamiento con Blanca de Mataplana hacia 1230 supuso la unión de su grueso patrimonial, incluyendo Dòrria, Campelles, Urtx, el castillo de Bar, la villa de Aristot, el castillo de Bula, Tuïr, y Estoer, al de los señores de Mataplana, quienes fueran descendientes de la familia vizcondal del Berguedà. Lejos de contentarse con ello, el matrimonio obrará para recuperar cuantos honores y rentas había detentado anteriormente la familia. Siendo así, el 23 de junio de 1246 compran al rey Jaime I por 20.000 sueldos melgorenses el dominio alodial que dicho monarca poseía en los castillos de Mataplana y Blancafort, en el valle de Gombrèn y Castellar de N’Hug, y en las parroquias de Sant Pere de Mogrony, Santa Maria de Lillet, Sant Romà d’Aranyonet, Sant Martí de Rotgers y Sant Vicenç de Rus.
La fortuna posterior de la iglesia de San Cristòfol debió discurrir en paralelo a los vaivenes sobre la propiedad del castillo de Toses, cuya noticia certera más temprana remite al 6 de abril de 1284, cuando el condado de Cerdanya pertenece ya al rey Jaime II de Mallorca, quien infeuda el castillo, su tutela y sus justicias –salvo la pena de muerte– a Blanca de Mataplana y a su hijo Ramon II de Urtx. De hecho, el dicho Ramon resultaría heredero, al morir su padre Galceran II en 1247, de los señoríos de Urtx y el valle de Toses, recibiendo además, tras la muerte de su madre en 1290, la baronía de Mataplana, integrada entonces por las tierras de Mogrony, el casal de Mataplana, Castellar de N’Hug, el valle de Lillet, las parroquias de Brocà y Saus, Sant Vicenç de Rus y Maians, Santa Cecília de Riutort, Sant Jaume de Frontanyà, Palomera y Aranyonet. Se conoce, asimismo, que el 1 de mayo de 1299, sus albaceas venden a su hijo, Hug VII de Mataplana, por 200.000 sueldos, toda la baronía de Mataplana y el castillo de Toses.
Las relaciones entre Ramon II de Urtx y la casa condal pallaresa se estrechan al punto de convertirse aquél en tutor de Sibila, Violante y Beatriz, las hijas del conde Arnau Roger I de Pallars y de casar, con la aquiescencia de la condesa viuda Láscaris de Ventimiglia, a su sucesor Hugo VII de Mataplana con la futura Sibila I de Pallars. Con ello, la baronía de Mataplana y el valle de Toses quedarían integrados en el condado de Pallars. El devenir del castillo de Toses pasa por una tenencia breve a manos de 98 hombres del lugar, quienes en 1344 jurarían al rey Jaime III de Mallorca fidelidad para defenderlo en su nombre. Con todo, sería pronto recuperado por el conde Ramon Roger II de Pallars, para después ser vendido en 1373 por Jaume Roger de Pallars –hijo del conde Arnau Roger II– a Pere Galceran de Pinós. La familia Pinós compraría, por su parte, en 1381 al rey Pedro el Ceremonioso todos los derechos sobre el valle de Ribes, con lo que conservarían la potestad sobre el valle de Toses. Finalmente, aunque se supo en posesión de los duques de Híxar, desde el siglo xvi y hasta la desaparición de los señoríos jurisdiccionales, la propiedad del valle de Toses recae sobre los duques de Alba, también barones de Pinós y Mataplana.
El sinuoso caminito que lleva a la iglesia desde el pueblo rompe a mano izquierda, enlazando con un sendero que antiguamente ascendía hasta el castillo. Sus vestigios, si los hubiere, son imperceptibles. Ciertos restos, sin embargo, eran aún visibles en 1926, cuando en palabras de J. Martí se conservaban “trossos de muralla i fossos en el terme anomenat Castellassos sobre el poble” (trozos de muralla y fosos en el lugar llamado Castellasos, encima del pueblo). Aún sin poder concretar sobre su construcción, ciertas noticias dan cuenta de la evolución de su estado entre los siglos xiv y xv. Así, en 1326 Hug VII de Mataplana concede a G. Viver de Toses la estadía en el castillo por un período de 12 años, con objeto de que resida allí permanentemente y lo preserve en buenas condiciones, con lo que se le otorga la facultad de realizar las obras necesarias para su conservación. Más tarde, en 1394, cierto castellano de nombre Muntaner es amonestado por su señor, Bernat Galceran de Pinós, por estar el castillo derrumbado. No obstante, se tiene constancia de la realización de obras allí hasta 1476.
Las lluvias y consecuentes inundaciones de la iglesia a finales de 1982 provocaron un deterioro importante en el edificio, por lo que se procede a una restauración por parte de la Diputació de Girona dirigida por el arquitecto J. M. de Ribot. De ello resulta la reparación de las goteras, el rejuntado de los sillares, y la consolidación del campanario con hormigón. Durante una nueva campaña (1986-1987) bajo la dirección, en este caso, del arquitecto L. Bayona se descubren las pinturas que decoran la bóveda de la nave. Su restauración, terminada en 1991, corresponde al Centre de Restauració de Béns Mobles de Catalunya bajo la responsabilidad de J. M. Xerrié. Esta iniciativa parece motivar a la parroquia para impulsar, en 1992, la reproducción de las pinturas absidales, así como para una nueva organización de los nichos que acogerán in situ una campana del siglo xv y un carillón del siglo xiii.
En su estado actual, Sant Cristòfol es una iglesia sencilla, de modestas dimensiones, y de una sola nave que cubre con bóveda de cañón apuntada. La nave consta de cuatro tramos, aunque esta división vertical cuadripartita no se evidencia en alzado. La cabecera se configura con un único ábside semicircular sobrealzado que cierra mediante bóveda de horno apuntada, y que va precedido por un ancho presbiterio cubierto con bóveda de cañón apuntada. El único acceso al templo está situado en el penúltimo tramo de la fachada meridional. Su forma actual, rectangular y rematada por un simple dintel recto parece obra de reforma tardía, mientras que, en su configuración original, podría responder a un estrecho ingreso de medio punto, remodelado posteriormente y cuyas dovelas aparecen hoy con sus juntas remozadas con hormigón. A pesar de no disponer de ningún indicio documental sobre la realización del trabajo en hierro forjado de la puerta que todavía hoy puede contemplarse in situ, su caracterización permite tomar como referencia el horizonte cronológico de la iglesia misma. La composición de las piezas de hierro clavadas se dispone y distribuye en cada uno de los batientes de la puerta, en cinco juegos, y la morfología de los motivos se adapta, en general, a otros modelos de carácter popular del Ripollès y otras comarcas vecinas (Sant Pere de Mogrony, Sant Esteve de Llanars, Santa Maria de Borredà). En cada batiente se articularon cinco grupos de forja a partir de una larga cinta horizontal sencilla, cuyos extremos se rematan en volutas que se retuercen hacia el interior, y que es cruzada, al centro y perpendicularmente, por otro pequeño tallo vertical con sendas terminaciones retorcidas. Como señala L. Amenós, la forma lanceolada de los intersticios horizontales se clava con clavos grandes en los tallos y más pequeños para las espirales. Además, el estado de conservación del forjado es excepcional y en los batientes todavía se aprecia la huella de las pocas volutas mutiladas. La uniformidad decorativa de la rejería se interrumpe, como en Mogrony, en los intersticios laterales con unas cabecitas zoomorfas muy estilizadas, quizá de dragón, y dónde se puede observar el tratamiento del hierro con la técnica de la estampación.
La iglesia recibe iluminación al interior a través de cinco vanos, todos de medio punto y aspillerados. Tres de ellos abren en el paramento sur, dos en el tercer y cuarto tramo de la nave y otro en el muro presbiteral. A dichas ventanas se suman las que abren en correspondencia con el eje longitudinal, una en el cierre occidental y otra centrando el ábside. A la fachada meridional se adosó una torre-campanario de planta cuadrada, mientras que en lado opuesto, en época más tardía, se abrió una capilla de perfil cuadrangular, con embocadura de medio punto y dónde se practicó un sencillo vano en el muro noreste. En época más reciente, en el segundo tramo se abrieron dos nichos de medio punto afrontados. A continuación de aquél del muro septentrional se abrió, igualmente, en altura otro pequeño nicho semicircular. El campanario se conforma como una torre de dos pisos con cubierta a dos aguas. El zócalo, ligeramente inclinado, tiene al exterior los paramentos lisos, sólo interrumpidos por un pequeño vano de medio punto en la fachada oeste y una esbelta aspillera en la fachada sur, mientras que los dos niveles superiores se articulan con lesenas angulares. Un friso formado por siete arcuaciones ciegas recorre en altura el primer piso para cada una de las caras. Sobre él abren, en cada fachada, cuatro grandes vanos de medio punto a los cuales se hace corresponder justo por encima otros cuatro ventanales más estrechos, también de medio punto, y cuyas dimensiones se adecúan al espacio que permite la disposición de las cubiertas, siento más alargados los de los muros norte y sur. Es de suponer que con las reformas acometidas entre 1986 y 1987 se destruyó la escalinata de obra adosada a la fachada sur de la iglesia y que alcanzaba un acceso rectangular abierto en el primer nivel del muro occidental del campanario, ahora tapiado. Todas las cubiertas son de losas de pizarra. Todos los muros laterales son de considerable espesor. El aparejo es de sillarejo levemente escuadrado y se dispuso en alternancia de hileras irregulares. Ello contrasta con el aparejo a base de sillares bien tallados y colocados de manera uniforme de la parte alta del ábside, lo que nos permite individuar dos fases constructivas o que, más bien, denuncia una reforma posterior.
Tipológicamente, la nave, el campanario y las hiladas inferiores del ábside se ajustan a fórmulas arcaizantes propias de la arquitectura rural, dónde persiste el repertorio lombardo, pero que debieran encuadrarse dentro del siglo xii. Su construcción quizá pudiera relacionarse con el proceso de transición que supuso la anexión del condado de Cerdanya, con sus posesiones, a los dominios de la casa condal de Barcelona. Por un lado, las acciones de los últimos condes privativos de Cerdanya, y, en particular, de Guillermo Jordán quien, en previsión de su marcha a Tierra Santa, en 1102 se desprendía del mas que poseía en Toses, adivinan un cierto desentendimiento para con la suerte del lugar. Y contrariamente, la cesión posterior de la jurisdicción del valle de Toses a los vizcondes de Urtx, quienes desde mediados del siglo xii perseverarán en su insistencia de conservarlo acrecentando a su vez su patrimonio con la posesión de otras bailías dentro de la misma demarcación ceretana, hace de sus miembros los candidatos más idóneos para promover el desarrollo del lugar y la edificación de su iglesia. Sin embargo, la renovación de las hiladas superiores del ábside podría entenderse dentro de una fase más amplia de reforma que comprendiera el reemplazo de las cubiertas originales por bóvedas apuntadas, así como la alteración del ábside y que, cronológicamente, se situaría en el siglo xiii. En cuanto a la construcción de la capilla aneja, se tiene noticia de que el día 6 de agosto de 1370 la universitat o municipio de Toses nombraba a dos procuradores para la edificación de una nueva capilla en la iglesia de Sant Cristòfol.
Decoración mural: Ábside y bóveda de la nave
La noticia más temprana de las pinturas murales del ábside de Toses (MNAC, núm. inv. 47474) remite a 1948, poco antes de que fueran arrancadas por Ramon Gudiol y adquiridas en 1952 por el Ayuntamiento de Barcelona para trasladarlas al Museu d’Art de Catalunya. Los fragmentos conservados, muy deteriorados, pertenecen a una campaña mucho más ambiciosa y que se advierte coetánea a la decoración de la bóveda de la nave, redescubierta entre 1986 y 1987 y preservada in situ. Se trata de pintura al fresco, traspasada a tela en el caso de los fragmentos absidales.
La figuración del ábside se articula en tres registros horizontales y se extiende al intradós del vano y al arco triunfal. Su bóveda está dominada por la representación de Cristo en majestad, entronizado y flanqueado por el tetramorfo. A pesar de la notable pérdida de policromía, en el registro intermedio todavía se distinguen seis figuras bajo arcuaciones doradas de medio punto que integran un colegio apostólico. Las grandes lagunas del nivel inferior, en cambio, a penas permiten individualizar ciertos motivos trapezoidales, que probablemente configuraban un friso que emulaba cortinajes u otro tipo de ornamento textil, y alternándose bandas azules y escarlatas. Los temas e incluso su distribución están pues, en consonancia con el repertorio mural habitual del siglo xii y, a pesar de ello, ciertos detalles parecen en especial sintonía con la temática escatológica y triunfalista del baldaquino. A ello contribuyen motivos propios de la imaginería celeste como las nubes blancas estilizadas que recorren el interior de la doble mandorla que envuelve a Cristo, el fondo azul estrellado de la misma y las estrellas de color carmín que pueblan el escabel ocre sobre el que reposan sus pies. El simbolismo de la imagen teofánica se presta, por tanto, a una representación sintética de la bóveda del firmamento. De hecho, esta evocación de la Jerusalén celestial se hace extensible a la decoración de la nave, a la cubrición del tramo inmediatamente anterior al ábside, dónde hallamos dos clípeos dorados con las personificaciones del Sol y de la Luna. Ambos están separados por una rica franja azul oscuro, con un motivo zigzagueante y un enmarque en rojo y ocre que divide a banda y banda la decoración de la bóveda y la recorre de un extremo a otro ininterrumpidamente. El remate rojo de los medallones se torna estrellado en el caso del Sol, mientras que es liso para la Luna, ideada como una figura femenina con la cabeza velada y cuya indumentaria, con túnica azulada y manto rojo, presenta los colores invertidos con respecto al otro astro.
En el registro superior, la Maiestas Domini se representa consuetudinariamente con el Libro en la mano izquierda y sentada sobre un trono con un rico cojín de extremos ribeteados, y con los bordes del sitial enmarcados por una doble franja que evoca, por un lado, los contornos de orfebrería a base de pedrería y, por otro, los frisos decorativos del enmarque del baldaquino, con aspas y motivos vegetales. Cabe suponer que la diestra, hoy desaparecida junto a la cabeza, se alzaba bendiciendo. Se ha señalado la poco usual distribución de los símbolos de los evangelistas, con el toro de san Lucas en el lateral inferior izquierdo, el león de san Marcos en el frente contrario, el águila de san Juan en la enjuta superior izquierda y el ángel/hombre de san Mateo en el ángulo opuesto, según una colocación, sin embargo, ya presente en el frontal de Sant Esteve de Llanars. De ellos, las figuras mejor preservadas corresponden a las enjutas inferiores, mientras que del águila a penas se aprecia el pico. El toro sostiene con la pata delantera una filacteria con la inscripción identificativa (Lvch)ash, mientras que el titulus que descubre a san Marcos, ma(rcus), se inscribe en el Libro que porta el león. Ambas bestias figuran nimbadas y volviendo la cabeza a la imagen mayestática. De hecho, todos los personajes parecen dirigir su atención hacia Cristo, como denota el gesto suplicante de los apóstoles con las manos elevadas en la iconografía de los orantes.
No obstante, existe también en el programa un cierto énfasis en el tema eucarístico –asimismo presente en el baldaquino–, y que se concreta en la figuración de la escena de las Ofrendas que ocupa la ventana axial del ábside, así como de la Santa Cena en el lateral izquierdo de la bóveda. La caracterización de ésta última es muy similar a la de otros conjuntos tardíos como Angostrina o la Seu d’Urgell, dónde al episodio se le concede un cierto protagonismo y dónde sobre una mesa alargada y cubierta con un mantel reticulado se disponen cálices, patenas y viandas varias, entre las que se distingue algún pez y alguna ave, y emplazando a los apóstoles de frente al observador. En Toses todavía se pueden detectar tres de ellos –todos nimbados–, de los que conservamos el rostro de perfil de uno, y la figura más o menos entera –cabeza, torso y pies– de los dos más próximos a Cristo, a quien se distingue por el nimbo crucífero y también de cuerpo entero. Cristo, barbado, viste túnica verde y manto blanco, y se muestra en el gesto de partir el pan para distribuirlo. A su flanco izquierdo se halla un apóstol de aspecto juvenil, imberbe y con melena ondulante –quizá san Juan–, con túnica amarilla y manto carmesí, que inclina sutilmente el rostro hacia Cristo. A continuación, con el cuerpo totalmente vuelto hacia el discípulo de su izquierda, con idéntico manto al anterior y túnica blanca, aparece un personaje barbado con la mano derecha alzada en gesto de alocución hacia el último de los personajes preservados, y del que sólo son apreciables ciertos fragmentos del rostro, claramente figurado de perfil por la dirección de su mirada.
Aunque en los exiguos fragmentos conservados en la bóveda también se ha querido ver otras escenas neotestamentarias, como una Anunciación, lo cierto es que de los personajes que alzan en la banda derecha del primer tramo sólo puede discernirse una parte de las vestiduras y los nimbos dorados. Quizá ello resultara más plausible al considerar el carácter redentor de este episodio por oposición a la escena del lado inverso, dónde se distinguen un árbol, una serpiente enroscada alrededor del tronco y la frente y cabellera de un rostro y, por tanto, una representación del Pecado Original. De hecho, con este episodio del Génesis se anticipa la lectura alegórica del vano absidal, dónde Abel al entregar el cordero prefigura a Cristo y el pecado es encarnado por Caín y su ofrenda del trigo (Gn, 4:2-7). La torsión que adoptan sus cuerpos, adaptándose al estrecho espacio figurativo, sirve para evidenciar como Abel –el elegido–, en la banda izquierda del intradós queda expuesto frente a la Maiestas, quién con su diestra además santifica lo ofrecido, así como en Taüll y Barberà, mientras que su hermano se vuelve de espaldas, con lo que se manifiesta el rechazo divino hacia su presente. Ello viene a su vez enfatizado con la representación de la cabeza del cordero rebasando la arcada del vano y situándose justo a los pies de Cristo. Una composición similar se halla ya en el ventanal absidal de Santa María de Mur, dónde la Dextera Domini bendice directamente a Abel, y con ello se pretende reforzar el gesto rogante de los personajes, que se suman así a los apóstoles en la súplica por el perdón de los pecados, resaltando el simbolismo redentor de los temas representados, especialmente de la Anunciación, y asociando a Cristo la valencia de juez, que se subraya con la presencia de los astros y las connotaciones del castigo y del juicio divino vinculadas al Pecado Original.
El resto del repertorio parece de tipo profano aunque su identificación resulta controvertida por el gran deterioro de los frescos. Junto a la puerta se pueden individualizar cuatro soldados de pie, ataviados con botas, vistiendo camisa y calzas azules, y portando el segundo desde la derecha un escudo bermellón. Resulta especialmente significativa la decoración del escudo pues aunque pudiera tratarse de algún distintivo heráldico –en cualquier caso de difícil interpretación–, también podría revestir un cierto carácter apotropaico pues los ornamentos parecen adoptar la forma de una herradura. De hecho, el herraje parece también colgar a los pies del compañero del extremo, el más cercano al ingreso, y pudiéndose referenciar con ello la tradición de concesión de favores y protección de caballeros y caballerías asociada a San Martín en Cataluña desde el siglo xi y de la que son testimonio las numerosas herraduras procedentes de puertas de iglesias románicas dedicadas al santo turonense (Puigbò). Tampoco puede arrojarse demasiada luz sobre uno de los elementos que, de manera aislada, aparece hoy sobre el lateral derecho de la bóveda, a la altura del segundo tramo. Se trata de un motivo circular, atravesado por un travesaño, que recuerda a una rueda y cuya parte superior ha desaparecido. La representación de la Rueda de la Fortuna no sería del todo ajena a este tipo de muestrario profano pero parece improbable por la sencillez del motivo. Sería igualmente aventurado adivinar en ello una imagen del carillón con que se dotó la iglesia casi un siglo antes, sobre todo porque de ser así seguramente contaría con la figuración de alguna campana y, aunque la gran pérdida de la superficie pictórica que lo circunda imposibilita conocer la totalidad de lo que allí se plasmó, no hay ningún indicio de la ilustración de cualquier contenido de simbolismo litúrgico o musical.
Igual de oscura se antoja la lectura del castillo que alza a poca distancia de la Santa Cena. Se trata de una sencilla estructura defensiva, con varias almenas y torres de color ocre con remate rojo a dos aguas. De la arquitectura resaltan el detallismo de la puerta, con rejería, y la definición exterior de los sillares, bien marcados mediante trazos negros y blancos. El castillo se ha pensado como una alusión a la Jerusalén terrenal que refieren los salmos (Salm, 122); una idea que, en mi opinión, no debe descartarse, no por la sola presencia junto al ágape como sugiere M. Sitjar, sino más bien por la insistencia en el tema, que vuelve a retomarse en el remate superior de una de las arcuaciones del ábside que cobijan al apostolado. De hecho, el dorado de las arcadas y la presencia de este segundo castillo, con almenas y ventanales enrejados de medio punto, podría remitir a las murallas de la ciudad sagrada según la descripción de san Juan (Ap, 3:12 y 21:2), generándose así una contraposición visual entre la Jerusalén celestial y la terrenal. Sin embargo, la presencia en el castillo de la bóveda de sendos personajes de indumentaria azul, el primero asomado a la ventana del último piso y el segundo abalanzándose al exterior desde el vano que abre sobre la puerta de acceso, con el gesto casi caricaturizado, parecen revelar una escena más propia del imaginario palatino y cortesano.
La decoración de la bóveda está organizada en dos registros, individualizados mediante una ancha banda roja, y recorriendo el inferior un ajedrezado de particiones blancas y rojas que recuerda una estructura arquitectónica con los sillares marcados. En el conjunto mural los elementos vegetales se emplean principalmente para articular y disciplinar las distintas escenas. Así en el ábside, el registro intermedio se distingue del ornamento del cuarto de esfera mediante un largo friso de fondo azul, enmarcado por una gruesa línea roja y conformado por festones flordelisados en tonos ocres y tierras, cuyos brotes emergen hacia el exterior y que se inscriben en un motivo en forma de pica con contorno doble blanco y azulado. Del mismo modo, en el lateral izquierdo de la bóveda, las escenas se rematan y distancian a la vez de la franja decorativa que cruza longitudinalmente la cubierta mediante una faja de fondo blanco con roleos rojos que circundan una estilización vegetal con terminación en volutas. Se trata de un ornamento que redunda en el intradós del vano absidal, dónde sirve de división a las ofrendas de ambos hermanos, y lo que refrendaría la realización del conjunto en una misma campaña. En el arco triunfal alternan, en cambio, dos tipos ornamentales. El arco está decorado con una larga línea ondulante de color negro con remates en forma de voluta y que acoge al centro de cada onda dos círculos concéntricos en rojo. El intradós, en cambio, alterna grandes roleos vegetales con otros de menores dimensiones que sirven para encadenar la secuencia de medallones. Todos circunscriben motivos florales de color amarillo muy estilizados y todavía se distinguen, entre los roleos grandes, tres con fondos en tonos azules y rojos.
Desde el punto de vista estilístico, las pinturas se atribuyen a una mano no demasiado diestra, de la que se ha apuntado podría haberse formado previamente en la pintura sobre tabla. Los frescos ciertamente todavía acusan la pervivencia de algunas formulaciones de la primera mitad del siglo xiii, en concreto las asociadas a la mano que pinta el frontal de altar de Sallagosa, en especial en cuanto a la caracterización de los rostros y al tratamiento de los pliegues. Los distintos elementos que conforman las vestiduras y atributos de las figuras –de canon largo–, se definen mediante grandes manchas de color, cuyo contorno es individualizado de forma poco caligráfica mediante gruesos trazos negros, a menudo punteados, como en los perfiles de la mandorla, del escabel y de las aristas exteriores de la bóveda absidal, y los pliegues de la indumentaria se construyen de manera artificial, resiguiéndose con líneas del mismo color en un tono más oscuro. La paleta es rica pero poco matizada, redundando en colores planos (verdes, ocres, rojos, azules, blancos y negros). El artista parece conocedor de las creaciones del llamado Maestro de Soriguerola, sobretodo en cuanto a algunos préstamos iconográficos y la asimilación de ciertos recursos, como el sutil amaneramiento de las figuras. En cualquier caso, se trata de un pintor que adolece la calidad de las obras atribuidas a dicho grupo y que, como apuntó J. Sureda, prescinde de cualquier intención volumétrica, pues ni siquiera en la concepción del cordero ofrecido por Abel se busca ningún efecto de tridimensionalidad, y se peca de un excesivo linealismo que lo acerca más a conjuntos próximos al arte de la siguiente centuria, como las pinturas de Santa Maria del Bruc.
Como ya se ha indicado, la identidad estilística entre los frescos del ábside y de la bóveda de la nave apunta a su realización coetánea, hacia finales del siglo xiii, en coincidencia con la reforma de las hiladas superiores del ábside. Se trataría de un momento en que seguramente se optó por reemplazar el antiguo mobiliario de la iglesia y al que responden no sólo la decoración mural sino el posterior encargo del frontal de altar de San Cristóbal (MNAC, 4370) y de los laterales de altar procedentes también de la parroquial de Toses (MNAC, 35670, 35699), con la representación de san Pedro y san Pablo y de una Psicóstasis. Se trata de obras atribuidas al Maestro de Soriguerola y cuya realización en un momento no demasiado distante respecto de los frescos se hace especialmente apreciable tanto en la configuración estilizada de las nubes del ábside, a la manera del río sobre el que alza el santo patrón en el frontal de San Cristóbal, y de los castillos, especialmente de los que se recrean en la tabla de San Miguel de la iglesia de San Miguel de Soriguerola (MNAC, 3901), dónde, por cierto, se adopta un esquema muy similar para la representación de la Santa Cena. La cronología de las pinturas murales incluso podría acotarse hacia 1290, momento en que Ramon II de Urtx, quien desde 1247 detentaba el señorío sobre el valle de Toses, ve acrecentado su grueso patrimonial, con la cesión a su favor tras la muerte de su madre, Blanca de Mataplana, de la baronía de Mataplana. La presencia de la escena del sacrificio de Caín y Abel, respectivamente rechazado y sancionado por Dios, revela el posicionamiento de los promotores hacia la distintiva condena a la Iglesia del Cisma y, con ello, se reprueban de modo análogo las herejías contrarias a la jerarquía romana. De hecho, la incidencia en los temas que aluden al sacramento de la Eucaristía, como la Última Cena, permite que la narración redunde en este rechazo hacia corrientes religiosas como el catarismo –para quienes el único sacramento legítimo es el consolamentum–, o en el caso que nos ocupa, la afín Iglesia Valdense; un movimiento herético particularmente enraizado en los dominios de los barones de Mataplana desde mediados del siglo xiii.
Baldaquino de Toses
La obra consiste en una reconstrucción moderna de un ciborio (488 x 238 x 216 cm), a partir del ensamblaje de cuatro fragmentos originales de tabla policromada que anteriormente constituían las enjutas y una parte del lateral derecho de un tegurium o propiciatorium –en su denominación medieval–, esto es, una pieza de mobiliario litúrgico que se encuadra en la tipología del llamado baldaquino-templete. Se trataría de un mueble a modo de tabernáculo, con estructura de edículo, sostenido por cuatro columnas, con cierre recto, cupular, con cubierta a dos aguas o piramidal, y que se colocaba entorno al altar mayor. El de Toses, de madera pintada, representaría la versión rural y más modesta de otros precedentes catalanes de prestigio que combinaban el mármol y la madera con revestimiento de plata, tales como los de las iglesias de Santa Maria de Ripoll (1032) y San Miquel de Cuixà (1040), y que conocemos gracias a las descripciones que de ellos se hicieran en el inventario redactado por el abad Pere de Ripoll en 1047, y en el célebre sermón del monje Garsies de Cuixà (1043-1046). Su modelo, sin embargo, se halla en los ciboria argénteos de las basílicas romanas de San Pedro del Vaticano, San Juan de Letrán y Santa María la Mayor, a los que tendrían acceso, como señala M. Castiñeiras, a través de sus múltiples viajes a Roma, tanto el propio Oliba como los condes de Barcelona y de Cerdanya. En cualquier caso, su difusión en tierras catalanas debió ser temprana según se imponía en una de las disposiciones de la capitular general carolingia del año 789 (ut super altaria teguria fiant vel laquearia) dónde también se refieren los laquearia citados por san Isidoro en sus Etimologías y que designan una segunda tipología de baldaquino, el conocido baldaquino-plafón, que cuenta con numerosos ejemplos en Cataluña (Ribes, Tost, Tavèrnoles).
Las tablas que conforman las enjutas miden, con sus marcos, 105 x 75/76 cm, si bien, en origen debieron constituir una única tabla –cuya parte central superior aparece hoy mutilada–, que alcanzaría completa unos 196 cm de largo y cuyo centro adoptaría la forma actual de un arco ultrapasado. Ambas proceden, según consta en el contrato de adquisición, de la iglesia de Sant Cristòfol de Toses, mientras que el capitel de madera adosado a la columna derecha (núm. inv. 4524) es de procedencia desconocida. La Junta de Museus de Barcelona las adquirió de la Colección Plandiura el 18 de octubre de 1932, y su montaje como baldaquino, junto al capitel y a otra serie de elementos de invención (columnas, plafones, cúspide y capiteles) fue iniciativa de J. Folch i Torres para la inauguración, en 1934, del Museu d’Art de Catalunya, y su exhibición pública en el Palacio Nacional de Montjuïc. En la actualidad se conservan, atendiendo a dicha reconstrucción, en la colección de arte románico del Museu Nacional d’Art de Catalunya (núms inv. 4523 y 4525).
La tabla se ensambló en un marco ancho, fijándose lateralmente por medio de grandes clavos de cabeza chafada y en la parte superior mediante dos grandes abrazaderas de hierro. A ella se ajustó igualmente el orillo del arco con grandes remaches de hierro. La pieza en su conjunto se adaptó a la forma de un baldaquino-templete destinado a cobijar el altar con sus ornamenta liturgica, así como a salvaguardar el santuario, cumpliendo, además, una función utilitaria como soporte para las cortinas que se descorrían en ciertos momentos del rito eucarístico, tal y como se muestra en algunas miniaturas del Beato de Girona (Girona, Archivo de la Catedral, ms. 7, f. 76r o 89v). La percepción que se tiene hoy de las tablas resulta alterada a causa de su instalación según la reconstrucción moderna que llevara a cabo Folch i Torres. Sin embargo, algunas fotografías antiguas conservadas en los archivos de W. W. S. Cook en The Cloisters (Nueva York) permiten observar un profundo corte en la parte inferior de la cara posterior del marco, que permitiría el encaje de las enjutas sobre la parte superior del soporte capitel-columna.
Todos los elementos reciben decoración figurada u ornamental pintada, distribuida entre la cara anterior y posterior de las enjutas y del lateral, el frente y reverso del enmarque, así como el orillo y el intradós del arco. Se empleó la técnica de la pintura al temple con aglutinante de huevo, realizando ciertos elementos en relieve de yeso y recurriendo a la corladura para conferirles una apariencia brillante. Las enjutas, en su frente anterior, presentan la imagen de dos profetas mayores del Antiguo Testamento, de apariencia juvenil, imberbes, con el cabello corto y negro y tocados con un nimbo dorado perlado. Ambos se reconocen gracias a las filacterias que sostienen con las manos izquierda y derecha respectivamente y dónde se muestran los tituli que los identifican: daniel, en la banda izquierda, y ieremias, en el lado opuesto. Calzan zapatos oscuros y visten una larga túnica parcialmente cubierta por el manto, ceñido, vuelto sobre el hombro y doblado cayendo por encima del brazo izquierdo, como una toga. En el atuendo de Jeremías predominan los tonos dorados, dominando el amarillo de la túnica y el blanco ocre del manto, análogo al del manto de Daniel que contrasta con el verde de su túnica. Sobre el fondo y rellenando el espacio figurativo se representaron dos grupos de medallones amarillos, tres acompañando al profeta Daniel y cuatro en la banda contraria. El motivo, que parte de un grueso punto negro envuelto por dos círculos concéntricos, refiere las estrellas que, como líneas punteadas invisibles, generan las constelaciones. De hecho, vuelve a reiterarse en el orillo del arco, dónde las diminutas estrellas alternan con otras de forma romboidal que emulan la pedrería de los suntuosos muebles litúrgicos de orfebrería. El delgado intradós del arco consiste, de nuevo, en un friso estrellado sobre fondo verde. Las bandas laterales y superior del marco se decoraron con una serie de medallones dorados que contienen la representación en rojo del león pasante. Se distribuyen a razón de cuatro medallones laterales y seis para la faja superior, a los que debieran sumarse los correspondientes al fragmento mutilado. La orientación de los medallones que se disponen en horizontal revela que en principio fueron concebidos para agruparse en parejas de leones afrontados. El verde oscuro del fondo de los laterales y el centro de la parte alta recupera el tono empleado como fondo en la enjuta derecha, evocándose así la penumbra del cielo. Su contraste con el fondo rojo de las últimas secciones de la banda superior del marco busca, además, el mismo efecto que se persigue al redundar en el escarlata para el fondo de la enjuta izquierda, insistiéndose en exaltar el misterio de la Encarnación de Cristo.
La figuración del reverso merece especial detenimiento, pues en la cara posterior de las enjutas se desarrolló un repertorio poco habitual. Encerrados en doce medallones repartidos en dos grupos de seis para cada lado, se representaron una serie de seres y animales fantásticos. Aunque su identificación se ve dificultada por la ausencia de inscripciones, generalmente se han individualizado ciertos animales del bestiario. No obstante, seguramente por su formato como siluetas negras sobre clípeos dorados se pretendió la representación de ciertas constelaciones. Entre ellas, algunas de las septentrionales como el galápago y el águila o buitre volante, de las meridionales, la liebre, la hidra y el cuervo y, entre los signos zodiacales, aquellos de Aries, Cáncer y Capricornio. El conjunto se completa con dos sirenas, una de ellas de dos colas, un elefante que carga sobre su lomo una torre o castillo y un grifo. La instalación actual de las piezas entorpece la visión de la decoración de los montantes que forman la cara posterior del marco y, sin embargo, las fotografías del archivo de W. W. S. Cook facilitan su estudio. Entre la variedad ornamental se pueden distinguir varios frisos de tipo geométrico con motivos romboidales y triangulares y otro con bandas diagonales. En el resto de franjas se aprecia una retícula de estrellas, una serie encadenada de motivos estrellados y una sucesión de tallos en espiral que enlazan con una terminación en voluta. En los dos pequeños fragmentos del lateral derecho del baldaquino se adivinan, aunque muy deteriorados, motivos vegetales estilizados y otros tantos medallones.
El programa figurativo de Toses se hace eco del carácter apocalíptico y triunfalista de la iconografía consuetudinaria asociada a los baldaquinos (Tost, Tavèrnoles), dónde las imágenes se prestan a significar la hegemonía celestial de Cristo y su victoria sobre la muerte, recreando con ello, además, la bóveda celeste. De hecho, la presencia de Daniel y Jeremías evoca el sentido mesiánico de sus profecías, anunciando el Primer Advenimiento (Dn, 9:24-27) y la Segunda Venida de Cristo (Dn, 7:27 y Jer, 23:5). Por otro lado, la insistencia en motivos y esquemas decorativos que aluden al firmamento, especialmente en la representación de estrellas y constelaciones, escapa todavía a la corrección científica que continúa la tradición de Ptolomeo, tan propia de las ilustraciones árabes de obras astrológicas como el Catálogo de las estrellas de al-Sufí, y que se perdió por completo en Occidente durante la alta Edad Media. Sin embargo, aunque se pierde la forma y se abandona la fidelidad iconográfica, perdura el contenido, respetándose el significado moral y neoplatónico de las constelaciones. El recurso a las constelaciones tanto como su combinación con seres del bestiario debe entenderse, como apunta M. Castiñeiras para el caso de Tost, en clave alegórica, como psicomaquia, tratándose de una lucha simbólica entre los vicios y las virtudes humanas. Dicha concepción es la que se refleja en el Libro de las figuras de las estrellas fijas de Alfonso X, dónde se nos dice que “las estrellas no son en sí sino (…) virtudes diferentes que Dios manda a través de ellas para los demás seres que son en el cielo de aquí abajo” y, por ello, como apunta A. Domínguez, las constelaciones simbolizan modelos morales ideales para los hombres, pues “Dios pusiera en el cielo estas figuras (…) y las dio su virtud y su fuerza, con el fin de que los hombres se pudieran ayudar de ellas en sus hechos y en las cosas de que tuvieran gran necesidad”. Ello, de hecho, entronca con ciertas teorías ontológicas difundidas en el siglo xii y cuyos máximos exponentes son el filósofo Bernardo Silvestre, para quien el curso de la vida del hombre y todos los eventos del mundo conocido estaban sometidos al influjo de las estrellas, y el científico Adelardo de Bath, quien atribuyera a las estrellas una voluntad casi humana.
Por ello, la correcta comprensión semántica, literal y metafórica, del programa de Toses debe ajustarse a dichas premisas. Siendo así, la liebre, símbolo de la lujuria y lo pecaminoso, y las dos sirenas, que significan la tentación y la seducción, son vencidas por la prudencia del galápago, la sabiduría del grifo y la castidad o invencibilidad que el Phisiologus asocia al lagarto según la Visión de Daniel (Dn, 3), o bien, el cangrejo que, en este caso, representa a la constelación de Cáncer y simboliza la invulnerabilidad de Cristo. La hidra del Apocalipsis que encarna todas las fuerzas que se alzan contra Cristo y su Iglesia, se enfrenta al águila bicéfala con la que se alude a la doble naturaleza de Cristo y a su última victoria, la Resurrección. Con ello, además, se recupera una fórmula iconográfica que, como señalan C. Cid e I. Vigil, bebe de un amplio sustrato literario de raíz cristiana –literatura Patrística, Pedro de Capua y Rabano Mauro–, y que fue largamente empleada en el imaginario cristiano y también está presente en la cultura figurativa propia de los Beatos, dónde el zoomorfismo de Cristo bajo la apariencia del águila y este tipo de significación triunfal por oposición de contrarios se traduce en la lucha de la serpiente (draco) con el águila. Por último, la representación del elefante con su castillo bebe de una tradición que deriva del Libro los Macabeos (Mac: I 6, 29-38) dónde se dice “sobre cada una de estas bestias había una fuerte torre de madera, que servía de defensa” y, con ello, se identifica con un ser fuerte, defensivo y vigilante que aquí amenaza al cuervo, representante de aquellos que dilapidan sus tesoros y hacen ostentación de ellos. Ambos se hallan, por otro lado, entre las exóticas aves y los feroces cuadrúpedos frecuentemente figurados junto a la personificación de la Tierra en las representaciones del Juicio Final propias de la tradición bizantina, dónde las bestias que despedazan los miembros humanos son la prueba de que Dios, como revela el Apocalipsis, puede volver a unir todas las partes en el cuerpo resucitado.
La elección de los seres representados tampoco fue arbitraria pues con ellos se alude a las visiones apocalípticas de los profetas, de las que a menudo se sirven para ejemplificar esa batalla entre el Bien (la virtud) y el Mal (el vicio y el pecado) (Jer, 15:3). Así se ilustra con las constelaciones zodiacales de Aries y Capricornio que se colocaron en posición afrontada sugiriendo el enfrentamiento entre las dos fuerzas del mal, el carnero (vencido) y el macho cabrío (vencedor) de la Visión de Daniel y que, finalmente, serán derrotadas por el Príncipe de los Príncipes (Dn, 8:1-27). Y precisamente, a la cualidad invicta de Cristo hacen referencia los leones pasantes que dominan el enmarque y que remiten a las visiones proféticas del Apocalipsis donde el león de Judá se asocia al Cristo que triunfa sobre el pecado y la muerte (Ap, 5: 5). Por otro lado, la inclusión del águila bicéfala no puede interpretarse aquí como un motivo heráldico, ni como recurso para la representación de cierto simbolismo real o imperial, sino más bien como un distintivo celeste con connotaciones divinas y cristológicas que, dentro de la significación general del programa en relación al Juicio Final, alude a la victoria de lo espiritual sobre lo temporal.
La lectura del bestiario en clave de psicomaquia y la insistencia por resaltar las connotaciones eucarísticas por vía del cromatismo parecen ilustrar una preocupación que se manifiesta en otros conjuntos del primer tercio del siglo xiii (pinturas murales de la capilla de Santa Catalina de la Seu d’Urgell), como es la persecución de movimientos heréticos como el catarismo, muy presente en el valle de Toses desde finales del siglo xii según atestigua la acusación a Hugo, feudatario de Nevà –agregado del lugar de Toses–, de ser hereje cátaro. Por otro lado, la figuración de los profetas en las enjutas del mueble parece querer evocar las representaciones de los dramas litúrgicos que tenían a los profetas como protagonistas, como el Ordo Prophetarum, y que sabemos se celebraban en la vigilia de Navidad en otros contextos cuya decoración adicional se hace eco de esta persecución de las herejías, como en la Seu d’Urgell. De hecho, la renovación del mobiliario litúrgico de la iglesia a principios del siglo xiii contempló la creación de un carillón –conservado in situ–, dotado de siete pequeñas campanas y cuya función no puede desligarse del aparato celebrativo litúrgico y paralitúrgico de la iglesia. Sobre su factura en un momento coetáneo al baldaquino da cuenta su madera, seguramente de él reaprovechada, dónde todavía se aprecian restos de la policromía y decoración original a base de franjas verticales, de trazo negro grueso, agrupadas en pequeños módulos dónde se recuperan los colores empleados en el baldaquino (verde, ocre y rojo).
El estilo del baldaquino de Toses revela el sustrato formativo de su artífice, heredero de las experiencias pictóricas adscritas a la “corriente bizantina” en que se tradujo la recepción del llamado arte 1200 en Cataluña. En consecuencia, la mayoría de autores que estudiaron las piezas no dudaron en relacionarlo directamente tanto con el círculo del Maestro de Avià, como con las obras de carácter más popular del Maestro de Lluçà. Sin embargo, en Toses lo que se advierte es la pervivencia tardía de ciertos recursos que empezaron a explorarse y aplicarse sistemáticamente dos décadas antes y que, paulatinamente, fueron asimilados localmente. De ahí que se perciban algunos rasgos derivados de los préstamos bizantinos que definen el arte del Maestro de Avià. Se persiste, por ejemplo, en el uso de ciertas fórmulas para la configuración de los rostros parafraseando aquellas de los Frontales de Avià y de Rotgers, como las mandíbulas rotundas, el acanalado de la nariz, la formación de las aletas nasales a partir de dos pequeños círculos o la unión ciliar mediante un pequeño trazo en “U”. A ello se suma la gama cromática con predominio de tonos ocres, amarillos, rojos y verdes oscuros, si bien, aquí ya se ha abandonado la creación de suaves transiciones de color que generan efectos brillantes tendiendo, en cambio, a un acabado más opaco y tratándose de una paleta menos matizada. Del mismo modo, la decoración del marco con una cenefa parcial de leones pasantes moldeados en relieve de yeso, cubierto con placas de estaño y corlado con barniz, según la técnica de la pastiglia, se antoja en el caso de Toses un recurso manido que revela, además, la ingenuidad del artista, pues se sirve de ello junto al uso excesivo de tonos ocres y dorados en la indumentaria de los profetas para crear un simple juego de contrastes. Ello denota la aplicación de dichas recetas por parte de un pintor local y hace evidente la mediación del aprendizaje de taller, seguramente, por su pertenencia al llamado Taller de la Seu d’Urgell de 1200.
La adhesión de este taller a esta nueva estética internacional que penetra en territorio peninsular entre finales del siglo xii y principios de la centuria siguiente cristaliza especialmente, y como se pone de manifiesto para el caso de Toses, a través del recurso frecuente a un repertorio animalístico que halla inspiración en los bestiarios ingleses contemporáneos, en el uso del relieve de yeso y en una nueva definición de la figura humana, adaptada al espacio de representación mediante gestos y posiciones imposibles –siendo este el caso de la torsión de los profetas en Toses–, así como en el uso del color de forma constructiva, si bien, como señala M. Castiñeiras, su recepción por parte del taller todavía resulta algo conservadora, y tal y como demuestra la definición de los contornos y de los pliegues mediante el empleo de un grueso trazo negro. Aunque éstas fórmulas se hallan ya en el baldaquino de Tost y en las tablas de Sant Pere d’Orós, como se ha anticipado, el caso de Toses evidenciaría una mano más tardía, pues bebiendo todavía de ellas se adivina un empleo más ajado de las mismas. Sería éste un uso más próximo quizá al que se revela en el frontal de altar de San Martín de la Walters Art Gallery de Baltimore (ca. 1250); una obra que seguramente representa un eco tardío del mismo taller, dónde se hace presente el mismo tipo de imaginería celeste que en Toses, y dónde se advierte una paleta similar. Por ello, la decoración del baldaquino debería circunscribirse entre 1220 y 1230, después de intitularse Galceran II, vizconde de Urtx, como señor del valle de Toses y, en particular, hacia el momento en que se concierta su matrimonio con Blanca de Mataplana, y en coincidencia, por tanto, con el inicio del sucesivo proceso de engrandecimiento y consolidación patrimonial que emprende la pareja, y con el que restituirán al linaje la dignidad perdida cuando Beatriz de Mataplana –hermana de Blanca–, poco antes se viera obligada a vender al rey Jaime I el castillo de Mataplana junto a otras valiosas propiedades familiares.
Viga de Toses
De la misma iglesia se recuperó una viga (19 x 385 x 14 cm) que, originalmente, iba colocada en el ábside en posición transversal, que fue adquirida y trasladada en 1951, y que hoy se conserva en el Museu Nacional d’Art de Catalunya (MNAC 47475), instalándose en el ábside que aloja los restos murales de Toses en 1973. Decorada en tres de sus frentes, la técnica empleada fue pintura al temple. Se trata en todos los casos de decoración de tipo vegetal. En la cara anterior, un sencillo enmarque de trazo negro circunscribe un friso formado por un entrelazo de tres brotes leñosos blancos que generan un aspa al centro, con contorno negro y sobre fondo rojo. En la cara superior todavía se aprecian restos de un friso de roleos blancos, también sobre fondo rojo, y con algunos motivos florales en negro. El tipo de friso es aquí análogo al de la cara inferior dónde los roleos son de trazo negro y el fondo blanco, mientras que las terminaciones rojas son flordelisadas. En ambas caras se advierte igualmente enmarque negro sencillo.
Se ha señalado la presencia del mismo tema decorativo de la cara delantera en las pinturas murales de Mosoll (s. xiii, Cerdanya) y, sin embargo, el tema que corresponde a la banda inferior se retoma en el frontal de altar de Sant Cristòfol (MNAC, 4370), procedente de la misma parroquial de Toses y que permitiría conjeturar sobre la datación de la viga a finales del siglo xiii, en un momento más o menos contemporáneo a la decoración mural del ábside y la bóveda de la nave. Consistiría, por tanto, en un tipo de mueble concebido no para recibir el encaje del antiguo baldaquino-templete ni de un baldaquino-plafón, pues como se ha indicado presenta decoración en tres de sus bandas –incluida la superior–, sino seguramente en el momento en que la renovación del ornamento y decoración de la iglesia de Toses contempla quizá el reemplazo del antiguo mobiliario absidal, destinándose la viga a sostener algún tipo de objetos o imágenes de culto, y como refrendarían los encajes del la parte superior.
Virgen de Toses
El Museu Nacional d’Art de Catalunya custodia (núm. inv. 44423), en la reserva, una imagen de una marededéu (70 x 21 cm) adquirida en 1949 y procedente de la parroquial de Toses. La talla es de madera de roble y conserva exiguos restos de policromía en los pies de la Virgen y en la túnica del Niño. Aunque el estado de conservación es bastante bueno, se han perdido la mano derecha de María y la izquierda del Niño. El rico sitial con columnas característico se ha reemplazado, como en otros casos de cronología similar, por un escabel acolchado sobre el que se sienta María mientras sostiene al Niño entre sus rodillas, quien parece acomodar el peso hacia el lado izquierdo. Éste con su diestra bendice, mientras que con la zurda debía sujetar el Libro. Su indumentaria consiste en una sencilla túnica larga, sin ornato y de cuello redondo. La túnica de la madre es, en cambio, larga, de cuello redondo con un fino ribete y completamente plisada. Asimismo, a la altura de los codos nacen unas mangas lisas que se cortan en la muñeca. Viste, además, un largo velo que funciona a la vez como manto, el cual cae sobre la espalda y el hombro derecho, es recogido a la altura de la rodilla con su mano derecha y dispuesto sobre las rodillas pasando justo por debajo de la mano opuesta.
Desde un punto de vista formal, la definición anatómica de los miembros es sencilla sin demasiado detallismo y ambas figuras se caracterizan por unos rasgos faciales alargados y delgados, con los labios finos, la nariz recta y picuda y el mentón sutilmente pronunciado. La cabellera del Niño conforma una especie de casquete que cae de forma recta hasta la altura de la nuca, con los mechones retirados para dejar al descubierto sus orejas. Se trata de figuras de canon más esbelto, propio de tallas de cronología más baja, pero que todavía mantienen un cierto hieratismo arcaico que denuncia un arte de carácter popular. Los paralelismos propuestos con las marededéus de Almer y Bolvir, con las que se comparte el rasgo iconográfico del vuelo del velo que se genera al recogerlo con la mano derecha, permite acotar el horizonte temporal a la primera mitad del siglo xiii; una datación que también parece refrendarse con la substitución del sitial tradicional por el escabel.
Majestat de Toses
Diversas noticias de principios del siglo pasado atestiguan la presencia en la iglesia de Sant Cristòfol de Toses de otro tipo de imagen de culto, una majestat, de la que se ha supuesto fue quemada en 1936 y de la que por no preservarse sólo puede darse cuenta en función de lo contenido en dichas noticias. Se trata de unas pocas menciones y descripciones que confirman la procedencia, proporcionan la caracterización de la talla en cuanto a gestualidad, iconografía e indumentaria –rasgos en general tipológicos de las majestats– y que, a su vez, informan sobre la colocación de la imagen en el templo, en un altar lateral del lado de la Epístola. Las dos más reveladoras son las de C. A. Torras, quien las integrara en un relato para excursionistas. Aunque incluidas en fuentes diversas, ambas reproducen un contenido similar: “Santa Majestat románica en un altar lateral que ofereix la particularitat de no estar coronada com la generalitat d’aquestes imatges; vesteix túnica amb llarga corretja, té la testa enlairada ab los ulls alçats al cel i está clavada en la creu amb quatre Claus” (Santa Majestad románica en un altar lateral, que ofrece la particularidad de no estar coronada como el general de estas imágenes; viste túnica con largo cíngulo, tiene la faz elevada con los ojos levantados al cielo y está clavada en la cruz con cuatro clavos); “es trova en un altar de la dreta (…) porta barba (…)” (Se encuentra en un altar de la derecha… lleva barba). M. Trens se hizo eco de la gran devoción que debía suscitar la imagen, referenciando los “Goigs” a ella dedicados, y dónde se establece la relación tipológica con el Volto Santo de Lucca; una correspondencia controvertida y recientemente revisada por M. Bacci.
Texto: VERÓNICA CARLA ABENZO SORIA – Fotos: VERÓNICA CARLA ABENZO SORIA/ MANUEL ANTONIO CASTIÑEIRAS GONZÁLEZ
Bibliografía
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