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Exterior del ábside

Identificador
09585_01_001
Tipo
Fecha
Cobertura
43º 8' 43.77'' , Lomg:3º 10' 44.10''
Idioma
Autor
José Manuel Rodríguez Montañés,Augustín Gómez Gómez
Colaboradores
Sin información
Edificio Procedencia (Fuente)

 

País
España
Edificio (Relación)

Iglesia de San Pelayo

Localidad
Ayega
Municipio
Valle de Mena
Provincia
Burgos
Comunidad
Castilla y León
País
España
Descripción
ALA VERA DEL CAMINO QUE ATRAVIESA el poblado se alzan las ruinas de la iglesia de San Pelayo, modesto edificio que conserva de su pasado románico su interesante cabecera, amenazada como las ya derruidas naves por un inminente colapso debido a la profunda grieta que rasga por el eje el tambor absidal. En su estado actual el templo parece haber sido edificado en al menos dos fases. De la primera, románica, se conserva la citada cabecera y su trasladada y remontada port ada, presidida por un curioso y rudo tímpano. Las intervenciones posteriores únicamente parecen haber respetado el trazado de los muros septentrional y occidental de la nave, a la que probablemente en los siglos XVII-XVIII se añadió la sacristía, una colateral al sur compuesta de dos tramos separados por un pilar cruciforme y el arruinado pórtico. A tal campaña moderna parecen responder también las bóvedas de crucería aparejadas en ladrillo que cubrían las naves y el atrio, hoy todas desplomadas, así como la espadaña que aún se alza sobre el hastial de la nave sur. En el cierre occidental de la nave principal se abría una portadita de simple arco de medio punto, observable únicamente al exterior debido a la maleza que invade la nave; su cronología, como la de la propia nave, es imprecisa. La cabecera se apareja -como el resto y salvo el arco triunfal y sus soportes- en pobre mampostería interior y exteriormente enfoscada, y consta de ábside semicircular y -sin solución de continuidad- un breve tramo recto, cubiertos con bóveda de horno prolongada en medio cañón sobre imposta de nacela. Se mantiene el arco triunfal que da paso desde la nave a la capilla -hoy apuntalado con andamios-, levemente apuntado y de triple rosca, apoyado sobre machones escalonados en cuyos frentes se dispone una pareja de columnas que recogen el arco interior. Presentan éstas basas de perfil ático de grueso toro inferior con garras (bolas con caperuza y lengüetas) sobre fino plinto decorado con perlas y basamento abocelado y, en la columna del muro norte, también perlado. Las coronan sendos capiteles de ruda labra, el del lado del evangelio decorado, hacia el altar, con una tosca esfinge -león de torso humano- atacando a otro animal de largas orejas (Rodríguez-Escudero ve aquí un insecto), y en la cara que mira a la nave con la lucha entre un híbrido antropomorfo con cabeza de reptil o saurio que lucha con un cuadrúpedo de largas orejas, quizás una liebre. El cimacio, que se continúa hacia la nave, se orna con una greca perlada de entrelazos. El capitel del lado de la epístola es vegetal, decorado con dos niveles de hojas cóncavas de cuyas puntas penden grandes frutos globulares y piso superior de volutas. El cimacio, también corrido hacia la nave, recibe cuadrados partidos por aspas, a modo de cruces de Malta, recorridos por incisiones en espiga. En el eje del ábside se abre una ventana hoy cegada, alrededor de una saetera abocinada hacia el interior. Desde la capilla se observa el arco doblado que rodea al vano, el inferior con un bocelillo en la arista y el superior con tres filas de billetes, sobre cimacios ornados con sogueado. Las columnas que sostenían este último, sobre toscas basas áticas con plinto y garras, han sido robadas recientemente, debiendo acudir para su descripción a las fotografías publicadas por Paloma Rodríguez-Escudero. La situada a la izquierda del espectador se coronaba con un capitel figurado, bajo piso superior de volutas, con dos toscos personajes, uno masculino, frontal, bajo una arquería de medio punto y en la otra cara, entre dos arquillos, una figura femenina. En el capitel derecho, la cara exterior presentaba una cruz patada entre cuatro flores y en la interior se representó, según la mencionada autora, “tres espigas formando una especie de flor de lis invertida”. Quizá el riesgo de hundimiento desanimó a los ladrones a repetir su fechoría en el exterior de la ventana, donde el vano rasgado aparece coronado por un arquito con perlas y junquillo sogueado, rodeado por arco de medio punto con chaflán decorado con cinco gruesos botones vegetales y chambrana abilletada. El arco apea en sendas columnitas acodilladas de brevísimo fuste, simples basas sobre plinto y rudos capiteles; el izquierdo se orna con palmetas pinjantes y el derecho con tres prótomos monstruosos y rugientes, quizá de jabalí. Sus cimacios, con tallos y palmetas, se continúan con dos impostas a cada lado, de nacela y bolas. Bajo el alféizar de la ventana corre otra imposta similar, ésta decorada con botones vegetales. Salvo este vano, el tambor absidal, seriamente amenazado por una profunda grieta que lo rasga verticalmente en su eje, permanece liso, coronándose con una cornisa abilletada sobre un interesante conjunto de canecillos. De sur a norte, se inicia la serie con un ángel similar a los que veremos en el tímpano, una figura que sostiene en su regazo un tosco infante mientras levanta en su brazo derecho una especie de ramo, portando en la otra muñeca lo que parece un manípulo; un personaje masculino con un libro sobre su pecho y alzando en la otra mano una cruz; dos personajes siameses que comparten cadera y extremidades inferiores, con troncos separados, alzando los brazos exteriores y abrazándose con los otros, muy similar a uno de Pomar. Tras él vemos un busto femenino de larga cabellera y cuerpo con escamas, probablemente una sirena; una liebre; un perro en forzada postura, sentado, de rugientes fauces; un prótomo de carnero, una curiosa cabeza de grandes ojos saltones y globulares, quizá una tortuga o sapo; un tosco cuadrúpedo; una bestezuela de cuerpo lanudo y cabeza similar a un simio; nacela decorada con perlas y dos rosetas inscritas en clípeos, al estilo de las que decoran el tímpano de Santa Cruz de Mena; enrevesada composición con dos serpientes enroscadas; prótomo rugiente, quizá de jabalí; nacela decorada con ondas incisas; prótomo de cérvido; nueva nacela con rosetas incisas; un ángel similar al ya visto y otra nacela con ondas incisas. En su descuidada y ruda factura, estos canecillos recuerdan a los de la iglesia de los Santos Justo y Pastor de Pomar, cerca de Medina, así como a los de la desaparecida iglesia de San Julián en Santa Cruz de Mena, relación que se hace extensible al tímpano. La portada románica fue trasladada y arbitrariamente remontada cuando, en época moderna, se añadió a la estructura una colateral, de la misma época que el derruido pórtico meridional que la protege. En su actual configuración consta de arco y una arquivolta de medio punto lisa, rodeándose con chambrana abocelada. Encierra el arco interior una cenefa ornada con tres filas de ajedrezado y arquillos de medio punto que rodea un tímpano monolítico labrado en un bloque calizo. Su tosca decoración y composición está presidida por cuatro figurillas masculinas ataviadas con largas túnicas, de sumaria caracterización de los rostros, todas realizando el gesto de entrecruzar sus manos. Sobre ellas se disponen siete torpes representaciones angélicas. A los lados, completan la superficie, a la izquierda del espectador, un personaje de larga cabellera desquijarando y dominando a un león -según la tradicional iconografía de Sansón y David- y a la derecha un fiero felino devorando la cabeza de un personajillo que yace por tierra. Sobre la banda inferior del tímpano se grabó en grandes caracteres de finales del siglo XII, la siguiente inscripción: EGO [S]UM PE[L]AGI[US] CORDUBA es decir, “Yo soy Pelayo de Córdoba”, clara alusión al mártir cordobés titular del templo que probablemente se grabó con posterioridad. Es precisamente la curiosa iconografía de este tímpano la que más ha llamado la atención de los investigadores, que han propuesto lecturas diversas y algunas realmente peregrinas. Aunque compartimos algunas de las apreciaciones realizadas por Ruth Bartal en su extenso artículo sobre el tímpano de San Pelayo, nuestra impresión es que a la rudeza formal acompaña aquí una muy elemental actitud narrativa basada en el enfrentamiento de contrarios. La figura de Sansón -o, de un modo más genérico, el personaje sometiendo al león- es uno de los prototipos más recurrentes de la victoria de la potencia divina sobre el mal simbolizado por el león, concretemos o no tal victoria en manos del héroe veterotestamentario (1 Jue 14, 5-10) o del salmista (1 Sam 17, 34-37); a este contenido se contrapone el sufrimiento del pecador devorado por la bestia, con una iconografía que vamos a ver repetida en numerosos canecillos (Crespos, San Miguel de Cornezuelo, Bárcena de Pie de Concha, etc.). Las figuras representadas en el centro de la composición han sido interpretadas como cautivos sin demasiados argumentos, pues no aparecen encadenados sino enlazando sus manos sobre el regazo, quizá cogiéndose la muñeca, aunque la indefinición del relieve no permita precisarlo; es en cualquier caso un gesto que revela una situación dramática o de tensión. Sobre estas figuras terrenales se dispusieron otras angélicas, creando así una doble oposición, en el plano longitudinal, entre la victoria de la fe sobre el diablo y el castigo del pecador y, en el vertical, entre lo terrenal y lo divino. Este mensaje moral presentado de un modo antitético podría “traducirse” como: Cristo o la fuerza de la fe ayuda al cristiano a vencer al demonio -que de otro modo sería devorado por sus pecados-, pudiendo así acceder a la gloria divina. En el fondo y pese a lo rudimentario de la composición, el mensaje es similar al expresado en el tímpano de la portada occidental de la catedral de Jaca, salvando evidentemente la distancia que impone la mayor profundidad iconográfica de éste. Numerosos textos bíblicos y patrísticos han podido inspirar esta imagen, desde el salmo 21 (22), 22 (Salva me ex ore leonis, et a cornibus unicornis humilitatem meam) hasta el mensaje de 1 Pe 5, 8: “sed sobrios y vigilad, que vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda rondando y busca a quién devorar”. En el remonte del acceso se reutilizaron sillares de las jambas escalonadas que soportan los arcos y dintel, en las que se acodilla una pareja de columnas coronadas por imposta de fino ajedrezado con bolas con caperuza en los ángulos. Los fustes de dichas columnas son monolíticos, coronándose por sendos capiteles; el del lado izquierdo del espectador muestra un piso inferior de arquillos de medio punto sobre los que se afrontan dos cápridos que ramonean el arbusto central que hace de eje de simetría de la composición. El capitel izquierdo se decora con tres niveles de hojas cóncavas muy pegadas a la cesta en su zona inferior y adquiriendo vuelo en sus carnosas puntas dobladas, bajo remate de volutas. San Pelayo de Ayega ha sido considerado como obra del siglo XI (Huidobro), del primer cuarto del XII (Bartal) o de la segunda mitad del siglo XII (Rodríguez-Escudero). Estilísticamente y aunque la rudeza de su decoración no permita mayores precisiones, parece que pueda relacionarse con la escultura de la desaparecida iglesia de Santa Cruz de Mena y el tímpano vizcaíno de Santurce. Los autores que describieron el templo antes de su absoluta ruina refieren la presencia, bajo el coro de madera que ocupaba el fondo de la nave, de una pila bautismal “bastante semejante a la de Taranco”. Aunque no la hemos localizado, quizá se encuentre bajo los escombros y la vegetación que cubren el fondo de la nave. Gonzalo Santonja, con su documentada, rica y directa prosa, describió someramente el proceso de ruina de este edificio -cuya nave se hundió en 1977- y deja constancia del interés de los expoliadores por los restos escultóricos del mismo. Aunque desgraciadamente parte de sus negros presagios se han cumplido y las columnas interiores de la ventana absidal fueron finalmente robadas, el resto de la fábrica resiste tozudamente al desplome, como aguardando que el interés suscitado por los emblemáticos templos de Siones y Vallejo de Mena alcance igualmente a este olvidado rincón burgalés incrustado en tierras vascas.