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Detalle del llamado "Fuerte de las Torres"

Identificador
19190_04_112n
Tipo
Formato
Fecha
Cobertura
40º 50' 42.34'' , - 1º 53' 20.76''
Idioma
Autor
Jaime Nuño González,Víctor Manuel Ricote Ridruejo
Colaboradores
Sin información
Edificio Procedencia (Fuente)

 

País
España
Edificio (Relación)

Fortaleza e iglesia de Santa María del Collado

Localidad
Molina de Aragón
Municipio
Molina de Aragón
Provincia
Guadalajara
Comunidad
Castilla-La Mancha
País
España
Descripción
LA FORTALEZA DE MOLINA DE ARAGÓN se alza majestuosa sobre el núcleo urbano de la localidad, presidiendo desde un prominente cerro el amplio y ondulado valle sobre el que discurre el tranquilo curso del cercano río Gallo, a ambos lados de cuya ribera se asienta el casco histórico de la ciudad medieval. En la parte inferior del albacar de la fortaleza molinesa, orientada hacia el ángulo oriental que cierra esta segunda línea –cinto– de su recinto amurallado, bajo la protección de la cercana Torre del Reloj, desde la que permitía su acceso desde el antiguo burgo medieval a través de la llamada “Puerta de Ahogalobos”, se encuentran los restos de la que fuera una primitiva iglesia: Santa María del Collado. Bajo cuya advocación permaneció desde sus origen, en época medieval, hasta el siglo XVI, en el que aparece denominada como Santa Catalina. “El alcázar de Molina es un castillo grande y desgarbado que recuerda más a las alcazabas morunas que a las fortalezas cristianas de la Edad Media, tanto por su extensión desusada (80 por 40 m aproximadamente), cuanto por la sencillez de su traza que consiste en una muralla de cierre con torres en las esqui nas e interrumpiendo los lienzos del muro que circunscribe un patio enorme, en cuesta, pro pio para alojar no ya una guarnición nume rosa, sino todo el vecindario de la pequeña Molina medieval”, describía Layna Serrano en su obra Castillos de Guadalajara. El castillo molinés está divido en cuatro estructuras: una primera, localizada en la parte superior de la montaña, es la Torre de Aragón, cuya función principal era de torre vigía. Siguiendo a Layna “al norte, sobre un montículo dominante del primero y muy cercano, alza su gallarda silueta la ‘Torre de Aragón’, pequeña fortaleza avanzada, sin la cual el castillo de Molina apenas hubiera tenido importancia militar”. Descendiendo por una pronunciada ladera nos topamos con los restos de su interior, dos cinturones amurallados consecutivos, en los que “elevan al cielo sus prismas almenados las torres del alcázar”. Se trata del segundo elemento diferenciado que constituye el núcleo real de la fortaleza, un auténtico castillo interior, formado por el denominado “Fuerte de las Torres”, a partir del cual Restos de un relieve se extiende, cercando gran parte de la ladera desplegada a sus pies, un recinto exterior, llamado albacar o albacara. Un segundo y último cerco, que culmina la intrincada estructura, nace de los ángulos meridionales del albacar, delimitando las murallas perimetrales que rodeaban la ciudad partiendo de la albacara, aunque en 1860 ésta ya había desaparecido en su mayor parte. Así concluía el cronista su descripción de este segundo cinto: “Está ubicado en las afueras del casco urbano de Molina de Aragón, junto a una de las puertas que dan acceso al albacar de su fortaleza medieval, partiendo de sus extremos o mejor dicho continuándose desde ellos la muralla de cintura que abarcaba la población y de la cual subsisten grandes lienzos aportillados por la demoledora acción del tiempo, las épicas luchas y las modernas necesidades urbanísticas”. “Protegido por el núcleo del castillo de Molina, su alcázar, de torres fortificadas, y la torre de Aragón, situada al norte, coronando la escarpada ladera, encontramos el albacar del antiguo castillo”, continuaba Layna. Esta estructura, en la cual se ubica Santa María del Collado, forma parte del cinturón defensivo que circundaba el primigenio burgo medieval. En el tramo de lienzo limítrofe con la iglesia llega a alcanzar una altura considerable, superando los seis metros, y un grosor medio cercano al metro y medio. La parte mejor conservada, adyacente a la denominada Puerta de Ahogalobos, “muestra una interesante estratigrafía estructural” según ha podido corroborar Arenas Esteban en el yacimiento del próximo “Prao de los judíos”: “Un segmento inferior en el que el aparejo es de piedra arenisca colocada a sardinel –de época claramente islámica”–, período en el que tendría su origen el núcleo central de la fortaleza. A partir de este primer estrato “se superpone otra fábrica distinta, a base de mamposto trabado con argamasa y esquineras de piedra arenisca roja: una técnica constructiva típica en la zona de la etapa medieval cristiana y reiteradamente presente en toda la fortaleza medieval de Molina, levantada entre mediados del siglo XII y el tercer cuarto del XIII”. Período en el que las fuentes sitúan el inicio de la construcción tanto de las iglesias de Santa María de Pero Gómez, primitiva denominación de Santa Clara, como la propia Santa María del Collado, así como el postrero recinto perimetral que acogía al burgo. A mediados del siglo XIV encontramos la primera referencia histórica de la iglesia. En un documento fechado en 1353, que recoge la Estadística de las iglesias del señorío; se describe el exiguo patrimonio con que contaba el edificio: reducido a ocho beneficios, cinco de ellos servideros, que rentaba cuarenta maravedíes cada uno, y los tres restantes, absentes y dotados con treinta maravedíes. Servicios a los que se añadía una pequeña porción de tierra para un aniversario, especificándose que non se labra en non vale nada de renta, según recogía Minguella en su Historia de la diócesis de Sigüenza y sus obispos. A lo largo del siglo XVI cambió de advocación, como habíamos mencionado con anterioridad, apareciendo en las fuentes bajo la denominación de Santa Catalina, señalándose también su paulatino abandono, propiciado quizás por las reseñadas limitaciones de las donaciones con que había sido agraciada. Consecuencia inmediata de esta situación debió de ser el consiguiente deterioro de su fábrica original, que afectó de manera inexorable al conjunto de los elementos que configuraban la fortaleza. Acuciantes circunstancias que se vieron agravadas a principios del siglo XIX. En 1812 sufrió importantes daños ocasionados durante la contienda librada frente al ejército francés durante la Guerra de la Independencia. Dos décadas más tarde, en 1835, una partida carlista se hizo fuerte en el castillo, permaneciendo allí durante un largo período, hasta su rendición definitiva meses más tarde. Entonces las tropas realistas, al inspeccionar el castillo, certificaron que los sitiados “habían destrozado sus instalaciones hasta dejarlas en un estado lamentable”. Tras una nueva incursión de otra partida carlista procedente del Maestrazgo levantino, que “ocupa la fortaleza” en 1845, el alto mando militar ordena la reparación del castillo y las instalaciones anejas, la iglesia del Collado entre ellas, dotando la ejecución con un presupuesto extraordinario y ordenando a sus artífices el comienzo inmediato de las obras, que se debían llevar a cabo entre abril y junio de 1849. El plazo finalmente no se cumplió. El deterioro era tan evidente y peligroso, que en 1856 motivó al Capitán General de Castilla la Nueva a ordenar su demolición, por considerarlo un complejo tan inútil defensivamente, como oneroso de sostener. La Junta Superior del Cuerpo de Ingenieros emitió un informe que respaldó la decisión, declarándolo inútil, y concedió una partida para su demolición, concentrada en principio en el fuerte de las Torres y la Torre de Aragón, librando el albacar, y con él a la propia iglesia de Santa María del Collado. En 1860 el cuerpo de Artillería comenzó a buscar un emplazamiento adecuado para la ejecución de unas pruebas de artillería comparativas de armamento liso y rayado, entendiendo que la fortaleza molinesa reunía las condiciones para convertirse en objetivo idóneo. El Ayuntamiento de Molina, enterado de amenaza tan palpable para su patrimonio, apeló a la propia reina Isabel II para evitar la catástrofe. La reina, tras consultar con Leopoldo O’Donnell, Ministro de la Guerra y Jefe de Gobierno, tomó una decisión salomónica: los ensayos “tendrían lugar solo en el recinto exterior del castillo, protegiendo así las partes más sobresalientes del mismo, el Fuerte de las Torres y la Torre de Aragón”. Las pruebas finalmente se llevaron a cabo, “con notable éxito”, entre el 18 y el 22 de diciembre de 1860. En el transcurso de las maniobras se dispararon más de seiscientos proyectiles de distintas dimensiones sobre las tres cortinas del oeste de la muralla del albacar, precisamente el ángulo meridional en que se ubica Santa María, “entre la Puerta de las Cabras y la Torre pentagonal del noroeste de la albacara”. Estructuras todas ellas que entonces disfrutaban de “un buen estado de conservación”, según la paradójica conclusión de los informes previos, que precisamente les llevaron a constituir el inopinado y experimental objetivo de la artillería nacional. Las estructuras murarias de la iglesia de Santa María del Collado que han logrado perdurar a tan dramático avatar, y que hoy podemos reconocer, si bien escasas, son ciertamente significativas y de una potencia arqueológica notable. La labor de limpieza, despeje y consolidación, realizada por las puntuales excavaciones sistemáticas llevadas a cabo por el equipo de Arenas Esteban en la última década, han conseguido sacar a la luz los restos de su estructura fundamental. Nos permiten definir una clásica estructura románica: única nave rectangular, coronada en su flanco oriental por la cabecera, compuesta por presbiterio recto que precede al ábside semicircular. La base de la nave descansa directamente en una de las pequeñas torres que jalonan la muralla del albacar. Desconocemos si en su momento pudo también añadir a su función defensiva original la de eventual campanario. Disposición que también respeta la contigua parroquial de Santa Clara, en este caso con crucero marcado, ubicada a escasos cincuenta metros al otro lado de la muralla, con la que guarda interesantes similitudes. No debemos olvidar que tanto Santa María del Collado como Santa Clara son edificios cuya edificación se ha establecido en el último cuarto del siglo XIII, durante el relevante mandato de la última señora del Señorío de Molina, previo a su vinculación definitiva con el reino castellano, doña Blanca. Ambos se ajustan en su cabecera a un modelo común con presbiterio recto y hemiciclo, que en Santa Clara “se articula en el exterior a través de seis haces de tres columnas, sobre altos plintos”, como describe Ruiz Montejo. En Santa María del Collado la gran cantidad de escombro que todavía se acumula en la parte exterior del ábside, nos imposibilita verificar si en este caso siguen patrones semejantes. En el caso de los codillos pareados, que emplazados en el comienzo del tramo recto del presbiterio marcan el paso al hemiciclo, sí podemos apreciar, sin embargo, rasgos estilísticos comunes. Del alzado original de Santa María sólo se conservan las primeras hiladas de sillares, tanto de los muros que definen su planta como de las basas e inicios de columnas adosadas, sobre las que se sustentaba su cubierta y que dividían su nave. En el tipo de aparejo utilizado, las semejanzas son asimismo apreciables, tanto en la disposición de las piezas, sólido sillar, como en el material empleado en el levantamiento de su alzado, compuesto por arenisca rojiza. Esta estructura longitudinal se articula en cuatro tramos, a través de pilares laterales, compuestos en ambos casos por tres columnas adosadas: una central de mayores dimensiones, asentada sobre plinto elevado, flanqueada por dos laterales, más reducidas y de formas más estilizadas. La roca madre aflora somera sobre el abrupto terreno en que el edificio se asienta. El trazado de su nave se ve obligado, por este motivo, a adoptar en su trayecto una curiosa disposición de tramos superpuestos y escalonados, a medida que se aproximaban simbólicamente al presbiterio, donde se hallaba el altar. La disposición estructural, acomodada a las eventuales irregularidades planteadas por el escarpe montañoso, confería así al oficiante una privilegiada situación, dominando la amplia estancia que alber- gaba a la feligresía, durante el desarrollo de los oficios. En el muro norte, contiguo al tramo inferior de su nave, abría un estrecho vano, el único localizado hasta el momento. Pequeña entrada, quizás de uso exterior, de la cual no conservamos apenas los restos formados por tres de los peldaños inferiores, que debieron de formar parte de la base de su escalera de acceso original. El conjunto de las fundaciones molinesas, entre las que se incluye Santa María del Collado, constituiría en definitiva un ejemplo representativo de lo que Ruiz Montejo ha definido como elementos integrantes de una “fase románica muy tardía”, que confieren a su estética un “predominio absoluto en su ornamentación de una temática vegetal, de gran esquematismo en su ornato”. Siguiendo una pauta que, si bien respeta su inequívoca “impronta cisterciense”, vislumbra ya la incidencia de nuevas formas estéticas, imperantes en el señorío molinés en dicha etapa, desarrolladas al amparo de las eficaces medidas emprendidas durante el mandato de doña Blanca. Período arquitectónico definido como protogótico, que rompe con el clasicismo románico previo y actúa de transitorio embrión de las formas del gótico pleno, que está por llegar. Especialmente identificable en sus titubeantes inicios, por las significativas peculiaridades de su concepción formal.