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Detalle de la arquivolta exterior de la portada septentrional. Detalle de un instrumento

Identificador
49800_01_208
Tipo
Formato
Fecha
Cobertura
41º 31' 12.78'' , -5º 23' 40.35''
Idioma
Autor
Jaime Nuño González
Colaboradores
Sin información
Edificio Procedencia (Fuente)

 

País
España
Edificio (Relación)

Colegiata de Santa María la Mayor

Localidad
Toro
Provincia
Zamora
Comunidad
Castilla y León
País
España
Descripción
CONCEBIDA COMO IGLESIA MAYOR de la población, seguramente suplantó a un templo mozárabe levantado en el mismo sitio y puesto también bajo la advocación de Santa María por los repobladores de comienzos del siglo X. Su ubicación privilegiada al borde meridional de la plataforma que da asiento al caserío, expuesta sobre las cimas de enormes y amenas barranqueras que descienden hasta el Duero y su dilatada vega, contribuye decisivamente a realzar los volúmenes grandiosos de su fábrica, convertida así en el ingrediente emblemático que más rotundamente define el rostro de la ciudad. Ocupa el punto central del segundo y coetáneo recinto amurallado que descendía desde el alcázar y la plaza de la Magdalena hasta la cabeza del puente abrazando a doce parroquias que por entonces se contaban en tan accidentados parajes, bajo sus umbrales, todas desaparecidas. Su alzado septentrional cierra ópticamente la arteria dorsal del plano urbano, desplegado en abanico tanto en el segundo como en el tercer recinto a base de ejes radiales que parten de las puertas del primero, convergiendo los principales en la primitiva del Mercado, en línea con el actual Ayuntamiento, ante la cercana e imponente silueta de la Colegial. Contando con el valimiento de Alfonso VII en 1121 se restableció de hecho la diócesis de Zamora en la persona de Bernardo de Périgord, el primer obispo de la serie de los modernos, y a ella se incorporaron las iglesias de Campo de Toro, en detrimento de Astorga; la donación de la villa de Fresno hecha en 1139 por dicho monarca a la iglesia de Santa María que fundatur in Tauro y al prelado referido revela la intención de construir este templo. Pese a contar con tan apreciable dotación no existe ningún indicio de que se edificara algo en los años siguientes. Seguramente contribuyó a ello la inestabilidad inicial de la nueva diócesis, controvertida por las circundantes; resulta muy sugerente que sólo cuando su restauración fue confirmada por el papa Eugenio III en 1151, el obispo Esteban, sucesor del antedicho, acometiera con resolución inusual la empresa de iniciar y llevar a término la catedral de Zamora y que, cuando las obras de ésta estaban próximas a concluir, se replanteara la iglesia mayor de Toro y su rico arcedianato. Tales circunstancias coincidieron cronológicamente con aquel acrecentamiento de la ciudad subsiguiente a la separación de Castilla y León, que por razones estratégicas impulsó Fernando II, con cuyo concurso debió contar tan costosa promoción, aunque no existan documentos que lo acrediten ni que aludan al proceso de construcción, sino los muy poco explícitos que reseñaremos, referidos a la fase postrera de las obras, bien entrado el siglo XIII. Ante estas observaciones, el análisis del monumento y su cotejo con referentes significativos de la región, se impone datar el planteamiento de la colegiata hacia 1170. La traza está directamente inspirada en la de la catedral de Zamora con divergencias no demasiado sustantivas, que en ningún caso acrecientan el interés del monumento ni enaltecen a su arquitecto. Una de las más patentes consiste en el tratamiento de los hastiales del crucero, donde sendas series de contrafuertes de escaso relieve desprovistos de función tectónica, interrumpidos a la postre en el lento discurso de las obras y, en consecuencia, desconcertantes a primera vista, se integrarían seguramente en una composición rematada por una cornisa de arquillos volados sobre canes, como los de los aleros; en ellos el modelo zamorano había acogido las puertas laterales, que aquí se abrieron en los tramos centrales de las naves. Otra diferencia llamativa estriba en el acortamiento de las naves en un tramo, pero ésta vino impuesta por las características del solar, limitado al este y al oeste por viales muy importantes, que no admitían trazados alternativos, y también por grandes desniveles del terreno. En cambio, en anchura se iguala con la catedral de Ciudad Rodrigo y sobrepasa al referente citado, y ello en buena medida deriva del espesor de los pilares, excesivo a todas luces para sustentar las bóvedas previstas en principio, de ojivas en la nave central y de aristas en las laterales, a imitación de las de la catedral de Zamora. No dice mucho a favor de la perspicacia del proyectista la tipología de tales apoyos, pues en vez de optar por las pilas de sección cuadrada, originarias del Poitou, implantadas en Zamora, tan funcionales como expeditas, se decidió por las de sección cruciforme de la tradición cluniacense, emulando quizá a las de la Catedral Vieja de Salamanca, pero sustituyendo sus basamentos cilíndricos por otros poligonales, resultantes de sotoponer dados rectangulares tanto a las columnas adosadas a las caras de la cruz como a las columnillas que surcan sus rincones hacia la nave central y denuncian que en origen se pensó cerrar el ámbito de ésta con un abovedamiento ojival, como el de la sede de Zamora, detalle que viene a reforzar la datación propuesta para el inicio de la fábrica. Otra particularidad del proyecto original es la inclusión de la torre, de la que careció Zamora hasta el pontificado del obispo don Suero, y nos remite de nuevo al antedicho templo salmantino al menos en lo tocante a la situación, al norte de la puerta de los pies, donde el viario preexistente condicionó su planta y, para no estrangular el acceso principal a los barrios meridionales y al puente, fue preciso remeter su ángulo noroccidental aliviando, además, temerariamente los macizos, de manera que su debilidad obligó a reconstruir la parte alta a comienzos del siglo XVI y a rehacer por segunda vez los dos cuerpos de campanas en el XVIII bajo la dirección de Simón Gavilán y Tomé. Quedó estructurada en tres naves de otros tantos tramos, más la transversal de crucero, que, aunque rebasa la anchura de aquéllas, enrasa con la cima de la capilla mayor y define nítidamente la composición de sus volúmenes. A él embocan las tres capillas o tramos rectos presbiteriales, las laterales, limitadas al espesor del muro y cerradas por bóvedas de medio punto; la central sobrepasa apenas los límites orientales de los ábsides menores y lleva bóveda de cañón apuntado. En tales espacios se ensamblaron los respectivos ábsides a la manera usual, conformando los acodos resultantes de disminuir levemente en ancho y en alto sus dimensiones; todos ellos se cubren con cuartos de esfera de hiladas concéntricas, organizan los alzados al exterior en dos cuerpos desiguales sobre relevados zócalos y rematan en tejaroces de arquillos de ascendiente poitevino, de medio punto, que vuelan sobre canes piramidales, idénticos a los de una serie exhibida y profusamente divulgada por la catedral de Zamora; los dorsos cóncavos de las cornisas superiores funcionan como canalones que vierten las aguas pluviales al exterior a través de compactas gárgolas. Calan los ábsides menores sendas ventanas derramadas, guarnecidas por arcos de medio punto apeados en columnas con capiteles de hojas gruesas, como pencas, y poco relevadas; su sencillez contribuye al realce del central, articulado por doble arquería y cuatro columnas adosadas que enlazan su potente zócalo con el tejaroz seccionándolo en tres paños, según es frecuente en el románico zamorano, cuyos capiteles escotados hermanan con el modelo más reiterado en la catedral de la diócesis; tres aspilleras calan la arcada superior, dos de ellas restauradas tras haber agrandado sus vanos en el siglo XVIII y haber abierto además otro en uno de los arcos ciegos, descantillando las rosas correspondientes y mutilando seis capiteles de las columnitas dispuestas a sus flancos. Los restos de los así dañados permiten advertir que representaban a un hombre alanceando frontalmente a un gran cuadrúpedo al que un perro acomete por detrás; la Epifanía, a juzgar por los tres caballos ensillados de los Magos y el cuerpo decapitado de uno de éstos, aquéllos sobrepuestos escalonadamente, para suplir el desconocimiento de las leyes de la perspectiva, y la Santa Cena, reducida a cuatro apóstoles sentados, con drapeados en las ropas que los hermanan con las esculturas de la portada septentrional. La serie se completa con otros dos capiteles historiados, uno con san Jorge a caballo en actitud de alancear a un pequeño dragón antropomorfo en presencia de la princesa, y en otro un jinete apeado del caballo, con armadura de malla y escudo, hinca su espada en un oso fiero; otro, con dos parejas de aves entre follaje bizantino, forma grupo con dos de formatos cúbicos recubiertos de preciosos follajes trepados del mismo ascendiente, uno de ellos destrozado. Los demás son de variada temática vegetal, de hojas rematadas en volutas, ya minuciosamente retalladas ya lisas y marcadas sus venas a base en incisiones sumarias. Lo mejor de este variado muestrario es obra del mismo artífice que esculpió los cuatro de la embocadura de la capilla mayor, de esmerada factura y perfectamente conservados, donde aparece, rotulado, Daniel en el foso de los leones, el tema del caballero que se despide de su dama a la puerta de un castillo mientras otro jinete armado lo espera, simplificado en San Juan de Benavente, parejas de leones entre tallos y hojarasca y motivos florales. Entroncan con los del claustro de la Catedral Vieja de Salamanca y con los del primer maestro de la catedral de Ciudad Rodrigo. La puerta septentrional luce un recomendable diseño, imitado en la entrada meridional de San Juan de Zamora. Sobre elevados pedestales se yerguen grupos de tres columnas, de fustes lisos y basas áticas renovados en una restauración cuestionable de 1932, y esbeltos capiteles con collarino, de finos motivos florales a los que sobrepusieron aves, dos centauros alanceados por otros tantos caballeros, la Anunciación y la Visitación, entre otros temas irreconocibles por su deterioro; sobre ellos, cimacios de hojas enfiladas y rizadas, que se repiten en la guarnición del conjunto, y tres arquivoltas. La exterior presenta en la clave a Cristo con el libro abierto en la izquierda y mutilado de la diestra, con que bendeciría; lo flanquean, en actitud intercesora, la Vi rgen y san Juan, aunque su extraña barba tienta a buscarle otra identificación; a los lados se asientan los veinticuatro ancianos del Apocalipsis, tocados con coronas reales y tañendo instrumentos musicales que acrecientan su no pequeño interés escultórico; se conservan un organistrum, una cítola, tres salterios, cinco arpas, una de ellas doble, y ocho fídulas de varios formatos. En la central se suceden cogollos a modo de alcachofas entre largas hojas extendidas y con rizos en las puntas, similares a las que aparecen en el palacio de Gelmírez, en Compostela. En la inferior otra manifestación de la divinidad de Cristo, bendiciendo y en pie, al que rinden homenaje catorce ángeles con incensarios y navetas, todos guarnecidos bajo arquillos. Angelitos tenantes se acomodan en los lóbulos del arco de ingreso. Tan excelente conjunto se debe a un seguidor del estilo del maestro Mateo. De la Puerta del Espolón, al sur, sólo los flancos acodillados, con tres columnas a cada lado, se erigieron en la primera etapa de las obras; sus tres arquivoltas apuntadas, con molduración de baquetones y escotas decoradas con botones, rosetas y entrelazadas cintas de pedrería, se integran en lo fabricado durante la segunda fase, en la que se prodigó aquel molduraje en ventanales, nervaduras y en algunos arcos. Entonces se entalló también el capitel intermedio del flanco diestro y, por supuesto, la moldura que guarnece el conjunto, cuajada de hojas con rizos en armonía con los cimacios, gemelos de los de la puerta septentrional y ejecutados al tiempo de las columnas. Lo reseñado hasta aquí se corresponde con lo obrado en la primera fase del proceso de construcción, que seguramente se prolongó más allá del reinado de Fernando II de León. Quedaron acabados los ábsides y la capilla mayor, con cubiertas de losas escalonadas, completamente reconstruidas en la década de 1960 en una piedra tan deleznable, que en 1999 han tenido que sobreponerles chapas de cobre; se elevaron entonces los alzados orientales del crucero con las hiladas iniciales de sus bóvedas de cañón y las zonas inferiores de muros y pilares, en línea decreciente hacia los pies, definida por un aparejo de sillería caliza procedente de las canteras de Villalonso y otros cerros testigos del norte de Toro. El abovedamiento de cañón apuntado de la capilla mayor, las lisas ventanas de doble arco apuntado abiertas en sus costados con ligero derrame hacia dentro y lunetos, su tejaroz de arquillos trilobulados sobre modillones y las cornisas perfiladas en escota sobre baquetón, extendidas a los brazos del crucero hasta el punto en que entonces se paralizó la fábrica, evidencian que el primer maestro se plegaba a los patrones suministrados por la catedral de Zamora, incluso en pormenores, y ello ha dado pie para suponer que la desaparecida cabecera triabsidal de ésta sería similar a la toresana; sin embargo, las excavaciones arqueológicas efectuadas recientemente en la zona que ocupó el ábside septentrional del primer templo zamorano demostraron que le precedía un tramo recto presbiterial muy alargado. En el planteamiento inicial del edificio se incluyeron columnas en los rincones de los muros foreros del crucero, como las tenía Zamora, pero además dotaron a las pilas exentas del mismo ámbito, en los acodos correspondientes, de otras sin más sentido que el de acoger bóvedas de ojivas. El hecho de que la Catedral Vieja de Salamanca las tenga en el mismo sitio induce a creer que de allí pudo venir la inspiración del frustrado cerramiento ojival ideado en principio, que en las pilas adosadas de la cabecera tendrá que apear en repisas, como las ostenta en todos los arranques el supuesto modelo salmantino. En una segunda fase, dentro del primer tercio del siglo XIII, se hizo el arquivoltio de la puerta meridional, se cerraron los primeros tramos de las naves laterales sobre arcos agudos y doblados con bóvedas góticas, émulas de las que lucían las catedrales de Zamora y Salamanca, con ojivas molduradas de igual modo -bocel entre nacelas-, pero, a diferencia de ellas, de traza semicircular y no aguda, que evoca a los lejanos modelos de París. Resulta chocante el descuidado acoplamiento de éstas a unos elementos sustentantes que carecían de responsiones para recibir las nervaduras. Otras muestras de la inhabilidad con que se fabricó entonces las tenemos en los encuentros de los paños murales elevados sobre las comunicaciones de tales tramos con la nave transversal, en la deficiente ejecución del rosetón de su hastial septentrional, guarnecido de enredosos baquetones y escotas, como su correspondiente, en la depresión que acusa la bóveda de cañón apuntado de su brazo meridional y en la disposición a niveles distintos de los torales del crucero, volteados en este mismo período con arranques, visibles, de la bóveda de crucería que plantearon para dicho espacio, semejante a la que allí tenía el monasterio de Moreruela, solución que explica el tamaño desmesurado de los rosetones abiertos en los hastiales. Con escotas y baquetones empezaron a moldurar los perpiaños y formero del lado norte, confirmando este tratamiento, pronto abandonado, que fueron los primeros en voltearse. Se culminaron, por fin, los husillos implantados desde el principio a los costados de las naves, como en Zamora. Todo ello se aparejó con sillería arenisca. La interrupción de la obra se acusa perfectamente en cortes verticales de los muros, con adarajas para trabar cuando prosiguiera su fábrica, y en las diferentes marcas de cantería que aparecen a continuación. La reanudación vendría con el reinado de Fernando III, a partir de 1230, y discurrió sin solución de continuidad hasta la conclusión del cuerpo del templo en arenisca de Villamayor. Bajo la dirección del tercer arquitecto se fueron levantando los muros foreros y los pilares como en origen habían sido concebidos, sin eliminar los contrafuertes dispuestos por el primer tracista en los centros de los paños de los tramos postreros de las naves y en el hastial de poniente por el lado de la epístola, donde no tienen razón de ser aunque por allí se empezara a acusar un pronunciado desnivel en el suelo; sobre ellos y la puerta meridional abrió ventanales redondos y profusamente exornados, cuyas dimensiones grandes nos anticipan el propósito, consumado después, de cerrar la nave central mediante arcaizantes cañones apuntados, renunciando a iluminarla con ventanas a sus costados, como ideara el primer maestro siguiendo el ejemplo de Zamora. La renuncia al abovedamiento ojival que el mismo modelo exhibía no le llevó a interrumpir las columnitas previstas en los pilares para acogerlas, que allí se ven sin función alguna y con los ejes descentrados a trechos marcados por las molduras que los anillan. Antes se habían volteado perpiaños y formeros, los postreros de éstos cerrados a mayor altura, así como las bóvedas de los tramos mediales y finales de las naves laterales; éstas derivan de un lejano precedente angevino, reelaborado en Ávila y al fin en las naves laterales de Ciudad Rodrigo, que servirían de pauta directa a las de nuestra colegiata y a las gemelas del monasterio de Sandoval; son bastantes capialzadas, con ojivas y combados de traza aguda, molduradas por bocel entre nacelas y con paños a modo de esquifes, despiezados por hiladas transversales; los formaletes sin función tectónica de la última del lado de la epístola abundan en la dependencia de Ciudad Rodrigo y a la misma catedral remiten las dos ventanas de la propia época abiertas en la fachada septentrional, con su rica ornamentación, que como la prodigada en lo coetáneo, vanos, capiteles interiores y claves de las últimas bóvedas, delata destreza e inventiva pero no progresos hacia el naturalismo gótico. Seguidamente, lejos de continuar la bóveda del crucero que había quedado en los arranques, se prosiguieron éstos conformando pechinas, que pecan de excesiva concavidad, a fin de magnificar el templo con otra solución mucho más grandiosa, un cimborrio imponente, que sobrepuja aunque sólo en dimensiones a sus precedentes de Zamora y Salamanca. Directamente inspirado en el segundo, desdice de tan consumado modelo. Cobró realce al sobreelevar el anillo inferior, pero su proyección se simplificó prescindiendo de los frontoncillos y de sus correspondientes resaltos. El tambor, afianzado por cuatro torrecillas cilíndricas que gravitan sobre los pilares, estabilizándolos, se ordena en dos cuerpos de planta no exactamente circular sino poligonal, pues conforman los alzados tres paños planos en cada cuarto penosamente conjuntados a las columnas que por dentro y por fuera articulan y cohesionan con firmeza la composición del modelo, aquí segmentadas por capiteles a la altura de las que flanquean las ventanas del primer cuerpo, casi difuminadas entre sus enjutas y al paso de la cornisa intermedia y de nuevo cortadas por la cornisa de arquillos que recorre los vanos superiores al nivel de sus impostas; además sus ejes aparecen descentrados a medida que ascienden. En el segundo cuerpo la labor de los fabriqueros resulta más desazonante y tal relajación de la estructura arquitectónica se marida con un decorativismo de cierto efecto óptico, pero excesivo, acoplado a la fuerza en el caso de la imposta de arquillos aludida y ordenado y acabado sin primor. No se llegaron a coronar las torrecillas ni se cerraron con gallones en piedra los plementos de la cúpula, sino a la llana, en ladrillo, delatándolo la endeble sección de sus nervios y las reparaciones de su tejado, documentadas desde el siglo XVI. A lo largo del alzado septentrional se tendió un pórtico, suplantado por el atrio actual en el siglo XVIII, época en que renovaron los tejaroces de las naves y erigieron la espadaña que campea sobre la puerta; de aquél subsisten las repisas en que estribaba su techumbre y algunos fustes con capiteles pareados expuestos en el Museo del Salvador, cuya decoración, de hojas esquemáticas y cintas cruzadas con bolas, hermana con la de esta tercera fase. En el mismo período se acometió la obra de la portada occidental y del pórtico a ella antepuesto. Una permuta de una casa donada operi sancte Marie por otras adquiridas previamente, formalizada en 1240, tendía a ampliar el solar de la iglesia por esta zona. El pórtico se concibió sobre dos pilares de sección similar a los del interior, situados a los flancos de la entrada, con sendas parejas de semicolumnas adosadas a sus frentes occidentales, que parecen demandar otros apoyos similares y exentos para el volteo de los arcos, y con columnitas en los rincones para recibir un abovedamiento de ojivas. Aquéllos no llegaron a los capiteles y enfrente, hacia el mediodía, se levantó una gruesa pilastra de sección cuadrada con columnitas en los ángulos, aún sin remate, dotada en las caras que habían de recibir los arcos torales de sendos grupos de tres columnas, como los de la catedral zamorana, cuyos capiteles son una manifestación tardía pero recomendable por su vivacidad del románico postrero; representan en abigarrada secuencia escenas de la Pasión, del beso de Judas al Calvario, incluyendo la Santa cena, con el apóstol traidor bajo la mesa y hurtando un pez, como en la puerta occidental de Ciudad Rodrigo. A la par se alzaba la portada con inusuales pretensiones de magnificencia, sobre dos órdenes de a siete columnas en cada flanco, ordenación que recuerda a la de los pies de San Vicente de Ávila. Una decoración exhuberante tupe por entero los plintos de la columnata superior, así como las jambas y traspilares; motivos de abolengo románico -círculos secantes, cintas entrelazadas, mascarones, flores y hojas palmiformes, trifolias, cuadrifolias...- se combinan con ramas y frutos de vid y de roble más naturalistas y con un fresco y atractivo muestrario de figuritas que preludian el espíritu del gótico. Éste palpita también en la elegante y vivaz imaginería de los capiteles, que representan escenas, llenas de detalles veristas, de la infancia de Cristo -los Magos camino de Belén conducidos por un ángel, Epifanía, Matanza de los Inocentes y Jesús entre los doctores-, más uno con parejas de dragones que entrecruzan sus cuellos y otro de tema burlesco o moralizante, con un asno que ha sucumbido al peso de su carga de leña al que dos operarios tocados con capuchas intentan levantar tirándole por las orejas y el rabo, hasta arrancarle éste. Cinco de ellos son de hojas rizadas y acogolladas de tipología románica y de factura esmerada. Sobre ellos se asentaron cimacios para recibir las arquivoltas y se suspendió la obra. La sensación de desproporción, por exceso de anchura, que esta propuesta puede suscitar se debe a la sobreelevación del suelo, tras rellenar con posterioridad la pronunciada pendiente que se iniciaba a la entrada. Entretanto los esfuerzos se centraron en la fábrica de la torre y lo demás no se reanudó y concluyó hasta el reinado de Sancho IV y María de Molina. Un maestro formado en la catedral de León, cinceló en estilo gótico, además de las esculturas de Daniel e Isaac, los capiteles de los soportes inacabados y los tenantes de la repisa embutida en el cuerpo de la torre para acoger el arco de la embocadura occidental, doblado y apuntado, como su compañero. Tras vacilaciones perceptibles en las interrupciones del volteo del primero y de la plementería de la bóveda, a fin de sobreelevar todo ello para albergar el recrecido gótico ahora ideado para la portada, se cubrió con un abovedamiento muy peraltado, de ojivas y terceletes, más formaletes decorativos, que entronca con el último de la nave meridional y deriva como él de Ciudad Rodrigo, con la peculiaridad de que el despiece de sus plementos en anillos cóncavos recuerda los modelos angevinos reproducidos en la Catedral Vieja de Salamanca. El mismo proyecto de culminación de la portada es plenamente gótico y desborda, por tanto, los límites de esta reseña. Base advertir que se acrecentó con otro cuerpo de columnas y chambranas para alojar ocho grandes esculturas, con parteluz, dintel, tímpano y siete arquivoltas, donde se desarrollan dos programas iconográficos dedicados a la glorificación de la Virgen y al Juicio Final, con dantescas figuraciones del infierno, el cielo concebido como jardín del Edén y el purgatorio como lugar físico. La calidad mediana de la escultura, obra de dos maestros vinculados a León, se compensa con su considerable interés iconográfico y la realza la policromía original, que firma Domingo Pérez, pintor de Sancho IV. Concluido así el largo proceso de construcción, seguramente a impulsos de dicho monarca, la iglesia fue elevada al rango de colegiata, que, con las distinciones de real e insigne, mantuvo hasta el concordato de 1851. Todavía en 1309 se delimitaba el espacio cementerial al oeste del pórtico mediante un muro con portada en arcos agudos sobre cuatro columnas y con cinco hermosos lucillos sepulcrales; su frontero es posterior y el de los pies se levantaba en 1402, techando con una armadura el ámbito resultante, que sirvió como capilla y durante unos siglos albergó a la extinguida parroquia de Santo Tomás Apóstol.