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Vista geneal del exterior

Identificador
33111_03_003
Tipo
Formato
Fecha
Cobertura
43º 9' 30.51" , -6º 6' 8.63"
Idioma
Autor
Pedro Luis Huerta Huerta
Colaboradores
Sin información
Edificio Procedencia (Fuente)

 

País
España
Edificio (Relación)

Colegiata de San Pedro

Localidad
Teverga
Municipio
Teverga
Provincia
Asturias
Comunidad
Principado de Asturias
País
España
Descripción
EN EL LUGAR CONOCIDO COMO LA PLAZA, capital del actual concejo de Teverga, sito en la confluencia de los valles de Valdecarzana y Valdesampedro, se levanta la colegiata de San Pedro de Teverga, elemento generador del pequeño núcleo de población que se ubica a su alrededor. Es una construcción controvertida y difícil de interpretar, tanto desde el punto de vista artístico como histórico, dada la convergencia en la misma obra de elementos que lo acercan tanto al prerrománico como al románico, y la dificultad para establecer una cronología precisa. La primera referencia documental al llamado monasterio de San Pedro de Tevega aparece en 1069, y ha llegado a nosotros de manera indirecta a través de la copia del Libro Codo de la colegiata realizada en el siglo XVIII por el ilustrado asturiano G. M. de Jovellanos. Se trata de una fecha temprana que, si bien en los primeros estudios del templo se consideró falsa, al ponerse en relación con otros cenobios para los que se creía una fundación más tardía, hoy parece aclarado que en dicha fecha el templo tevergano ya podía encontrarse perfectamente en pie o en fase de construcción. Plenamente establecido ya aparece pocos años después, en 1076, pues un epitafio, hoy perdido, citado por C. Miguel Vigil y del que se conserva copia en la Academia de la Historia, recogía, según trascripción y traducción de Diego Santos: Vía alm(a)e fero signum fuge demon / In (h)oc tumulo obiit famulo D(e)i Fre/denando defu(n)cto qui migratus de (h)oc s(a)eculo VIII I /d(u)s oc(to)br(i)s in civitate Toleto milite cum / pecanos in tempore Adefonso Rexe t[ra(n)/sivit] de LVIII annos / in era CXIIII post mla, Requies/cat in pace. Amen. (“Llevo la señal de la cruz, demonio, huye. En este túmulo yace el siervo de Dios, Fernando, difunto, que emigró de este mundo el octavo día antes de las idus de octubre, en la ciudad de Toledo, luchando contra los infieles, en tiempo de Alfonso, rey de Toledo y León. Se fue a los 58 años. En la era de mil ciento catorce [8 de octubre de 1076]. Descanse en paz. Amén”). Todo parece indicar, a la luz de documentos posteriores y siguiendo patrones muy difundidos en la época, que el primitivo cenobio de San Pedro fue fundado como monasterio propio en régimen de herederos, de forma que la presencia de vida reglada en la institución no tiene por qué entenderse desde sus orígenes, ya que estas fundaciones, vinculadas a un grupo familiar de cuyo patrimonio formaban parte y sobre el que tenían derechos de presentación, solían destinarse al retiro de las mujeres viudas de la familia y servían de lugar de sepultura de sus miembros. En el caso de la colegiata de Teverga, la mayor parte de los documentos conocidos se relacionan con miembros de un mismo linaje nobiliario, los descendientes de Pelayo Froilaz y Aldonza Ordóñez, hija de los infantes Cristina y Ordoño, nieta, por tanto, de Vermudo II y Ramiro III, entre los que se encuentran algunos de los personajes más destacados de la alta nobleza asturiana de la época. Así, en el año 1092, su nieta, Aldonza Muñiz, en donación otorgada a favor de San Salvador de Oviedo, incluye in territorio de Tebrega in monasterio Sanctj Petri meam porjonem ab integro (...) una posesión que le pertenecía, tal como menciona en el documento, como herencia de su madre la condesa Elvira, quien parece ser, a la luz de otros documentos, una de las hijas de los mencionados condes. Cuatro años después serán sus tías, Jimena y María Pelaéz, hijas de la condesa Aldonza, quienes sigan el mismo camino entregando a la sede ovetense sus respectivas porciones del monasterio de San Pedro, mencionando además, en el testamento de María, que dichas propiedades las obtinuerunt eas genitoribus meis comes Pelagius Froilaz et uxor eius comitissa Eldonza Ordoniz. Al año siguiente, en 1097, Mayor Gonzanviz, llamada Mumadomna, que era nuera de Aldonza, como esposa de su hijo Pelayo Peláez, hace lo propio, entregando a San Salvador de Oviedo las raciones que le pertenecían, aclarando que si bien una de las raciones le pertenecía a ella misma (podemos suponer en vista de los documentos anteriores como herencia de su marido), la otra ración procedía de una permuta realizada con el rey Alfonso VI, el cual le habría entregado su ración en el monasterio tebricense a cambio del llamado castillo de Siario, en tierras leonesas. Esta permuta parece poner de relieve la existencia de una participación regia en el monasterio tevergano, lo cual, como veremos más adelante, puede ayudar a determinar algunas de las relaciones formales entre la colegiata de San Pedro y la de San Isidoro de León. La donante, que se refiere a la iglesia de Teverga como uoeitatus Saneti Petri eum bis titulis, Sancti Benedicti et Sancti Ihoannis, pone como cláusula del testamento que su hijo Gonzalo Peláez, protagonista de un importante episodio de la historia medieval asturiana por sus rebeliones contra Alfonso VII, debe conservar ciertos derechos en la institución, en la cual, según se desprende de una inscripción que había antaño en la colegiata y que fue recogida por el Padre Carballo, reposaban los restos de soterrado Floylan Pelaez, fillo de Payo Paez e de si el so fillo Payo Floylez, home del Emperador; a quien puede identificarse, como expone Calleja Puerta, como hijo de los mismos Pelayo Peláez y la mencionada Mumadonna González. La lectura de este último documento parece dar a entender que se pone aquí fin a la historia de San Pedro como monasterio familiar, pasando ya a pertenecer por completo a la Iglesia ovetense. Sin embargo, no parece haber sido así, ya que, tiempo después, en 1201, el rey Alfonso IX todavía poseía una de las raciones de San Pedro, la cual, según aclara el documento de donación a favor de San Salvador de Oviedo me pertinebat ex parte comitisse domine Elvire quod me recipit in filium et heredem, una condesa Elvira a quien se identifica con Elvira Peláez, descendiente también de los mencionados condes Aldonza y Pelayo, como hija del conde Pedro Alfonso, biznieto de los anteriores. Este conde, casado con María Froilaz, que pertenecía a la más alta nobleza leonesa, lo que explica que sus restos reposen en el panteón real de San Isidoro, en 1147 hizo donación junto con su esposa a San Pedro de Teverga de ganados y otros presentes, lo que habla nuevamente de la vinculación de todo el linaje a la colegiata ahora comentada. A la luz de estos documentos, parece clara la existencia de una vinculación de este grupo familiar, entre cuyos miembros se encontraban algunas de las más altas dignidades del reino, con el origen y el momento de construcción, a mediados del siglo XI, de la colegiata de San Pedro. Además, el Libro Codo copiado por Jovellanos menciona que Eclesia Tibrisensis habet societatem et confraternitatem cum Eclesiis seus Monasteriis que inferius ennotantur, videlicet cum monasterio S. Isidori Legión, cum Ecca S. Mariae Arvens, cum monastero Lapidem, cum Corneliana, cum Monasterio de Obona, cum Monasterio S. Andreae de Spinareda, et pro ibidem defuntis celebratur anniversarium annunatim y todas estas instituciones, de una u otra manera, guardan una estrecha relación con la estirpe nobiliaria mencionada en los documentos. Así, en San Isidoro de León reposan los restos, entre otros familiares, de Vermudo II, abuelo de la condesa Aldonza; San Salvador de Cornellana fue fundado por la infanta Cristina, madre de la misma condesa; el monasterio de Lapedo fue fundado por ella misma junto con su esposo, y en cuanto al monasterio berciano de Espinareda, sabemos que al menos su hija Jimena tenía una participación en él mismo, tal como aparece en el mismo documento por el que entrega San Pedro a la catedral de Oviedo. La relación de este linaje nobiliario, tan próximo a la corte leonesa, con San Pedro de Teverga es fundamental para explicar muchas de las características de su estructura y ornamentación, así como la relación existente con el primitivo templo leonés de San Juan Bautista y San Pelayo, cuya construcción en piedra habían favorecido los monarcas Fernando I y Sancha. También explica la estrecha relación que ambas edificaciones parecen guardar con las primeras muestras del románico ovetense, que encontramos en el monasterio de San Pelayo y en la Torre Vieja de la catedral, debidas, la primera, a la iniciativa del mismo Fernando I, y la segunda, según la tradición, al empuje de su hijo Alfonso VI. Considera A. M. Fernández que probablemente desde la segunda mitad del siglo XII San Pedro funcionaba como colegiata rural, siendo el centro religioso de una gran área geográfica por su situación, alejada por igual de la órbita directa de la mitra y de los grandes monasterios. En 1142 se data el primer documento en que aparece la colegiata como beneficiaria de una donación, siendo ya una constante a partir de 1169. A través de estas donaciones, la institución fue aumentando considerablemente su patrimonio y alcanzó su máximo esplendor en el primer cuarto del siglo XIV. De la documentación de este período parece desprenderse que la canónica de San Pedro, posiblemente sujeta a la regla de San Agustín, a pesar de su dependencia del cabildo ovetense, gozó de gran autonomía como institución, al tiempo que la relación entre los miembros de las dos comunidades fue muy estrecha, tanto desde el punto de vista espiritual como económico. A partir del siglo XVI, aunque su vinculación pueda ser anterior, la Casa de Miranda reclama sus derechos de presentación y patronato sobre la iglesia de la colegiata, concedidos, según se presenta en el pleito, por un privilegio otorgado en 1372 por Enrique II. Como patronos de San Pedro, los Miranda emprenden entonces una serie de obras en el templo para convertirlo en iglesia panteón de su linaje, uno de los más poderosos de la nobleza rural asturiana. A lo largo de sus casi mil años de historia el conjunto de la colegiata ha pasado por diferentes etapas constructivas para ir dotando a la institución de las dependencias necesarias para sus actividades. A la iglesia, construida hacia mediados del siglo XI y alterada en los siglos XVII y XVIII, se añadieron otra serie de construcciones anejas; en el siglo XV se construyó un primer claustro, sustituido siglos después por el actual, un palacio abacial del que apenas quedan restos y una capilla funeraria adosada al muro norte de la cabecera, que todavía puede verse en la construcción. Tras un incendio que destruyó gran parte del edificio, hacia el siglo XVIII, se levantó un nuevo claustro y la actual casa rectoral, posiblemente en sustitución del mencionado palacio abacial, al mismo tiempo se llevaron a cabo en la iglesia una serie de obras, como la construcción de la torre en la fachada occidental, la tribuna alta del pórtico y la reconstrucción de la cabecera, que desfiguraron un tanto la apariencia primitiva del templo. La iglesia de San Pedro viene ya desde antiguo, cuando se abordaron a principios del siglo pasado los primeros estudios serios sobre la obra, considerándose como uno de los principales ejemplos del primer románico español, llegado de la mano de la reforma eclesiástica y de las estrategias políticas que acercaron el reino de León a la órbita franco-navarra. Numerosas y controvertidas interrogantes han planteado tanto la estructura general de la obra como su cronología, dada la pervivencia en ella de elementos de dos estilos artísticos, prerrománico y románico, aparentemente pertenecientes a una misma campaña constructiva, que puede situarse en la segunda mitad del siglo XI. No obstante, también se ha pensado (R. Alonso Álvarez) en la existencia de dos fases constructivas y con escaso margen temporal entre ambas, de la que la primera se adscribiría al románico incipiente de mediados del siglo XI y la segunda, ya con elementos del románico pleno, en torno a los últimos años del mencionado siglo. Para algunos autores, la convivencia de elementos de dos estilos distintos en una misma campaña constructiva es explicable por considerar este templo como una obra puente entre la tradición prerrománica y las nuevas corrientes del románico; para otros, como I. G. Bango Torviso, siguiendo una secuencia constructiva similar a la propuesta para el caso de la colegiata leonesa, la iglesia de Teverga vendría a ser, tanto por cronología como por algunas soluciones concretas, una obra del románico pleno, condicionada en su planimetría por una estructura anterior perteneciente al período prerrománico, de la que se habría reaprovechado parte de la cimentación. Ahora bien, aunque, como expone M. S. Álvarez Martínez, esta teoría no resulta descabellada puesto que la práctica de reaprovechamiento mural fue frecuente en la Asturias de la época, según demuestran las fábricas de San Salvador de Fuentes y la misma torre románica de la catedral de Oviedo, no podemos descartar que las soluciones constructivas de Teverga puedan deberse a una elección voluntaria de sus patrocinadores, quienes, a imagen y semejanza de las obras de patrocinio regio que por entonces se construían tanto en León, caso de la iglesia y el panteón de San Juan Bautista y San Pelayo, como en Oviedo, caso del monasterio de San Pelayo, optaron por un modelo constructivo que desde el punto de vista conceptual enlazaba y seguía los esquemas propios de las edificaciones vinculadas a la Monarquía Asturiana, tal y como parece que también ocurrió en los primeros tiempos de románico germano, en el que se buscó la evocación de la imagen imperial a través del empleo de esquemas similares a los utilizados en la capilla palatina de Aquisgrán, como demuestran la iglesia del monasterio de Ottomarsheim del primer cuarto de siglo XI o la antigua colegiata de San Cosme y San Damián de Esse, construido a mediados del mismo siglo. La elección de un modelo tradicional y con connotaciones áulicas para la iglesia de Teverga no resulta extraña si tenemos en cuenta la ascendencia del grupo familiar con quien venimos relacionándola y su posición en la corte leonesa, así como que, según la donación de la condesa Mumadomna, una parte del monasterio le perteneció al rey Alfonso VI, si bien no sabemos a través de que vía le llegó al monarca dicha participación. Como ya citamos, la condesa Aldonza Ordóñez era nieta de Ramiro III y Vermudo II, como hija del infante Ordoño, heredero del primero, apartado del trono por su tío, y de la infanta Cristina, hija de la repudiada reina Velasquita. La unión en matrimonio de los hijos de las dos reinas apartadas del trono y “recluidas” en Oviedo, donde ambas vivieron muy ligadas al monasterio de San Pelayo, tal como ha puesto de relieve I. Torrente Fernández, quizás no esté exenta de miras políticas, pudiendo entenderse como una alianza entre las dos damas tratando de recuperar el trono para sus vástagos, lo que vendría a apoyar la serie de revueltas que en estos años finales del siglo X parece que tuvieron lugar en la zona centro occidental asturiana, precisamente el ámbito geográfico donde se concentrará posteriormente la mayor parte de dominios de la familia Peláez. Según expone M. Calleja Puerta, las relaciones de esta rama familiar con la línea reinante en León parece que en los reinados de Vermudo II y Alfonso V se limitaron a la protección económica, a través de varios donaciones, pero desde los tiempos de Vermudo III y sobre todo a partir de Fernando I -conviene tener en cuenta que para el ascenso de este monarca al trono se produjeron una serie de revueltas, en las que parece que la familia Peláez estuvo de su parte- se aprecia una progresiva integración de los miembros de esta rama en el poder político ocupando destacados cargos en la corte. No es este el lugar para enumerar los cargos y dignidades que ostentaron los miembros de este linaje, pero a manera de ejemplo ilustrativo, y muy válido para nuestro propósito, es de destacar que de los cuatro nobles que junto con la familia real y las dignidades eclesiásticas presidieron la consagración en 1063 de la iglesia de San Juan y San Pelayo de León con motivo del traslado de los restos de San Isidoro de Sevilla, tres de ellos, Pedro Peláez, quien en algunos documentos aparece con el título de dux entre los denominados magnates palatii, Ordoño Pelaéz y Munio Pelaéz, no eran otros que los hijos de Aldonza Ordóñez y Pelayo Froilaz. Un dato que, además de poner de relieve la posición social de los personajes, nos indica un conocimiento directo del templo leones. Proponemos así, a modo de hipótesis, que siguiendo el ejemplo de lo que por aquel entonces se estaba construyendo tanto en León como en Oviedo, la familia Peláez emprendiese la construcción de un templo, destinado a panteón, a semejanza del que sus señores y familiares estaban construyendo en León, poniendo así de relieve, a través de unas estructuras de connotaciones regias, la procedencia de su estirpe, pues parece evidente, a la luz de algunos documentos, que la condesa Aldonza, sus hijos y aún sus nietos, entre los que se encontraba el laureado conde Suero Bermúdez, siempre quisieron dejar constancia de la procedencia de su estirpe, como puede demostrar el hecho de que en 1032 Vermudo III permutara con la condesa la villa de Lapeto que había pertenecido a su abuela, donde posteriormente se fundaría el monasterio de Santa María de Lapedo. Poco tiempo después, en 1051, sería la madre de la condesa, la infanta Cristina, quien en un pleito contra el obispo de Oviedo, reclamase la corte de la Santa Cruz, que había pertenecido a la difunta Velasquita y que tras la conclusión del pleito pasó a manos de Aldonza, ya que ista corte mea est ad me partinet quia fuit ex mea progenie. Puede sorprender la elección del emplazamiento del templo en un lugar que hoy se nos presenta muy apartado de los principales centros de poder. Sin embargo, es preciso tener en cuenta que la familia disfrutaba de importantes dominios en la zona y que en el período altomedieval del que estamos hablando Teverga estaba comunicada con la Meseta por una de las principales vías existentes desde época romana, la calzada Real de la Mesa. Por otra parte, el hecho de que estos territorios hayan sido los protagonistas de la revuelta de Gonzalo Peláez, también miembro de la familia, contra Alfonso VII, demuestra que la zona debió de gozar, al menos durante los siglos XI y XII, de cierta relevancia vinculada a las aspiraciones de esta estirpe. Y ello queda demostrado en la fundación de iglesias y monasterios, como el caso que nos ocupa, además de Santa María de Villanueva, San Salvador de Cornellana y Santa María de Lapedo, en los que, a excepción del último citado, en el que la ausencia restos materiales nos impide valorarlo, parece que trabajaron talleres de alta cualificación, conocedores de lo que, en cada momento, se estaba haciendo al otro lado de la cordillera, tal como puede verse en las entradas referidas a ellos en esta misma colección. Construida con cantería regular en la totalidad de su fábrica, lo que además de evidenciar un importante respaldo económico ya es indicativo de la aplicación del aparejo según los nuevos presupuestos románicos, la estructura del templo presenta dos espacios perfectamente diferenciados y, según parece, edificados independientemente uno de otro, aunque levantados en la misma campaña y relacionados entre sí. En ellos, a un planteamiento planimétrico de tradición prerrománica, muy próximo al de San Salvador de Valdediós, se superponen elementos constructivos, ornamentales, estéticos y espaciales propios del nuevo estilo románico. En primer lugar se dispone un pórtico o nártex, con tres naves, la central ligeramente más ancha que las laterales, articuladas en cada lado por medio de dos arcos de medio punto dispuestos sobre tres potentes columnas de canon corto. De ellas, las de los extremos aparecen adosadas a los muros y las centrales exentas, compuestas por un grueso y corto fuste cilíndrico que se apoya sobre una basa también cilíndrica y se remata con un pesado capitel cúbico, carente de collarino, y en el que la cesta y el ábaco, decorados con toscas figuraciones, conforman un único bloque pétreo. El sistema de cubiertas actual, con bóvedas de cañón corrido, con la central escarzana y ligeramente más elevada que las laterales, parecen ser fruto de las reformas efectuadas en el templo cuando, en época moderna, según las últimas consideraciones, se construyó una tribuna encima del pórtico. Estas bóvedas, no obstante, debieron de reconstruirse siguiendo el sistema de cubiertas original, aunque es de suponer que la bóveda central sería de medio cañón como las laterales; al menos, eso parece deducirse de la presencia de los contrafuertes en los muros perimetrales en el exterior y de las líneas de imposta originales que marcan el arranque de las bóvedas en las naves laterales. La presencia y funcionalidad de este cuerpo, que antecede al templo propiamente dicho y que está separado físicamente de él, ya que aunque actualmente la nave central está abierta al templo, en origen debió de comunicarse con él únicamente a través de una puerta, ha sido objeto de variadas opiniones, si bien actualmente parece unánimemente aceptada su vinculación a practicas funerarias. Estos panteones situados a los pies del templo y en eje con él parecen responder, tal como apunta I. G. Bango Torviso, a una extendida práctica arraigada en la tradición hispánica, que en Asturias cuenta con un precedente señero en la basílica de Santa María, donde Alfonso II estableció el panteón regio de su estirpe. La monarquía leonesa continuó dicha práctica en el panteón de la primitiva iglesia de San Juan y San Pelayo, y también, según se desprende de las últimas investigaciones, en el panteón que a fines del siglo XI Alfonso VI mandó construir para su eterno descanso en el monasterio de Sahagún, donde con planta cuadrangular y dos grandes pilares circulares en el centro se siguió una disposición muy similar a la de León, aunque con mayores proporciones. A esta lista de edificaciones funerarias de raigambre áulica, según propone M. S. Álvarez Martínez, debió de pertenecer también el panteón de San Pelayo de Oviedo, “restaurado”, al igual que el de León, por iniciativa de Fernando I y Sancha hacia 1053. Siguiendo estos presupuestos debió de levantarse entonces, a mediados del siglo XI, más o menos contemporáneamente a las obras de Oviedo y León, el panteón de San Pedro de Teverga, destinado también a una estirpe de ascendencia regia. Similares paralelismos pueden establecerse desde el punto de vista ornamental, donde junto a repertorios de filiación prerrománica, como los sogueados de las basas, aparecen motivos característicos ya del románico pleno, como la línea de imposta ajedrezada que recorre el arranque de las bóvedas laterales, poniendo de manifiesto el conocimiento por parte de los autores de la obra de las últimas innovaciones artísticas. Técnica y formalmente, caracterizan a estas piezas, en bajo relieve a bisel, la tosquedad y rudeza de las formas y el esquematismo de las composiciones, en las que en un solo plano, carentes de referencias espaciales, se representan las distintas figuras mediante siluetas y sin prestar atención alguna a los detalles. De los seis capiteles, las caras frontales de los entregos y dos de las caras de los exentos se decoran a base de estilizadas y esquemáticas hojas lanceoladas, de aspecto primitivo, muy próximas a las que se encuentran en las columnas del primer tramo de la vecina iglesia de Santa María de Villanueva, y relacionadas estrechamente con las que decoran los capiteles de cripta de Leire en Navarra, para los que se toma como referencia de su construcción la fecha de consagración del templo en 1057. A su lado, en las caras restantes, encontramos representaciones zoomorfas y antropomorfas, cuya lectura iconográfica parece estar relacionada con la confrontación entre el bien y el mal, tan frecuente en discursos morales de la época, encaminados, a través de las imágenes, en relación a la función didáctica de éstas, a mostrar al fiel el verdadero camino hacia la salvación. Prestan especialmente atención estas imágenes a la iconografía de la salvación, al triunfo sobre la muerte y a la resurrección, un discurso muy adecuado para la función funeraria de este recinto. De esta manera, en el capitel exento del lado del Evangelio se representa, en la cara norte, la figura de un orante, rodeado de palmas y flanqueado por dos peces, con los brazos extendidos hacia el cielo, siguiendo una iconografía muy antigua derivada de las primeras representaciones del arte paleocristiano. En aquéllas, este tipo de imágenes, de raigambre imperial, era frecuente en los frescos de las catacumbas y en los relieves de los sarcófagos para representar la piedad del difunto y su salvación, que en el caso de Teverga quedan reflejadas por medio de las palmas, alusivas al martirio, y de los peces, emblema de Resurrección. En el lado opuesto aparece la figura de un extraño cuadrúpedo, de aspecto monstruoso, con el que se puede identificar una imagen del pecado y del mal, en oposición al triunfo del orante. La misma lectura puede establecerse para el capitel opuesto, en el lado de la Epístola, donde en una de las caras parece representarse la dócil figura de un cordero, en clara alusión a la figura de Cristo, en contraste a la imagen de un felino, de gran fealdad y rasgos demoníacos, que en la cara opuesta pisotea otro de los emblemas cristológicos: la cruz. La presencia de estos tres elementos nos trae a la memoria uno de los capiteles del arco triunfal de San Salvador de Fuentes, que E. Fernández González interpreta con una visión anacrónica de dos versículos del Apocalipsis, al considerar en el caso de Fuentes al cordero, sobre el que parece la cruz, como símbolo del Salvador-víctima, y al león, símbolo del Salvador-victorioso. En el caso que nos ocupa, al encontrarse el felino pisoteando la cruz, creemos más acertado vincularlo a la lucha de contrarios, entendiendo al león, como ocurre en otras representaciones, dotado de un sentido negativo. Repetida hasta en cuatro ocasiones, la imagen del caballo es otra de las iconografías más presentes en la construcción. Esta repetición se explica, según ha expuesto M. S. Álvarez Martínez, por la antigua vinculación de este animal con las representaciones funerarias, ya existentes en el primer arte cristiano, como símbolo de la victoria final frente a la muerte. En dos de los relieves, situados en las caras laterales del capitel del primer tramo del Evangelio, aparece una composición integrada por un caballo sobre el que se coloca una paloma y, por encima de los dos y adaptadas al ábaco, las figuras de dos sinuosas serpientes. La mencionada autora considera esta escena como una interpretación del triunfo sobre la muerte y alusión a la vida en el más allá, pues la figura del equino vendría a simbolizar la victoria ante la muerte, la paloma representaría el alma resucitada y la serpiente, en su acepción positiva, constituiría un emblema de la resurrección. También un caballo, y en este caso acompañado de un orante con las manos unidas sobre el pecho, aparece representado en el capitel de último tramo de la Epístola, justo antes de acceder a la iglesia. En esta ocasión acompañan a las imágenes grandes ruedas, con rosetas o estrellas inscritas en ellas, en clara alusión a las representaciones solares, que, heredadas de cultos antiguos, como las creencias mitraicas, pasan al arte cristiano como símbolo de luz y eternidad, en relación con el dogma de la resurrección. Se pone así una vez más de manifiesto la clara orientación escatológica de todo el conjunto. Actualmente se accede a la iglesia a través de la nave central del panteón, aunque, según se indicó, es de suponer que originariamente este acceso estaría cerrado, estableciendo así la separación entre dos espacios perfectamente diferenciados en sus funciones. Como en el caso del panteón, al iniciar el comentario del templo propiamente dicho es preciso hacer mención del templo prerrománico de San Salvador de Valdediós, que constituye una referencia indiscutible para su estructura. Y similar relación con el templo de Valdediós tuvo el de San Juan y San Pelayo de León, que actualmente conocemos a través de excavaciones arqueologías, al haber sido sustituida su estructura a fines del siglo XI por la que conserva hoy. Sigue el templo una disposición de tipo basilical, con tres naves, la central más elevada que las laterales, separadas por dos arcos formeros de medio punto en cada lado, dispuestos sobre pilares de sección cuadrada a los pies, columnas cilíndricas en el tramo central y pilares cruciformes en el más próximo a la cabecera. En su día, las tres naves, tal como se desprende de los datos vertidos por las campañas arqueológicas, ya que fue reconstruida en el siglo XVII, se comunicaban con una cabecera tripartita de testero recto con las tres capillas independientes, siguiendo los modelos de la tradición asturiana, tal como se puede ver en la ya mencionada iglesia de Valdediós, en San Julián de los Prados y en la más próxima a Terverga, de Santo Adriano de Tuñón. Al igual que en el pórtico panteón, el sistema de cubiertas recurre al abovedamiento total de las naves, utilizando el cañón corrido para la central, que alcanza casi los diez metros de altura, y el cañón reforzado por un arco fajón para las laterales. Los pesos de la central descansan sobre las columnas de la arquería y sobre las mismas bóvedas laterales, lo que hace necesarios los contrafuertes en el exterior del templo. El arco fajón de las bóvedas, que además de cumplir sus funciones estructurales actúa como articulador del espacio y da lugar a dos tramos, apea sobre la columna central de la arquería y sobre un pilar rectangular adosado al muro, correspondiéndose también en el exterior con un contrafuerte. La combinación de todos estos elementos da como resultado un concepto espacial muy distinto del que encontramos en el prerrománico, puesto que, a pesar de la angostura de las naves y la altura de las bóvedas, la gran luz de los arcos y el escaso número de apoyos utilizados da como resultado un espacio más abierto y diáfano. Plásticamente nos encontramos con los mismos dilemas y controversias que en la arquitectura, ya que en el relieve integrado dentro de la estructura arquitectónica conviven elementos arcaicos con otros ya evolucionados. La decoración, de medio y bajorrelieve tallado a bisel con una técnica elemental y arcaizante, se concentra en capiteles, basas, impostas y canecillos. Desde el punto de vista formal y técnico, responde a las mismas características que mencionamos en los relieves del panteón, si bien en este caso encontramos en algunas piezas un mayor detallismo y complejidad. En los repertorios ornamentales e iconográficos encontramos, junto con una serie de imágenes que veremos a continuación, en las que la carga simbólica parece evidente aunque difícil de interpretar, otra serie de motivos utilizados con fines meramente estéticos, caso de las recreaciones vegetales y geométricas, que decoran los ábacos y algunos capiteles imposta de los pilares, como los que reciben el peso del arco fajón de las naves laterales o los del primer tramo de las naves. Las piezas más destacadas, tanto desde el punto de vista formal como iconográfico, son los dos capiteles de las columnas exentas de las naves, en los que encontramos una serie de figuras que representan, con una adaptación secuencial y narrativa a la cesta, una escena de difícil interpretación. En ambos casos en composiciones claramente marcadas por la simetría, las figuras, totalmente antinaturalistas, rígidas y en posición frontal, se sitúan sobre un espacio abstracto carente de cualquier referencia temporal o espacial, acentuando así el sentido expresionista y primitivo de la escena. Extrañas figuras de rasgos antropomorfos y zoomorfos aparecen como protagonistas de estos relieves, lo que en opinión de M. S. Álvarez Martínez debe ponerse en relación con la pervivencia de prácticas mágicas, danzas y luchas rituales, cuyo significado debe de estar vinculado a la lucha contra el mal, la brutalidad y la ignorancia, en definitiva contra el pecado. De esta manera, en el capitel de lado del Evangelio nos encontramos con una secuencia en la que se suceden hombrecillos ataviados con túnica en actitud orante o como volando, con animales de rasgos felinos. Como elemento de unión entre las distintas figuras, las situadas en los vértices, siempre gemelas, funden su cabeza en una sola, dando así continuidad a lo que parece haberse concebido como distintos episodios de una misma escena. Lo mismo ocurre con el capitel opuesto, donde fueron representados personajes a pie o a caballo, entre los que se distinguen por sus atuendos miembros del campesinado y miembros de la nobleza, algunos de ellos armados con escudo y lanzas, junto a seres fantásticos, como un hombre con cabeza de oso, otros en actitud voladora, como los de la pieza anterior, y un águila. Unas representaciones cargadas de un simbolismo que actualmente se nos escapa, y que la ya mencionada M. S. Álvarez Martínez, en su estudio El imaginario plástico del románico en Asturias, relaciona con temas de magia y superstición propias de tradiciones paganas, todavía fuertemente arraigadas en la Asturias medieval, tal y como dejan ver algunos documentos de la época. Ritos satánicos, danzas y luchas rituales, máscaras y figuras monstruosas en los que se mezclan las tradiciones populares con las intenciones moralizantes de la iglesia cristiana. El aspecto exterior del templo acusa las transformaciones sufridas a lo largo de la historia, sobre todo en su fachada occidental, donde la torre construida en el siglo XVII modifica por completo la visión de la construcción primitiva. No obstante, la impronta medieval se deja sentir todavía en el empleo de los aparejos, la articulación de los muros por medio de los contrafuertes, el escalonamiento de las naves y en los numerosos canecillos y la cornisa ajedrezada que rematan los aleros de toda la construcción. Estos canes, algunos de los cuales han sido recolocados libremente tras las intervenciones sufridas, constituyen uno de los aspectos más conocidos del templo tevergano y son muy similares a los que encontramos en San Isidoro de León y en la Torre Vieja de la catedral, donde, como aquí, el protagonismo es para las representaciones zoomorfas. Son las testas de los animales de la fauna local, cérvidos, osos, jabalíes, felinos, cánidos, etc., los que con alguna inclusión de cabezas humanas fueron tallados en estas piezas. Si bien el simbolismo dado a los animales desde la antigüedad es una constante en el arte románico, como pudo verse en los capiteles del interior del templo, parece acertado pensar que en el caso de estas piezas su función es fundamentalmente decorativa, pues no hay elemento alguno que permita establecer algún tipo de discurso o intención moralizante, como ocurre en otras ocasiones. Completa la presencia de restos románicos en el templo de San Pedro una puerta abierta en el muro sur, que es el único acceso original conservado, ya que la principal debió de ser eliminada con motivo de la construcción de la torre. Se compone este acceso de un arco de medio punto de descarga, en el cual inscribe un vano adintelado, todo ello envuelto por un guardapolvo decorado con el típico taqueado. Como conclusión, podemos decir que el templo de San Pedro de Teverga es una de las primeras construcciones del románico asturiano, pudiendo datar su fábrica en torno al tercer cuarto del siglo XI. Esta temprana datación condiciona el aspecto primitivo de la construcción, en la que conviven elementos propios de la tradición prerrománica y de las nuevas soluciones del románico. Se ha señalado en diversos estudios los paralelismos que presenta la obra tevergana, en todos sus aspectos, con algunos elementos del primitivo templo leonés de San Juan y San Pelayo, así como con los restos de San Pelayo de Oviedo y la Torre Vieja de la catedral. Como ejemplos foráneos suele ponerse en relación con la iglesia gallega de San Martín de Mondoñedo, y sobre todo con varios ejemplos del primer románico navarro y catalán, como Leire, Cardona y Cuixá, así como con algunos ejemplos del sur de Francia. Los paralelismos existentes entre San Pedro y los mencionados templos, todos ellos más o menos contemporáneos, pueden derivar de la cronológica paralela, en el momento en que comenzaban a propagarse las soluciones del nuevo estilo. Unas ideas que, según pone de manifiesto M. S. Álvarez Martínez, no debieron de llegar a Asturias con el retraso que tradicionalmente venía asegurándose, pues tanto los restos conservados en Oviedo como la propia colegiata de Teverga y los elementos de la primera fase de construcción de Santa María de Villanueva, entre los que destacan la pila bautismal, demuestran que ya a mediados del siglo XI se trabajaba de acuerdo con la nueva estética. Debemos tener en cuenta, además, que tanto San Juan y San Pelayo de León, como San Pelayo de Oviedo, y pudiera ser que también el templo objeto de nuestro estudio, se vinculan, de manera más o menos directa, a los círculos de la corte leonesa de Fernando I, hijo de Sancho el Mayor de Navarra, gran benefactor de monasterios, entre los que destaca el de Leyre, donde introdujo la reforma cluniaciense, y propulsor de las peregrinaciones a Compostela, y que durante mucho tiempo su principal consejero no fue otro que el abad-obispo Oliba introductor e impulsor de las nuevas corrientes culturales en el área catalano-aragonesa.