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Vista de la ermita desde el norte

Identificador
40554_02_181
Tipo
Fecha
Cobertura
41º 29' 5.66" , -3º 31' 4.53"
Idioma
Autor
José Manuel Rodríguez Montañés
Colaboradores
Sin información
Edificio Procedencia (Fuente)

 

País
España
Edificio (Relación)

Ermita de la Santa Cruz

Localidad
Maderuelo
Municipio
Maderuelo
Provincia
Segovia
Comunidad
Castilla y León
País
España
Descripción
EN EL REPARTO DE RENTAS de 1247 entre los canónigos del cabildo segoviano se cita, aportando diez maravedíes menos dieciocho dineros, a la parroquia de “Sancta Cruz de Maderuelo”, que tal era su denominación. Como el resto de las iglesias extramuros de la villa, y suponemos que tras el declive de la utilidad estratégica de su enclave, el consiguiente agrupamiento de la población y la reorganización eclesiástica aludida en la introducción, perdió su categoría parroquial. Sin embargo, el edificio corrió mejor suerte que los de Santa Coloma o San Millán, siendo su mayor amenaza bien moderna, relacionada con la construcción del embalse de Linares, cuya aguas anegan regularmente la iglesia. Pese a las reformas de su nave, el sencillo edificio románico ha conservado en lo fundamental su apariencia primitiva, con su nave única cerrada con madera a dos aguas y cabecera de testero plano de menor altura y ancho que aquella, cubierta ésta con una bóveda de medio cañón que parte de imposta con perfil achaflanado. El conjunto se levanta en mampostería, reforzada con sillería -labrada a hacha- en los esquinales de la capilla y el codillo de ésta con la nave, así como en el recercado de vanos y los aleros. Posee dos portadas, abiertas al norte y sur y ambas ejemplo de la máxima austeridad que impregna toda la construcción; se trata de simples vanos coronados por arcos de medio punto lisos, sobre impostas de listel y chaflán, sin la mínima concesión decorativa. Su aspecto actual debe, no obstante, corresponder a reformas modernas, pues en la excavación de la necrópolis en septiembre de 1974 apareció reutilizado en una de las tumbas un fragmento de cimacio decorado con roleos y brotes, procedente quizás de uno de los accesos. En el alero de la cabecera se manifiesta un mayor empeño ornamental, aún así mínimo, recibiendo la cornisa triple hilera de billetes, sobre canes que alternan los rollos y las nacelas escalonadas. En la nave la cornisa es de simple chaflán, sobre modillones de idéntico diseño y otros con nacelas, dos rollos o bastoncillos, pero todos con simplísimos motivos geométricos. Una estrecha saetera se abre en el muro oriental de la capilla, fuertemente abocinada al interior y coronada por arco de medio punto; el resto de vanos, adintelados, corresponden a actuaciones posteriores, resultando aún así el espacio sumamente lóbrego. Más allá del excepcional revestimiento pictórico que hasta el pasado siglo conservó su cabecera, y sobre el que de inmediato nos detendremos, el valor de esta humilde construcción radica en su antigüedad, constituyendo uno de los más tempranos templos segovianos conservados. Sus formas rudas remiten a la perduración de esquemas altomedievales dentro ya de los finales del siglo XI o principios de XII, repitiendo el de edificios levantados en la llamada “época condal” castellana -ermita de la Virgen de las Nieves de Barbadillo del Pez, Santa Cecilia de Santibáñez del Val, San Quirico y Santa Julita de Tolbaños de Abajo, etc.-, caso de la también ornada con pinturas murales ermita de San Miguel de Gormaz (Soria). Las pinturas murales que decoraban la cabecera de la Santa Cruz de Maderuelo fueron dadas a conocer por Pedro Mata y Álvaro, publicándose una reseña sobre ellas en el Boletín de la Sociedad Española de Excursiones de 1907, donde junto a la descripción se avanzaba una datación dentro del siglo XIII, informándonos que “el singular monumento es hoy propiedad de un molinero que no comprende el tesoro que aquellos dibujos representan ni la importancia que tienen para la historia del arte patrio”, amén de la pérdida de la cubierta de la nave y de las grietas que amenazaban a la cabecera. Esta llamada de atención fue recogida en ambos lados del Atlántico, recibiendo el interés tanto de Walter Cook y el Metropolitan Museum of Art de Nueva York, como del Marqués de Lozoya, quien en 1930 consideraba hecho milagroso que se hubieran librado “de la codicia de los marchantes”, señalando además una proximidad estilística con las pinturas catalanas. Fotografiadas por Hauser y Menet y recogidas en la Enciclopedia Espasa, su importancia y la expectación levantada condujeron a la declaración de la ermita como Monumento Histórico-Artístico en diciembre de 1924. Ante la construcción del embalse de Linares, proyectado ya en 1931, Ramón Gudiol llevó a cabo el arranque y traslado a lienzo de las pinturas en 1947, quedando éstas instaladas en 1950 en el Museo del Prado y escapando así de la disgregación que sufrieron las de San Baudelio de Berlanga. Sin embargo, el proceso que condujo a un final no tan lamentable como el de los frescos sorianos está plagado de tintes rocambolescos, perfectamente documentados por María José Martínez Ruiz en una reciente investigación. El Obispado había vendido la ermita a un particular por 150 pesetas hacia 1896, cambiando al poco de manos tras multiplicarse el precio de la transacción casi por siete. El nuevo propietario utilizaba el edificio como almacén de paja y ganado, siendo pronto tentado a la venta de las pinturas tras el interés suscitado por la publicación de Mata y Álvaro, hablándose de una cantidad de 30.000 pesetas y saliendo a relucir el nombre de uno de los grandes expoliadores de nuestro patrimonio como León Leví, por entonces afanado en la adquisición del conjunto de San Baudelio de Berlanga. La reacción de la administración estatal fue con la lentitud acorde a la de otros más desgraciados casos, actuando tanto la Junta Superior de Excavaciones y Antigüedades como la Real Academia de Bellas Artes, quien realizó un peritaje en 1923, encargado a los académicos Marceliano Santamaría y José Garnelo. Decidida la adquisición por el Estado, las estrecheces económicas obligaron a solicitar la colaboración del Museo del Prado, donde finalmente recalaron las pinturas, que fueron colocadas en una armazón que reproduce las formas interiores de la capilla original. Salvados los frescos, cayó el desinterés por la ermita que las acogía, que pese a los muros de contención sigue recibiendo periódicamente las aguas del embalse. Tras ser arrancadas y trasladadas a lienzo en Barcelona, hoy en la capilla son apenas perceptibles las improntas de su rica decoración pictórica -que cubre el testero, la bóveda, los muros laterales y el interior del arco triunfal-, cuya calidad contrasta con la austeridad arquitectónica del marco original. El muro interior sobre el arco triunfal determina un a modo de tímpano en el que se distribuyen dos escenas del ciclo del Génesis, con la Creación de Adán ante un cargado de frutos Árbol del Paraíso, al sur, y el Pecado Original, al norte, éste último tema según la iconografía tradicional, con la serpiente enroscada en el árbol y dirigiéndose a Eva -uno de los escasos desnudos románicos y compendio de la concepción del cuerpo para esta estética-, quien toma en su diestra la manzana mientras se tapa el sexo con la otra mano; al otro lado Adán se lleva la mano derecha a la garganta mientras oculta sus partes con hojas. En ambas escenas se dispusieron letreros identificando a Adán (ATM) y Eva (AT EV). Bajo una greca plisada, en las enjutas del arco y bajo fondo arquitectónico, se disponían otras figuras, de las que sólo se conserva parte de la cabeza de un lebrel seguramente rampante. Mientras que Gudiol opinaba que al otro lado debía haber otro, para Cook en esta zona se dispondría un Anuncio a los Pastores. El testero, por su parte, aparece también dividido en dos registros por una greca plisada a la altura del arco de la ventanita, instalándose en el superior una apoteosis del Cordero, nimbado e inscrito en un clípeo dispuesto sobre una cruz y elevado por una pareja de ángeles. Flanquean esta peculiar teofanía triunfal dos figuras arrodilladas y oferentes; el del lado del evangelio puede identificarse con Abel, pues alza en ambas manos un corderillo, y una Dextera Domini surge sobre su cabeza bendiciéndole. Mayor complejidad revela la identificación del personaje del otro lado, que alza como ofrenda una copa; todo apunta a que se trata de Melquisedec (Génesis 14, 18-19). El semicírculo está rodeado por un fondo de ondas que refuerzan el carácter inmaterial de la visión. En el centro del testero, en el abocinamiento del arco de la ventana se dispone la paloma del Espíritu Santo dentro de un clípeo, y tallos en los laterales. A ambos lados del vano completan la decoración del muro dos escenas neotestamentarias; una sintética Epifanía en el de la epístola, con la Virgen y un casi desaparecido Niño en su regazo que dirige su mano hacia un único rey mago que, ataviado con capa y coronado, le ofrece su presente. Ambas figuras aparecen bajo sendos arcos sobe columnas, de enjutas almenadas. En lado del evangelio se representó a María Magdalena ungiendo con sus cabellos los pies de Cristo (Lucas 7, 36- 50), con un ángel sobre la arrodillada mujer que surge de un rompimiento del cielo y señala tanto a la Magdalena como a Cristo. En los muros laterales se distribuyen, sobre un piso inferior perdido con simulación de cortinajes según Cook y Gudiol, las figuras de un apostolado bajo arquerías, completado en el muro norte, junto al testero, por la representación de una ciudad amurallada, con torre almenadas y cubiertas con cúpulas gallonadas, en cuya puerta y bajo un frontón asoman las cabezas de tres personajes masculinos, identificados con un carácter positivo como los 144.000 elegidos, las almas de los mártires o los elegidos a la espera de la contemplación sin velos de la divinidad, esto es, los justos (Grau); Sureda se inclina sin embargo por interpretarlos como “aquellas gentes que no pueden entrar en la Jerusalén celestial”, esto es, los condenados a la segunda muerte según el Apocalipsis 21,8. Los apóstoles se disponen bajo arcos adaptados a sus nimbos, sobre columnas torsas y con arquitecturas figuradas en las enjutas, siendo reconocible la figura de San Pablo por su alopecia y quizás como sugiere Sureda la de San Pedro, con canosa barba y cabellera. Todos aparecen frontales, sin comunicación entre sí y con variados gestos de su mano izquierda, ora bendicente, ora señalando el códice o filacteria que sostienen en su diestra. Sobre el apostolado y ya en los riñones de la bóveda, aparece un registro superior con cinco figuras por cada lado que acompañan a la visión celestial central del Pantocrátor bendicente inscrito en una mandorla flanqueada por cuatro ángeles que surgen de un fondo de ondas y estrellas. La Maiestas Domini se presenta bajo la tradicional figuración de Cristo con nimbo crucífero, sentado apoyando sus pies desnudos en un escabel, ataviado con túnica y rico manto, bendiciendo con su diestra mientras muestra en la otra mano el Libro ya abierto en el que se leían el Alfa y la Omega, sólo conservada parte de la primera. Las figuras antes citadas establecen una escala superior dentro del cortejo divino ya representado por el Apostolado. En la serie se sitúa, intercalado entre otros personajes, un peculiar Tetramorfos angelomorfo, esto es, antropozoomórfico, bajo la fórmula de cuerpo de ángel con la cabeza de los animales simbólicos de los evangelistas. Vemos así en el muro septentrional y de oeste a este: en primer lugar una figura femenina que todos los autores coinciden en identificar con la Virgen María, nimbada y realizando con sus manos los gestos propios de la escena de la Anunciación, pese a que quien la acompaña es el símbolo de San Juan, de muy desleído rostro, quien parece ofrecerla el Libro de su evangelio. El centro de la composición aparece ocupado por un querubín, quizás interpretado la visión de Ezequiel 1, 5-10, con cuatro alas, dos desplegadas y otras dos cubriendo su cuerpo, con los brazos extendidos portando incensarios y recubiertos de ojos; completa la serie el símbolo de Lucas dirigiendo el Libro con ambas manos hacia un arcángel que Cook y Gudiol identifican con San Miguel, con lanza y un rollo del que los citados autores afirman que desapareció la inscripción PETICIUS. En el costado de la epístola, y en el mismo sentido de lectura de oeste a este, vemos en primer lugar a un santo tonsurado y vestido con ropas talares -Sureda apunta que pudiera tratarse de San Pedro- y junto a él el símbolo de Mateo, otro querubín turiferario y el león-Marcos ofreciendo su evangelio a otro arcángel, sobre cuya filacteria Cook y Gudiol piensan que se escribió el texto POSTULACIUS. Iconográficamente, el programa desarrolla de modo muy sintético la creación y caída del género humano, para cuya redención es precisa la encarnación y sacrificio de Cristo, así como el arrepentimiento de los pecados -aquí simbolizado por la Magdalena, según atinada observación de Áurea de la Morena- culminándose con una visión triunfal de la Segunda Parusía y la Jerusalén Celeste que espera tras ella a los justos. El denominado “Maestro de Maderuelo” ha sido estilísticamente identificado con el autor de los frescos de San Baudelio de Berlanga y vinculado al taller catalán activo en Santa María de Taüll. Santiago Manzarbeitia publicó en 2005 un mural de procedencia desconocida y propiedad particular, representando una Maiestas Mariæ, que se integraría en dicho círculo de penetración desde Cataluña hacia los reinos occidentales de maneras cargadas de un bizantinismo quizás de progenie italiana. Probablemente se refiriese a este fragmento Walter Cook en su disertación -recogida en extracto por Elías Terol en 1929- cuando citaba tres fragmentos de procedencia imprecisa y estilo similar al de Maderuelo, entre ellos “una Virgen con el Niño”. Son evidentes las analogías con las pinturas de San Baudelio -aunque últimamente se cuestiona la identidad de manos abogándose por ambiente estilístico común-, que hemos de extender también, y de modo bien neto, a las recientemente descubiertas en la ermita de San Miguel de Gormaz, donde se repiten composiciones como las ofrendas de Abel y Melquisedec flanqueando al Agnus Dei. Respecto a la datación de las pinturas, viene aceptándose para ellas una fecha en torno a 1125, evidente límite ante quem para la iglesia que las acoge, que datará de los años finales del siglo XI o los iniciales del siguiente. Desde el año 2003, además de la visión de las pinturas originales por los visitantes del Prado, pueden contemplar una réplica exacta los del Museo de Arte Alexandria (Louisiana, EE. UU.).