Identificador
34126_01_002
Tipo
Formato
Fecha
Cobertura
42º 25' 41.86'' , -4º 40' 54.92''
Idioma
Autor
José Luis Alonso Ortega
Colaboradores
Sin información
Edificio Procedencia (Fuente)
País
España
Edificio (Relación)
Localidad
Renedo de la Vega
Municipio
Renedo de la Vega
Provincia
Palencia
Comunidad
Castilla y León
País
España
Claves
Descripción
LA COLECCIÓN DIPLOMÁTICA del monasterio de Santa María de la Vega se halla depositada en el Archivo Histórico Nacional, donde se custodian más de 50 pergaminos y un libro tumbo, comenzado a redactar a mediados del siglo XVII, en el que se recogen copias y noticias de documentos precedentes, desde sus orígenes. Uno de los transcritos es la propia acta fundacional, fechada en Carrión de los Condes el mes de abril de 1215. En ella queda constancia de que Rodrigo Rodríguez (o Ruiz) y su esposa Inés Pérez se comprometían a edificar la iglesia, el claustro, la hospedería, así como las necesarias dependencias, de un cenobio cisterciense masculino, bajo la advocación de Santa María, en Lerones (por cuyo nombre fue conocido durante algún tiempo), al que dotaban con varias heredades de su propiedad en diversos lugares, además del de la ubicación: La Serna, Renedo, Santillán, Frechilla, Cervatos, etc. El legado de los fundadores, confirmado por Honorio III en 1221, era altruista, pues no conllevaba más contrapartidas que la velación de los monjes por sus almas y el sometimiento del monasterio al amparo regio, en previsión de intromisiones señoriales. Los apoyos de la realeza, en lo sucesivo, se restringieron a la donación de la villa de Agüero, por parte de Enrique I en 1216 (ratificada por Fernando III), y a la concesión de algunos privilegios, exenciones o disposiciones favorables a la comunidad monástica, que firm a ron Alfonso X, Sancho IV, Fernando IV, Alfonso XI, Juan I, etc. Fueron, sin embargo, los inmediatos descendientes del matrimonio patrocinador quienes en la práctica, con sus dádivas y protección, ayudaron a su sostenimiento material. En este sentido, el hijo del fundador -según el libro Becerro, Gómez Ruiz Manzanedo-, confirmó las donaciones de aquél, añadiendo en su testamento de 1274 la concesión del lugar de Celadilla y un total de 2.000 maravedíes para la continuación de la construcción de la iglesia, para los enterramientos de él y de su esposa doña Mencía en el propio monasterio y para la asistencia espiritual de su almas; su sucesor Gonzalo Gómez Manzanedo, también testó, en 1285, a favor del abad de Santa María de la Vega, con cláusulas parecidas a las de su padre, cediendo los derechos sobre sus heredades en Ferreruela y legando dinero en metálico para las obras de fábrica, su sepultura y los aniversarios en su memoria. A pesar de la esclarecedora documentación que ha llegado a nuestros días, la identificación del fundador del monasterio resulta problemática debido a la existencia de dos personajes con idéntico nombre y apellido en un período de tiempo coincidente, lo que ha llevado a la división de opiniones entre los estudiosos. Según Simón Nieto, Torres Balbás, Azcárate y Yáñez el fundador fue Rodrigo Rodríguez Girón, hijo de Gonzalo Rodríguez Girón y esposo de Inés Pérez, tenente de Carrión y mayordomo de Alfonso VIII, cuya firma aparece secundariamente en la confirmación de privilegios entre 1217 y 1250. Más verosímil parece el entronque con los Lara que, basándose en los clásicos estudios genealógicos de Salazar y con posterioridad de Moxó, defiende Ara Gil, afirmando que el promotor de Santa María de Lerones fue Rodrigo Rodríguez de Lara II (hijo de Rodrigo Rodríguez de Lara I), desposado con una dama también llamada Inés Pérez. La hija de ambos, María Ruiz de Lara, se unió en matrimonio con un Manzanedo -Rodrigo Manrique- fruto del cual nació Gómez Ruiz Manzanedo, asimismo benefactor del cenobio de Vega y que, a tenor de lo expuesto, no resulta ser hijo de su fundador, como queda registrado en el libro tumbo (quizás por libre interpretación parental del transcriptor), sino su nieto. La vida del cenobio debió transcurrir, pese a la liberalidad de sus protectores, sin desahogos económicos, como parecen indicar las repetidas declaraciones de pobreza por parte del abadiato y las intermediaciones de los mecenas ante la monarquía, correspondidas con la exención de todo pedido, derechos y servicios reales, concedidos por Alfonso X, o la liberación del yantar dada en 1289 por Sancho IV. Tampoco resultó decisiva su participación en el devenir de la orden. Desde su fundación, la más tardía de los cistercienses castellanos, fue un monasterio más que secundario, nacido como filial del de Santa María de Benavides (dependiente del coruñés de Sobrado, y éste, por su parte, de Clairvaux), y que jamás llegó a ser casa matriz con capacidad formativa de monjes. Confirma este escaso protagonismo la parquedad de noticias sobre Santa María de la Vega hasta el siglo XVI, centuria crucial, en la que se produjeron, de una parte, la polémica implantación de los abades comendatarios tras la muerte del último abad perpetuo, en 1513, y, por otra, la adhesión del monasterio a la Regular Observancia de San Bernardo, en 1559. Por la bula Quatripartita de Clemente XII (1737), quedó adscrito a la provincia de Castilla la Vieja. Durante la invasión francesa los monjes se dispersaron y abandonaron el edificio a su suerte. Su emplazamiento en un lugar de paso y fácilmente accesible, unido a la barbarie de las tropas napoleónicas, contribuyeron a que fuera expoliado y prácticamente derruido. Sin embargo, algunos frailes regresaron y se reorganizó una menguada comunidad que moró en un oratorio alzado en Renedo de la Vega. La esperanza de volver algún día a la antigua abadía no se perdió definitivamente hasta la desamortización. La postrera anotación en el Libro de Actas es la elección del último abad, en la tardía data de 1832. Su estado de ruina y el ser p ropiedad privada, no fueron óbice para que, por Decreto de 3 de junio de 1931, fuera declarado Monumento Histórico- Artístico. En el capítulo general de la orden bernarda celebrado en 1215 se encomendó a los abades de Carracedo y de Bujedo calibrar la idoneidad de los solares recibidos en Lerones para el emplazamiento del monasterio, cuyo abad, Munio, ya figuraba nominado en el documento de donación. La decisión del capítulo siguiente debió ser favorable y las obras comenzaron inmediatamente. Aunque éstas se prolongaron hasta el siglo XVIII (en un proceso del que desconocemos parcialmente su desarrollo), hoy tan sólo se mantienen en pie una parte de la iglesia, orientada al este, y las alas septentrional y oriental de un claustro adosado a su muro de la epístola. De aquélla se conserva la cabecera, posiblemente el resto más bello y significativo de la arquitectura mudéjar en tierras palentinas. Era triabsidal, pero el ábside del evangelio está casi perdido, habiendo perd urado solamente un fragmento de su arco triunfal. El central y el del lado de la epístola, por el contrario, nos han llegado prácticamente completos (a excepción del tejado), utilizándose en la actualidad su espacio para el almacenaje de paja y aperos de labranza. Construidos con ladrillos rojos macizos de 32-34 x 19 x 4 cm, sus paramentos se encuentran semiocultos por vegetación trepadora y arbórea que impide la total contemplación del conjunto. El ábside principal es mayor, en todas su dimensiones, que los colaterales, con los que forma una estructura jerarquizada de inequívoca evocación románica. Presenta planta semicircular precedida por un presbiterio rectangular, compuesto de dos tramos, al que se accede a través de un abierto arco triunfal apuntado que apea en pilastras de sección recta. La cubierta está resuelta con bóvedas lateríticas, de cañón agudo, entre perpiaños que descansan sobre pilastras, para los tramos presbiteriales, y de horno, reforzada por cuatro gruesos nervios, en el remate curvo. Esta nervadura, que arranca de sendas ménsulas (formadas por cinco piezas en voladura decreciente), converge en la clave del arco fajón de contacto, dividiendo el cascarón en cinco secciones; cada una de las tres centrales está calada por un vano, que se derrama hasta convertirse en aspillera. Tal distribución es, en palabras de Julia Ara, “capaz de sugerir otros interiores cistercienses en piedra”. Tanto los fajones como los nervios son de perfil escuadrado y con la dobladura habitual de la arquitectura tardorrománica. Están abrazados, a la altura de sus arranques, por una imposta corrida que separa los muros de las cubiertas, y que tiene continuación en el arco triunfal y en las pilastras (adosadas a ambos lados de aquél) que antaño sustentaran los formeros más orientales. Al exterior, la articulación de los paramentos se lleva a cabo mediante tres órdenes de arquerías ciegas, dispuestas en el mismo eje vertical, que se desarrollan sobre un zócalo liso. Los arcos son doblados, de medio punto (aunque los dos ladrillo que componen las impostas sobresalen ligeramente, reduciendo la luz y dando la falsa impresión visual de un trazado ultrasemicircular) y van inscritos en recuadros, auténticos elementos modulares de la construcción que resultan de la intersección de pilastras y platabandas. En las dos hileras inferiores son doce los recuadros, sin decoración en la más baja y animados por un friso o seis esquinillas (de tres ladrillos y dos tendeles) sobre el extradós de los arcos en la intermedia, donde, además, los que hacen los números 4, 6 y 8 están perforados, coincidiendo con las ventanas interiores precitadas. La platabanda que sirve de base al orden culminante es más ancha que la anterior, y resalta de la planta por una moldura de ladrillos cortados en nacela; encima de ella se despliega una arquería más numerosa que las subyacentes (al prolongarse más hacia la zona del presbiterio) cuyos arcos están sobremontados por un friso de dientes formados por tres tendeles y dos ladrillos. Dispersos por todo el tambor aún se conservan los mechinales usados en su construcción. No ocurre así en la coronación del mismo, cuyo tejado está desmantelado y de su alero no quedan restos, impidiendo que conozcamos una de las partes mejor tratadas plásticamente en la arquitectura mudéjar y que confieren una gran personalidad a sus edificios. El ábside lateral de la epístola reproduce, a menor escala, la planta y el esquema ornamental del principal. Tiene un solo tramo recto presbiterial, cubierto con cañón apuntado, que remata en una capilla semicircular, cerrada con bóveda de cuarto de esfera sin refuerzos nervados. Su cara exterior está recorrida por dos arquerías, compuestas por cinco arcos (únicamente son visibles cuatro al llevar adosado el claustro), similares en todo a los del ábside mayor, excepto en que son simples y no doblados. Como aquéllos, también van inscritos en recuadros que se animan con frisos de esquinillas en su parte superior. Sólo el arco intermedio del orden bajo está calado, los demás son ciegos. Tampoco, como en el caso anterior, han perdurado ni la cornisa ni el tejado originales. De la iglesia no han quedado prácticamente vestigios, sólo el solar que ocupó. Se supone, sin embargo, que sería basilical de tres naves (la central de mayores dimensiones) separadas por pilares, sustentadores de form e ros apuntados, y cru cero sin proyección en planta. En cuanto a las cubiertas, se ha señalado que pudieran haber sido de madera, aunque la existencia de fragmentos de arcos que arr a ncan del muro del claustro al que se adosaba el templo, indican la posibilidad de que, en algún momento, al menos las naves laterales hubieran estado abovedadas. Todos los autores coinciden en que la edificación del monasterio comenzó por la cabecera de la iglesia, dándole a ésta una cronología cercana a la del acta fundacional. Torres Balbás precisó, incluso, que se trata de una obra fechable al final del primer tercio del siglo XIII, opinión compartida posteriormente por Valdés Fernández. El análisis de los elementos construidos y decorativos corrobora esta datación, permitiendo, además, entroncar a Santa María de la Vega con el foco mudéjar leonés de Sahagún, así como con Trianos y Nogales. La fábrica del templo debió ser más precaria, lo que, en parte, explica su anterior ruina y desmoronamiento. En las postrimerías del siglo XIII todavía no estaba terminado, según se dice literalmente en el testamento de Gómez Ruiz (1274) y en las súplicas remitidas por el abad a Sancho IV, que fueron correspondidas con la exención del yantar en 1289. El claustro, del que se conservan sólo las alas norte y este, fue construido entre el final del siglo XVII y los inicios del XVIII. Está formado por dos galerías superpuestas, articuladas con pilastras y abiertas por arcos, que duplican su ritmo en el piso superior. Retabicadas, sus crujías se utilizan en la actualidad como establos y viviendas. En el Libro de Actas del monasterio queda reflejada la existencia de enterramientos dentro de la iglesia. El del fundador, Rodrigo Rodríguez, en la entrada de la capilla mayor (no así el de Inés Pérez que, interpretando el transcriptor que era la madre de Gómez Ruiz Manzanedo, se suponía sepultada en el cenobio de Perales, donde en realidad yacía María Ruiz de Lara); en la nave, cerca de las sillas del abad y del prior, respectivamente, los sepulcros de Gómez Ruiz (con escultura yacente, portando espada, en la tapa) y su esposa, doña Mencía; junto al segundo pilar los de Gonzalo Gómez y doña Sancha, su mujer, este último decorado con escudos; también se hace referencia a varios sarcófagos, situados en la nave central y en el crucero, de personajes no identificados, algunos con motivos heráldicos, entre los que se especifica uno con ajedrezado de oro y gules. Ambrosio de Morales, en su visita al monasterio a mediados del siglo XVI, vio también los sepulcros. Reconoció los del matrimonio patrocinador, Rodrigo Rodríguez e Inés Pérez, en la cabecera, describiéndolos con figuras yacentes que llevaban halcones en las manos (algo que podemos ver en otras cajas de Benevívere y Aguilar de Campoo). En un comunicado remitido por la Comisión de Monumentos Históricos y Artísticos de Palencia a la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en 1860, tras minuciosa inspección de la abadía de Santa María de la Vega, se informaba de la existencia de dos urnas y cinco tapas de sarcófagos. Se describían con detalle, indicando la decoración en relieve de todas las caras de las urnas y la presencia de bultos antropomorfos, muy mutilados en las tapas (uno de ellos con espada). En 1899 el Diario de Palencia se hacía eco del ingreso en el Museo Arqueológico de tres urnas funerarias. Recientemente han sido estudiadas por Ara Gil, que ha llegado a la conclusión que dos de ellas son las descritas en el comunicado arriba citado. Pueden adscribirse a la serie de sarcófagos producidos por los primeros talleres de Carrión, que trabajaron entre 1230 y 1260, bajo el influjo del burgalés de Las Huelgas (activo desde fines del siglo XII hasta los comienzos del siglo XIII). Del resto de sepulcros se desconoce su paradero. En este sentido, Torres Balbás afirmaba que poco antes de 1925 un anticuario alavés había comprado los de los fundadores, de sus manos pasaron a la Hispanic Society de Nueva York, aunque actualmente no consta que se encuentren allí.