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Exterior del ábside

Identificador
33583_01_003
Tipo
Formato
Fecha
Cobertura
43º 21' 33.32" , -5º 18' 24.97"
Idioma
Autor
Pedro Luis Huerta Huerta
Colaboradores
Sin información
Edificio Procedencia (Fuente)

 

País
España
Edificio (Relación)

Monasterio de Santa María

Localidad
Villamayor
Municipio
Piloña
Provincia
Asturias
Comunidad
Principado de Asturias
País
España
Descripción
EL HECHO DE QUE EL PRIMER DOCUMENTO conservado que hace referencia al monasterio de Santa María se date en 1231 hace difícil conocer el proceso histórico de un cenobio, que, a juzgar por los restos de su fábrica, pertenecientes al románico internacional del siglo XII, debió de haberse fundado con anterioridad a la fecha señalada. Martínez Vega, en su monografía sobre los monasterios medievales del valle del Piloña, propone como posible origen de la institución, siguiendo el proceso conocido en otros centros monásticos de la época, una fundación de carácter particular, un monasterio o iglesia propia sometida al régimen de herederos, que pudiera tener como punto de partida la villa tardorromana a la que antes hemos hecho referencia, del mismo modo que ocurrió en otros monasterios, como los de Corias o Cornellana. Como posible fecha de esta fundación, el citado autor señala el año 1003, pues una pieza con esta data fue embutida en los muros de la actual construcción en el 1641, haciendo constar en los libros de cuentas de la parroquia que en ese año se gastaron seis reales de adeçar la piedra con la fecha de la fundación y colocarla en la iglesia vieja, nombre con el que en la época se conocía la iglesia de Santa María en oposición a la de San Pedro, recientemente renovada. Nada sabemos acerca de los fundadores del monasterio, posiblemente pertenecientes a algún grupo familiar de la nobleza local, aunque un documento de 1189 puede ayudar a plantear algunas hipótesis como punto de partida de una investigación que necesita mayor profundidad. Según este documento, la potestad de Villamayor era ejercida por Ordoño Álvarez, hijo del magnate Alvar Díaz, tronco del poderoso linaje de los Álvarez de Asturias; una potestad que, según Martínez Vega, pudiera tener no por designación real sino como título de propiedad, ya que en ningún otro documento se vuelve a mencionar Villamayor como circunscripción administrativa. Este hecho unido a que el nombre de la primera abadesa conocida del monasterio de Santa María respondía al de Aldonza Díaz, coetánea de Alvar Díaz, aunque sin que se pueda probar relación de parentesco entre ambos, y la vinculación de este grupo familiar a otros monasterios de monjas benedictinas, como los de San Bartolomé de Nava y Santa María de la Vega en Oviedo, donde ocuparon importantes cargos de dirección, pueden llevar a establecer algún nexo de unión entre los mencionados centros monásticos y el linaje de los Alvarez de Asturias, Señores de Noreña. En 1231 aparece ya el monasterio como una institución consolidada, habitada por una serie de monjas al frente de las cuales se situaba la abadesa, detentando el poder absoluto en todos los aspectos. Aunque hasta 1363 no se hace referencia explícita al sometimiento de Villamayor a la orden benedictina, es de suponer, a juzgar por los datos ofrecidos en documentos previos sobre las costumbres y formas de vida de las monjas, que la regla benedictina se encontraba impuesta desde mucho tiempo antes, quizás desde el mismo momento de su fundación, pues, como menciona Fernández Conde, la Regla de San Benito se impuso en la iglesia asturiana en el siglo XI. Las reformas emprendidas en la diócesis ovetense durante el obispado de don Gutierre de Toledo a finales del siglo XIV, encaminadas a reorganizar la vida monástica de la región que se había apartado de sus deberes espirituales, trajeron para la institución que estamos estudiando graves consecuencias, ya que el monasterio de benedictinas de Villamayor, junto con el cercano de Soto de Dueñas, quedó clausurado, pasando su comunidad a integrarse en la de San Bartolomé de Nava y perdiendo además todas sus propiedades y derechos a favor de la orden del Cister, a la que el mismo Don Gutierre entregó las dependencias de Villamayor. De esta forma, hacia 1385, tal como recoge la Relación de Abadías del obispado de Oviedo, el entonces conocido como monasterio de San Pedro de Villamayor estaba habitado por monjes blancos pleno iure son subgetos al obispo, una comunidad cisterciense dependiente de Santa María de Valdediós, que veía así cumplidas sus pretensiones de siglos de ocupar estos territorios. No sería, sin embargo, por mucho tiempo, ya que antes de 1402 las monjas regresaron de su “destierro” en San Bartolomé y volvieron a ocupar su antigua residencia, quizás alentadas por el nuevo obispo ovetense, don Guillermo de Verdemonte, plenamente enfrentado a los monjes del Cister. En fecha imprecisa, no antes de 1441, el mismo obispo anexionó a Villamayor el mermado monasterio de Soto de Dueñas con todas sus propiedades y cotos, lo que supuso la ampliación del dominio y autoridad monacal iniciándose así la época de mayor esplendor de la institución. En plena época de expansión, cuando a la vista de los documentos las rentas patrimoniales daban sus mejores rendimientos, la reforma de la Orden Benedictina, emprendida a iniciativa de los Reyes Católicos, supuso el principio del fin para Santa María. En beneficio de la centralización monástica, por decreto otorgado en 1530, en un proceso no exento de conflictos que no se materializó hasta 1545, el monasterio de Villamayor fue anexionado al de San Pelayo de Oviedo, poniendo así fin a la autonomía monástica del cenobio piloñés, el cual, aunque en un principio quedó constituido como priorato de San Pelayo, ya en 1603 estaba completamente deshabitado, dando así inicio a la paulatina historia de su destrucción. Dos templos formaban parte del conjunto monástico de Villmayor: por una parte el conocido de Santa María, destinado a cubrir las necesidades espirituales de la comunidad religiosa que habitaba el cenobio, y por otra, dispuesto paralelo al anterior y a escasa distancia de él, una segunda construcción, bajo la advocación a San Pedro, que hacía las veces de parroquial. Si escasos son los restos que hasta nosotros han llegado de la iglesia de Santa María, menores aún son los vestigios de la de San Pedro, destruida a principios del siglo XX, cuando en 1929 se iniciaron las obras de la moderna parroquia. Comenta el citado Martínez Vega, que, a juzgar por algunos datos arqueológicos conocidos, debió de responder a las formas y maneras de las construcciones altomediavales del siglo XI, momento en el que, como ya indicamos, pudo haberse fundado el monasterio, lo que venía a significar que fuera este templo el origen de todo el conjunto, construyéndose posteriormente, coincidiendo con la institucionalización de la vida monástica, la iglesia de Santa María. Fue sin embargo a esta desaparecida fábrica a la que las monjas de San Pelayo prestaron más atención tras la incorporación a sus dominios del monasterio piloñés. Sabemos que a mediados del siglo XVI, mientras Santa María presentaba muy poca decencia (...), ni puertas, ni cerraduras, (...) sin techo la mayor parte de la iglesia y las paredes cayéndose con mucho peligro (...), en el vecino templo, Pedro de Cagigal, Melchor de Cagigal y Domingo de Monasterio, canteros, que residen en este dicho lugar a hacer la nueva iglesia que en él se fábrica, realizaban obras para alargar y edificar nuevamente parte de ella. Así, la iglesia de Santa María, únicamente utilizada en ocasiones puntuales, comenzó ya en ese tiempo un deplorable y paulatino proceso de destrucción, respecto al cual, en 1761, el obispo don Agustín González Pisador advertía a San Pelayo de que la ruina puede ocasionar graves daños y perjuicios, por lo que ve necesario que la reparen en todo y por todo, y en defecto (...) la demuelan hasta el arco toral de la capilla mayor, la que se reserve para ermita, cerrándola por delante, un mandato que a la vista de los dibujos decimonónicos del templo nunca se llevó a cabo, completándose poco a poco su ruina hasta que a principios del XIX, tras la invasión francesa, la bóveda de la nave se hundió definitivamente. En 1814 el recinto fue convertido en cementerio parroquial, y en 1910 la nave fue destruida para construir en su lugar, y adosado al ábside, un edificio escolar, tal y como hoy se mantiene, siendo los únicos elementos conservados la mencionada cabecera, el tramo de arranque de la nave y la fachada meridional de acceso a la misma. Interesantes descripciones como las de J. M. Quadrado, C. Miguel Vigil o Jovellanos, quien todavía alcanzó a ver “señal de claustro, y aun restos de una casa y chimenea”, junto con los magníficos dibujos de Ricardo Acebal, Roberto Frassinelli y Parcerisa, nos ayudan a tener una visión más completa del ya ruinoso templo de Villamayor, siendo especialmente interesantes la traza de la planta realizada por Frassinelli y el alzado de la misma que nos ofrece Acebal. Con nave única y cabecera semicircular precedida de tramo recto, seguía la construcción un sistema planimétrico sencillo y muy conocido, derivado de modelos benedictinos y difundido a través de los distintos Caminos de Santiago, que en Asturias ya encontramos plenamente establecido en la segunda mitad del siglo XII, tal y como podemos verlo en San Juan de Amandi o Santa Eulalia de Ujo, por citar ejemplos vinculados a Villamayor. Como sistema de cubiertas parece ser que la nave utilizó en su totalidad la bóveda de cañón, ya que son varias las fuentes que nos hablan del hundimiento de ésta, mientras que la cabecera, conservada íntegramente, recurre, como es habitual, al cañón para el tramo recto y la bóveda de horno en el hemiciclo. Para conocer la apariencia del alzado de la nave, que ocuparía parte del solar en que hoy se sitúa el edificio anejo a la cabecera, para cuya construcción es muy probable que se hubieran utilizado parte de los paramentos y materiales de ésta, debemos recurrir a los dibujos y las descripciones decimonónicas, como la de C. Miguel Vigil publicada en 1885, momento en que “las paredes de mampostería de la nave conservan algunas ménsulas semejantes á las del ábside. En el lienzo del flanco del evangelio hay una puerta de arco de medio punto tapiada, con la archivolta de menudo ajedrezado. Otra más completa y de proporciones elegantes, en armonía con el resto de la decoración existe en el de la epístola, y por ella se penetra al cementerio citado; (...) A los pies de la Iglesia se descubre el hueco de otra puerta tapiada y destruida una ventana de grandes dimensiones colocada á la derecha, parece tres siglos posterior al resto del edificio. Remata la fachada con ligera y proporcionada espadaña de dos huecos, y otro central encima indica haber tenido un rosetón calado. El templo recibía ligera luz por dos elevadas y angostas troneras en cada uno de sus flancos, una en lo alto de la fachada, y otra en la pared divisoria de la capilla mayor. (...)”, descripción a la que habría que añadir una cuarta portada, situada al lado de la actualmente conservada, que a juzgar por lo que muestra el dibujo de Acebal respondía a un modelo similar a la que Vigil describe en el flanco del evangelio. En cuanto a la cabecera, único vestigio en pie de la estructura, se accede a ella por un desarrollado arco triunfal de medio punto, con las roscas dobladas y guardapolvo de billetes, que descansa sobre columnas coronadas por capiteles vegetales de jugosa factura y decoración, de los que más tarde nos ocuparemos. El ábside aparece en su interior recorrido por dos líneas de imposta, la superior con billetes y la inferior con ondulantes vástagos de pequeñas trifolias, que dividen el paramento en dos bandas horizontales. La inferior de estas bandas, como en Amandi o Selorio, rompe la monotonía del muro con una arquería ciega compuesta de ocho arquillos de medio punto de rosca moldurada a bocel y media caña perlada, y envueltos por guardapolvo de billetes. Descansan los arquillos sobre pequeñas columnillas de fuste liso, pareadas las situadas en el centro del tramo recto, y todas ellas coronadas por graciosos capiteles troncopiramidades decorados con variados motivos vegetales y zoomorfos. Se opone esta rica articulación a la limpieza mural de la calle superior, únicamente animada por la ventanita que se abre en su centro; un estrecho vano de medio punto con la rosca doblada, guardapolvo de billetes y dos columnillas acodilladas con sendos capiteles vegetales. Al exterior, elevada sobre un zócalo y con los dos volúmenes que la componen claramente diferenciados en alzado, siguiendo modelos conocidos, articula sus paramentos con dos líneas de imposta, semejantes a las vistas en el interior, y dos altas columnas que lo recorren perpendicularmente desde el zócalo hasta la cornisa, contribuyendo así, junto con la ventanita que se abre en el lienzo central, a romper tímidamente la remarcada horizontalidad propia del lenguaje románico. Rematan la estructura la cornisa y el alero, de gran riqueza plástica y variado repertorio ornamental, con sus correspondientes canecillos, metopas y sofitos, en el que es uno de los ejemplos más completos de estructura absidal que se puede encontrar en el románico asturiano, a la manera de los mejores ejemplos del lenguaje internacional. Desde el punto de vista plástico, destaca el templo de Villamayor por su gran riqueza ornamental, tanto en el exterior como en el interior. Podemos distinguir, como apunta la profesora M. S. Álvarez Martínez, la presencia de dos talleres, probablemente trabajando coetáneamente, seguidor uno de ellos de la corriente preciosista difundida desde el foco ovetense, mientras que el segundo responde a las características formales y repertorios decorativos del llamado taller de Villaviciosa, estudiado por la profesora E. Fernández, que cuenta entre sus principales exponentes con los relieves de San Juan de Amandi y Santa Eulalia de Ujo. Al primero de los talleres, de formación ovetense y filiación francesa, muy relacionado en este caso con uno de los que trabajaron en San Pedro de Villanueva, con los restos de Soto de Dueñas y con una serie de piezas conservadas en la iglesia de San Miguel de Cofiño, que no descartamos puedan ser restos del propio templo de Villamayor o del de Soto, corresponden la factura de las piezas del exterior de la cabecera, la portada meridional y el arco triunfal en el interior. Formalmente se caracterizan por el detallismo, el gusto por las formas naturalistas, un tanto estilizadas, y el refinamiento técnico. Como repertorios ornamentales se manifiesta una clara predilección por los motivos vegetales, en sus más diversas variantes, tratando siempre de buscar el naturalismo un tanto idealizado, tan característico de la estética y el espíritu culto de la segunda mitad del siglo XII y primeras décadas del XIII, ya cercano a la humanización y sensibilidad del gótico. La portada meridional, que es el único acceso al templo conservado, se presenta destacada en arimez y resguardada bajo un tejaroz con cornisa y canecillos, siguiendo el mismo esquema que el remate que después veremos para el ábside, y que posiblemente se extendía también al remate de los muros perimetrales de la nave. De sencilla estructura, se compone de arco de medio punto con tres arquivoltas lisas y guardapolvo de billetes, apeando las dos roscas exteriores sobre columnillas acodilladas, de basa ática, fuste cilíndrico y bellos capiteles de cuidada talla. Los capiteles de las jambas interiores decoran su cesta con ricos follajes acantonados, entre los que se sitúa una pareja de aves, que pudiéramos identificar con águilas, símbolo de la divinidad desde la antigüedad; una composición similar a la que podemos ver en la portada del claustro de San Salvador de Cornellana o San Pedro de Villanueva, modelos todos ellos de procedencia borgoñona que, llegados a Asturias a través del Camino de Santiago, alcanzaron gran desarrollo en los talleres ovetenses, desde donde se difundieron al resto de la geografía asturiana. La misma procedencia podemos establecer para los capiteles de las jambas exteriores, repetidos también en la ventana del ábside, tanto en el interior como en el exterior, decorados con el clásico capitel corintio, libremente interpretado con mayor o menor sujeción a las formas canónicas, como los que se tallaron en las portadas de San Esteban de Sograndio o en el ya mencionado templo de Villanueva. También con Sograndio y Villanueva, además de con Santa María de Narzana y San Pelayo de Oviedo, por citar los ejemplos más destacados, se relaciona la escena que aparece en un sillar a la derecha de la portada, donde se representa el tema de “la despedida del caballero”. Fue este pasaje, excelentemente narrado en la portada de San Pedro de Villanueva, habitual en los repertorios iconográficos del taller ovetense; en él se representan los ideales de la cultura caballeresca y del amor cortés, poniendo de relieve la exaltación de la aristocracia feudal y su papel en la defensa de la fe en un momento de la Historia en que la lucha contra el Islam y las Cruzadas a Tierra Santa fueron asiduos protagonistas de los cantares juglarescos difundidos a través del Camino de Santiago, en forma de poemas épicos o líricos, en los que el rol de la dama, como ser hermoso y frágil, es buen reflejo del nuevo espíritu humanista hacia el que camina el hombre medieval. La escena de Villamayor, en bajorrelieve y muy deteriorada, recoge el momento en que el caballero, a lomos de su caballo, que, como él, está cuidadosamente ataviado, se despide con un beso de la dama, quién pacientemente quedará aguardando su regreso victorioso. Un tema, como ya dijimos, muy habitual en el románico del centro y el oriente de la región, vinculado a los talleres ovetenses, en que se inscribe Villamayor, y también presente en la Colegiata de Toro y la de Santillana del Mar, por citar algunos ejemplos foráneos. De la ornamentación de la cabecera debemos comenzar mencionando los capiteles que coronan las columnas que lleva adosadas. Dos potentes piezas troncopiramidales decoradas con una composición simétrica de gráciles y estilizadas aves afrontadas y con la cabeza vuelta, dispuestas entre jugosos follajes de palmetas y volutas, muy similares a los que encontramos en San Pedro de Villanueva y al que, perteneciente en origen al cercano monasterio de Soto de Dueñas, hoy se encuentra en la portada de San Pablo de Sorribas y que, siguiendo escenas de tradición clásica, se relacionan con las aves del paraíso. Remata el ábside un preciosista alero, decorado con listel y billetes en la cara exterior y grandes florones o entrelazados en el sofito, bajo el que se cobijan una serie de canecillos en los que se da cabida a un variado repertorio ornamental. Cabezas humanas o zoomorfas, engolando jugosas hojas o cuerpos de animales; junto con zancudas aves de fino plumaje que, dobladas sobre sí mismas, sostienen una gran bola; figurillas humanas a modo de atlantes; un extraño ser de larga cola acaracolada y el sencillo motivo geométrico de los modillones de lóbulos tan difundidos en el románico del noroeste peninsular, son algunos de los motivos representados en los treinta y dos canes del ábside y repetidos en los del tejaroz de la portada. Figuras cuya disposición responde a puras intenciones estéticas y decorativas, sin que por ello dejen de lado la intención moralizante y didáctica propia del lenguaje medieval. Intercaladas entre los canecillos, exquisitamente talladas, las metopas, junto con los sofitos vistos anteriormente, fueron el lugar elegido para los ornamentales repertorios vegetales, tan apreciados por los talleres ovetenses, trabajados con gran primor y preciosismo, tal como se puede apreciar en las piezas de la Cámara Santa de la catedral. En líneas generales, las metopas de Villamayor, con algunas variantes, responden a un esquema compuesto de una roseta nervada situada en el centro de la pieza y enmarcada por un entrelazado de cintas y palmetas que cubre totalmente el resto del tablero. En el interior del templo responden a las maneras de este taller los cuatro capiteles del arco triunfal. Los dos sobre los que apea la rosca exterior, de menor tamaño que sus compañeros, siguen, con ligeras variantes, los esquemas vistos para los capiteles vegetales de la portada y la ventana; mientras que los que reciben la rosca interior son sin duda unas de las piezas más exquisitas y preciosistas de todo el conjunto, donde el virtuosismo técnico y la jugosidad de las formas a las que venimos haciendo referencia alcanzan un alto grado de consecución. Presenta uno de ellos, en composición de frisos superpuestos, grandes y carnosas hojas nervadas, con los ápices enroscados para acoger frutos esféricos en el piso inferior, y grandes volutas fitomorfas en el superior, una pieza semejante a la de las portadas del tantas veces citado templo de Villanueva, y también repetida en Soto de Dueñas, siendo muy posible que en los tres templos citados trabajara el mismo taller. El segundo de los capiteles, siguiendo una factura similar a las de las metopas, cubre su cesta con un virtuosista entrelazado de cintas y volutas rematadas por estilizadas composiciones vegetales, que recuerda los trabajos de eboraria. Por su parte, al que por comodidad denominaremos segundo taller, se deben las labores realizadas en la arquería interna del ábside, donde tanto los repertorios como los aspectos técnicos y formales, caracterizados por una mayor simplicidad y esquematismo que las piezas vistas anteriormente, responden a peculiaridades de los talleres que trabajaron durante fines del siglo XII y principios del XIII en la zona de Villaviciosa y la ruta jacobea de Oviedo a León; un parentesco afianzado por la presencia en Villamayor, como estudió la profesora E. Fernández, de los mismos signos lapidarios que se encuentran en Amandi, Ujo, Lugás o Serín. Se presenta en los capiteles de la arquería, todos ellos de forma troncocónica con potente cimacio biselado, un variado repertorio iconográfico con motivos vegetales y zoomorfos de factura un tanto tosca, expresionista y descuidada en cuanto a proporcionalidad, tratamiento de las superficies y movimiento, dando como resultado figuras faltas de realismo y naturalidad, en claro contraste con el taller anterior. De esta forma presentan seis de los capiteles, incluyendo uno de los geminados, un esquema vegetal de gran sencillez, a base de gruesas hojas lanceoladas dobladas sobre sí mismas para recoger en el vértice un gran fruto esférico, un tema muy común y repetido a lo largo de toda la geografía románica que podemos encontrar en numerosos templos rurales. Similar composición, pero combinando grandes mascaras humanas, se esculpieron en otras dos piezas, al igual que en Selorio y Serín, muy relacionados también con algunos ejemplos cántabros. Las aves también tienen cabida en el ábside de Villamayor, apareciendo en el capitel geminado del lado del evangelio, con una composición marcada por la simetría, dos parejas de aves afrontadas que se disponen a ambos lados de un extraño árbol en el que picotean. Se trata de un tema iconográfico muy difundido, del que existen numerosos ejemplos, como el de la puerta del templo gijonés de Cenero o los de San Juan de Amandi, que puede estar relacionado con el mensaje salvífico de las almas en el paraíso. Composición similar, pero con las aves picoteando lo que puede ser un pez o un sapo, aparece en otros dos capiteles; se trata de aves de largos cuellos que podemos relacionar con el Ibis, la más sucia de las aves que, según los Bestiarios medievales, se alimenta de carroña y peces muertos, simbolizando al pecador que goza de los placeres mundanos. No podía faltar en este repertorio la presencia de uno de los temas zoomórficos más recurrentes en la plástica románica: los felinos. Dispuestos, en este caso, afrontados, compartiendo la misma cabeza y con el cuerpo contorsionado para adaptarse al espacio del capitel; sigue esta escena el mismo esquema que se encuentra en Cenero, Ceares o Puelles, por citar ejemplos cercanos, así como en San Isidoro de León o San Andrés de Ávila. Formalmente, como el resto de piezas de este grupo, el somero tratamiento de las superficies y la falta de detallismo le dan un aspecto tosco y arcaizante. También relacionados con temas zoomorfos están los dos capiteles situados en la intersección entre el tramo recto y el semicircular, en los cuales se recurre al tema de las cabezas monstruosas de rasgos felinos y gran expresionismo, que parecen devorar el propio capitel. Una iconografía, la de las cabezas engoladas, que, como explica E. Fernández, puede estar relacionada con temas infernales, ya que la apariencia de este extraño ser parece coincidir con la descripción bíblica del monstruo Leviatán, quizás derivado de mitos y leyendas galas difundidos por la costa atlántica francesa, desde donde pasan al resto de la geografía románica y alcanzan especial incidencia en la zona costera de Asturias, en la que a fines del siglo XII y primera mitad del XIII se aplicaron, entre otros templos, en Amandi, Junco y la Oliva, modelos muy vinculados a los ejemplos cántabros de la Liébana. A modo de conclusión, podemos decir que el templo monástico de Santa María de Villamayor, construido entre finales del siglo XII y principios del XIII, en la actualidad a la espera de una restauración e intervención arqueológica, que se llevará a cabo en breve para consolidar las estructuras y acondicionar el monumento y su entorno, aúna en sí las dos principales corrientes del románico pleno asturiano. Por un lado, el preciosismo, refinamiento y elegancia de los talleres ovetenses, derivados de modelos borgoñones, y por otro, la simplificación formal y el antinaturalismo propio de los que trabajan en Villaviciosa.