Identificador
40312_01_008
Tipo
Formato
Fecha
Cobertura
41º 17' 17.54" , -3º 40' 56.71"
Idioma
Autor
José Manuel Rodríguez Montañés
Colaboradores
Sin información
Edificio Procedencia (Fuente)
País
España
Edificio (Relación)
Localidad
Duratón
Municipio
Sepúlveda
Provincia
Segovia
Comunidad
Castilla y León
País
España
Claves
Descripción
ES LA PARROQUIA DE LA ASUNCIÓN una de las iglesias rurales de mayor empaque y más interesantes de la provincia, tanto por la innegable riqueza de su apartado escultórico como por algunas de sus cualidades arquitectónicas. Sobre todo los primeros de tales atributos son responsables de que se la considere cabeza de una serie comarcal, bautizada como “taller de Duratón” por Inés Ruiz Montejo, y en la que se integran las iglesias de Sotillo, San Pedro de Gaíllos, Perorrubio, Santa Marta del Cerro, etc. La obra de dicha autora -fruto de su tesis doctoral y centrada casi exclusivamente en el estudio estilístico e iconográfico de la escultura- constituye la primera y principal aportación al conocimiento del edificio, seguida casi sin discusión por el resto de los autores que han escrito sobre el mismo, hecho que a la postre ha supuesto la práctica marginación del análisis arquitectónico. Presenta la iglesia planta basilical de generosas proporciones, coronándose la nave única con cabecera dividida en presbiterio y ábside semicircular, levantada en buena sillería de grandes bloques labrados a hacha, que en las zonas bajas alcanzan el medio metro de altura. Se alza sobre un banco corrido apenas resaltado en el bocel que lo remata, visible sólo al interior. Da paso al presbiterio un arco triunfal levemente apuntado -moldurado con dos baquetones y arista- y doblado hacia la nave por otro, también abocelado, que reposa en columnillas acodilladas en las jambas de los machones. Un guardapolvos de perfil abiselado exorna el triunfal, cuyos arcos descansan en gruesas columnas de basas áticas, con toro superior atrofiado, escocia recta y grueso toro inferior con bolas, piñas, lengüetas de caulículos o garras alancetadas, sobre plintos. Esta tipología de basa es común a todas las columnas de la cabecera. El presbiterio manifiesta en planta una cierta irregularidad de trazado, resultando así ligeramente trapezoidal. Sus muros laterales se animan con dos arcos de medio punto moldurados con boceles quebrados en dientes de sierra, doblados por cenefa de puntas de diamante ribeteadas de contario, apeando los arcos en columnillas acodilladas. Se cubre el tramo recto con una bóveda de crucería cuyos nervios, que repiten la molduración del arco triunfal, apean en columnas que se acodillan en los machones del arco y en los de los pilares que recogen el toral del hemiciclo. La antes señalada irregularidad en planta del espacio determina la del trazado de esta bóveda, especialmente notoria en su clave -ornada con una simple roseta- y en las piezas de los nervios inmediatas a ésta, recortadas a modo de cuñas para conseguir el encaje. El hemiciclo se cubre con una bóveda gallonada, generada por un toral de medio punto también moldurado con doble baquetón y arista, y reforzada por sólo dos nervios que, sin compartir clave, se entregan abruptamente a dicho arco. Estos nervios apoyan en gruesas columnas que dividen el tambor absidal en tres paños, correspondiéndose al exterior con contrafuertes prismáticos que se adelgazan en talud a la altura de los arcos de las tres ventanas abiertas en cada uno, y continúan hasta la cornisa. Constan las ventanas de rehechas saeteras de fuerte abocinamiento al interior, rodeadas tanto interior como exteriormente por arcos lisos de medio punto sobre columnas acodilladas y exornados por chambranas de triple hilera de billetes al interior y simple chaflán al exterior. Los cimacios de estos capiteles muestran perfil de listel y doble nacela, mientras que sus basas tienen perfil ático de grueso toro inferior con garras, sobre plintos. Los fustes, todos monolíticos, fueron en su mayor parte rehechos. Al sur del presbiterio se adosó una sacristía, eliminada por la restauración de los años setenta del siglo XX, que no obstante atestiguó su existencia manteniendo al interior el arco de medio punto que le daba acceso y, al exterior, la roza de la bóveda que la cerraba, cubierta que supuso la destrucción de la cornisa y canes del muro sur del presbiterio. Resulta sorprendente que la ligera diferencia de alturas entre la bóveda del presbiterio y la del hemiciclo no se manifieste al exterior, donde las sobrecubiertas están enrasadas. Los canecillos de la cabecera, de inferior calidad que los de la nave y distinta mano, muestran pencas de puntas avolutadas o acogiendo bolas, rostros humanos, un prótomo de felino devorando un personajillo del que sólo vemos las piernas, dos desgastados exhibicionistas, masculino y femenino, otra pareja en actitud procaz, etc. La profusión de columnas en el interior de la cabecera nos deja ante un rico muestrario de capiteles decorados con motivos figurativos y vegetales, en los que es posible distinguir, dentro de la cierta unidad del taller, al menos tres facturas distintas. En las cestas de las ventanas vemos, en la abierta en el paño septentrional, al exterior, una ruda arpía frontal de cabellera partida y alas explayadas y una pareja de zancudas afrontadas enredadas en follaje; al interior, los capiteles son vegetales, respectivamente de estilizadas hojas lobuladas recercando brotes acogollados uno, y piso inferior de palmetas y superior de brotes carnosos anillados el otro. En la ventana central vemos al exterior una pareja de estilizados grifos rampantes afrontados y a Sansón desquijarando al león, correspondiéndose dentro con un capitel de tallos anudados de los que penden palmetas y una pareja de descabezados équidos rampantes en el otro. Finalmente, en la ventana meridional del hemiciclo, al exterior uno de los capiteles muestra un mascarón monstruoso de afilados dientes devorando a un cérvido, mientras en el otro se dispone un enigmático personaje ataviado con túnica de acanalados y arbitrarios pliegues, que más parece un sudario, rodeado por tallos avolutados que dibujan una especie de mandorla vegetal. Los dos capiteles interiores, de superior calidad, se ornan con dos pisos de hojas de puntas acogolladas, y la figura de un músico sedente tocando la fídula entre tallos y hojas, del que retendremos la caracterización de su rostro, con salientes pómulos, marcadas arrugas facetadas y un curioso rictus de sus labios, con comisuras caídas. Pero es en las cestas del triunfal y de las grandes columnas interiores donde se manifiesta la mayor elaboración compositiva e iconográfica del taller, sobre todo en la pareja de columnas entregas que recogen los nervios de la bóveda absidal. La situada al norte de la ventana central nos presenta un duelo de jinetes que cruzan sus lanzas sobre un fondo vegetal de hojas y caulículos, bajo cimacio de entrelazo de cestería de espléndida factura. Ambos contendientes montan estilizados corceles, a los que detienen tirando de las bridas mientras tensan sus piernas con los pies en los estribos para resistir la acometida del rival, gesto que acompañan las monturas con sus cuartos delanteros. Es notable el cuidado y minuciosidad que pone el escultor en los detalles de los atalajes, estribos, bridas, espuelas y arneses. Ambos jinetes se protegen con yelmos con nasal, y mientras el de la izquierda porta una cota de mallas -insinuadas éstas a base de incisiones en zigzag- hasta la rodilla, el otro viste túnica corta. Los dos embrazan escudos, uno de tipo normando y el otro de cometa, con bandas perladas transversales a modo de enseña; sólo el de la derecha parece además llevar al cinto la vaina de una espada. Su estilo y más cuidada factura, con rasgos bien definitorios como las marcadas arrugas nasolabiales de los rostros y el rictus de los labios de comisuras caídas, denuncian la misma mano en el rabelista, el Sansón y los grifos rampantes de las ventanas absidales, y sobre todo, el otro capitel que recibe un nervio de la bóveda del hemiciclo, éste decorado con una Epifanía y bajo cimacio de roleos y trifolias. En él, los tres magos, coronados y barbados, avanzan ataviados con mantos de arbitrarios pliegues, portando en sus manos veladas los presentes. El más próximo a la Sagrada Familia realiza una inverosímil contorsión, efectista gesto entre genuflexión y postración que es correspondido por el brazo alzado de Jesús, sentado en el regazo de una descabezada María, a cuya diestra se sitúa una flor de cuatro pétalos que debe querer representar a la estrella de Belén. Tras ellos, y como es habitual con aire ausente, se ubica San José, de pie, con la cabeza ladeada y apoyando uno de sus brazos en el respaldo del sitial. Rematan las columnas que reciben el arco que separa el presbiterio del hemiciclo dos capiteles, el del lado de la epístola vegetal, con hojas lisas de nervio central hendido y pomas en sus puntas, bajo cimacio de nacelas escalonadas y semibezantes. El otro muestra dos parejas de aves afrontadas las centrales y volviendo sus cuellos a las de los lados cortos, dibujando una forma acorazonada en la que se instala un brote acogollado. En el resto de las columnas de la cabecera, tanto las de los arcos ciegos del presbiterio como las que recogen la bóveda de crucería y las del arco triunfal, vemos otra factura -revelando el estilo menos llamativo de la cabecera de San Martín de Fuentidueña-, aunque con casi total seguridad dentro del mismo taller, si bien es cierto que el pésimo estado de conservación de los relieves dificulta hasta su propia identificación. En los capitelillos de los arcos del tramo recto hay una pareja de ángeles que alzan en una mandorla una descabezada paloma, y otro casi perdido con un rudo y desproporcionado personaje a la derecha del cual se labró lo que parece un pez. Ruiz Montejo los interpretó como el Espíritu Santo y una figuración del Padre, lo cual unido al de la Epifanía del ábside, tradujo como “la triple idea de Salvación, Redención y Gracia”. Tal lectura nos parece muy forzada, máxime no reconociendo nosotros en el relieve al supuesto Padre sosteniendo al Hijo en sus rodillas. Acompañan a estos temas figurados los de una mujer con toca con barboquejo flanqueada por dos destrozadas figuras barbadas, que Ruiz Montejo interpretó como la historia de Susana narrada en el Libro de Daniel; dos aves bajo caulículos, de largos cuellos gachos picándose las patas, repitiendo fielmente otro de ventana de San Martín de Fuentidueña; un personajillo atacado por dos animales irreconocibles y otro de ya imposible identificación. En las columnas entregas del arco triunfal vemos, en la del lado del evangelio, una probable representación de Daniel en el foso de los leones, en cuyas fauces introduce sus manos; su sorprendente identificación como elefantes es fruto de la confusión a la que induce el estado del relieve, siendo bien claras las guedejas de las bestias. En el del lado de la epístola se afrontan dos parejas de esfinges sobre tallos anudados y hojarasca, mientras que en los de las columnillas que los flanquean vemos repetido el tema de Sansón desquijarando al león, una cabecita de perro o lobo atacada por dos aves -copia de idéntico motivo en San Martín de Fuentidueña-, un personaje ataviado con faldellín plisado y cinturón perlado, de larga cabellera, que se defiende o somete a dos irreconocibles bestias que le atacan la cabeza y, por último, un personaje sedente mesándose su barba partida hasta mostrar sus dientes y lengua, en gesto que más tiene de grotesco que del habitual signo desesperación. En los cimacios de estos capiteles se repiten los entrelazos, roleos con lises, palmetas u otras hojitas, etc. La unidad constructiva que manifiesta la cabecera parece perderse en la nave, levantada ésta en encofrado de calicanto, sensación fruto de las reformas y la reciente restauración, en la que se añadieron las dos desafortunadas ventanas neorrománicas de la fachada meridional y prácticamente se rehizo el pórtico. Aunque es probable que pronto la nave se cubriese finalmente con madera a dos aguas, nos hace sospechar su primitivo abovedamiento la presencia de tres truncados estribos escalonados en el muro septentrional, que determinarían así cuatro tramos. Si a ello añadimos la existencia en una trastera del edificio de una fragmentaria clave de bóveda de crucería, labrada a hacha y ornada con un florón de doble corola y cuatro cabecitas humanas en los ángulos, podemos aventurar, no sin reservas, que el proyecto original planteaba, pese a la notable anchura de la nave, el completo abovedamiento del edificio con crucerías. No sabemos si tal cubierta llegó a realizarse, aunque la ausencia de responsiones en el interior no invita a una respuesta afirmativa. En el hastial occidental se abrió una ventana rasgada rodeada por arco de medio punto sobre columnas acodilladas, de las que subsiste sólo uno de los capiteles, con una pareja de leones afrontados agachando las cervices. En esta zona, adosada al ángulo noroeste de la nave, se añadió en época barroca una torre de mampostería con piso alto en sillería, con cuatro troneras y quiebro de la escalera de acceso al mismo sobre una hermosa trompa. En las jambas del acceso y escalones inferiores se reutilizaron lápidas romanas del cercano yacimiento. Cuenta la nave, notablemente más alta que la cabecera, con dos portadas, abierta la principal al mediodía y la otra en el hastial occidental. Se abre la primera en un antecuerpo de renovada sillería rematado hoy por cornisa de tetrapétalas en clípeos, y consta de arco de medio punto liso con su rosca animada por carnosas rosetas inscritas en medallones con zarcillos en los ángulos, exornada por una cenefa de roleos. Lo rodean dos arquivoltas, la interior moldurada con tres cuartos de bocel en esquina retraído y la externa lisa, con la rosca ornada de florones acogollados con espádice central, todo protegido por chambrana de triple hilera de billetes. Apean los arcos en jambas escalonadas de aristas matadas por baquetones, coronadas por impostas de zarcillos acogiendo flores -hacia el oeste- y una complicada composición en la que, inscritas en clípeos vegetales, se ubican dos flores de arum enfrentadas de las que brotan tallos que se anudan resolviéndose en brotes lobulados. Este barroco esquema vegetal, que aquí se muestra con cierta frescura, lo vamos a ver repetido, con tratamientos dispares que llegan a su casi geometrización en buen número de edificios de la capital tales La Trinidad, Santa Eulalia, atrios de San Millán, o la casa de la Plaza de Avendaño, así como en las iglesias de Prádena, ermita del Carrascal de Pedraza, Valle de San Pedro, Caballar, La Cuesta, Sotosalbos y en un cimacio interior de Ortigosa del Monte. Apoyan las arquivoltas en dos parejas de columnas acodilladas, de menor diámetro las exteriores y sólo de fustes exentos las otras, sobre basas áticas de grueso toro inferior y plintos, con perfil similar a las del interior de la cabecera. Las coronan desgastados capiteles en los que vemos, en los del lado izquierdo del espectador, una cesta con entrelazo de cestería y hojitas acogolladas con granas en el exterior y dos parejas de grifos rampantes opuestos y afrontados dos a dos y enredados en tallos. De los dos capiteles del lado derecho, algo mejor conservados, nos muestra el interior una pareja de jinetes afrontados, ataviado con túnica uno y sobre ella un manto el otro, ambos sujetando las riendas de sus ricamente enjaezadas monturas mientras con la otra alza uno un halcón y el otro un objeto hoy irreconocible, que bien pudiera corresponder con otra rapaz. En el capitel exterior encontramos uno de los iconos del taller, como es la sirena de larga cabellera partida y doble cola que alza con sus manos. La portada occidental repite de forma más modesta la estructura de la anterior, con arco de medio punto de rosca ornada con rosetas octopétalas de botón central en anillos de tallos, rodeado también por dos arquivoltas, la interior con bocelón y la otra lisa, con carnosas tetrapétalas en medallones decorando su rosca, el conjunto rodeado de chambrana de tres filas de billetes. Apean los arcos en jambas escalonadas en las que se acodilla una pareja de columnas cuyos capiteles reciben, el izquierdo del espectador dos parejas de aves opuestas que vuelven sus cuellos para juntar sus picos creando una forma acorazonada en la que se dispone un tallo resuelto en dos caulículos y tallos que las enredan; en el otro vemos una pareja de desgastadas arpías en posición frontal y con las alas explayadas. Coronan las jambas dos impostas, respectivamente, con roleos y trifolias de carnoso tratamiento en un lado y tetrapétalas en el otro. En los aleros de la nave se sitúa una espléndida colección de canecillos, sosteniendo una cornisa ornada con tetrapétalas en medallones formados por dos zarcillos y entre medias dos hojitas. En ellos se deja sentir la buena mano de los escultores de las portadas, desplegando el repertorio característico de este nuevo taller que interviene en la decoración de la iglesia, motivo por el que describiremos aunque sea sucintamente cada pieza. Comenzando la relación por el muro septentrional, y de este a oeste, vemos: simple nacela; entrelazo de cestería; un águila bicéfala; hoja picuda de nervio central ornado con contario; ave atrapando en su pico una serpiente que se enrosca en una de sus patas; prótomo quizá de cánido; mascarón monstruoso devorando a un personajillo, del que ya ha engullido la cabeza, muy similar a uno del ábside de San Miguel de Fuentidueña; grifo rampante de cuello vuelto; arpía frontal de cabellera partida, alas explayadas y plumaje marcado en el cuello, con caracterización fisonómica que vuelve a remitir a modelos de Fuentidueña; hoja picuda con helecho; prótomo de cánido de grandes y enhiestas orejas; entrelazo de cestería similar al anterior; can de finos rollos; carnosa penca lobulada de nervio hendido y poma en la punta; nacela; hoja lisa de nervio central y remate avolutado; roleo que dibuja una “S” invertida en la que se alojan dos lises; prótomo de bóvido de gran cornamenta; nacela con bastoncillos; penca de nervio central con contario; personaje ataviado con pesado manto sosteniendo un objeto alargado que no reconocemos y caracterizado con el tipo de rostro tan propio del taller de Fuentidueña; tallo del que brotan dos zarcillos; espinario; tres peces, motivo como otros aquí reseñados idéntico al que encontraremos en el desplazado alero del castillo de Sepúlveda; penca de nervio central hendido; descabezado felino recostado; entrelazo similar a los anteriores; tallo doble incurvado en forma de “S” con dos lises, recordando motivos de iniciales miniadas y que es repertorio del taller de las cabeceras de Fuentidueña; nacela con finos rollos; nacelas escalonadas, y roleo en “S” con lises. Continuaremos la descripción de los canes del muro meridional, esta vez de oeste a este: desgastada serpiente enroscada; nacela con finos rollos; muy erosionado personaje frontal, ataviado con un pesado manto; crochet de nervio central doble y bordes lobulados; entrelazo de cestería similar a los del muro norte; figura humana alzando en ambos brazos sendos ramos rematados en lises, con la saya ceñida por cinturón y referente también en el alero de Fuentidueña; felino recostado; fémina sedente y desnuda salvo el calzado, con las manos sobre el sexo y algo ante él que suponemos es una escena de parto, en asociación escénica con el siguiente; embarazada desnuda salvo la toca y el calzado, llevándose las manos a su abultado vientre; arpía en tres cuartos, de larga cabellera; juglar tocando la vihuela de ocho cuerdas con arco, asociado al siguiente; bailarina de cabello recogido por cofia con los brazos en jarras; basilisco; descabezado personaje apoyado en un bastón “en tau”; áspid, serpiente enroscada con monstruosa cabecita felina, que remite a modelos abulenses que encontramos también en Turégano, Fuentidueña, Madrona o Perorrubio; grotesco personaje de aire entre simiesco y demoniaco, con garras y dos mechones bajo el cuello, enmaromado por sus tobillos y asiendo con ambas manos la soga, que recuerda similares asuntos en Fuentidueña, San Millán, La Trinidad y San Juan de los Caballeros de Segovia y San Vicente, etc. de Ávila; músico sedente tocando la viola con arco; bailarina o acróbata relacionada con la figura anterior, similares a motivos de Fuentidueña; hoja picuda de helechos; tallo en “S” invertida con lises; torso de personaje con las manos sobre el pecho, ataviado con saya y grueso manto, o quizás ropas talares; abad u obispo con casulla y capa sosteniendo lo que parece un fracturado báculo y la diestra sobre el pecho; fracturado; felino recostado; descabezado personaje ataviado con pesado manto de pliegues plisados; crochet de nervio central con contario; personaje sedente leyendo un libro que sostiene sobre sus rodillas; sirena femenina de cabellera partida con su diestra sobre el mentón y alzando su cola con la otra; músico tocando una siringa. En estos sesenta canes, como repetidamente señalamos, se despliega buena parte del repertorio y maneras del taller que trabaja en la ornamentación exterior de los ábsides de San Martín y San Miguel de Fuentidueña, con la característica definición de escamas y plumajes, o la construcción algo cuadrada de los rostros, con marcadas arrugas nasolabiales, pupilas y orificios nasales trepanados, rictus de los labios ora recto, ora sonriente, cabelleras de mechones paralelos y peinados a cerquillo. Entre las indumentarias, retendremos los pesados mantos de pliegues tumbados y plisados, que como otros de los rasgos de estilo parecen inspirarse en formas abulenses (San Vicente), no necesariamente de modo directo, pues los hallamos en otros edificios de la capital segoviana (San Millán, San Sebastián, San Juan de los Caballeros). La marca de este estilo quedó grabada, en Sepúlveda, en el desmembrado alero hoy repartido entre la cripta de la iglesia de San Justo y el castillo. La galería que envuelve las fachadas meridional y occidental de la iglesia es algo posterior a la nave, y fue prácticamente reconstruida durante la restauración de los años setenta del siglo XX. Gracias a fotografías anteriores a esta intervención podemos comprobar tanto la necesidad de la misma como su anteriormente alterada disposición, lo que explica ciertas irregularidades iconográficas. En su remonte se mantuvieron los arcos que, aunque cegados, se encontraban “in situ”, completándose el resto en función de los capiteles exentos y entregos. La panda de los pies, como en la iglesia soriana de Andaluz o en El Salvador de Sepúlveda, debió ser siempre ciega, sólo dotada del acceso que se reconstruyó; el acceso oriental a la galería se liberó con la demolición de la sacristía adosada al sur del presbiterio que lo cubría. Se estructura así con una portada aproximadamente alineada con la de la iglesia, cuatro arcos de medio punto con chambranas abilletadas, sobre dobles columnas de fustes pareados y otros seis hacia los pies de idéntica traza, todos sobre basas áticas de toro inferior aplastado y con lengüetas, sobre finos plintos. Los cimacios repiten la delicada ornamentación de roleos acogiendo brotes en sus meandros. Cuenta el atrio con tres portadas, de las que la occidental -prácticamente rehecha en la restauración- y la oriental muestran idéntica tipología, con arcos lisos de medio punto, y dos arquivoltas achaflanadas, la interior con greca plisada en zigzag y arquitos secantes, los dos perlados, y la externa con rosca ornada con círculos perlados secantes. En la oriental, hasta la intervención oculta por la demolida sacristía, se conservan los capiteles de las columnas acodilladas, vegetales a base de acantos muy recortados y rizados en la corona superior, similares a otros del pórtico de Perorrubio y de la portada de Castroserna de Arriba. Mayor interés presenta el acceso meridional, con su arco polilobulado ribeteado por banda perlada y dos arquivoltas, la interior con bocel entre medias cañas y la otra con nueva mediacaña y clípeos perlados secantes. De las columnas que se acodillan en las jambas apenas podemos distinguir la decoración vegetal de sus capiteles, aunque la tipología del arco nos refuerza las relaciones de esta iglesia con las de Sotillo, Castroserna de Arriba, El Olmo, Turrubuelo o la alcarreña de Villacadima. Los doce capiteles dobles que coronan las columnas, cuatro entregos y el resto exentos, constituyen uno de los conjuntos más llamativos de la escultura del norte de la provincia. El primero de ellos, en lectura de los pies a la cabecera, recibía una hoy destrozada pareja de felinos de lomos arqueados y largas patas, mientras el que sigue es una cesta lisa fruto de la restauración. El tercero, espléndido, es vegetal, con grandes hojas de acanto de fuertes escotaduras y espinoso tratamiento, que acogen piñas en sus puntas, recordándonos una destrozada cesta del pórtico del Salvador de Segovia y otra del de San Pedro de Gaíllos. Tras él hallamos uno de los dos dedicados en el pórtico al ciclo de la Infancia de Cristo, auténtico icono del taller y uno de los más hermosos del románico segoviano. Organiza la composición dentro de un marco arquitectónico, donde las figuras se encuadran en una arquería sobre finas columnillas de capiteles vegetales, siendo en el ritmo de dos arcos por cara de medio punto los laterales y rebajados los de los frentes. El sentido de lectura es el contrario al de las agujas del reloj, iniciándose ésta con una combinación de la Anunciación y la Visitación donde, por exigencias compositivas, el arcángel aparece solo, dirigiéndose a una María ya fundida en el abrazo con Santa Isabel. En el frente que mira a oriente se desarrolla la Natividad, con Jesús en la cuna recibiendo el calor del buey y la mula y sobre él un sorprendente ángel turiferario de acaracolados cabellos, túnica de abarrocados plegados y magnífico despiece de alas que emerge de una nube apoyándose en la columnilla central y proyectando su incensario hacia el lecho donde yace María. Este brusco movimiento del incensario genera una línea de tensión que conduce la mirada hacia las figuras de la parte derecha de la escena, bajo otro ángel turiferario pareja del anterior, que con su diestra hace ademán de levantar el a modo de lienzo que simboliza la cueva de Belén. Allí, en un lecho y cubierta por un paño que cae en pesados pliegues en tubo de órgano resueltos en cola de milano, se encuentra la Virgen, acompañada de dos mujeres veladas, sin duda las parteras Salomé y Zelomí de que hablan los apócrifos Protoevangelio de Santiago XVIII-XX y Evangelio del Pseudo Mateo XIII-XIV, fuentes de inspiración del escultor. Tras María, en la cara interior del capitel, se dispone San José, sentado en una silla ornada con prótomos y garras de felino y como es habitual con aire ausente, una mano en el mentón y la otra apoyada en un bastón “en tau”. Tras la columnilla, la figura que completa esta cara corta es la de un pastor, ataviado con capa con caperuza y acompañado por tres diminutas ovejas, esencialización del anuncio o adoración de los pastores que, por motivos compositivos similares a los de la Anunciación, queda reducida a la mínima expresión. La conversación entre dos personajes que ocupa el frente occidental de la cesta, uno de pie y cubierto con caperuza y el otro en el trono, coronado y con poblada barba de bucles acaracolados, la interpretamos como la información recibida por Herodes de manos de uno de los príncipes de los sacerdotes judíos, que desencadenará la Huida a Egipto y la Matanza de los Inocentes. Refuerza esta idea la cola demoníaca que surge del vestido del judío, que imaginamos no luce el bonete gallonado característico para no crear confusión respecto a la figura de San José del capitel de la Epifanía, que debía formar pareja con éste aunque hoy se encuentre desplazado al otro lado del pórtico. Siguiendo el orden actual, vemos en la siguiente cesta seis parejas de aves afrontadas picando racimos que brotan de los tallos que actúan como eje de simetría de las aves, dividiéndose en dos ramas resolviéndose en brotes acogollados y enredándolas. Destacamos en él el soberbio tratamiento de los plumajes y, en general, la espléndida factura, que contrastamos en el capitel siguiente, ornado con una maraña de tallos entrelazados con brotes incurvados. El capitel entrego de este lado se orna con ocho arpías aladas de rostro de efebo y cuerpo escamoso resuelto en cola de reptil que se enreda en una de sus patas, con pezuñas de cabra. Al este del acceso se inicia la serie con dos mutiladas aves en actitud de ataque, con las alas semidesplegadas, sobre un fondo de acantos similares a los antes descritos, con fuertes acanaladuras y puntos de trépano. Le sigue una espléndida cesta con cuatro parejas de cápridos rampantes ramoneando los brotes que coronan los tallos que los envuelven, demostrando el escultor un notable tratamiento de las texturas. Dos capiteles con similar temática aunque dispar ejecución los encontramos en el atrio de San Lorenzo de Segovia, y otro en la galería de San Juan de los Caballeros, si bien es cierto que en ambos casos su lastimoso estado no permite profundizar en las relaciones. El capitel siguiente contiene el tema de la Epifanía, por lo que su primitiva ubicación debía ser inmediata al de la Natividad antes descrito. Repitiendo la composición bajo arcos y también en el sentido contrario al de las agujas del reloj, surge la duda de si las figuras de los tres magos a caballo constituye el inicio o el final de la narración, según se considere el viaje de los reyes hacia Belén o su partida eludiendo el encuentro con Herodes, pues falta la estrella que lo dilucidaría. Preferimos sin demasiada convicción el segundo supuesto, pues el gesto de los dos primeros magos en la ofrenda, señalando hacia lo alto con sus dedos índices extendidos, pudiera encerrar una velada alusión al astro guía, demostrada como antes quedó la capacidad de síntesis del escultor. Iniciando así la lectura, como en el otro, por la cara corta, en este caso la interior del pórtico, vemos a estos dos primeros magos de pie, señalando a lo alto y portando en sus manos veladas las redomas con las ofrendas. En el frente occidental, el rey más cercano a la Sagrada Familia realiza la genuflexión mientras se dirige al Niño, quien, sentado sobre la pierna izquierda de su madre, extiende un fracturado brazo hacia el oferente, mientras en la otra mano sostiene un libro. María, sentada en un trono ornado con prótomos de felino, porta velo y corona y se atavía con túnica y manto, levantando en su diestra una flor, con una disposición y tratamiento que la aproxima más a las tallas del primer gótico que a la tradicional imaginería mariana románica. En las roscas de los arcos que albergan a los magos se grabaron, en letra carolina mezclando mayúsculas y minúsculas, probablemente contemporánea o no muy posterior a la de la labra del capitel, los letreros que identifican a los reyes, con un error que duplica a Gaspar y elide a Baltasar: mechior / Japar / Gaspar. Además, en la enjuta del arco, una enigmática inscripción reza: histas literas (estas letras), mientras que en el astrágalo vemos otra que dice: abas abate; todas parecen grabadas con posterioridad y cierto descuido. Siguiendo con la lectura, tras la Virgen y el Niño vemos a San José, nuevamente en actitud ausente, apoyado en un bastón y ahora tocado con su tradicional bonete gallonado. Completan la escena los tres magos a caballo, como antes señalamos quizás eludiendo el encuentro con Herodes. En caracteres medievales se grabaron las letras AV junto a uno de los reyes, leyéndose en caracteres más modernos el letrero “cavallo” sobre la grupa de una de las monturas. Luego viene un capitel con cuatro centauros sagitarios disparando sus flechas contra híbridos de cuerpo alado de reptil, colas enroscadas, pezuñas de cabra y monstruosas cabezas felinas, en algún caso de mechones llameantes; en el capitel entrego que finaliza la serie, por desgracia muy mutilado, asistimos al combate entre un guerrero que acaba de desmontar, vestido con cota de malla que le protege totalmente y armado con un gran escudo, clava su espada en un felino rampante de cuerpo escamoso. Resta por describir el abarrocado alero del atrio, donde la decoración, lastimosamente conservada, se extiende a los canecillos y metopas. En los primeros podemos adivinar una notable calidad de ejecución pese a lo desgastado del relieve, que decae en las cobijas, talladas en reserva. Junto a los recurrentes florones en estas últimas, encontramos varias asociaciones escénicas como la formada por un músico que entrecruza las piernas, otro tocando la vihuela, una juglaresa con un pandero, un acróbata y una bailarina. Pero sobre todo destacan las escenas extraídas del ciclo de los meses, a modo de fragmentario y deslabazado mensario, relacionado por Castiñeiras con los alcarreños de Beleña de Sorbe y Campisábalos. Reconocemos así la poda de la viña, la siega de la mies, un jinete con halcón, un rústico calentándose al fuego acercando a la lumbre un pie desnudo mientras alza un atizador, otra figura ricamente ataviada sentada ante una mesa, una posible matanza del cerdo, un labriego transportando al hombro un carnero, otro conduciendo a los cerdos, otro con una azada, un personaje trasegando un líquido, y otro bebiendo. Junto a estos temas vemos un escena de caza, con un peón haciendo sonar el olifante mientras empuña una lanza, acompañado de dos lebreles y que debe relacionarse con el ciervo de gran cornamenta de otra metopa, un destrozado jinete, y un posible avaro, con una voluminosa bolsa al cuello y sobre un florón. Entre los combates, vemos en un canecillo cómo un infante clava su lanza en un mascarón monstruoso que atrapa con sus fauces uno de sus pies, idéntico motivo y tratamiento que volveremos a encontrar en el alero del pórtico de Sotosalbos; un peón con cota de malla, protegido por casco, escudo y espada, alanceando a un felino; un Sansón desquijarando al león; la lucha de dos infantes, uno con lanza y el otro a espada; otros alanceando híbridos de largos cuellos, uno de cabeza cornuda; un mascarón felino devorando una presa. Entre los animales, distinguimos un pavo real, el prótomo de un bóvido, un dromedario y dos felinos pasantes, mientras que entre los híbridos, hay arpías encapuchadas, otras masculinas de largos cuellos, grifos, etc. Finalmente, además de algunos bustos y un destrozado demonio, otros reciben motivos vegetales, como los recurrentes florones y tallos en medallones, o acantos helicoidales. Domina pues en este alero, como es habitual en los casos parangonables de San Juan de los Caballeros o San Millán de la capital, Sotosalbos o Sotillo, la temática profana, mezclándose el mundo de lo cotidiano, sobre todo actividades agrícolas y ganaderas, con la fauna real o fantástica y los combates. Como anecdótica se presenta la figuración de Sansón y el león, triplicada en la decoración de la iglesia. Además de la clave de bóveda antes citada, hay varios restos escultóricos dispersos por el interior de la iglesia. Junto a la portada occidental se conserva una capitel doble descontextualizado, entrego, labrado por tres de sus caras y que debe proceder del atrio, aunque no sepamos encontrarle un lugar certero en la actual disposición del mismo. En su destrozado frente se repetía el duelo de jinetes que blanden lanzas, de los que apenas restan los cuartos traseros de los caballos, aunque sí la pareja de peones que los acompañaban, ambos armados con mazas y escudos y vestidos con cota de malla. Sobre los jinetes se grabaron sendas inscripciones casi irreconocibles por el cemento que las cubre, aunque en una creemos leer DOMINUS. Sus medidas son 52 cm de frente por 44 cm de alto y 30 cm de ancho. Junto a la cabecera, además, encontramos un capitel de esquina de hojas alargadas resueltas en cogollos y aire gotizante, un fragmento de basas corridas con lengüetas y un rudo capitel de hojas cóncavas con piñas, labrado por sus cuatro caras al estilo de los de los parteluces de las torres. Junto a las inscripciones ya señaladas, son muy numerosos los letreros y grafitos en todas las superficies del templo, y especialmente en el pórtico. Reflejamos así la que reza “angelus” sobre el situado encima del Niño del capitel de la Natividad, amén de otras ilegibles, como la emplazada en la basa del capitel de los cápridos. Junto a otros grafitos claramente modernos, y aunque cronológicamente excede de largo el objeto de este estudio, señalemos la presencia en uno de los sillares del ábside de dos inscripciones. La primera de ellas, fragmentaria e inacabada, reza: EN EL AÑO DE 1557 A (invertida) / BO, y parece una mala copia de la otra, muy gastada, donde leemos: A CATORCE dE / dYCYENBRE dE 1647 / AÑOS YZO GRAN / DE ABENYD(A) DE RY / O(S) EN ES(¿paña?). Ya para finalizar, digamos que es patente el carácter avanzado de la arquitectura de La Asunción de Duratón en la solución de las cubiertas de la cabecera, cuya tipología nos lleva a unas fechas a caballo entre los siglos XII y XIII. Encontramos algunos ejemplos parangonables de estos abovedamientos aún dubitativos en el tardorrománico castellano y leonés, sobre todo en la cabecera de San Pedro Apóstol de Perdices (Soria) y, denunciando una mayor madurez, en las también sorianas de San Bartolomé de Ucero o San Juan de Rabanera y San Nicolás de la capital, la de Santa María de Arbas del Puerto (León) o La Magdalena de la ciudad de Zamora, edificios todos cuya cronología se inscribe entre los últimos años del siglo XII y las primeras décadas del siguiente. La cubrición de la nave se acabó realizando a una altura notablemente superior a la de la cabecera, dejando así un muro volado sobre ésta que permitió la actual y curiosa vertiente oriental del tejado. Pero sobre todo es el apartado escultórico el que ha dado justa fama a la iglesia de Duratón, al ser considerada como cabeza o núcleo primitivo de un prolífico taller que de esta iglesia toma su nombre, según la documentada opinión de Ruiz Montejo. Y bien es cierto que el repertorio formal antes descrito parece funcionar como referente para buen número de pequeños templos de las comarcas aledañas, con una dispersión de sus artífices por los valles de la vertiente norte de la Sierra de Guadarrama que les hará entrar en contacto con maneras de hacer bien diversas, de raigambre leonesa meditada en lo abulense en unos casos, burgalesa, soriana o aragonesa en otros, así como con artífices formados en otros focos de la provincia como sobre todo el de Fuentidueña, del que como señala la citada autora, pueden rastrearse claros influjos en la propia iglesia que nos ocupa. Aceptando lo anterior, quisiéramos introducir un matiz respecto a tal caracterización, pues, a nuestro juicio, más que un “taller de Duratón”, vemos en la iglesia una sucesión de tres talleres escultóricos distintos, siendo reconocible en cada uno de ellos unas formas características, una mano rectora del estilo o “maestro principal” y unas fuentes de inspiración diversas. El primero de ellos aborda la decoración de la cabecera, y en él destaca la figura del llamado por Inés Ruiz “Maestro de la Epifanía”, responsable del capitel de tal asunto, la lucha de jinetes, y los de las ventanas con un rabelista, Sansón y el león y los grifos. Otros como las esfinges o el personaje mesándose las barbas mantienen cierta calidad, mientras que en el resto ésta va decayendo hasta llegar a lo burdo en algunos casos, aunque el gran desgaste del relieve dificulte el análisis. El segundo taller que trabaja en la iglesia realiza las dos portadas, la magnífica serie de canecillos de la nave y, probablemente, la ventana del hastial occidental, aunque aquí la erosión vuelve a entorpecer la aproximación. Estos artífices, al menos dos, creemos se formaron en las cabeceras de San Miguel y San Martín de Fuentidueña, impregnándose allí de resabios abulenses. A éste sucede un tercer equipo de escultores, responsables de la ornamentación del pórtico, donde vuelve a ser neta la presencia de un buen cincel -el “maestro de la Epifanía” de Ruiz Montejo- en la mayor parte de los capiteles y canes, junto al menos otras dos manos más inexpertas en el resto de piezas, rozando incluso la rudeza en algunas de las metopas. Una huella de este último taller la creemos encontrar en los capiteles y cornisa del atrio de San Lorenzo de la capital. La concatenación de estos estilos escultóricos, que lógicamente iría supeditada al curso de la obra arquitectónica, no parece dejar grandes cesuras temporales. Por ello, si aceptamos las últimas décadas del siglo XII para la cabecera, con su novedosa solución de cubierta, y los años finales de la misma centuria o primeros de la siguiente para la nave, la finalización de la galería porticada bien podría encuadrarse en las primeras décadas del siglo XIII, pues aunque en las formas parecen surgir ya dejes gotizantes, lo sustancial de las mismas se pliega a los preceptos de una rigidez bien románica. Se presenta así esta iglesia de Duratón, por ese carácter de punto de encuentro de tradiciones decorativas, como fundamental para entender buena parte de los motivos que llenarán el tardorrománico segoviano hasta los años finales de la decimotercera centuria, y ello tanto por la calidad de sus producciones como por el amplio repertorio formal que utiliza, auténtica fuente icónica para los talleres menores.