Identificador
31000_0125
Tipo
Formato
Fecha
Cobertura
Sin información
Idioma
Autor
Sin información
Colaboradores
Bibliothèques d' Amiens Métropole
Derechos
Edificio Procedencia (Fuente)
Localidad
Pamplona / Iruña
Municipio
Pamplona / Iruña
País
España
Edificio (Relación)
Provincia
Navarra
Comunidad
Navarra
País
España
Descripción
UNA DE LAS REALIZACIONES más ambiciosas de la miniatura románica en Navarra la constituye, sin lugar a dudas, esta Biblia, que fue encargada por el rey Sancho el Fuerte (1194-1234) a Ferrando Pérez de Funes, quien la concluyó en 1197. Dice así el colofón del folio 256v: Explicit hic liber deo gratias quem lustrissimus sancius rex navarrae filius sancij nobilissimi regis navarrorum. fecit fieri a ferrando petri de funes et ferrandus petri composuit hunc librum ad honorem domini regis, et ad preces ipsius prout melius potuit, precipue ut omnipotensis dei amorem adquirat. Et eiusdem regis Sancij possit gratiam invenire. Fuit autem consumatus. hunc librum. Era M.CC.XXX.V. Anno ab incarnatione dominj.M.C.LXXXX.VII. Aunque no nos han llegado muchos datos de este personaje, Ferrando Pérez de Funes, sí sabemos que antes de este encargo regio había desempeñado cargos importantes tanto en el ámbito eclesiástico como en el civil. Así, había sido nombrado en 1187 arcediano de Berberigo en la Catedral de Calahorra. Inmediatamente después figura como escribano de la Chancillería Real y en 1192 el rey Sancho el Sabio, padre de Sancho el Fuerte, le nombra canciller, cargo que desempeñó hasta 1194. Tres años después aparece al frente de la ejecución de esta Biblia. Se trata de un ejemplar muy singular, ya que su auténtico contenido no lo constituye un texto ilustrado, como hasta entonces había sido lo más habitual en el panorama de las Biblias europeas, sino que consiste en un verdadero libro de imágenes. Estas ocupan toda la página mientras que el texto queda reducido a un breve comentario explicativo de aquéllas, relegado a los márgenes superior e inferior. Además su temática rebasa la de los libros bíblicos, ya que incluye también otros asuntos tomados de vidas de santos, textos apócrifos y otros escritos. Este tipo de libro de imágenes, que en la Península inaugura el códice que comentamos, en realidad comienza a difundirse también en Francia y en Inglaterra hacia 1200 y estuvo destinado a la instrucción religiosa y a los ejercicios de devoción de los laicos, como ponen de manifiesto varios ejemplares que nos han llegado de esta época (DELISLE, 1983). Citaremos, entre otros, la magnífica Biblia historiada (Manchester, The John Rylands Library, Ms. French, 5) toda ella figurada, realizada en el Norte de Francia a principios del siglo XIII, de la que por desgracia sólo conservamos un fragmento, o el ejemplar (La Haya, Bibl. Regiae, Ms. 76 F.5) llevado a cabo en la abadía benedictina de Saint Bertin pocos años antes, hacia 1200. La Biblia de la colección Huth (Chicago, Art Institute, Ms. 1915.533), de procedencia franco-flamenca, es ya algo posterior, de hacia 1250 (FAWTIER, 1923 y HULL, 1995). Otros varios ejemplares, del siglo XIV, podrían mencionarse. Ni que decir tiene que esta clase de libros para ver, en los que se pone el énfasis principalmente en la imagen por encima del texto, constituye uno de los aspectos más renovadores en la historia del libro ilustrado medieval; en ellos se invierte la relación de texto-imagen por la de imagen-texto. Es muy significativo el hecho comprobado de que en varios de estos manuscritos los textos no se añadieron hasta que se completó el ciclo de miniaturas, e incluso sabemos que, en ocasiones, estas leyendas fueron pensadas y compuestas después, en función de las imágenes. No obstante, no parece que este fuera el caso de la Biblia de Pamplona, en la que según F. Bucher, su principal estudioso, los textos formaron parte del plan inicial de la obra, aunque ello no obsta, como venimos diciendo, para que el libro haya sido concebido en primera instancia más como un libro pictórico que como una compilación de escritos (BUCHER, 1970). Originalmente el códice contenía doscientos setenta y cuatro folios de pergamino, todos ilustrados con miniaturas, en las que predomina la línea sobre el color, utilizándose preferentemente el amarillo, verde, rojo y azul y algo de violáceo. También se empleó en ocasiones el oro, sobre todo para el nimbo y la cruz de Cristo, o cuando lo requería el tema, como el caso del “Becerro de oro” (fol. 52v). Las composiciones son enormemente sencillas y se distribuyen según la relevancia que el ilustrador ha querido otorgar a los diferentes asuntos. Los temas más emblemáticos ocupan un folio entero, mientras el resto se agrupa de dos en dos por página, separados generalmente por una tenue línea horizontal. El programa ilustrativo integra los tres grandes ciclos temáticos que hemos mencionado, el Antiguo Testamento, el Nuevo Testamento y las vidas de los santos, y se añade al final un corto ciclo apocalíptico. En cuanto al Antiguo Testamento, la mayoría de los episodios fueron tomados del libro del Génesis, seguido después del Éxodo, Números, Josué, los Jueces, los cuatro libros de los Reyes, Daniel, Judit, Jonás, Tobías e Isaías. Es decir que, en líneas generales, se han seleccionado para su ilustración los libros más densamente ilustrados también en las Biblias hispanas castellano-leonesas altomedievales, cuyos ejemplares mas notables son la Biblia de Valeránica del año 960, la Biblia de León de 1162 y el ejemplar de San Millán de la Cogolla de principios del siglo XIII (SILVA Y VERÁSTEGUI, 1999). Todos los grandes temas en ellas representados desde la caída y expulsión del Paraíso, el sacrificio de Isaac, Moisés y Aarón ante el faraón o las plagas de Egipto, el paso del Mar Rojo, Moisés recibiendo la Ley en el Sinaí, la adoración del Becerro de Oro, la conquista de Jericó, los reinados de Saúl, David, y Salomón, o las actuaciones de los profetas, sobre todo de Elías y Eliseo, y Daniel, entre otros, se encuentran en la Biblia de Pamplona. Aunque a juzgar por el número de ilustraciones, muy superior al de aquéllas, las fuentes visuales en las que se inspiraron los artistas de nuestro códice debieron de ser muy variadas, no descartamos que en ocasiones se hubieran servido de alguno de los modelos mencionados. Nos resulta enormemente significativo, por ejemplo, la abundancia de escenas relativas a la muerte de los principales protagonistas de las historias bíblicas -Noé, Sara y Abrahán, Jacob, María, Aarón, Josué, Samuel, David, Salomón, Ocozías, Benadad y Eliseo- para las cuales se repite el mismo cliché. El personaje se dispone recostado en una cama, con la cabeza reclinada en un almohadón y una colcha cubre el resto del cuerpo, mientras sus parientes lloran su muerte dispuestos alrededor del lecho. Es el mismo modo como figura la muerte de Moisés, de Josué o de Elezear en las Biblias del año 960 y 1162, y muy parecido también a las del ejemplar de San Millán que representan una escena similar pero con el lecho vacío (SILVA VERÁSTEGUI, 1999). Llama la atención que los artistas de la Biblia de Pamplona utilicen el mismo tipo de escena cuando se trata de representar el entierro, ya que la iconografía hispana disponía, al menos desde el siglo XI, de la imagen mucho más apropiada y difundida, para el sepelio, del sarcófago. La muerte de Sara (fol. 12v) y su entierro (fol. 13), que por su colocación en página forman dos escenas sucesivas, son ambas similares, y lo mismo ocurre con la muerte y el entierro de Jacob (fol. 37) o el sepelio de Saúl (91v). En cambio, los israelitas trasladan el cuerpo de José llevando el sarcófago sobre sus hombros, acompañados por la multitud (fol. 47v). Una escena muy elocuente es el milagro de un hombre muerto que es arrojado al sepulcro de Eliseo y resucita al contacto con sus huesos (fol. 131v). El Nuevo Testamento contiene un número muy inferior de miniaturas con respecto a las que figuran en el Antiguo y solamente se ilustró el Evangelio. Éste se inicia con las Genealogías de Cristo (fols. 159-166) inspiradas en los textos de Mateo que han influido en su iconografía al disponerse, siguiendo el enunciado escriturístico (X genuit Y), las figuras del padre, de gran tamaño, siempre sentado y de su hijo -un niño- que adopta distintas variantes, ya sea en pie al lado o en su regazo, o bien jugando ambos. Para Baschet, esta disposición no tiene paralelo en Occidente más que con las Genealogías pintadas hacia 1200 en la sala capitular del monasterio aragonés de Sigena (BASCHET, 2000). Sigue a continuación un breve texto que marca, en realidad, el comienzo del Nuevo Testamento, si bien la primera escena se inspira evidentemente en un escrito apócrifo pero que muy pronto cuajó en una de las grandes festividades litúrgicas dedicadas a la Virgen en el calendario romano, la de su Natividad (fol. 166v; WALKER, 1998). El tema, que ocupa el folio entero, se representa con gran economía de medios. En la mitad del folio hacia abajo aparece Santa Ana, la Madre de la Virgen, recostada en la cama, con la cabeza apoyada en doble almohadón y cubierta con una colcha. Detrás figura María, flotando en el aire, envuelta en fajas como un recién nacido. Es otra de las escenas standard que se repite constantemente en la Biblia de Pamplona, en la que se observa una notable preferencia por la representación del nacimiento de los grandes protagonistas de la historia bíblica. Así aparecen figurados el nacimiento de Isaac (fol. 10v), Esaú y Jacob (fol. 15v), José (fol. 22v), Moisés (fol. 39), o Salomón (fol. 96), pero en esta serie siempre se incluye la figura del padre en la cabecera, a quien se le confiere un gran tamaño, y, en ocasiones, la de una partera a los pies, lo que se omite en el Nacimiento de la Virgen. Tras esta escena comienza el ciclo de la Vida de Infancia que abarca desde la Anunciación hasta el Niño en el Templo sentado en medio de los doctores. Especial relevancia se ha otorgado al Nacimiento de Cristo (fol. 168), al que se ha reservado un folio entero y en el que se ha integrado el anuncio del ángel a los pastores. El ilustrador aparentemente ha cometido un error al situar a San José, sentado apoyado en un bastón y con la otra mano en la mejilla, desplazado del lugar que debía ocupar, a los pies de la cama de la Virgen, y trasladado a la escena inferior frente a los pastores. Precisamente este error fue detectado unos años después, al obtenerse una nueva copia de este manuscrito y quedó corregido en la nueva versión, ofreciéndonos una imagen mucho más coherente del Nacimiento de Cristo. Sin embargo, es posible que la ausencia de la figura de José en la Biblia primera fuese intencionada al remarcar también de esta manera que el patriarca no engendró al Niño. El ciclo de la Vida Pública se inicia con el Bautismo en el Jordán (fol. 170v) y se pone el énfasis sobre todo en los milagros, aunque tampoco faltan escenas de la predicación, como la elocuente parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro que adquiere un amplio desarrollo a lo largo de tres folios (fols. 178v- 179 y 179v). Escenas de gran belleza se disponen en el ciclo de la Pasión, en el que varias imágenes, como la Flagelación (fol. 186v), el Camino del Calvario con la cruz a cuestas (fol. 187v), la Crucifixión (fol.188), la lanza en el costado de Cristo (fol. 188v) y el Descenso de la Cruz (fol. 190), todas a página entera, constituyen auténticas estampas de devoción, sin duda una de las principales finalidades de la Biblia. Un episodio pocas veces visualizado en los medios artísticos es el que acompaña la muerte de Cristo, cuando el velo del Templo se rasgó en dos de arriba abajo y la tierra tembló, se abrieron los sepulcros y muchos cuerpos de los santos que habían muerto resucitaron (fol. 189), que, inspirado en Mateo 27, 51-53, ocupa también un folio. La glorificación de Cristo abarca varias escenas relativas al Descenso a los infiernos que aparece doblemente representado (fols. 192 y 192v), las Marías en el sepulcro (fol.194) que sigue la iconografía románica, las Apariciones a la Magdalena (fol. 194v) y, en diferentes ocasiones, a sus discípulos, concluyendo con la Ascensión a los cielos (fol. 199) y dos escenas de Pentecostés: María y los apóstoles reunidos en el Cenáculo (fol. 199v) y la llegada del Espíritu Santo en la que, ignoramos por qué razones, se ha omitido a la Virgen (fol. 200). Los episodios evangélicos concluyen con un corto ciclo dedicado a los últimos momentos de la vida de la Virgen, tomado evidentemente de fuentes apócrifas. Tras la Ascensión de Cristo, el apóstol Juan y un grupo de vírgenes quedan al cuidado de María hasta su muerte (fol. 200v). Ésta se representa siguiendo la iconografía bizantina de la koimesis (fol.201), muy extendida en toda Europa en la época: la Virgen yace muerta sobre la cama, con la cabeza apoyada entre almohadones y arropada por una colcha que deja el rostro al descubierto. Un grupo de apóstoles se sitúa a sus pies, mientras Cristo, representado a escala ostentosamente mayor, se lleva el alma de su Madre, representada por una pequeña figura de una niña, a los cielos, en presencia de un coro de ángeles que la acogen tendiéndole las manos. Sigue a continuación el entierro de la Virgen en el valle de Josafat (201v), pero la escena adolece de su sentido funerario, a lo que nos tienen acostumbrados sus ilustradores, ya que en lugar de haber figurado el sarcófago volvemos a ver de nuevo a la Virgen tendida en la cama. Las vidas de los santos se inician con una espléndida imagen del arcángel San Miguel alanceando el dragón (fol.202), según una de sus iconografías mas difundidas en la época. El arcángel viste la loriga y el almófar, el traje guerrero propio del momento histórico en el que se compuso la Biblia, y lleva nimbo, protegiéndose con un escudo oblongo, mientras su lanza rematada por una cruz atraviesa el cuello del dragón. Se trataba sin duda también de otra imagen de devoción muy arraigada en Navarra y venerada por los reyes que veían en él al príncipe de las milicias celestiales. Siguen a continuación el martirio de San Juan Evangelista y su entierro (fol. 202v-203), la historia de San Juan Bautista desde el anuncio de su nacimiento a Zacarías en el Templo (fol. 203v) a su martirio por orden de Herodes (fol.205v), los martirios de San Pedro (fol. 206v) y de San Pablo (fol. 207), de Santiago y Josías (fol. 208), de San Andrés, Santiago el Menor, el entierro del apóstol Felipe, los martirios de Santo Tomas y de San Bartolomé, Mateo, Simón y Judas Tadeo, y de los evangelistas Lucas y Marcos. Esta iconografía de los martirios de los apóstoles, que tuvo tanto predicamento en Francia desde principios del siglo XIII, comenzaba entonces también a difundirse en la Península y tuvo notable expansión en una época en la que se puso especial énfasis en el Sacrificio Redentor de Cristo en la Cruz. Basta pensar en la multitud de imágenes que representan al Cristo de las Llagas y las Arma Christi. Ello puede explicarnos igualmente el gran desarrollo que en la Biblia de Pamplona se ha concedido a las escenas de martirios, desde el de San Esteban diácono a los numerosos que se produjeron durante las persecuciones en los primeros siglos del Cristianismo en todo el ámbito del Imperio Romano. Entre ellos destacan los que sufrieron martirio en la Península, como San Vicente (fol. 213v), los Santos Emeterio y Celedonio de Calahorra (fol. 215), Santos Facundo y Primitivo de Sahagún (fol. 215v), San Zoilo de Córdoba (fol. 216v), los Santos niños Justo y Pastor de Complutum (fol. 216v), San Cucufate (fol. 217v), San Fructuoso de Tarragona y los diáconos Eulogio y Augurio (fol. 227), las Santas Justa y Rufina de Sevilla (fol. 235), Santa Leocadia de Toledo (fol. 238) o Santa Columba (fol. 240v). Tampoco faltan los mártires especialmente venerados en Navarra, como San Saturnino (fols. 214 y 214v), uno de los patronos de Pamplona, y las Santas Nunilo y Alodia (fol. 235v), que martirizadas muchos siglos después, en el año 840, por los musulmanes en Huesca, sabemos que fueron trasladadas al Monasterio de Leire donde se han venerado sus reliquias desde entonces. Esta serie puede resultar un tanto monótona ya que la mayoría de las escenas sigue un mismo prototipo: un verdugo ejecuta la condena en presencia de un testigo, que casi siempre es el monarca que dio la orden de la ejecución, la mayoría de las veces, salvo pocas excepciones, la decapitación. Algo más variada, pero mucho mas corta, es la serie dedicada a los santos confesores que inician las vidas de San Nicolás y San Martín (fol. 242v y 243). Del santoral hispano figuran un retrato de San Isidoro de Sevilla como autor (fol. 246v), sentado en su scriptorium rodeado de sus libros y una efigie de Santo Domingo de Silos (fol. 246v), a quien se le representa como restaurador de la iglesia de Santa María de Cañas, su pueblo natal. El santo había recibido este encargo del abad de San Millán de la Cogolla, monasterio en el que había ingresado y en el que ocupará después el cargo de prepósito hasta su destierro del reino de Pamplona por el rey García el de Nájera, como refiere su biografía. Concluye la Biblia de Pamplona con un corto ciclo de contenido apocalíptico, si bien su fuente de inspiración no se basó en el Apocalipsis de San Juan, a pesar de la enorme repercusión que tuvo este texto en los manuscritos del Comentario de Beato, famosos por sus numerosas ilustraciones. Según F. Bucher, los textos que acompañan estas últimas imágenes están tomados de la profecía de la Sibila Tiburtina y otros profetas como Isaías o Sofonías, pero también de los capítulos 24 y 25 de Mateo (BUCHER, 1970). El programa se centra en la llegada del Anticristo (fol. 249) que matará a los dos testigos que anuncian la venida de Cristo, Elías y Enoc (fol. 250), lo cual provocará enfrentamientos y persecuciones (fol. 250v). Pero al final el Arcángel Miguel dará muerte al Anticristo (fol. 251), los ángeles tocarán las trompetas y al sonido de éstas los muertos resucitarán (fols. 252 y 253). Entonces aparecerá Cristo Crucificado acompañado de sus ángeles para juzgar a la humanidad (fol. 253v). Los situados a su izquierda irán al infierno, representado en doble página (fols. 254v-255), mientras que los de la derecha serán acogidos en el Cielo figurado a modo de seno de Abrahán, pero en el que la figura del Patriarca ha sido sustituida por una enorme imagen de Cristo Rey, acompañado por ángeles, que protege en su regazo a los elegidos (fol. 255v). Un grupo de bienaventurados sentados en dos registros disfrutan del paraíso y cierran el libro (fol.256).