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Fachada occidental de Sant Pere de Besalú

Identificador
Sin información
Fecha
Cobertura
42.198056, 2.69875
Idioma
Autor
Arnaugir
Gerardo Boto Varela
Colaboradores
Sin información
Edificio (Relación)

Sant Pere de Besalú

Localidad
Besalú
Municipio
Besalú
Provincia
Girona
Comunidad
Cataluña
País
España
Ubicación

Sant Pere de Besalú

Claves
Descripción

Monasterio de Sant Pere de Besalú

 

Acceder hasta este notable edificio resulta sencillo desde cualquier extremo de la villa condal. Esta iglesia se ubica en el costado occidental de la villa amurallada de Besalú, iuxta muros castrum Bisulduni o infra castrum Bissilduni et flumen Fluvviani. La abadía benedictina suburbana ocupaba un triángulo delimitado por el curso del río Fluvià al Sur, el regato Ganganell al Noreste y por unas lindes desde la cabecera del arroyo hasta un punto más retrasado del Fluvià a poniente. El Ganganell segregó durante siglos los dos arrabales más inmediatos al castro militar (los barrios de Bell·lloch y Sant Vicenç) del área ocupada por el monasterio benedictino y su emergente suburbio. Este torrente, canalizado ya en el periodo plenomedieval y que discurre por debajo de la actual calle homónima, se pasaba en las inmediaciones de la iglesia de Sant Pere con un pequeño puente en el que comenzaba el camino que se dirigía a Olot. El atrio de la abadía contenía el gran cementerio local, de destino prescriptivo para la población. Vaciado ese camposanto en dos momentos (siglo xii y siglo xix), resultó la plaza que hoy rodea la iglesia por sus costados septentrional y occidental; la explanada del lado sur es consecuencia de la funesta destrucción del claustro y sus dependencias en el siglo xix. Como consecuencia, del monasterio y el atrio de Sant Pere solo permanece hoy el excelente hospital de Sant Julià.

 

El establecimiento fue fundado en 977 por el conde bisuldinense y, al tiempo, obispo de Girona, Miró Bonfill (968-984), quien promocionó la obra durante los años finales de su vida. Miró instaló el monasterio sobre la germinal iglesia de Sant Pere, Sant Pau i Sant Andreu, extramuros del castrum condal. El acta fundacional, redactada por el propio prelado, establece que el nuevo cenobio –como también la canónica de Sant Miquel i Sant Genís, fundada por el mismo Miró entre 974 y 978 infra muros castri Bisuldini quedará sometido directa y exclusivamente a la autoridad de San Pedro de Roma. La abadía se erigía como alodio propio del “señor Papa, para que quede bajo su protección y defensa, de modo que ningún rey, ni duque, ni conde, ni eclesiástico o laico, ni en honor suyo obtenga ningún dominio por la fuerza”. Así quedó fijada en la bula de Benedicto VII (979), en la que concedía a los monjes elegir soberanamente a su abad, eximido de toda autoridad o jurisdicción salvo la papal

 

Con la salvedad de un episodio simoniaco protagonizado por el conde Guillem el Gras entre 1020 y 1029, tras la trágica muerte de Bernat Tallaferro, los condes no cuestionaron la exención y la autoridad espiritual y administrativa del abad de Sant Pere. A la sumisión directa a San Pedro de Roma, Miró había añadido la potestad jurídica. La abadía gozaba de inmunidad ante la justicia ordinaria y la exención del pago de tributos. Estos privilegios siguieron vigentes hasta el reinado de Felipe II. Al poseer dispensa legal, los abades constituían sobre el papel la única autoridad legítima a la que debían atenerse los habitantes de su suburbio y del señorío monástico. A pesar de ello, ya en el siglo xi el gobierno del monasterio estuvo afectado por perturbadoras tensiones.

 

El segundo sínodo reformista convocado en Girona, en 1076, fue trasladado y celebrado en Besalú, por predisposición del conde Bernat II de Besalú (1066-1097), en 1077. El conde se declaró partidario de la reforma y adalid de San Pedro de Roma, piadosas medidas que debían servirle para encontrar respaldo papal en su confrontación contra el simoniaco clan condal de Cerdeña, pero también para enmascarar las turbias alianzas de Bernat con la abadía de San Víctor de Marsella. Después de haber cedido Ripoll y Sant Joan de les Abadesses, el conde otorgaba a los marselleses también la gestión de Sant Pere de Besalú y Sant Martí de Les. Implícitamente, el papado no se oponía a la constitución de congregaciones de monasterios, y en estos casos, a la vinculación de abadías y canónicas catalanas a grandes establecimientos ultrapirenaicos (Aviñón, Marsella, Moissac, La Grassa o Tomières). Es más, la favoreció como medida preventiva para atajar el carcoma de la simonía, en particular los nombramientos fraudulentos de abades. Con todo, en Sant Pere de Besalú el dominio de San Víctor duró sólo una década. Ya en 1086 figura un nuevo abad, y no sólo un prior. La exención se recobró invocando la bula de Benedicto VII (979).

 

Con todo, la relación de Sant Pere de Besalú con el Vaticano fue privilegiada. De hecho, pesó más en la titularidad del templo más que la posesión de las reliquias de los mártires Primo y Feliciano, aunque con la advocación de san Pedro y san Primo se alude a este monasterio en la documentación de fines del siglo x. Las reliquias de los mártires llegaron a Besalú, presuntamente, el 24 de septiembre de 978, procedentes acaso de Agen, San Benedetto in Alpe (Alta Romagna) o Leggiungo (Varesse), o de la misma Roma. No puede aseverarse, aunque parezca factible, que Miró visitara los relicarios de Primo y Feliciano en Santo Stefano Rotondo cuando itineró a Roma en 979. Con este viaje a la capital papal pretendía y logró una bula papal que incorporara a su dominio a la abadía bisuldinense, amén de otros beneficios.

 

Nada sabemos del lugar de instalación de las reliquias de los santos. En todo caso, no hay ningún indicio de que su presencia y veneración en Besalú impeliera la construcción de una cripta, ni en la primera iglesia obrada en el último cuarto del siglo x, ni en el edificio románico del siglo xii. Esta ausencia contrasta con los proyectos arquitectónicos de Rodes, Vic, Cuixà, acaso Ripoll, Cardona, Sant Llorenç de Sous, Olius, Sant Pere d’Àger, Sant Benet de Bages, San Vicente de Roda de Isábena o Elna. Bien es verdad que tampoco hubo cripta en Sant Cugat del Vallès. En todo caso, la iglesia románica fue provista de una girola que proporcionó una eficaz alternativa a la carencia de un recinto subterráneo de veneración.

 

La primera consagración de la iglesia monástica de Sant Pere de Besalú –con la que presumiblemente se daban por concluidas las obras o una parte sustancial de las mismas– tuvo lugar el jueves 23 de septiembre de 1003, presidida por el conde Bernat Tallaferro (988-1020), sobrino de Miró Bonfill. Desde 977 hasta 1003 la comunidad monástica debió celebrar el culto en el primer y parco templo de Sant Pere, Sant Pau i Sant Andreu, donde debieron depositarse las reliquias de Primo y Feliciano hasta su instalación solemne en el ábside del nuevo edificio de Sant Pere.

 

Paradójicamente, el día de la consagración precedió a la festividad de los santos Primo y Feliciano. En el ordo consacrationis narbonense, observado en el condado de Besalú toda vez que el conde-obispo Miró trajo una copia de Roma en 979 –vid. la temprana copia conocida como Pontifical de Roda de Isábena, estudiado por M. dels S. Gros– se prescribía que la exhibición y depósito de las reliquias en el reconditorio o loculus del altar debía realizarse la víspera, y no en el día posterior, de la consagración. Dado que la consagración se realizó en jueves, y ya no en domingo, resulta evidente que el conde bisuldinense del momento, Bernat Tallaferro, optó por observar los cánones de la iglesia romana y arrinconar los de la iglesia hispana, que determinaba que toda consagración de iglesias debía efectuar en fiesta dominical.

 

Nada sabemos de la articulación espacial de la iglesia consagrada en 1003. Las exploraciones arqueológicas llevadas a cabo en 1992 en el exterior de la vigente iglesia románica, en sus costados este y sur, nada aportaron al conocimiento de la iglesia inaugurada con el segundo milenio. Solo se localizó un osario con cuatro nichos, seccionado pero no amortizado por la cimentación del transepto sur del siglo xii, así como restos de las fundamentaciones de las galerías norte y este del claustro románico. Estas evidencias permiten inferir que la iglesia de 1003 se encontraba en la misma ubicación que la vigente y que –al menos– su flanco meridional no debía diferir del que hoy persiste; nada podemos apuntar por ahora sobre la disposición del área residencial de los monjes y la asunción o no de la disposición claustral regular que tempranamente se asumió en Ripoll, Sant Llorenç prop Bagà, Sant Cugat del Vallès o Sant Pere de Rodes. Por otro lado, en la excavación del mismo sector de Sant Pere se exhumó un voluminoso (40 cm x 54 cm) y lastimado capitel de arenisca (Museu d’Olot, núm inv. 4.616)  labrado con una cenefa en su mitad superior. Sin duda, es anterior a la iglesia del siglo xii pero no podemos aseverar taxativamente que corresponda al edifico construido entre 977 y 1003, aunque es probable. Contiguo al mismo se encontraba el “Prat de Sant Pere”, cementerio el en el que por mandato condal y sanción papal debían inhumarse todos los feligreses de la villa y sus alrededores, con los beneficios fiscales y espirituales que ello reportaba a la comunidad benedictina. En 1171 el rey Alfonso el Casto concedió al abad Pere las autorizaciones necesarias para que “mejoren, edifiquen, hagan mesas, censos, casas, talleres y todo lo que deseen en el cementerio de Sant Pere, antes llamado Prat”, si bien “de todos los beneficios que se extraigan, sean los que sean, me deis fielmente la mitad”. Esa concesión regia certificó que las inmediaciones de la abadía habían sido colmatadas por el artesanado laico, en una suerte de arrabal económicamente dinámico, como el desarrollado en torno al monasterio de Galligants desde el siglo x, aunque este también fue refrendado por Alfonso el Casto en 1171. Como resultado de estas permisiones, fue edificado un sector de la necrópolis bisuldinense. No obstante, aunque disminuido, el cementerio pervivirá hasta 1856 como un área exenta de edificios, génesis de la vigente plaza del Prat de Sant Pere. El oratorio románico de Santa Fe, sito en una linde del cementerio y conservado aún hoy, cumplió las funciones de capilla cementerial.

 

A lo largo del siglo xii e inicios del siguiente menudean los datos que informan de la situación del monasterio, sin que nada ilustren en relación con la fábrica de la iglesia. En 1126 se rubrica un acuerdo entre el abad de Sant Pere y el prior de Santa Maria para inhumar en el Prat de Sant Pere a infantes, adultos intestados y solteros del suburbio; los casados debían inhumarse en la parroquia de Sant Vicenç. En 1171, como va dicho, Alfonso el Casto aprobó la edificación en un sector del cementerio, lo que diversificó los ingresos de la mesa abacial y estimuló el suburbio junto al riachuelo Ganganell. También en el inicio del abadiato de Pere (1171-1211), Berenguer de Guixà testa en 1172 a favor de las obras de las iglesias de Sant Martí de Capellades, Sant Vicenç y Sant Pere. En 1209, durante la fase de mayor extensión del dominio abacial, el rey Pedro el Grande concedió que se edificaran cuatro casas en las campiñas próximas a la puerta Acuaria, ya documentada en el siglo xi, cuyos habitantes quedaban exentos de servidumbres. La existencia de este portal implica que un muro o muralla se extendía a ambos lados del mismo. Acaso las tierras de labor mencionadas correspondan a las ya documentadas en 977, y que deben situarse hacia la zona de la futura Puerta de Portaguera o incluso más cerca del río Capellades. Ese sería uno de los límites del área monástica de Sant Pere. Lo relevante, no obstante, es que en la segunda mitad del siglo xii se incrementaron los recursos y las oportunidades para acometer la construcción de una nueva iglesia de Sant Pere de Besalú.

 

Ninguna referencia directa o indirecta precisa en qué momento se incoó la construcción o se consagraron sus altares. Sin embargo, puede barruntarse una cronología aproximada a partir de la historia de la vecina canónica agustiniana de Santa Maria, estudiada por N. Gallego. De modo sintético, recuérdese que era propiedad efectiva de San Rufo de Aviñón desde 1111, con donación testamental de Ramon Berenguer III en 1131 y refrendo de Ramon Berenguer IV en 1137. La nueva cabecera de Santa María se inició antes de 1161, calificada como novelle en 1179 pero a la que se destinaban recursos aún en 1185. Esta fábrica de espaciosos presbiterios se ejecutó con caliza travertina –empleada también la iglesia de Sant Pere y en la de Sant Vicenç– extraída de las canteras de Fares, propiedad del monasterio de Sant Pere. No es gratuito conjeturar que la comunidad benedictina consideró en 1161, si no antes, la pertinencia de dotarse de un nuevo templo, no solo porque la iglesia consagrada en 1003 pudiera resultar desfasada e inapropiada para los usos de la comunidad del siglo xii, sino sobre todo por su competencia con la otra institución eclesiástica de Besalú. Aunque el abad de Sant Pere detentaba la autoridad jurídica y administrativa, la nueva obra de Santa Maria podría ser interpretada como un cuestionamiento de esa jurisdicción intramuros de la villa.

 

En contraposición con el nuevo baluarte de Santa Maria, erigido en el promontorio de la villa, se levantó una nueva e intimidatoria fortaleza en el Prat, probablemente en un lapso temporal próximo. Empleando el mismo aparejo de travertino que en Santa Maria, una caliza blanquecina y levemente porosa a la que no se había recurrido hasta mediados del s. xii en otras construcciones del lugar, Sant Pere se dotó de una impresionante cabecera de topografía inédita. Una excelente sillería proporcionó un gran semicilindro de perfiles enrasados y sin retranqueos a lo largo de todo el perímetro murario, erigido como un formidable cilindro orientado hacia la muralla de la villa y proyectado con la potencia de la proa de un castillo, completamente dispar al modelado de Sant Joan de les Abadesses y casi precedente del cimorro de Ávila. En Besalú no se aplicó otra concesión plástica que un friso de arquillos ciegos sobre mensulillas fitomórficas y zoomórficas y un ribete de esquinillas, muy usual en el románico gerundense; por encima, el perfil superior del ábside mayor repite el mismo recurso compositivo, y sobre este, el hastial oriental de la nave mayor que contiene un óculo ornado con un bocel helicoidal análogo al que se labró para la ventana oeste de la misma nave mayor.

 

Esta compacta girola, que favoreció la circulación en torno a las reliquias en ausencia de una cripta, alberga tres ábsides semicirculares insertos en el lienzo, cada uno con una exigua saetera de derrame interior, y entre ellos dos ventanas en alto de perfiles severos para iluminar el pasillo anular. El deambulatorio se cubrió con una bóveda de cuarto de esfera en revolución y quedó definido por un podio corrido sobre el que se alzan cuatro pares de columnas coronadas por capiteles ornamentales e historiados que soportan segmentos de bóvedas troncocónicas. Para Conant este solución es más propia de una galería claustral que de un presbiterio, aunque el desarrollo estructural y la solución arquitectónica es deudora de recursos empleados en mausoleos tardoantiguos de planta circular, como el de Santa Constanza, entendiendo evidentemente que consideramos un segmento y no la totalidad del mismo. El “aire de exotismo” del que habló Durliat quizá apunte más hacia Roma, o a su imponente impronta en Provenza, que hacia ninguna otra parte. De hecho, el deambulatorio de Saint-Gilles du Gard presentaba también columnas pareadas en sentido radial, como Sant Pere. Pero los estudios más recientes y concienzudos sobre la abadía provenzal (Hartmann-Virnich y Hansen) sitúan su inicio en el último cuarto del siglo xii. Saint-Gilles y Sant Pere podrían ser herederos comunes de un legado romano y tardorromano común.

 

Por encima de la arcada se desarrolla el muro alto del ábside mayor, engalanado tanto por el costado del presbiterio como el del pasillo anular, con una faja de arquillos sobre ménsulas ornadas con híbridos, hojarasca y trenzado laberíntico, entre sendos frisos de sillares en esquinilla y una banda de entrelazos lineales. La solución plástica es, pues, la misma que se desplegó en el exterior del deambulatorio.  

 

Toda esta estructura desemboca en un transepto dotado de sendos ábsides orientados y también embebidos en el grosor de los muros. Como en Àger o en la Seu d’Urgell, estos ábsides presentan perfiles semicirculares, homologables a las rectangulares (Vic, Camprodon) desde la perspectiva edilicia, cultual e incluso poliorcética.

 

Para Puig i Cadafalch, Falguera y Goday, la iglesia de Sant Pere no tenía otro interés que ser excepcional en Cataluña. Sin embargo, esta excepcionalidad no es baladí si se advierten bien las justificaciones topográficas, políticas e institucionales que la impulsaron. Estos autores advirtieron que la solución de empotrar los absidiolos en los muros había sido empleada en iglesias auvernias, la catedral de Térouane (ca. 1130), la abacial premostratense de Dommartin (1140-1163) y abadías cistercienses provenzales como Senanque. Sin embargo, este recurso había conocido una dilatada fortuna en Cataluña. Fue empleado en Sant Nazari de la Clusa (inicios de siglo xi), el deambulatorio de la cripta de Rodes, Àger, la catedral de la Seu d’Urgell, Cornellà de Conflent, Sant Benet del Bages, Salars y Serrabona. Habida cuenta de que la iglesia de Àger en buena parte estaba resuelta en 1072 a la muerte del promotor Arnau Mir de Tost, o que la fábrica urgellense del obispo san Ot se iniciaba antes de 1116 y su transepto estaba completamente definido a mediados del siglo xii, no hay razón para justificar que el empleo de la fórmula en el condado de Besalú se debió a la tutela de iglesias mostenses o bernardas. A juicio de Puig, Falguera y Godoy el recurso se ejerció porque simplificaba el sistema de cubrición, al admitir una cubierta a dos aguas. Con ser relevante este factor, no lo es menos que la inserción de los ábsides en los muros aminoraba la fragilidad defensiva de las cabeceras con prominentes ábsides en batería o radiales, dado que se suprimían los ángulos muertos que quedan entre ellos. Ambos beneficios resultan evidentes a la luz de ese inexpugnable baluarte que es la cabecera de la catedral de la Seu, de iglesias incorporadas a fortalezas como la canónica de Sant Pere de Àger –prisma compacto y severo sólo atenuado por arquillos ciegos– o la cabecera de la abadía benedictina de Besalú.

 

El brazo septentrional de Sant Pere se prolonga en una torre campanario muy compacta y de muros espesísimos, sin dispositivos poliorcéticos pero con una presencia masiva, operada para constituir un hito imponente a los ojos de todos los que entraban y salían desde la Plaza, la Força o el barrio de Sant Vicenç en dirección a Olot o Fornells. La impecable continuidad de las hiladas certifica, frente a lo reiterado por la historiografía del siglo xx, que este bastión se edificó simultáneamente al resto de la fábrica y no con posterioridad; lo que sí se añadió en época moderna fue el muro cortina que recorta este nivel inferior de la torre y enmascara la escalera. En origen, por tanto, el espacio interior del transepto norte se dilataba en toda su extensión, ámbito que conserva sin alterar su original bóveda de cañón apuntado, transversal al eje mayor de la iglesia.

 

La disposición de transeptos cortos se había convertido en habitual en la arquitectura monástica y canonical gerundense del siglo xii, desde Vilabertran a Lladó, con reflejos en iglesias parroquiales, como Sant Vicenç en la misma villa de Besalú.

 

En Sant Pere, el crucero se cubre con el primer segmento del cañón de la nave central. La solución, que nada tiene de inusual en la arquitectura del momento, pretende producir el efecto visual de una prolongación longitudinal de nave, cañón y horno del ábside mayor. Las bóvedas trasversales del transepto constriñen y estabilizan la mayor. Esta responsabilidad fue asignada a lo largo del perímetro a las cubiertas de cuarto de esfera de las naves colaterales (la sur de planta trapezoidal, ensanchándose hacia los pies, e iluminada por tres ventanas simples; la nave norte sólo cuenta con una ventana, en el segundo tramo). Al actuar las bóvedas laterales como responsiones continuos de la bóveda principal se excusó el empleo de fajones dentro y de contrafuertes fuera, solución de lienzos rasos reiterada en la parroquial de Sant Vicenç, en Beuda, en Palera y con algunas diferencias en Sant Joan les Fonts, por aludir a casos dentro de la comarca de la Garrotxa. En Sant Pere los pilares son prismáticos salvo el par más occidental, que presentan articulación para descargar los fajones que definen el último tramo de la bóveda mayor y de la colateral sur.

 

Por otro lado, los arcos formeros de este último tramo alcanzan una flecha inferior a los precedentes, sin que exista una justificación funcional para ello. El cañón central se ilumina con tres ventanas abiertas a mediodía –que nunca tuvieron correspondencia en el flanco norte– vinculadas por una moldura que subraya las dovelas de arranque de la bóveda de medio punto. De las tres ventanas, la más oriental se perfila con baquetón sobre columnas, mientras las otras dos carecen de tratamiento plástico y se abren sobre la clave de las arcadas de los formeros, en la práctica actuando como arcos de descarga de los lienzos que ligan formeros y bóveda.

 

Las evidencias de localización rectificada de las ventanas, de los refuerzos de los pilares con pilastrillas, afeitadas en la nave central e interrumpidas a media altura en las colaterales, o de la anómala aplicación de fajones solo a los pies acreditan que rectificó el plan constructivo, con más intuición y práctica que reflexión. La decisión de reforzar los elementos sustentantes y redistribuir los vanos fue tomada tras una cesura en el proceso edilicio, atestiguada por la adaraja aún visible en la bóveda principal por encima del primer par de pilares. La interrupción de la obra propició la sustitución de los escultores de currículo provenzal que trabajaron en el deambulatorio por otros de filiación rosellonesa. Sin embargo, estas alteraciones no se adivinan en el exterior del templo.

 

Dos puertas permiten ingresar en la iglesia. El acceso habilitado en el primer tramo de la nave de la Epístola (montantes y dintel lisos bajo un arco de descarga, que contiene un timpanillo en retranqueo, todo sin la menor ornamentación) daba paso desde al ámbito claustral, que ocupó un área que alcanzaba prácticamente los molinos instalados en el río Fluvià. La segunda puerta, destinada a la feligresía, se sitúa a los pies, sin tímpano y con una única arquivolta. En el hastial prismáticamente riguroso –una puerta y tres ventanas, una por cada nave; las laterales con luz escasa y perfiles sumarios) culmina la robusta morfología de esta fábrica. Como en tantos lugares, el edificio se operó conforme al principio conceptual de que su firmeza física expresaba la solidez metafísica de la doctrina que predica. Pero los muros de travertino de Sant Pere, además de la fe, visibilizaban el poder eclesiástico y jurídico detentado por el abad y reivindicaba la conservación de esos privilegios sociales, económicos e institucionales. La construcción conjuga atribuciones litúrgicas puertas adentro, con responsabilidades representativas en su imagen exterior.

 

Ningún testimonio gráfico, arqueológico o literario sugiere que la iglesia románica de Sant Pere dispusiera de merlones y almenas, pasos de ronda, o cubiertas aplanadas. Los parapetos que se proyectan sobre ambos extremos de la bóveda principal y del transepto son añadidos tardíos que cumplen funciones estéticas y acaso estáticas. Solo la torre contó con dos vanos con antepecho en cada uno de sus costados, que fueron cegados cuando en 1526 se contrató la obra de un piso superior, recrecimiento no concluido hasta 1641. A través de su aspecto macizo, acorazado y casi inexpugnable el edificio persuade de la fortaleza de la institución.

 

La girola fue operada para facilitar prácticas devocionales deambulantes, como sucedió también el reformado deambulatorio de Rodes, abierto al ábside mayor a través de amplios vanos. Las soluciones espaciales, los criterios circulatorios y los usos cultuales emparentan las cabeceras monásticas de Rodes y Besalú, independientemente de los contactos de esta con la arquitectura tardoantigua y románica de Provenza. Sant Pere no incorpora, como Sant Joan de les Abadesses, absidiolas profundas con paramentos provistos de acusados efectos plásticos y grandes ventanales. Sin embargo, las cabeceras de Besalú y de Sant Joan de les Abadesses sí compartieron la disposición de cinco absidiolos en torno al presbiterio principal para acomodar los diferentes altares dentro de solemnes estuches monumentales.

 

Son escasos los datos que ilustran cómo se articuló cultualmente la iglesia bisuldinense. Yepes recogió informaciones en su Crónica, incluyendo entre paréntesis informaciones ya expuestas por Antonio Vicente Doménech: “hay en él seis cuerpos de santos, de cuyo número son los tres que tenemos entre manos (lo cual dice por San Ebidio, mártir; San Marino obispo y confesor; y San Patrón); los otros tres son: San Primo, San Feliciano y San Concordio. Están muy bien puestos, colocados en tres arcas en el altar mayor, delante de los cuales arden continuamente seis lámparas”.

 

A la información anterior, Yepes añadió las pesquisas desarrolladas para él por Fr. Mateo de Oliver, quien informó: “la decencia con que están los sagrados cuerpos, y cómo se los mostraron, lo cual quise poner por sus palabras, porque muestran en ella el favor y gracia que le hizo de abrirle las arcas de los cuerpos santos, para mostrárselo y darme relación de ellos: <El doctor Perernau –dice-, prior y presidente, por estar vacante la abadía, y los monjes de esta casa, me hicieron merced de hacer bajar las cajas de los cuerpos santos y abrirlas, que estaban clavadas con grandes planchas de hierro, y, en la caja de en medio estaban los cuerpos de San Primo y San Feliciano; sus cabezas están en la sacristía, guarnecidas de plata. En la caja que estaba en la parte de la epístola estaba el cuerpo de San Marín, con su cabeza. De San Patrón hay notables reliquias, aunque el cuerpo no está entero. En la sacristía hay una espina de la corona de Cristo, y en otra caja otras muchas reliquias>”.

 

Conforme al testimonio de Vicente Doménech, las reliquias se custodiaban en tres relicarios expuestos sobre el altar principal, a la vista de la feligresía. Esa accesibilidad no es tal de acuerdo con el alegato de Oliver: no aclara si las cajas férreas en alto ocupaban el ábside mayor, el deambulatorio u otro lugar más retirado. Cabe inferir, además, que a principios del siglo xvii el fiel observaba la siguiente distribución de arcas y contenidos: en el centro –¿del presbiterio o del deambulatorio?– las reliquias de san Primo y san Feliciano; a la izquierda, es decir hacia la nave del Evangelio, las de san Concordio y acaso las de san Ebidio, mártir; a la derecha, o lado de la Epístola, las de san Marino obispo y san Patrón.

 

Desde el último cuarto del siglo xviii a mediados del xix, la escenografía fue diferente, recurriendo a los arcos de cierre del ábside mayor, según relato de Villanueva: “De los cinco intercolumnios que resultan, el del centro está ocupado con la estatua del titular San Pedro, debajo de la cual hay un nicho donde están tres arcas cubiertas de terciopelo carmesí, las cuales sirvieron en lo antiguo para depósito de los cuerpos santos que dije, y hoy solo contienen algo de sus cenizas y huesos mas pequeños. Las reliquias mas insignes de los mismos, están colocadas en los intercolumnios laterales en bustos de plata custodiados en armarios dorados, es á saber; á la parte de la epístola varios trozos del cráneo de San Felícísimo, y un hueso de la espalda de San Evidio, ambos MM.: ítem un trozo de la asta ó bandera militar de San Patrono M. En la del evangelio están la cabeza entera de San Primo, que cierto admira por su antigüedad, y el hueso del muslo izquierdo de San Concordio M., cubierto de carne y piel, y varios huesos de San Marino M. Cada uno de estos Santos es aquí venerado con fiesta particular. La colocación de estas reliquias, el altar y el adorno de toda la iglesia es obra del Abad Don Anselmo Rubio, que murió en 1780, el cual tuvo la discreción de no alterar la arquitectura antigua”.

 

Nada sabemos acerca de la antigüedad de esos recipientes ni cuándo se adquirieron los restos de estos cuatro últimos santos. Aunque sea tentador, no es posible verificar una relación espacial las tres cajas con los tres ábsides del deambulatorio románico. Tampoco tenemos constancia documental de que las reliquias suscitaran peregrinaciones locales, aunque resulte factible y la existencia del Hospital de Sant Julià favoreciera esos desplazamientos.

 

Si los absidiolos románicos albergaron relicarios en época medieval, ya no fue así desde los tiempos de Yepes. Durante la Guerra de la Independencia las reliquias fueron trasladadas y protegidas en Sant Llorenç de Sous. Como consecuencia, y a pesar del testimonio que Villanueva retrotrae a fines del siglo xviii, el inventario de bienes de la iglesia de Sant Pere redactado en 1835 no señala ni un solo relicario. Sí detalla, en cambio, los altares vigentes: San Pedro, Santa Escolástica, San Benito, San Cosme y San Damián, la Virgen de los Dolores, San Primo y San Feliciano, San Millán, Santísimo, la Virgen lactante, Santa Gertrudis y San Eloy. Tras las guerras carlistas, las reliquias quedaron depositadas en la parroquia –ya no abadía– de Sant Pere el día 23 de septiembre de 1874. El mobiliario litúrgico, incluyendo retablos neoclasicistas y el mueble que albergaba la estatua del titular san Pedro en el centro del deambulatorio, sobrevivió hasta la Guerra Civil (Archivo Gudiol: A-10467), cuando la iglesia sufrió un incendio pavoroso que destrozó también la escultura románica de la columnata, que había llegado intacta hasta ese momento.

 

La severa iglesia de Sant Pere presenta impostas con esquemas geométricos en pilares, ventanas laterales y puertas. El sobrio vano occidental está constituido por un arco de medio punto a paño con el muro, que alberga una puerta adintelada en retranqueo. En el codillo se instalaron sendas columnas monolíticas timbradas con capiteles vegetales con pencas y caulículos desproporcionados, sin cimacios, que cargan con una arquivolta simple, decorada con cuadrúpedos pasantes en los salmeres y cintas triples de dos nudos con trenzas superpuestas en cada una de las dovelas restantes. Frente a lo que es común en las iglesias románicas, la ventana axial presenta una plasticidad mucho más elaborada que la puerta. Dos retranqueos generan tres arquivoltas ornamentadas en sus aristas y con sendas columnas y arquivoltas en sus codillos. La arista más interna se labró con caveto con sucesión de bolas hasta el alféizar; la arquivolta interna está constituida por un bocel con bandas incisas en desarrollo helicoidal, en cuyo seno se suceden estrellas; la arista del segundo arco se orna con un cordón torso entre listel, que se prolonga en los montantes; la arquivolta externa presenta un toro labrado en su superficie con cintas trenzadas, con frutos y florones en los intersticios, con una labra a bisel y trépano; la arista del arco exterior se esculpió en caveto, con sucesión de palmetas que se alternan con testas tridimensionales, humanas y felinas alternativamente, con un profuso trabajo de trepanado tanto en la superficie vegetal como en las minuciosas cabezas.  Las cuatro columnas, sobre basas áticas, se coronan con capiteles que presentan, de izquierda a derecha, el motivo de bocazas devorando patas felinas, convencional en los talleres roselloneses, capitel vegetal con pencas verticales de ápices vueltos en los ángulos y cabezas humanas en los dados, con el mismo esquema hojas de acanto estilizadas y perforas conjugas con testas felinas en los dados y parejas de grifos rampantes con cabeza convergente y compartida con el adlátere vuelta al exterior bajo los caulículos angulares y testa monstruosa en los dados. Los cimacios, con la misma plasticidad y recursos expresivos que los capiteles y las arquivoltas, se dotan de cuatro esquemas vegetales diferentes, aderezados los dos centrales por cabezas felinas. No es fácil discernir si uno de los cimacios presenta inscripción o datación.

 

Los flancos de este gran vano aparecen custodiados por sendos leones pasantes con expresiones agresivas que atenazan bajo sus patas cuerpos humanos deformes y animales monstruosos. En el lado derecho, un león pasante hacia la izquierda, macrocefálico, con guedejas esquemáticas, la cola recogida en bucle sobre el costado, bajo sus patas delanteras un homúnculo tendido también macrocefálico con las manos atadas y grilletes en los pies y bajo sus pezuñas traseras un cuadrúpedo de incierta identidad. A la izquierda de la ventana, otro león pasante mejor proporcionado, con ojos globulosos, fauces abiertas, guedejas en con rizos y mechones, costillar y tendones marcados, cola extendida hacia el lomo, bajo las garras delanteras un cáprido, aplastado por las traseras un monstruo felino y bajo el vientre un personaje simiesco en cuclillas con la piernas explícitamente abiertas, como los que se encuentran en la tradición escultórica rosellonesa o en el claustro de La Seu d’Urgell. Los dos felinos son apotropaicos y no contrastan sendas naturalezas agresiva y compasiva, como en Jaca.

 

El argumento de los leones agresivos fue incorporado reiteradamente como el instrumento más eficaz para repeler agresiones de adversarios espirituales, en el ejercicio de una defensa activa ante demonios, pecadores y vicios. Las figuras de leones como guardianes de puertas y ventanas se prodigan en numerosos edificios del románico hispano. En Cataluña se esculpieron en el zócalo de la portada de Ripoll, en Covet, en las enjutas de la fachada oeste de La Seu d’Urgell y en el relieve de león devorador del Museu d’Art de Girona y en las parroquias de Tolva y Cistella; en tierras navarras las fachadas de la catedral románica de Pamplona, Leyre, Artáiz, Sangüesa y San Nicolás de Tudela; y son numerosos en el románico aragonés y castellano los ejemplos de puertas con leones devoradores de las mochetas. La prédica penitencial y la admonición escatológica que comparten todos estos casos estaban presentes ya en el célebre tímpano de Jaca, aunque la complejidad teológica de este resulta intransferible a los casos catalanes o navarros.

 

Desde el punto de vista estilístico, J. Camps advirtió que la ventana oeste de Sant Pere empleó los mismos recursos que caracterizan a la portada de la canónica de Lladó, anterior a 1186. Cabe interpretar, entonces, que esa fecha puede constituir grosso modo una cronología ad quem para las labores escultóricas del hastial de la abadía bisuldinense.

 

La lógica visual y elocuente de los umbrales difiere sustancialmente de la que caracteriza al ámbito litúrgico del altar mayor constituido por cuatro pares de columnas, que enunciaremos según el orden de las agujas del reloj, de norte a sur. De la reconvención escatológica del hastial se pasa a la evocación de episodios bíblicos. Los argumentos sacros comparten protagonismo con cestas de naturaleza ornamental, de decoroso enaltecimiento del pasillo de deambulación y del presbiterio mayor, tan clasicistas como la propia estructura de dobles columnas sobre zócalo.

 

En la desaparecida basa del primer par de columnas, conocida por fotografías antiguas (Archivo Gudiol A-10469; Archivo Mas: 13555 S.C.) aparecía una figura masculina sentada, imberbe, vestido con túnica talar y descalzo, que juntaba sus manos a la altura del pecho en gestualidad de rezo. A ambos lados, le flanquean dos leones postrados,  mucho más grandes que el personaje. Analizada por J. A. Olañeta, la escena puede interpretarse como Daniel en el foso. Olañeta razona que la escena aparece sobre basas muy dispares en l’Estany, Arles, Santiago de Compostela y probablemente en una basa del desmantelado ciborio de Ripoll. X. Barral lo ha relacionado estilísticamente con San Trófimo de Arlés.

 

Otra maltrecha basa (tercer par de columnas) presentaba un juego de hojas en espiral, que L. Bartolomé ha comparado acertadamente con motivos presentes en la catedral de Arles y replicados en la catedral de Tarragona. Confirma la vía de inspiración artística de cuño provenzal y coetaneidad de las lonjas bisuldinense y tarraconense (ca. 1175).

 

El primer par presenta, en el lado del pasillo, un capitel vegetal con dos pisos de hojas muy carnosas con nervios y perfiles enfáticamente subrayados, y por encima unos característicos tallos detallados dispuestos en “V” de cuyo ápice surgen parejas caulículos aplicados a los cuernos y con un florón en dado del ábaco. Esta composición, empleada ya en la iglesia de Sant Joan les Fonts, es la que abundan entre los capiteles vegetales de Santa Maria de Besalú, operada entre 1161 y 1179 y cuyos canteros estuvieron familiarizados con el acervo escultórico del área aviñonesa. Esta familiaridad escultórica, y la acumulación de ingresos económicos en 1171 y 1172 invitan a considerar que la cabecera de Sant Pere pudo estar en obras en torno a 1170 o poco después. El otro capitel de ese primer par presenta ocho leones rampantes y simétricos, con cabeza compartida bajo los cuernos y ancas tangentes en el vértice, en el dado cabeza humana asida por las garras, rodeados sus cuerpos una madeja de cintas perladas que acaban mordidas por los felinos. En este caso, las deudas con los recetarios roselloneses, difundidos y reproducidos entre los talleres ampurdaneses y gerundenses, sugieren una conjugación de tradiciones escultóricas de dos procedencias geográficas. El cimacio, monolítico, presentaba un perfil liso de caveto.

 

La segunda pareja se compone de un capitel historiado y de otro pseudo-corintio (de nuevo en el lado del pasillo) de una calidad excelente. La disposición de las jugosas hojas, el empleo del trepanado y el biselado, la presencia de la modulada flor en el ábaco recuerdan genéricamente algunos de los capiteles fitomórficos de la soberbia portada del claustro de la catedral de Tarragona y del muro interno de ese sector de la catedral (ca. 1175). Su clasicismo está alejado de las fórmulas de tradición rosellonesa reinterpretadas en los talleres gerundenses o ampurdaneses, y de nuevo apuntan a una instrucción provenzal. El capitel contiguo está destrozado y es ilegible. A partir de clichés históricos (Archivo Mas) es posible reconocer que, antes de su destrucción, las figuras humanas se relacionaban en pareja y en trío. Se ha planteado la interpretación de los personajes como Joaquín y Ana, y junto a ellos, María y José (Vivancos); o bien las dobles bodas de San José, conforme al Evangelio del Pseudo Mateo (Bartolomé). En la cara siguiente, la pareja se ha interpretado como Salomón y la Reina de Saba (Vivancos) o la entrega de María a José por parte de Abiatar (Bartolomé). Sin embargo, la recientísima interpretación de Le Deschault es más plausible: la bendición de Jacob por Isaac, Jacob y Labán y el regreso de Esaú a casa. Como advierte este autor, este inusual tema se encuentra en los relieves del claustro de la catedral de Girona. El cimacio, seriado, reproduce el perfil de caveto simple.

 

El tercer par de capiteles despliegan sobre las seis caras visibles la narración de los pasajes de los Reyes Magos ante Herodes y la Matanza de los Inocentes, aunque paradójicamente la Epifanía no aparece representada. La disposición es dispar: la cesta del lado del ábside mayor se organiza en dos registros superpuestos segregados por una moldura simple, en una hechura más propia de sarcófagos paleocristianos que de capiteles románicos, como advierte Vivancos. El superior muestra, en la primera cara, a Herodes entronizado, coronado y con vara de lis (regalia canónicas), inspirado al oído por un demonio como fatídico consejero (argumento estudiado por M. Melero en la escultura románica hispana: Osma, Soria, Tudela…) y recibiendo pleitesía de dos figuras que cabe interpretar como soldados. En la segunda cara, la visible desde el altar mayor, aparecen los Tres Magos dormidos en un mismo lecho, bajo una estrella de cuatro puntas sita en el dado del ábaco y la compañía de un ángel que les advertirá en medio del sueño de las inicuas intenciones de Herodes.  En el registro de la tercera cara se encuentra el ángel con alas desplegadas en profundidad y la Huida a Egipto protagonizada por la Virgen con el Niño sobre el asno. El ininterrumpido registro inferior de las tres caras muestra una pormenorizada y cruenta Matanza de los Inocentes, que en la cara frontal detalla sintéticamente el descuartizamiento de los niños y la desesperación de una madre mesándose los cabellos. Así, en la cara que podía mirar el celebrante y la comunidad coral se contrapone la  placidez onírica a la violencia devastadora. El ábaco está ornado con un clasicista registro de ovas y perlas que prosigue en el capitel contiguo, emocionante por su calidad. En este, cada cara está ocupada por un Mago a caballo, ataviados como reyes, con sus testas en los dados y las cabezas de las caballerías bajo los caulículos. La cabalgada es semánticamente ambigua: si se toma en cuenta el primer rey, puede interpretarse que el trío llega a Jerusalén y al palacio de  Herodes; considerando el Mago más próximo a la Huida a Egipto, se advierte la salida de Palestina tras haber adorado al Niño en Belén. Esa ambigüedad propicia leer ininterrumpidamente los dos capiteles, sin un punto inequívoco de inicio o de conclusión en el relato figurativo. Esta concepción narrativa, en la que las imágenes enlazadas y secuenciales circunvalan el capitel, informa también la cesta del parteluz de la mencionada puerta del claustro tarraconense, que precisamente muestra la soberanía mesiánica de Cristo, el tributo en la Epifanía y el frustrado deicidio de Herodes. Al margen de disparidades técnicas y variaciones iconográficas, la diferencia sustancial entre las piezas bisuldinense y tarraconense radica en que esta última puede ser rodeada y leída sin interrupción, mientras que la de Sant Pere, al encontrarse sobre un podio elevado, requiere que el espectador recomponga en su memoria la disposición total de la historia esculpida. En todo caso, las concomitancias con la puerta marmórea de Tarragona reafirma los débitos provenzales del escultor de los capiteles más ambiciosos de Sant Pere, sin que sea imprescindible imaginar una herencia directa de Saint Trophime d’Arles, cuya cronología no es anterior a la de Sant Pere. Le Deschault apunta analogías iconográficas entre el capitel de Sant Pere y el ciclo pictórico de Saint-Aignan de Brinay-sur-Cher. El cimacio, de nuevo, presenta caveto liso entre listeles.

 

El cuarto par de capiteles se compone, como el primero, por una cesta con grifos rampantes, simétricos, emparejados y con una única testa que muerde las alas respectivas, patas delanteras bajo el dado y ábaco de entrelazo, y en lado del deambulatorio temática fitomórfica con hojas en dos pisos, de extremos vueltos, caulículos convencionales y ábaco idénticamente ornado con lazos, todo con un oficio tradicional y sin ápice de riesgo escultórico, en la estela corporativa de los recetarios roselloneses y en estos registros sin contactos explícito con Lladó, a pesar de lo dicho. El cimacio reitera la fórmula ya comentada.

 

Los motivos figurativos –zoomórficos o historiados– se dispone hacia el altar mayor en el cuarto par, mientras el respaldo vegetal ocupa el flanco del pasillo en el segundo y cuarto par. Los leones y los grifos connotan términos simbólicos cristológicos y ascensionales, además de aportar dosis de imprescindible decorum escénico. La información narrativa se concentra en los dos capiteles más próximos al eje de la iglesia, que relatan episodios de la genealogía y la historia humanas de Cristo. Ningún relieve alude al titular de la iglesia, a la vinculación con Roma, a los mártires salvaguardados y venerados en la casa o a la relación de condes y rey con la abadía, salvo que se quiera reconocer una fortuita alusión al monarca sub specie Magi. En todo caso, viene al caso recordar, con Bartolomé, que Alfonso el Casto era desde 1174 Dei gracia rex Aragonum comes Barchinone et marchio Province. Desde ese momento, las vías de comunicación entre esos territorios fueron institucionalmente más francas.

 

Son escasas las informaciones relativas al claustro románico, de planta trapezoidal. Conforme a dimensiones y a los restos de una basa, el podio debió soportar columnas dobles alternadas con pilares. La arqueología ha mostrado que la galería este se encontraba en una cota inferior a la norte, vinculadas por un ángulo obtuso. La septentrional fue cubierta con armadura de madera, como delata la hilera de mechinales aún visible en el muro sur de la iglesia por debajo de la cornisa vierteaguas, y acumuló epígrafes nobiliarios y tumbas al pie de la puerta de comunicación con la iglesia, práctica habitual en monasterios y canónicas. Los restos de un arco decorado con cintas entrelazadas confirman que el taller responsable fue el mismo que labró la ventana de la fachada occidental de la iglesia y que no era distante del taller que ejecutó la puerta meridional de la parroquia de Sant Vicenç. Este extremo sugiere que el patio se monumentalizó al tiempo o poco después que el hastial occidental de la iglesia, en torno a 1185.

 

Entre los fondos del MNAC, Museu d’Arqueologia de Catalunya (sede de Girona), el museo comarcal de la Garrotxa, el Museu de Peralada y el Hospital de Sant Julià se conservan fragmentos de arquivoltas y capiteles exentos procedentes de Besalú, estudiados por Bartolomé. Es plausible que los conservados en Perelada y Sant Julià puedan proceder de la canónica de Santa Maria. Por sus dimensiones, deben corresponder a ventanas de alguna oficina monástica como la fachada de sala capitular, o quizá a las galerías claustrales, de Santa Maria pero también de Sant Pere. Dada la participación en el claustro benedictino del mismo taller que había operado en la ventana del hastial, resulta plausible atribuir a este recinto aquellos capiteles con argumentario de cuño rosellonés, habida cuenta de que las piezas custodiadas en el MNAC se tienen por procedentes de Sant Pere. Bartolomé, Fumanal y Sanjosé consideran que las pantallas del claustro románico de Sant Pere fueron substituidas por otras de formulación gótica, que soportarían bóvedas de crucería. Sin embargo, las piezas esgrimidas para establecer esta hipótesis no la apuntalan (piezas esculpidas en una cara pero lisas en la otra, que por tanto fueron ejecutadas para ser adosadas y no exentas; la eventual arcuación guarnecería un muro, pero no definiría una galería claustral). Los mismos autores han interpretado acertadamente que el aspecto general del conjunto no debía ser atractivo. Francisco de Zamora en 1790 no le dedicó encomios.

 

Consta que en los siglos xiv y xvii se añadieron pisos en alto, que exigieron refuerzos, como los estribos aplicados a la galería este, exhumados en la campaña de 1992. En época moderna fue adosado al costado oeste del patio un palacio del abad, dinamitado como todo lo demás por el ejército francés durante la Guerra de la Independencia. La armada gala instaló artillería en las dependencias de la panda sur y se fortificó en la iglesia –lo que confirma sus potenciales capacidades poliorcéticas, aunque fuera seis siglos y medio después de su construcción. Barraquer i Roviralta detalla que a principios del siglo xix había desaparecido parte del área doméstica de la abadía pero se conservaba el palacio del abad, un pasaje y la casa del sacristán, en el ángulo noreste. En su descripción del claustro detalla: “tenía a su N. el templo, a su E. un huertecito que supongo del cenobio, al S. una bonita línea de 5 casas, a la moderna, en gran parte porticadas, de un piso alto y dos bajos. En cada una de ellas habitaban 3 monjes, ocupando el camarero o segundo del abad, toda la más oriental. Al O. de la plaza de San Pedro, dos pisos altos, grandiosas salas con chimenea en todas ellas, buenas piezas, alguna de ellas adornada con frescos de escenas bíblicas. Su límite oriental se extendía hasta la fachada del templo y se adhería un trecho con ella. Un pasaje en los bajos de la abadía, franqueaba la entrada de la plaza de San Pedro a la llamada claustra. Tras de los edificios abacial y monacales hacia el río y atravesando un camino caían los huertos así del prelado como de los sus monjes. El monje sacristán poseía una casa del otro lado del ábside en el ángulo formado por éste y el crucero. Todo en este monasterio está en pie hoy menos la abadía”.

Texto: Gerardo Boto Varela– Planos: Joaquim Gallard Figueras

 

 

 

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