Identificador
31450_01_046
Tipo
Formato
Fecha
Cobertura
Sin información
Idioma
Autor
Carlos Martínez Álava
Colaboradores
Sin información
Edificio Procedencia (Fuente)
País
España
Edificio (Relación)
Localidad
Navascués
Municipio
Navascués
Provincia
Navarra
Comunidad
Navarra
País
España
Descripción
LA ERMITA DE SANTA MARÍA DEL CAMPO se encuentra a las afueras de la población, en la llanada, a un lado del camino que desde la cuenca de Lumbier recorre Salazar siguiendo el cauce del río homónimo. Está, pues, al pie de la vía de comunicación más importante que desde la antigüedad llevaba de esta parte del Prepirineo a Pamplona y la Navarra media. En la actualidad es la capilla del cementerio de la villa. En 1988 la Institución Príncipe de Viana restauró tanto el interior como el perímetro exterior del templo. Hoy contemplamos una obra de arte tan menuda y original como interesante; incluso sus peculiaridades se nos van a mostrar un tanto enigmáticas e inexplicables. De hecho, en sus pequeñas dimensiones son numerosos los aspectos que sorprenden: la calidad de su decoración escultórica, el perfecto enjarje de cada uno de sus elementos, la finura de los acabados de pilastras, ventanas, arquerías, impostas etc., la calidad de labra y sistematización de los dos tipos de piedra empleados, lo peculiar de su emplazamiento, en el centro de la llanada del valle, al pie del camino, su torre campanario sin acceso externo sobre la nave... Lamentablemente no hemos conservado ningún documento que dé luz sobre sus comitentes, origen litúrgico y justificación estilística. ¿Fue el oratorio del primitivo núcleo poblacional de Navascués? ¿Nació como una fundación privada con finalidad funeraria? ¿Era una iglesia faro como sugirió Biurrun? ¿Formó parte de un priorato de alguna orden monástica? En planta muestra ábside semicircular, amplio anteábside rectangular, y nave corrida. El cuerpo de la iglesia resulta estrecho en relación con la longitud total del templo: supera los 16 metros por sólo 4 de anchura. La articulación perimetral carece de contrafuertes para la nave. Sólo una pareja refuerza al exterior el toral del ábside. Tampoco al interior los elementos sustentantes muestran un desarrollo acentuado; las cuatro pilastras que soportan junto a los muros el empuje de la bóveda adquieren muy poco resalte. Los muros tienen un grosor también contenido, de unos 80 cm. El conjunto de ábside y anteábside concentra tres de las cinco ventanas primitivas; una cuarta se abre al hastial, y la última al muro sur, lo mismo que la puerta de acceso. Analicemos detenidamente el interior del templo. Una vez atravesado el umbral de la puerta, llama especialmente la atención la acentuada estilización del espacio interno. Su altura se aproxima a los 8,2 m, por lo que multiplica por 2,2 la anchura de la nave. Junto a la torre, el conjunto supera los 16 m de altura. Reparamos más de lo habitual en estas cifras porque van a terminar de caracterizar lo peculiar de la articulación arquitectónica de Santa María del Campo. Tal es así que podemos afirmar que es única en Navarra. Muros comparativamente finos, notable altura de la nave, bóveda de cañón, inexistencia de una concepción homogénea de pilares y estribos, acentuada longitudinalidad en planta, y estilización en alzado que supera la relación 2:1. Frente a lo habitual en el románico rural, Santa María del Campo conserva numerosos vanos propios del edificio primitivo: el axial del presbiterio, uno a cada lado del anteábside, un cuarto en el lado sur, bajo la torre, y otro más en la parte alta del hastial occidental. Junto a la puerta consiguen una iluminación relativamente homogénea, sólo rota por el impacto del profundo coro occidental de madera. El cilindro absidal se cubre mediante una bóveda de horno ligeramente apuntada. Un fajón de sección rectangular sobre pilastras prismáticas refuerza su embocadura y lo enlaza con el cañón igualmente apuntado del anteábside. Los muros se articulan en dos niveles: el superior ocupado por los vanos, el axial con moldura y bolitas en el exterior de su rosca, los otros dos lisos; el inferior liso en el cilindro absidal y con doble arquería que arma y aligera el muro en el anteábside. Esta idea arquitectónica se continúa en el tramo de la torre, cuyos arcos son más profundos y gruesos. Los del anteábside apean sobre una columna central; los del siguiente tramo, sobre pilares. Se observa, además, un uso ordenado y jerarquizado de la piedra. Todos los sillares son regulares y están perfectamente labrados y escuadrados; no obstante, los muros son erigidos con piedra de la zona, de composición veteada en gris azulado y ocre, de menor calidad, y resistencia heterogénea; por contra todos los elementos estructurales (pilastras, arcos y bóvedas) más las ventanas, con su rosca y jambaje, y las impostas, están labrados en fina piedra arenisca, originaria de la Navarra Media y la cuenca de Pamplona. Curiosamente, la bóveda de cañón del tramo de la torre se erige con sillares azulados, mientras que para el tramo más occidental se vuelve a elegir los de arenisca pura. Bajo la torre, la bóveda parte de un cimacio con cuatro fajas de ajedrezado. En el tramo más occidental no se continúa con la división de los muros en dos niveles. La diferencia en cuanto al arranque y composición pétrea de la bóveda central parece sugerir la construcción de los tres tramos en momentos distintos. Es más, como si primitivamente hubieran sido fajones de arenisca, el principio y final de este tramo de la bóveda está rematado por una o dos hiladas de arenisca, a la que se agregan por dentro las hiladas de la piedra azulada. ¿Se planeó la torre, o su mitad inferior, como un cimborrio abierto a la nave, y posteriormente cerrado por un tramo de bóveda no previsto inicialmente? Si fue así, debió de ser una reorientación de las obras mientras se erigía el propio templo. No obstante, más allá del sorprendente cambio de aparejo en un edificio tan trabado y jerarquizado, ningún otro dato o elemento permite avanzar más en esta posibilidad. Como confirmaremos en el exterior, la torre no se integra desde el punto de vista funcional con el edificio. Como sucede también en San Adrián de Vadoluengo, no se construyó escalera para acceder a ella. Podemos pensar que existiría una escalera de madera que desde el muro norte alcanzaba la parte alta del tramo occidental de la nave, donde se sitúa una especia de portadita. En cuanto a las decoraciones esculpidas, el interior se nos muestra austero y contenido. Podemos suponer que todavía no se había incorporado a la obra el maestro que esculpirá los canecillos del exterior. Los dos capiteles de la arquería del anteábside muestran una labra poco profunda y muy esquemática. El meridional lleva grandes hojas festoneadas en los ángulos, palmetas entrecruzadas en la cara central y tallos en forma de ocho con rosetas en las laterales. Sobre él, un amplio cimacio con retícula de rombos. Tanto la composición geométrica de cimacio del capitel como su labor decorativa parecen estar presentes también en construcciones posteriores, como la cripta de Orísoain, que supondría una versión ruda y popular. Por el otro lado, la copa del capitel se compone con cuatro hojas lisas que desde el collarino llenan los ángulos y curvan sus picos; de ellos parte hacia el cimacio un vástago que no llega a horadarse completamente, pero recuerda a articulaciones similares que partiendo de la desparecida catedral románica de Pamplona se extienden especialmente por la Valdorba. El cimacio lleva pequeñas puntas de diamante. Las basas son altas, con amplia mediacaña entre toros con bolas en los ángulos del plinto, recreando ejemplos frecuentes también en el entorno de Sangüesa, especialmente en San Pedro de Aibar. La articulación de los tramos orientales del templo recuerda, desde el punto de vista morfológico, a las arquerías de basamento que en Navarra también aparecen en el Santo Cristo de Cataláin. No obstante, en Navascués ocupan sólo el anteábside, no el ábside. La inspiración de este elemento se relacionaría también con ejemplos aragoneses, como Loarre o San Juan de la Peña. Sin embargo, parece llamativo que el cilindro absidal, centro litúrgico y decorativo del templo, no se articule con arquería, en beneficio del anteábside y del tramo de la torre. Todavía es más sorprendente esta configuración si tenemos en cuenta que el doble arco de la torre aligera y arma el muro que la soporta, añadiendo así cierta complejidad técnica y tectónica que sobrepasa con mucho lo estrictamente decorativo. Las arquerías son profundas, conformando una secuencia de cuatro “edículos” por muro, hasta un total de ocho. ¿Nos encontramos ante una propuesta decorativa y articuladora de los paramentos, en la línea de los ejemplos citados? ¿Se puede buscar en este realce de los muros una función o intención “práctica”? Recientemente Martínez de Aguirre se ha preguntado si las arquerías de Santa María no responderían a una finalidad funeraria, tomando como precedente la doble arquería erigida junto al ábside meridional de la abacial de Leire para panteón regio. Efectivamente, la articulación del paramento mural del primer tramo meridional del templo legerense acoge un primer nivel armado con dobles arcos de medio punto, que apean sobre una pilastra central, y sobre ellos un vano de medio punto. Los muros del tramo de la torre de Navascués reproducen textualmente esta configuración. La profundidad, altura y complejidad tectónica del resultado no nos remite a arquerías decorativas, sino más bien a una sistematización de la propuesta legerense. Lo que allí se erigió puntualmente como articulación de uno de sus muros, en Navascués adquirió rango definitorio, justificando en último término el diseño peculiar de los tramos más orientales de los muros de la nave. Desde este punto de vista se entiende mejor el diseño interior del templo. No es que el maestro constructor se incline por una articulación con arquerías ciegas en un primer nivel para los laterales, mientras la escamotea en el cilindro absidal, elemento más sensible de ser enriquecido. Parece razonable pensar que los ocho arcos ciegos no respondan sólo a una finalidad decorativa. Todos ellos son profundos y de longitud homogénea, en torno al metro y medio. El consecuente esfuerzo tectónico y estructural se debe asociar, además de a lo decorativo, a la finalidad misma del templo, que siguiendo esta línea argumental tendría en su propia génesis una función funeraria. Respondiendo, pues, a las preguntas que inicialmente nos hacía el edificio, sus alzados parecen ponernos en la senda de un templo planificado y construido con finalidad funeraria. Desde el punto de vista tipológico, esta hipótesis no supone ninguna novedad. Sabemos que especialmente en el siglo XII proliferan los templos de fundación y promoción privada, siempre en la órbita de las familias y linajes con más recursos y presencia en sus respectivas poblaciones y comarcas. Tras la construcción del templo, su conservación y mantenimiento recaía en una cofradía integrada por los nobles e hidalgos del entorno, o bien pasaba por donación a una institución religiosa, fuera monástica, fuera regular. En el caso de Santa María del Campo no conocemos documentación de ninguna de las dos opciones. Al exterior, la fisonomía de Santa María del Campo es atractiva y original. Dominan los paramentos lisos y estilizados, en un templo tan elegante como sobrio. Efectivamente, se echan en falta los contrafuertes como articulación de los paramentos. Sólo se erigen dos en el arranque del ábside. En su silueta cobra un especial protagonismo la torre erigida sobre la nave. La reciente restauración ha homogeneizado sus vanos. Todos, menos el occidental, son de buen tamaño y geminados, nacen de una imposta lisa y llevan una estilizada columna en el parteluz. La primitiva, conservada por el lado sur, acoge un capitel muy tradicional, con cuatro hojas lisas que nacen del collarino y ocupan las aristas imaginarias de su copa. Los vanos geminados llevan un breve bocel en sus aristas; también están moldurados los guardalluvias. Su cubierta a dos aguas sigue las vertientes de las naves, completando los laterales con tejaroz sobre canes lisos, lo mismo que el tramo más occidental de la nave. A pesar de que las hiladas son homogéneas y no se observan al exterior cambios en el tipo y calidad de los sillares, los muros de la torre, especialmente el meridional, manifiestan algunas discontinuidades, tampoco fáciles de justificar. ¿Señalan un cambio de obra, que definiría un templo erigido en dos fases distintas? La unidad estilística del edificio parece descartarlo. No obstante, ya se han comentado en el análisis interior algunos aspectos confusos sobre su propia definición. También podría relacionarse con pequeños desplazamientos producidos por el empuje de la estructura. La portada tampoco sigue las normas habituales en el románico rural. No aprovecha un paramento adelantado para desarrollar su abocinamiento, no recibe una excesiva atención decorativa; de hecho está apenas subrayada por una molduración elegante y decorativa, pero nada monumental. Su escalonamiento se resuelve con una doble arquivolta, la interior como corona del tímpano, la exterior, más ancha, sobre los cimacios exteriores. Por dentro, el arco, con leve baquetón angular y cenefa de tacos, apea sobre el dintel liso, y éste sobre un par de montantes semicilíndricos, en la estela, de nuevo, de la puerta occidental de Leire. Sus zapatas se decoran por el lado izquierdo con dos besantes con rosetas inscritas, similares a las de los capiteles del interior. La arquivolta exterior acoge la misma secuencia de baquetón angular, moldura de tacos y listel de la interior, pero a un tamaño mucho mayor. Su rosca se refuerza al exterior con una moldura con cuatro líneas de tacos que enlaza con el cimacio izquierdo; el derecho, moldurado, lleva dos líneas de cubos. Coincide con la leve articulación del vano axial. El sillar del centro del tímpano queda ocupado por el crismón trinitario, en una división completamente simétrica. Todas sus características traban perfectamente con la decoración interior y su evidente simplicidad. Lo mismo sucede con las roscas molduradas que rematan el exterior de los vanos; repiten los diseños ya descritos en la portada. La más decorativa es la más oriental del lado sur, que lleva moldura con roleos de rosetas y palmetas y cabecitas menudas de animales en sus arranques. Se repiten las cabecitas en el axial. Todos estos elementos fueron realizados por el taller que erigió la mayor parte del templo. Nuevos aires se van a observar en la decoración de las partes altas del ábside. La incorporación de un nuevo taller es evidente. Se va a encargar de labrar el tejaroz taqueado y los canecillos y su decoración esculpida. El resultado es verdaderamente airoso y plástico. En total son veintinueve los canecillos que vamos a comentar. Otro más, prácticamente perdido, aparece sobre la portada del muro sur. Como sabemos, los demás, ya en el tramo más occidental de la nave y la parte superior de la torre, son lisos. Los decorados se distribuyen de la siguiente forma: seis para el muro norte del anteábside, diecisiete para el cierre cilíndrico absidal y otros seis para el anteábside meridional. La conservación general es buena, si bien la mayor parte de ellos aparecen muy lavados por la erosión. La pureza de la piedra los ha preservado de fracturas y desprendimientos. Una vez observados con detenimiento, se ve con claridad que en la mayor parte de los casos las grandes superficies se han conservado relativamente bien, mientras que han perdido los detalles inferiores. Allí la arenisca se ha disuelto, abriendo foliaciones y pústulas que hacen perder la definición de los detalles. Estas lamentables pérdidas y erosiones hacen que sea en la mayor parte de los casos muy difícil, al menos para nosotros, interpretar el sentido y actitudes de cada una de las imágenes. Vamos a iniciar nuestro recorrido por el lado norte. Se inicia la serie con una cabezota de monstruo patilargo, con boca en forma de uve invertida, observada por ejemplo en San Martín de Unx, y un toro (?) con las patas delanteras labradas. La primera figura humana es la de un hombre barbudo en actitud exhibicionista (?); sus rasgos van a ser comunes a los de las demás figuras representadas: ojos de párpados dobles y almendrados, nariz de aletas detalladas y mechones peinados en líneas paralelas. Le sigue otra cabezota de monstruo, ahora antropófago, de cuya boca sale la mitad inferior de unas piernas humanas. Terminan el grupo de seis, dos figuras humanas: la primera, de atributos y actitud perdida, lleva los ojos muy marcados, lo mismo que las cuencas supraciliares y la nariz, el peinado, con cinta o ceñidor, se organiza mediante mechones paralelos que se avolutan a la altura de las orejas; la última, junto al estribo norte, muestra a un hombre agarrado a un gran pez. El pez está labrado de manera naturalista, con pequeñas escamas, agallas marcadas y cabeza lisa. Tras el estribo, los diecisiete canecillos del cilindro absidal se inician con una figura humana en oración (?) de ropajes bellamente labrados, cenefa en los puños, grandes vuelos de tela y toca en la cabeza que oculta el pelo. Le sigue un pájaro pasilargo, con las características plumas hendidas y garras poderosas, y un ciervo, de curiosos cuernos, muy parecido a la vaca del otro lado. El cuarto es otro monstruo con cabezota de rizos en la frente, mechones paralelos, gruesa nariz y gran boca de la que surge una enorme lengua hendida (¿grandes colmillos, piernas?). Quinto y sexto son figuras humanas: mujer que se mesa los cabellos, y hombre en cuclillas disparando un arco. En los tres siguientes se van a suceder aves en distintas posiciones y con diferentes atributos: arpía explayada; bello pájaro patilargo de fuertes garras, agachado y con una hoja en su pico; pareja de pájaros que unen sus picos mientras sostienen hojas. Ya sobrepasada la altura del vano axial, una mujer con toca y amplios ropajes que se abren en abanico interrumpe la serie de aves que se recupera en los dos siguientes. El que hace el undécimo de la serie lleva un gran pájaro con ramillete de hojas en su pico, y garras y uñas perfectamente labrados; le sigue ave de alas explayadas y cabeza grande. Ya en el lado sur de la iglesia, aparece el primer león patilargo sentado, con boca en forma de uve invertida. Viene después otra cabezota de monstruo patilargo con grandes labios en forma de uve invertida; un hombre con peinado de mechones paralelos, sentado en cuclillas, en actitud exhibicionista (¿defecando?); otro león patilargo vuelto, de grandes garras; y para terminar, saltimbanqui (?) boca abajo. El paso del cilindro absidal al anteábside viene subrayado por un segundo estribo de arenisca, que realza su encuentro con el tejaroz mediante dos sillares decorados con ondas de tallos de los que penden hojas o flores. Remates similares, si bien menos decorativos, se han conservado en los estribos de San Adrián de Vadoluengo o San Andrés de Aibar, siempre en el entorno de Sangüesa. Los seis canecillos restantes van a repetir algunos de los temas ya conocidos: otro león patilargo vuelto; figura humana en cuclillas que se echa la mano a la garganta; bello pájaro patilargo que se coge una garra con el pico; león también patilargo de mechones largos con líneas paralelas; cabezota de monstruo con rizos sobre la frente y mechones paralelos, similar a otro anterior con gran lengua; por último, otro león de largos mechones en su melena, similar al recién descrito. Uranga e Íñiguez ya vincularon al maestro de los canecillos de Santa María del Campo con el taller de Pamplona. Recientemente Martínez de Aguirre ha precisado estas relaciones conectando repertorios y estilema con la abacial de Leire. Efectivamente, los lazos son más que evidentes. El escultor que labra los canecillos de Navascués debió de trabajar también en la portada occidental del monasterio legerense, donde Martínez de Aguirre ha señalado algunos de los motivos representados en Navascués: grandes cabezas monstruosas, aves que se pican las patas, otras que unen sus picos, leones patilargos, antropófagos, hombre con pez, etc. También se repiten los rasgos formales, especialmente en el tratamiento de los peinados, la labra de los ojos, los plumajes de las aves, las garras prominentes y alargadas... Los capiteles interiores, menos volumétricos y originales, también muestran ciertos lazos con Leire, ahora con respecto a los capiteles exteriores de una de las ventanas. Retratan no obstante a un escultor menos dotado. Las relaciones con Leire y otras obras del entorno de Sangüesa nos permiten concretar la cronología aproximada de esta peculiar construcción. Parece lógico pensar que los maestros se trasladaran a Santa María una vez que habían concluido su intervención en Leire. Con esta orientación, Martínez de Aguirre ha situado la construcción del templo en los años treinta del siglo XII, o, como muy tarde, a comienzos de los cuarenta, enlazando así como las cronologías de Vadoluengo y Aibar.