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Planta

Identificador
37000_0063
Tipo
Formato
Fecha
Cobertura
40º 58' 4.03'' , -5º 39' 59.08''
Idioma
Autor
Juan José Conde Muñoz
Colaboradores
Sin información
Edificio Procedencia (Fuente)

 

País
España
Edificio (Relación)

Iglesia de San Juan de Barbalos

Localidad
Salamanca
Municipio
Salamanca
Provincia
Salamanca
Comunidad
Castilla y León
País
España
Descripción
EL CRECIMIENTO QUE EXPERIMENTA la ciudad de Salamanca tras la repoblación de Raimundo de Borgoña conformó unos amplios arrabales fuera de la vieja muralla de origen romano. Entre las gentes que acudieron a habitar estos arrabales, las de procedencia castellana se asentaron en el extremo norte, agrupados en varias parroquias que, tras la orden dictada por Alfonso VII en 1147 para construir una nueva cerca más amplia, quedarían intramuros, entre las puertas de Toro, de Zamora y de Villamayor. Es en esta zona, junto a la última de esas puertas, donde surge uno de los más sólidos templos románicos de la capital, el de San Juan Bautista, San Juan de Bárbalos o de Barbalos, nombre que lleva también una localidad del Campo Charro, situada unos 40 km al sur de la capital, cerca de las estribaciones de la Sierra de Francia. Este tipo de apellidos en las advocaciones suele referirse a la procedencia de los pobladores que dan origen a la parroquia, aunque en este caso no resulta tan claro , pues la franja meridional de la provincia fue tardíamente repoblada. Según Gómez-Moreno -y con él los autores que le han leído- la fundación de San Juan de Barbalos data del año 1139 y fue llevada a cabo por los hospitalarios, aunque no conocemos documentación que así lo especifique. Algunos años después, poco antes de 1150, según nos cuenta Villar y Macías -sin aportar tampoco documentación al respecto-, el magnate Ponce de Cabrera, con el consentimiento del obispo, entregaría a esos caballeros un terreno junto a la iglesia para que procedieran a la repoblación de todo el barrio. Hacia esas mismas fechas Miguel Domínguez dejará una manda testamentaria con cien maravedís para el Hospital y nuevas donaciones hacen Blasco Sánchez en 1161 y el canónigo Vela en 1163, aunque en ningún caso se cita expresamente la iglesia, que sí aparece -si bien simplemente como San Juan-, en el Fuero de Salamanca, que data también de esos tiempos. Ya en 1232 figura San Juan de Barbalbo en una avenencia entre los freires del Hospital y el obispo don Martín sobre la intervención de este último en las iglesias hospitalarias de la diócesis, de todas las cuales quedaba excluida ésta porque estaba pendiente de resolución si ésta tenía que pagar un tercio o un cuarto de sus diezmos. Independientemente de lo que al final recaudara aquí el cabildo, el Libro de Préstamos de la catedral, de 1265, señala que las rentas de esta iglesia las tenía personalmente el obispo. Según una inscripción conmemorativa esculpida junto a la puerta sur, este templo fue escenario de los famosos sermones de San Vicente Ferrer (1350-1419) e igualmente en ella se recogieron algunas devotas emparedadas, a finales del siglo XIV según precisa Quadrado. Perteneció al Hospital hasta el siglo XIX. Rodeada hoy de edificios modernos, ante una pequeña plaza, esta vieja parroquia conserva muy bien su estructura románica originaria, construida íntegramente en sillería arenisca -hoy con un zócalo moderno de granito-, con ábside semicircular, presbiterio cuadrado y una estrecha nave que remata en su extremo occidental en una potente base donde debiera ir una torre, en la actualidad rematada por una espadañita moderna. Se accede al interior mediante tres portadas, una al norte, otra al sur y otra a poniente. Debió tener un claustro cuyos restos, en forma de columnas y capiteles, llegó a ver Villar y Macías en un jardín inmediato. Este mismo autor, al hablar de Santa María de la Vega, dice que conserva “una de sus románicas galerías, semejantes, sin duda, a las antiguas de los claustros de la catedral y San Juan de Barbalos, y también a las de Santa María del Temple de Ceínos, aunque sin estatuas como las que a los de éstas decoraban”. Gómez-Moreno es más explícito y especifica que “hacia el norte se halla la puerta principal, de arcos redondos sobre pareja de columnas, y fuera de ella un claustro, renovado en el siglo XVI; pero de lo antiguo queda una fila de arcos agudos sobre pilares, en su ala oriental”. El ábside se articula al exterior mediante tres paños separados por delgadas semicolumnas que apoyan sobre plintos y basas muy erosionadas, llegando hasta el alero, donde rematan en capiteles, decorados ambos con anchas hojas carnosas de perfil lobulado y acusado relieve. Otras dos columnas del mismo tipo se hallan en los remates laterales del hemiciclo absidal, en el ángulo que forma con el presbiterio, con unos capiteles similares, aunque con acantos enrollados en los extremos. Diecisiete canecillos -seis, cinco y seis- sostienen una cornisa de nacela; catorce son de proa de nave, uno se decora con doble disco, otro con cabecita de león y finalmente uno más con hojarasca finamente tallada. Bajo una imposta de perfiles curvos se disponen tres ventanales, compuestos por saetera abocinada y enmarcamiento de arco de medio punto doblado, el exterior simple y el interior formado por dovelas aboceladas sostenidas por columnillas. Sus capiteles aparecen decorados con cortos pero resaltados acantos, superados por un ábaco cilíndrico moldurado en nacela y con cimacios igualmente cilíndricos y moldurados. Son estas seis piezas idénticas y verdaderamente llamativas pues su composición recuerda más las formas renacentistas que las románicas, aunque creemos que son originales y contemporáneas del resto del edificio. Junto al ventanal del paño meridional se abrió en tiempos postmedievales otro cuadrangular para dar mayor luz al altar, aunque hoy ese hueco aparece restaurado. Continuando en el exterior del templo el presbiterio es de la misma altura que el ábside y ligeramente más ancho, aunque sólo se muestra individualizado de la nave por su cornisa, más baja que la de aquélla. Los muros son planos, macizos, con un alero sostenido por seis canes en el norte y siete en el sur, todos de proa de barco, alguno con nervio central, como los que se ven también en Santo Tomás Cantuariense. La nave no se diferencia en planta del tramo presbiterial, aunque resulta de mayor altura que éste. En origen incluso debió ser más alta aún, como se desprende del análisis de la fachada norte. En la parte superior de este muro se aprecian dos ventanales románicos cuyas arquerías de medio punto han sido remontadas, achaparrando el dovelaje hasta formar unos arcos escarzanos. Morfológicamente eran como las del ábside, aunque esta vez los capiteles tienen formas más ortodoxamente románicas, con hojas ovales, nervadas y con las puntas enrolladas, labradas con cierta tosquedad y rematadas por cimacios cuadrangulares con perfil de nacela, que también lo hacen sobre las jambas apilastradas del marco exterior. Sobre estas ventanas se dispone una chapa metálica moderna que recorre el muro y precede al alero, compuesto éste por una treintena de canecillos de proa de barco, excepto dos de ellos, con un perfil en S, un frente estriado y unos laterales con decoración incisa en espirales, elementos que evidencian una cronología postmedieval. Una portada se dispone en el centro de esta fachada norte, a ras de muro, compuesta por arco de medio punto doblado trasdosado con chambrana. El arco de ingreso tiene las dovelas con perfil abocelado y con una sencilla banda decorando el sector exterior frontal, a base de circulitos y hojitas de cuatro lóbulos o puntas; apoya en sendas columnas con doble plinto -decorado el superior con arquitos-, basas de doble toro y escocia, fustes monolíticos y capiteles de estilizadas hojas -que nos recuerdan a los de la portada norte de Santo Tomás Cantuariense-, bastante erosionados, bajo cimacios de finos zarcillos, muy similares a alguno de los del claustro de Santa María de la Vega. El arco exterior presenta dovelas igualmente aboceladas sobre jambas lisas, mientras que el guardapolvo está recorrido por acantos de tratamiento espinoso, hábilmente ejecutados, prácticamente idénticos a los que se vuelven a ver en los cimacios de Santa María de la Vega. Sobre esta portada hay restos de numerosos canzorros y la roza de una cubierta, recorriendo toda la longitud de la nave, seguramente restos de aquel claustro desaparecido. La fachada sur es tan sobria como la norte, pero esta vez con huellas de numerosas reformas, casi siempre de difícil interpretación: aleros recortados, huecos abiertos y cerrados -uno en forma de cruz-, paños superpuestos, rozas de cubiertas, etc. La intervención más contundente parece ser la que afectó al tercio superior del muro , donde se abrieron tres ventanales cuadrados en siglos posteriores a los medievales, que conllevaron la desaparición de los dos de época románica, cuya ubicación es bien perceptible. Bajo todos ellos se aprecia una roza de cubierta que recorre completamente el muro, incluyendo el presbiterio, con sus correspondientes soportes de piedra, ya recortados. En el centro del muro se abre otra portada, sencilla, de grandes dovelas, fechable hacia el siglo XVII, aunque sustituye a otra anterior románica, de la que quedaría el alto arco de medio punto en el interior del templo; además en el exterior parece entreverse la existencia de un tejaroz que estaría sostenido al menos por siete canecillos. El alero meridional, igualmente precedido de una chapa metálica, muestra otros treinta y un canes, generalmente de proa de nave, a veces con nervio central abocelado, aunque también los hay figurados con formas vegetales, cabezas animales, cabezas humanas y diablescas, músicos o un saltimbanqui. Remata el templo a los pies un robusto y macizo cuerpo que perteneció a una torre, contemporánea del resto del edificio. No sabemos el aspecto que pudo tener, pero en la actualidad sólo se conserva el primer cuerpo, soportado en el lado meridional por dos pilares doblados y tan sólo por uno en el norte, ya que el otro que aparece en ese lado se apoya en realidad en el muro de la nave. La fachada que mira a poniente es lisa y en ella se abre un estrecho y simple arco apuntado -hoy alterado-, que penetra en la iglesia por medio de un verdadero túnel abovedado. El interior del templo refleja también la calidad constructiva del exterior. El ábside se divide en dos cuerpos separados por imposta moldurada, liso el inferior y animado el superior mediante los tres ventanales cuya forma y decoración es idéntica a la que muestran exteriormente, si bien aquí la hechura de los arcos internos tiende a lo escarzano. Otra imposta que repite la molduración de la inferior da paso a la bóveda de cuarto de esfera, enlazando con la del presbiterio. El cuerpo presbiterial se divide en dos tramos mediante un fajón apuntado que descansa en una pareja de pilastras con aristas de bocel, rematadas en sendos capiteles cuadrangulares, el del evangelio decorado con largos y dinámicos tallos entrecruzados y el de la epístola con profusión de pequeños y espinosos acantos. Los cimacios no son sino la prolongación de la imposta que precede a la bóveda de cañón apuntado, como la del ábside también levantada en buena sillería arenisca. El arco triunfal es muy similar al anterior, aunque doblado hacia el lado que mira a la nave y ahora con los apoyos en semicolumna. Ambas tienen hoy las basas recortadas y los capiteles son una vez más vegetales, repitiendo en ambos casos más o menos las decoraciones que tenían las pilastras de sus respectivos lados. La nave se cubre con madera y así fue siempre, aunque en los muros se reconocen las improntas de unas bóvedas postmedievales de yeso. Sus muros no presentan otra particularidad que una serie de hornacinas abiertas en la zona anterior, casi todas horadadas con posterioridad a la construcción del templo. Sobre la puerta norte, en el interior del templo y ocupando varios sillares aparece pintada una inscripción que de forma inexplicable ha pasado completamente desapercibida. En diez renglones, con el texto en negro y cajeado en rojo, recoge la consagración del templo por el obispo de Salamanca don Gonzalo Fernández. La transcripción, aunque presenta algunas dudas puntuales por el estado de la pintura, es, una vez completadas las abreviaturas, la siguiente: IN : NOMINE : DOMINI : NOSTRI : IHESU : CHRISTI : DEDICAS FUIT : ECCLESIA : IN HONORE : BEATI : IOHANIS : BABTISTE : ET ALIORUM : PLURIMORUM : SANCTORUM : ET DEDICAVIT : EAM : GUNDISALVUS : FERNAN DIZ : SALMANTICENSIS : EPISCOPUS : ET FECERUNT : EAM : DEDICARE : FRATER : IOHANES : OVEQUIZ : CO MENDATOR : EIUSDEM : DOMUS : ET PET RUS : PELAGII DEL POZO : ET UXOR : EIUS : MARIA : DE AGUILAR : ERA : M : ET : CC : ET : XXX : VIIII : QUINTO : X : KALENDAS : MAII : Es decir: “En el Nombre de Nuestro Señor Jesucristo fue dedicada (consagrada) esta iglesia en honor del bienaventurado Juan Bautista y de otros numerosos santos. La dedicó Gonzalo Fernández, obispo de Salamanca, y la hicieron dedicar el hermano Juan Ovéquiz, comendador de esta misma casa, y Pedro Peláez del Pozo y su mujer María de Aguilar. Era MCCXXXVIIII, el día decimoquinto de las kalendas de mayo”. La fecha corresponde al 17 de abril del año 1201 y se ajusta al tiempo en que ejerció su labor episcopal Gonzalo Fernández, entre 1195 y 1226. Por su parte el mismo comendador aparece como representante del Hospital en el acuerdo de la orden con el monasterio de San Román de Hornija sobre la delimitación de términos y asignación de rentas, suscrito en Zamora en 1203: ex parte Hospitalis J[ohanem] Oveti, comendatorem in Salamanca. Posiblemente sea el mismo Johanne Oveci que firma como testigo en una carta de donación emitida en 1196 en Olmo de Guareña y en la cual Pelayo Arias entrega una serie de bienes a la Orden de San Juan, documento que igualmente suscriben Petro Pelagii y Suero Pelagii, hijos del donante. A juzgar por todos esos datos creemos que la referencia cronológica de la inscripción es válida y que puede fechar perfectamente el momento en que se finalizó la construcción del edificio actual. CRISTO DE LA ZARZA En esta iglesia se custodia también uno de los más famosos testimonios de imaginería románica de la provincia, el llamado Cristo de la Zarza, nombre que respondería a las circunstancias de su milagroso hallazgo. De tamaño ligeramente superior al natural -con 197 cm de altura- y tallado en nogal, recubierto de lienzo, muestra una figura un tanto desproporcionada, con cabeza grande -que debió estar rematada en corona-, corto tronco y anchas caderas, sujeta con cuatro clavos a una cruz moderna. Los rasgos de la cara están bastante simplificados, con ojos almendrados, ligeramente caídos y nariz formada por simple triángulo, con cerrada y recortada barba compuesta por estrechos cilindros a modo de bucles, mientras que el cabello cae sobre los hombros en seis simétricos mechones. La anatomía de brazos y piernas es naturalista, aunque simple, mientras que la del tronco es más artificial y geométrica, con los costillares formados por dos triángulos invertidos y marcados con estriado; a la vez, otras estrías más pequeñas y curvadas se dibujan en el esternón. El paño de pureza está sujeto con un cíngulo anudado en el centro; cuelga hasta las rodillas y cae más en la parte posterior, mientras que la superior se dobla en una segunda capa, todo con pliegues muy marcados y abundantes, de traza rectilínea. La policromía ha cambiado respecto a la que muestra la fotografía obtenida por Gómez-Moreno, donde tiene los ojos cerrados. Su manufactura, que sería contemporánea de la construcción de la iglesia, guarda algunas similitudes con el Cristo de los Carboneros -custodiado en la iglesia de San Cristóbal, de la capital-, especialmente en la disposición del perizonium, en el cabello y en los detalles anatómicos del torso. Ambos a su vez pueden ponerse en relación con el Cristo de Cabrera, aunque esta imagen -procedente del despoblado de ese nombre, curiosamente cerca de la localidad de Barbalos- es de notable mayor calidad, especialmente en el rostro.