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Detalle de la parte superior, Apóstoles

Identificador
31840_01_328
Tipo
Formato
Fecha
Cobertura
42º 56' 48.62'' , -1º 57' 58.22''
Idioma
Autor
Sin información
Colaboradores
Fundación para la Conservación del Patrimonio Histórico de Navarra
Derechos
Edificio Procedencia (Fuente)

 

País
España
Edificio (Relación)

Santuario de San Miguel in Excelsis

Localidad
Huarte Araquil / Uharte Arakil
Municipio
Huarte Araquil / Uharte Arakil
Provincia
Navarra
Comunidad
Navarra
País
España
Descripción
HOY LO PODEMOS ADMIRAR sobre el altar mayor del santuario de San Miguel de Aralar, en el marco del ábside central. Indudablemente ascender a la sierra de Aralar, penetrar en su peculiar templo y enfrentarse al final con tal maravilla es una enorme y grata sorpresa. La obra está considerada entre las más bellas y espléndidas del arte del esmalte europeo durante la Edad Media, pues a su extraordinaria calidad y atractivo se añade un notable tamaño: en la actualidad mide 121 cm de alto, 194 de largo y 4,4 de fondo. Su estudio y comprensión sólo se puede hacer desde la propia obra, pues paradójicamente un trabajo de tanto interés carece de apoyo documental, ni directo ni indirecto, y las escasas noticias que a él se refieren son ya muy tardías, como comprobaremos. La belleza y singularidad de la pieza, por una parte, y la ausencia total de noticias -al menos hasta ahora- por otra, ha contribuido a que los estudiosos que lo han analizado, que no son pocos, hayan especulado sobre muchos aspectos, algunos de los cuales siguen abiertos. En efecto, son bastantes los interrogantes que la obra plantea. Enunciaremos ahora los principales y en el transcurso de la exposición comentaremos las distintas respuestas. Así, cabe preguntarse: ¿qué mueble de culto era en origen?, ¿para qué templo se encargó?, ¿cuál es su programa iconográfico y a quién representan sus imágenes?, ¿cuál es la lectura correcta de la inscripción que sostiene el ángel de San Mateo?, ¿dónde y cuándo se ejecutó?, ¿con qué corrientes se le debe vincular?, ¿quién fue su promotor?, ¿qué intervenciones ha sufrido y en qué circunstancias? No es el objeto de este trabajo ofrecer una solución definitiva a tantos interrogantes, pero sí trataremos de ordenar las teorías y argumentos que se han ido dando a lo largo del tiempo, de manera que se expongan con claridad cuáles prevalecen hoy. Pero para entender mejor la complejidad del tema creo que en primer lugar conviene describir el retablo tal y como llegó a nosotros antes del robo del otoño de 1979. La pieza, un trabajo de metalistería y placas esmaltadas que se superponen a un alma de madera, se puede describir como un retablo compuesto por una calle central que ocupa la totalidad de la altura, flanqueada por sendas calles laterales ordenadas en dos cuerpos y ático. En el retablo podemos diferenciar entre la estructura arquitectónica, que es de cobre dorado, y la imaginería y algunos elementos de la decoración, que están esmaltados según la técnica “champlevé”. El cuerpo central, ocupado por una gran mandorla polilobulada, divide en dos el retablo; a sus lados y en doble registro se dispone una arquería triple, cuyos arcos de medio punto apoyan en columnas en las que se trabajaron con minuciosidad basas, fustes y capiteles. El ático está centrado por una cruz de piedras de cristal de roca flanqueada por un par de figuras esmaltadas a cada lado, seguidas por grupos de cuatro medallones superpuestos, también de esmaltes. A continuación disminuye la altura del ático, de tal suerte que queda espacio para una hilera de cinco medallones, igualmente esmaltados, en cada lado. Todo el conjunto está enmarcado por una grueso bocel muy tosco. En la parte inferior del retablo, y fuera del cerco que lo encuadra, sobre una madera pintada de azul oscuro y con letras doradas, se puede leer la siguiente inscripción: Este precioso Retablo de Laminas de metal dorado y Esmaltado con su Ymagen de la Virgen del Sagrario de la Cathedral de Pamplona, a que es anexo este Santuario de San Miguel, estubo antiguamente en la obscuridad de su Capilla de donde se saco, se limpio en Pamplona, y para que su Vista mueba a devocion fue colocado assi en esta Capilla maior en el año 1765. Capítulo importante de la pieza lo constituye la ornamentación que se distribuye por todo el conjunto creando un auténtico horror vacui. Así, una labor calada de motivos de roleos vegetales conforma el fuste de la columna, y deja a la vista el tono rojizo de la columna de madera, con lo que se enriquece la sutileza cromática del retablo. Variados motivos también vegetales, de piñas, palmas, palmetas, hojas hendidas, etc., cincelados sobre la plancha de cobre dorado, recubren las basas y los capiteles. En las placas planas que configuran las arquerías alternan roleos vegetales grabados con cabujones de piedras de distintos colores y tamaños, con predominio de las oscuras y las traslúcidas. La misma ornamentación, pero en línea, la vemos en la imposta que separa ambos cuerpos y en la banda que dibuja la mandorla central. Elemento importante de esta exuberante decoración son las arquitecturas de cúpulas repujadas que se distribuyen sobre los arcos, especialmente variadas sobre el registro superior y con menos protagonismo en el inferior. Sus formas evocan el mundo bizantino y oriental. Pero sin duda el máximo valor y mérito de este retablo lo constituyen las placas esmaltadas de la imaginería, que al adaptarse a sus marcos adoptan las formas de éstos. Así, dibujan un medio punto las que aparecen bajo los arcos, es romboidal la de la mandorla, rectas las cuatro del ático y circulares los medallones. Todas resaltan sobre una plancha con fondo dorado, cubierto totalmente con un vermiculado de roleos vegetales, que han perdido algunos de los medallones debido al recorte de la placa. Pero el marco de las figuras principales queda reforzado por una orla esmaltada con distintos tonos de azules. Pasaremos ahora a describir la imaginería. La figura que centra el retablo es la Virgen, tocada con corona real y nimbo, con el Niño, también coronado, sentado sobre sus rodillas. La Madre apoya las manos sobre el hombro y la pierna del Hijo, que bendice con la mano derecha y sujeta un libro con la izquierda. María está sentada sobre un arco con un cojín cilíndrico parecido al dibujado bajo la mujer del patriarca en el Libro de Job de la catedral de Pamplona. Sus pies, elegantemente cubiertos, reposan sobre un escabel triangular (recordemos que el triángulo es la forma geométrica más empleada en la simbología trinitaria). De los lados de la cabeza de la Virgen penden el alfa y la omega, y debajo de la primera hay una estrella. En los ángulos del cuadro central se coloca el tetramorfos alado con el ángel de San Mateo mostrando una filacteria con unas letras que, como se verá, han tenido muy diversas lecturas. En la arquería superior se distribuyen tres figuras masculinas a cada lado de María. Van ataviadas con manto y larga túnica que deja ver los pies descalzos. Todas llevan nimbo esmaltado y cogen un libro con la mano, excepto el más próximo a la Virgen, que agarra una llave. El grupo de tres figuras del registro inferior izquierdo de la almendra está formado por tres personajes lujosamente engalanados y calzados, con corona real sobre sus cabezas y ricas copas en la mano. En el trío de la derecha distinguimos a un ángel nimbado, descalzo, posado sobre un arco iris y libro en su mano, una mujer con velo y nimbo, vestida con manto y túnica, con una flor en su mano, y otro personaje masculino. Éste viste también de forma majestuosa, va calzado, sujeta con su mano una rama florida y cubre su cabeza un casquete hebraico. Los cuatro personajes del ático son una réplica de los del cuerpo superior, pero en menor tamaño. El contrapunto a tan diversa figuración lo encontramos en los medallones superiores en los que domina una variada fantasía de entrelazos vegetales, animales fantásticos, seres monstruosos, algunos de ellos ordenados de acuerdo a la fórmula del enfrentamiento; motivos y diseño en perfecta sintonía con el gusto ornamental románico. Huici y Juaristi relacionaron el repertorio fantástico de estos medallones con los de la arqueta de Santa Valeria del Museo Británico. Otro de los valores del retablo es su alto nivel técnico. Es el resultado de la aplicación de distintas labores, como el calado, el grabado, el repujado, el cincelado, la pedrería en cabujón o el dorado. Pero sobre todas destaca el esmalte, centrada principalmente en las figuras, que se localiza en la indumentaria, nimbos, orlas y medallones. Las partes visibles de la anatomía aparecen doradas, como manos, pies del apostolado, pero sobresalen, particularmente, los rostros que están trabajados en bulto. Esto hace que resalten sobre la plancha de cobre, y en ellos los ojos adquieren especial fuerza, gracias a una gota de esmalte azul oscuro como el zafiro. Se caracterizan por la representación en singular de cada personaje pues, aunque predomina la frontalidad del cuerpo, su individualización se consigue mediante la diferenciación de los rostros, o las distintas posturas de cabezas, manos y pies, con lo que introduce en la obra la movilidad. En efecto, algunos parece que caminan, y otros incluso que danzan. El tratamiento expresivo y humanizado de los rostros, con una labor minuciosa y esmerada en cabellos y barbas, que alcanza la máxima gracia y elegancia en la Virgen central, son una prueba de que el responsable de esta parte del trabajo era un artista insigne y brillante, quizá con conocimientos de escultura. La labor de esmalte se considera excepcional, por la riqueza del colorido, en el que predomina el azul, con distintas gradaciones, y el verde, con los que se construye el vestuario, mientras que el amarillo ayuda a perfilar el movimiento de los tejidos. Puntualmente se emplea el rojo en los libros, y escasea también el blanco, con el que se refuerza algunos plegados. Pero no se puede dejar de mencionar el dinamismo, y variedad que el artista ha impreso a las telas, en las que juega con habilidad con la línea recta, pero sobre todo reina un grafismo curvilíneo que sugiere una idea de laberinto visual. Sin duda, por la tipología de la obra, hay que pensar que es el resultado del trabajo de distintos artífices, todos de innegable categoría; pero el responsable de que a esta pieza del arte suntuario medieval la tengan por excepcional todos los investigadores es quien elaboró la imaginería, pues con su inspiración artística nos dejó un trabajo lleno de humanidad y misterio, de elegancia y belleza. Es de sobra conocido que los esmaltes del retablo, todas las columnas de su traza y algunos arcos del cuerpo inferior fueron robados en 1979. Se recuperó casi todo en 1981, y en 1983 y 1986 algunas piezas sueltas. Hoy vuelve a estar casi completo, a falta de un par de medallones del ático y de las planchas de cuatro arcos del cuerpo inferior. Pero, ¿se concibió desde el principio como retablo? Es opinión generalizada que su función original fue ser frontal de altar, mueble, por otra parte frecuente en el culto medieval, como lo demuestran los numerosos de madera conservados en Cataluña o los más suntuosos de Basilea o Venecia. La manipulación de la pieza se ha visto confirmada a raíz del robo de 1979, pues se han comprobado gracias a las sombras del alma de madera que las placas de esmaltes se habían desplazado; por la diferencia de madera que aloja las piezas del que llamamos ático, también se deduce que es un añadido, así como por la coincidencia del dibujo vermiculado de algún medallón con algún fragmento de la línea de imposta. También lleva a la misma conclusión la colocación algo torpe de la banda que separa los dos registros, ya que parece recortar parte de las arquitecturas correspondientes al cuerpo inferior. Sin embargo, los últimos estudios, especialmente a partir del exhaustivo que realizó M. M. Gauthier en 1982, hacen pensar que la transformación no resultó traumática para la pieza. Afectó fundamentalmente a la orla que la debía de rodear, seguramente de carácter ornamental, y cuyos principales elementos se concentraron en el coronamiento. Aunque algunos estudiosos como Huici y Juaristi insinuaron que pudo reducirse el número de esmaltes, hoy se cree que esto no afectó a la iconografía principal. Sí que es cierto que no todos los elementos de la traza original se incluyeron en el retablo, pues con restos de plancha vermiculada y pedrería se organizó una hornacina que se introdujo en un hueco del ábside central, y que todavía hoy puede contemplarse en el santuario. También Uranga e Íñiguez fueron partidarios de la mutilación drástica del frontal y sugirieron un hipotético estado I como retablofrontal que se completaría con una iconografía mucho más amplia que incluiría, por ejemplo, a las vírgenes necias y prudentes, cuyos esmaltes se conservan en museos de Viena y Florencia. Desde que a raíz de la recuperación del retablo en 1982 se analizaran con tesón muchos aspectos de esta pieza, se suele afirmar que su conversión de frontal a retablo tuvo lugar en la fecha que aparece en la inscripción del faldón, el año 1765, forzando, quizá, su lectura. Pero, en rigor, en ella sólo se habla de limpieza, y tal y como lo nombra parece que funcionaba como retablo desde hacía tiempo. El primer historiador del santuario de Aralar, el padre Burgui, debió de ser testigo de los hechos que recoge la inscripción, pues los repite en su libro de 1774 e insiste: “fueron limpiadas todas sus piezas por un Platero de Pamplona, y quedaron tan brillantes y hermosas, como si recientemente huviessen sido fabricadas. Nuevamente coordinadas, y clavadas con mejor disposición quedan en el mismo Templo de San Miguel”. Pero el mismo autor explica que el retablo, pues así lo denomina, antes de esta renovación se encontraba en el interior de la pequeña capilla, ocupando la parte alta de otro retablo de talla y dorado. Este retablo de madera policromada que contenía el de esmaltes debe, probablemente, identificarse con el contratado en 1666 por el chantre de la catedral de Pamplona con el arquitecto de Arbizu José de Huici e Ituren. Es conocido que esta dignidad del cabildo recibía las rentas del santuario. En el documento, dado a conocer por Echeverría Goñi y Fernández Gracia, se puntualiza que en él se acomode “el retablo que oy se alla en la dicha capilla que es el apostolado con una ymagen de la Madre de Dios”. Subrayamos en este punto que no se le da la advocación del Sagrario como en la inscripción. De esta secuencia de datos se pueden sacar distintas conclusiones. En primer lugar diremos que estas fechas, 1666, 1765 y 1774, son las únicas encontradas relacionadas con el retablo. Como ya anunciamos antes, resultan demasiado tardías para una obra románica. También se puede inferir que en 1666 ya se le trataba como retablo y que se encontraba en la capilla interior del santuario de San Miguel, pero posiblemente resultaba pequeño para el gusto de una época acostumbrada a los grandes retablos barrocos. También nos cuenta Burgui que cuando en 1765 se trasladó a la capilla mayor se alojó en otro retablo nuevo. Por todo esto, quizás hay que pensar con los autores antes mencionados y los del Catálogo Monumental que el cambio de frontal a retablo no se realizó en 1765, sino más bien en algún momento anterior a 1666. Por eso opinamos que en el siglo XVIII básicamente se adecentó y cambió de localización, tal y como afirma la inscripción y el relato del padre Burgui, lo que no excluye algún cambio de tono menor. Ni la inscripción del retablo ni Burgui nombran al platero a quien se encargó su limpieza en 1765. Se ha venido repitiendo que el responsable fue el maestro de Pamplona Manuel Beramendi, autor del dibujo para el grabado que ejecutó Juan Antonio Salvador Carmona. Goñi Gaztambide, por otra parte, comenta el interés que tuvo por el santuario de San Miguel el obispo Juan Lorenzo de Irigoyen y Dutari (1768-1778), quien en su etapa de prior de Velate se ocupó de trasladar el retablo a Pamplona. Y en base a datos de Arigita cuenta que se llevó al taller del platero José Jirau, quien lo limpió y “lo armó de nuevo como antes con su cerquillo nuevo”. El maestro cobró por el trabajo 960 reales. En definitiva, parece que la intervención del siglo XVIII en el retablo se redujo a una limpieza en profundidad, quizá pudo trastocarse algún elemento, y como novedad aportó el bocel que lo enmarca. Con todo, también es cierto que la posición de alguno de los esmaltes principales en algún momento se varió, ocasionando dificultades en la lectura iconográfica. Otro tema debatido entre los investigadores y estudiosos es la identificación de los personajes representados. La posición central y majestuosa de la Virgen con el Niño indica que el antiguo frontal estaba dedicado a ella. María sentada, con el Hijo sobre sus rodillas, recuerda al tipo, popularizado en el románico, conocido como Sedes Sapientiae. Por esto no extraña que se haya relacionado con la titular de la catedral de Pamplona, como lo hace la inscripción de 1765 bajo la advocación del Sagrario. Efectivamente, Santa María la Real se ajusta a dicha fórmula y se fecha hacia la mitad del siglo XII. Pero si observamos con detenimiento la imagen del retablo, parece más preciso incluirla dentro del grupo de imágenes que Fernández-Ladreda distingue por su “concepción humanizada”. Sus rasgos serían una interpretación de María más entrañable, visible en su actitud maternal hacia el Hijo. En efecto, la sutil sonrisa que dibujan los labios de la Virgen la humanizan y armonizan con esa protección maternal hacia el Niño, al que sujeta con sus manos. Volveremos más adelante a tratar de la vinculación de esta imagen con la de la seo pamplonesa. Nadie ha dudado en reconocer en los personajes masculinos del registro superior a los apóstoles, pues su vestimenta de túnica y manto, y sus pies desnudos, está codificada en la iconografía cristiana desde antiguo. Además, portan el libro que los distingue como grupo, y están nimbados. Pero para que no queden dudas, a San Pedro, cabeza del colegio apostólico, se le representa con su símbolo, las llaves, que lo individualiza. Van descalzos en alusión al mandato de Cristo cuando los envía a evangelizar y les dice “no llevéis ni sandalias ni alforjas” (Mt., 10). El grupo de los doce se completa con los cuatro del ático más los dos evangelistas-apóstoles, San Mateo y San Juan, representados en el tetramorfos. Ya hemos indicado que en 1666 se habla del apostolado. Tampoco hay divergencias en distinguir en los tres personajes de la galería inferior izquierda a los Reyes Magos, pues, como la tradición cristiana acostumbra, visten lujosamente, están tocados con corona real y portan en ricos recipientes las ofrendas para el Niño-Dios. La escena de la Epifanía queda certificada con la estrella que aparece junto a la Virgen, haciéndose así eco de la narración evangélica. Las diferencias se han suscitado a la hora de dar nombre al trío de personajes del lado opuesto. De esta manera, Burgui, a quien sigue Madrazo, ve en el ángel a San Miguel y en la pareja al rey de Navarra Sancho III el Mayor y su esposa doña Mayor. Aunque hoy nadie participa de esta hipótesis, hay que reconocer que sus argumentos eran lógicos desde su posición. Su deducción se basaba en que en un retablo localizado en un santuario dedicado a dicho arcángel no podía faltar su representación. Por otra parte opinaban que esta pieza fue un regalo del nombrado monarca al santuario, avalado además, como comentaremos en su momento, por una inscripción. Por lo que era fácil reconocer en un hombre brillantemente ataviado al monarca donante, y en la elegante mujer junto a él a su mujer, la reina. Sin embargo, enseguida historiadores posteriores vieron la debilidad de estas razones. En primer lugar, si el frontal estuviera dedicado a San Miguel, éste aparecería como protagonista en el centro; tampoco la figura del ángel de retablo puede asimilarse con el arcángel, normalmente representado pesando las almas, como se encuentra en el pórtico románico de San Miguel de Estella, con espada venciendo a Lucifer, o en la iconografía rara, pero muy vinculada a Navarra, con la cruz sobre la cabeza. Así lo vemos en un capitel de la parroquia de Berrioplano y nos ha transmitido la propia imagen del Ángel, titular de este santuario. La poca solidez de la identificación de la pareja real se basa en lo excepcional que era en la época mostrar a los donantes, y máxime con el mismo tamaño que los personajes sacros, y además es impensable que doña Mayor tenga el halo de santidad. Más insólita es la identificación de Arigita con el emperador Constantino y su madre Santa Elena, aunque ésta si tiene derecho al nimbo. A pesar de que, como comentaremos enseguida, se dio otra lectura más convincente a este registro, todavía en 1973 Uranga e Íñiguez distinguieron en este hombre al rey García Ramírez, promotor de importantes obras en el templo. Al resultar el personaje del extremo el más equívoco por su peculiar indumentaria, por la vara y la ausencia de nimbo, no es insólito que haya recibido más nombres, pues, además de los citados, algunos lo han identificado con algún personaje del Antiguo Testamento como Jesé o Isaías, profetas de la Encarnación. Fue a partir del extenso estudio de Huici y Juaristi en 1929 cuando se generalizó la opinión de que en esta arquería se representaba la Anunciación -por lo que el ángel es Gabriel- y a San José, identificado por la vara florida. A pesar de ello, todavía en 1987 M. M. Gauthier retorna a ver a San Miguel en el ángel, apoyándose en reflexiones apocalípticas, mientras que las otras dos figuras aludirían a los Desposorios de María y José. Tan diversas opiniones no impiden afirmar que es un retablo netamente mariano. Su protagonista es la Virgen con el Niño, que están acompañados por el apostolado, y además se introducen dos escenas del ciclo mariano: la Anunciación y la Epifanía. También, como veremos, esta iconografía transmite el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios. Sin embargo, para obtener una lectura más clara de esta parte del retablo, Rico Camps observó recientemente que se trastocó la situación de algunas placas en la reconversión de la pieza de frontal a retablo. Así, indica, aunque no concreta, que en las placas del apostolado se introdujo algún cambio. Tienen especial interés las modificaciones que afectaron al cuerpo inferior. En el episodio de la Epifanía llama la atención el Mago del extremo, que camina hacia delante pero mira hacia atrás, donde no encuentra a nadie. Pero si intercambiamos su posición con la del centro, la escena gana en coherencia y se acomoda a una composición habitual en las epifanías del siglo XII. Así, el Mago primero ya ha llegado a su destino, mientras que el central sigue caminando, pero con su giro de cabeza dialoga con el tercero, que parece asentir. También en la disposición del otro trío hay algo que no convence, pues tal y como hoy los vemos San José parece formar parte de la Anunciación. En esta disposición se genera una escena ajena no sólo a la tradición figurativa cristiana sino a la propia narración evangélica. Pero si conmutamos las posiciones de Gabriel y José, la cosa cambia, pues éste entra a formar parte del grupo de la Epifanía, en una composición, por otra parte, similar a la de la arqueta de la National Gallery de Washington, y por su parte María y Gabriel quedan en la intimidad de la Anunciación. A pesar de todo hay que reconocer que la juventud, elegancia principesca, la actitud activa de José, sin nimbo, no armonizan con la representación más habitual de este patriarca en el medievo, normalmente asombrado y en segundo término. Por eso, quizá, su identificación es la que más debate ha ocasionado. Rico Camps ha llegado a una solución de compromiso pero sugestiva, pues sin negar la personalidad real e histórica de José presente en la Epifanía, reconoce en él a distintos modelos del Antiguo Testamento, todos muy vinculados con el acontecimiento histórico de la Encarnación. Así, en este nivel alegórico puede aludir al profeta Isaías, anunciador del misterio de la entrada en la historia del Mesías, o al propio rey David con cuya estirpe entroncaba Cristo, precisamente a través de José. En esta interpretación cabe recordar que en Cristo se cumple el Antiguo Testamento. Según su explicación se trata de un compendio en imágenes de los primeros capítulos del evangelio de San Mateo. Y descifrar las seis letras de la filacteria del ángel de San Mateo en el tetramorfos ha sido otro de los asuntos en que se han afanado los historiadores. Burgui, el primero que lo intentó, leyó: ANNO CHRISTI 1028, versión que encajaba con su idea de que el retablo era una donación de Sancho III el Mayor. Huici y Juaristi la interpretaron como el nombre del autor: A(lpais) : + : F(ecit) : O(pus) S(emovicensis) B. Biurrun por su parte traduce: A(ngelus) + (christi) IO(annes)S B(aptista). Roulin interpretó las letras como (m)ATIOS E(vangelista). Por su poca consistencia ninguna de estas lecturas cerró el tema. Así, Ursúa Irigoyen aportó otra interpretación. Ve el alfa y la omega al principio y al final de la filacteria como representación de Cristo, que se reafirma con el signo de la cruz, que además puede identificarse con la inicial griega de su nombre. Por su parte la IO corresponderían a la abreviatura latina de IOANNES, en alusión, según su hipótesis, a San Juan Evangelista, quien en el Apocalipsis describe a Cristo como el principio y el fin, el alfa y la omega. Fue Gómez-Moreno el primero que dedujo que las iniciales estaban en griego y apuntó la posibilidad de leerlas como ATICO M, pero no profundizó en su significado. En los últimos años Rico Camps ha aportado una interpretación con más sentido y coherencia. Coincide con Gómez-Moreno en los caracteres griegos, que él lee como AGIOS Q y que corresponden al inicio de un himno cantado en honor de Cristo, tanto en el rito griego como en el romano, conocido como el Trisagion. Este canto comienza repitiendo tres veces la palabra Agyos, y que nosotros conocemos como “El tres veces Santo”. Esta lectura armoniza perfectamente con el contenido del retablo. No son muchos los autores que hayan planteado el significado del programa iconográfico del retablo. El primero fue Burgui, que lo interpretó en clave política, pues vio en él la reafirmación y poderío de la monarquía navarra en tiempos de Sancho III el Mayor. La imagen del propio monarca se incluiría en un retablo, en el que además están presentes los Reyes Magos, testigos de la Majestad Divina de Cristo. El hecho que todos acudan ante la Virgen y Cristo en su calidad regia, parece querer decir que la monarquía navarra tiene el beneplácito de la divinidad. Pero este poder, podríamos decir moral, estaría acompañado del material, pues contaba con medios para efectuar una donación tan espléndida. M. M. Gauthier, por su parte, en una exposición larga y compleja, recalca la riqueza del contenido del retablo con distintas claves de lectura. También ve en su magnificencia una evidencia del poder de la mitra de Pamplona y de su monarca. Pero donde realmente se explaya es en el nivel teológico y escatológico, que ilustra la primera venida de Cristo a la tierra, señalada con alusiones a su genealogía, con la Anunciación y la Epifanía. Simultáneamente recuerda la segunda venida relatada en el Apocalipsis de San Juan, que alude a su vuelta como Rey y Señor, y de la que toma los elementos del tetramorfos, el alfa y la omega, y las arquitecturas de la Jerusalén Celeste. Rico Camps también lo contempla en distintos niveles, pero sus explicaciones, aunque no contradicen las de la investigadora francesa, enriquecen el significado. Lo interpreta como la culminación de los tiempos que anunciaron los profetas —San José-profeta— que tiene lugar con la Encarnación histórica de Cristo: Anunciación, imagen central. Pero esta entrada de Cristo en la historia no es exclusiva para los judíos, sino que viene como Salvador y Rey de toda la humanidad: Epifanía, y apóstoles: testigos y enviados del propio Cristo. Pero además subyace una alusión a la Iglesia universal a través de María como Reina y Madre de la Iglesia, e Iglesia que es un anticipo de la Ciudad de Dios, de la nueva Jerusalén. En definitiva, el hecho real de la Encarnación, anunciada largamente por los profetas, aconteció en un momento histórico y a partir de él se extiende el mensaje de Cristo, del que es custodio la Iglesia, a todas las gentes. Pero también recuerda que al final de los tiempos volverá con toda su majestad y restaurará toda la creación, como relata el Apocalipsis. Podríamos condensar el mensaje del retablo de Aralar como una ilustración y explicación de la historia de la humanidad a la luz de Cristo. Tema importante en la historia del retablo es poder determinar para dónde se ejecutó, pues la falta de noticias documentales provoca dudas. Las posibilidades son dos: que se encargara directamente para el santuario de San Miguel “in Excelsis” o bien que se hiciera para la catedral románica de Pamplona y que, en un momento incierto, se trasladara al mencionado santuario, fuertemente ligado a la catedral. Los primeros que los estudiaron, como Burgui, Madrazo, incluso más tarde Biurrun y aún M. M. Gauthier en 1982, fueron partidarios de que su ubicación original era el santuario de Aralar. Versión que también comparten los autores del Catálogo monumental, puesto que ligan la construcción de la capilla interior al retablo para alojarlo; capilla que se identifica con la “oscura capilla” a la que alude la inscripción de 1765. Su argumento principal es que allí ha estado desde que se tienen noticias documentales, y en eso, como estamos viendo, nos les falta razón. Asimismo es incuestionable la vinculación entre la catedral y el santuario, como razonan para explicar la titularidad de la Virgen del Sagrario en el frontal. Huici y Jauristi, y más tarde Lojendio, fueron los primeros que pensaron que se realizó para la catedral de Pamplona y que de allí en algún momento se trasladó a Aralar. La cuestión volvió a suscitarse desde que a raíz de su recuperación se ha ido profundizando en su estudio. La propia M. M. Gauthier, en 1987, era ya partidaria de esta hipótesis. Asimismo, autores como Rico Camps, Férnández-Ladreda y nosotros mismos opinamos que se ideó para la sede pamplonesa. También hay que advertir que esta hipótesis no está avalada por ninguna documentación. Son distintas y de diferente índole las razones que se arguyen. Por ejemplo, que no se represente a San Miguel como titular, y como se ha visto ni siquiera aparece. Por el contrario es evidente que está dedicado a María, y la catedral siempre ha estado bajo el patrocinio de Santa María. Asimismo se defiende que una obra de tal calidad difícilmente se habría ideado para “ocultarse” en un santuario lejano, de difícil acceso y de relativo interés; en cambio sí sería muy adecuada para una sede catedralicia. Además hay que tener presente que en esa época en la catedral se sucedieron distintos obispos, muy interesados en convertir su sede episcopal en un templo singular, de amplio espacio, con un espléndido claustro y una bella imagen de la Virgen titular, por lo cual resulta natural que pensaran completar tan extraordinario conjunto románico con este magnífico frontal. Otro de los motivos se encuentra en el mismo retablo, pues la inscripción del siglo XVIII denomina a la Virgen central con la advocación del Sagrario. Sin embargo, en este punto se puede matizar. En primer lugar hay que aclarar que en la catedral medieval de Pamplona no existía una imagen de la Virgen, distinta a la titular, con la advocación del Sagrario, como parece indicar M. M. Gauthier en su estudio de 1987. A la imagen románica titular de la catedral en la Edad Media se la conocía simplemente como Santa María. Su designación del Sagrario no tiene lugar por lo menos hasta 1642, y surge por su ubicación en el retablo mayor en un sagrario o tabernáculo. Recordemos que en 1666 a la imagen del retablo de Aralar se le llama “Madre de Dios”. Pero no resulta incongruente que en 1765 se le otorgue el título del Sagrario por distintos motivos: la entonces ya inmemorial relación entre ambos templos, la devoción que, sin duda tenía entonces la imagen catedralicia en el reino, la aparente similitud formal de ambas, y seguramente un deseo de prestigiar al santuario. Por ello quizá es más conveniente pensar, no que cuando el retablo se trasladó de la catedral a Aralar se llevó la advocación de la Virgen catedralicia, sino que se la otorgaron cuando volvió a la capital para adecentarlo. Hoy la conocemos como Santa María la Real, pero este título se popularizó a raíz de su coronación canónica en 1946, aunque también es cierto que los monarcas navarros se coronaban ante su imagen. Analizando con minuciosidad el retablo se pueden considerar otros factores a favor de su estado I en la catedral. Primero, la representación de los apóstoles, de quienes son sucesores los obispos, es un tema muy repetido en el arte medieval y especialmente oportuno para una catedral, máxime si la mitra se esfuerza en afirmar su autoridad. Además se da la circunstancia de que el único de los apóstoles que aparece individualizado es San Pedro; veremos que al obispo Pedro de París se le atribuye el patrocinio del frontal. Y curiosamente en el retablo renacentista de la catedral de Pamplona, el príncipe de los apóstoles ocupará un lugar eminente en la calle central. También la Epifanía, escena fundamental del retablo, es una festividad de gran solemnidad en la catedral de Pamplona. Se conoce que fue el obispo Rena quien consiguió que de Colonia llegara a la seo pamplonesa la reliquia de los Reyes en el siglo XVI. Pero también resulta evidente que el origen de esta devoción en la catedral fue anterior, como atestigua el grupo gótico de la Adoración de los Magos, esculpido en el claustro, de tal forma que la llegada de la reliquia contribuyó a consolidar dicho culto hasta llegar a nuestros días. Recordemos que algunas imágenes medievales cumplían una función en ciertos dramas litúrgicos. Aquí en Navarra, por ejemplo, la Virgen de Irache se relaciona con el Officium Pastorum. ¿Es posible que en la catedral el frontal pueda vincularse con el Officium Stellae que pudo escenificarse en ella? Martín Ansón menciona que en los dominios aquitanos de los Plantagenet era costumbre en la misa de Epifanía que tres clérigos lujosamente ataviados en el momento del ofertorio remedaran la ofrenda de los Magos presentando ante el altar los vasos sagrados. Incluso en 1169 fueron tres hijos de Enrique II Plantagenet quienes representaron el papel de los Magos, pues simultáneamente rendían homenaje al monarca de Francia del que eran feudatarios. Con todo, queda por conocer cuándo la catedral de Pamplona decidió desprenderse de su frontal y desplazarlo a Aralar. La lógica apunta que pudo ser en el contexto de la adecuación del presbiterio a finales del siglo XVI a las nuevas modas y necesidades del culto, por lo que se encargó al finalizar la centuria un monumental retablo; o también en el momento en que la cabecera gótica sustituyó a la románica. En este punto no hay que olvidar que ya en la segunda mitad del siglo XIV se había elaborado un nuevo retablo de plata para la sede episcopal iruñesa. A pesar de las discrepancias en algunos aspectos, todos los investigadores están de acuerdo en que una pieza de tal calidad sólo es posible por la voluntad y patrocinio de un personaje encumbrado. Y en la Navarra de la época las máximas jerarquías eran el rey y el obispo de Pamplona. Otros temas que quedan por plantear son su cronología, el centro donde se confeccionó y sus vínculos estéticos. Ya hemos dicho que Burgui, que no se detiene en su análisis estético ni técnico, lo considera una donación de Sancho III el Mayor en 1028, opinión que comparten Madrazo y Biurrun. También con un monarca, García Ramírez, lo vinculan Uranga e Íñiguez, con 1136 como fecha de referencia. Por su parte Lojendio lo liga al matrimonio de la infanta Berenguela, hija de Sancho el Sabio, con Ricardo Corazón de León en 1191, por lo que el retablo quedaría fechado a comienzos del siglo XIII, cronología que coincide con la que antes le dieron Huici y Juaristi. Finalmente M. M. Gauthier, después de un completo y exhaustivo análisis de la pieza, concluyó que el contexto político y cultural en el que fue posible su ejecución se limita al reinado de Sancho el Sabio (1150-1194) y al episcopado de Pedro de París (1167-1193). Considera al obispo como el mentor de la obra, tanto por su rango eclesiástico como por su categoría intelectual. Él era el único preparado para diseñar un programa iconográfico del nivel teológico que presenta el del retablo de Aralar, pues había estudiado y enseñado en la Sorbona, e incluso escribió el Tractatus de Trinitate et Encarnatione. Dicho título, como hemos comprobado, parece el enunciado del programa que se desarrolla en el frontal. Además conviene recordar que tuvo un especial empeño en reafirmar la autoridad de la mitra de Pamplona sobre aquellos que la cuestionaban, como el abad de Leire. Pero este ambiente intelectual coincide con un momento en el que económicamente es posible encargar a grandes artistas este precioso mueble litúrgico. Hoy nadie discute que se elaboró entre 1175 y 1185. Es posible que esta distancia temporal entre la Virgen titular de la catedral, que se fecha a mitad del siglo XII, y la del retablo de Aralar explique las diferencias formales entre ambas, pero las dos representaban a Santa María de Pamplona. Asimismo su cronología puede servir como argumento a favor de la hipótesis de que se realizara para la catedral, pues recordemos que no será hasta 1206 cuando el obispo Juan de Tarazona cree la dignidad de chantre, que será el canónigo económicamente más ligado al santuario. Aunque también es cierto que algunos de sus abades fueron canónigos de Pamplona. Otras de las cuestiones importantes que plantea el retablo son dónde se confeccionó y con qué otras obras se relaciona. Como es fácil de suponer también en esto ha habido discrepancias entre los entendidos. El primero en plantear el lugar de manufactura del retablo fue Madrazo, quien opinó que era una obra salida de algún obrador alemán, bien de Colonia o de Verdún, realizada por artífices griegos. En cambio Huici y Juaristi estaban convencidos de que era un trabajo de Limoges, el centro de esmaltes más prestigioso de la Europa meridional. Pero paralelamente hubo autores como Leguina, Porter o Biurrun que la consideraron española. Pero para justificar su filiación hispana lo primero que había que averiguar es la existencia de talleres de esmaltes en la España cristiana. Hoy los investigadores no dudan de que en torno al monasterio de Silos se trabajó el arte del esmalte, pero apenas quedan obras que lo avalen y menos todavía la documentación justificativa. Estos talleres quedaron eclipsados por el auge y popularidad que desde mediados del siglo XII adquirieron por toda Europa las obras de Limoges. Fue Gómez-Moreno quien en su estudio sobre la urna de Santo Domingo de Silos empezó a distinguir estos trabajos hispánicos. El problema de la filiación de nuestro frontal es su carácter excepcional, por lo que no tiene parangón con ninguna otra obra en su totalidad, aunque tiene puntos en común con alguna. Con la que la relación resulta más patente es con el frente de la urna de Santo Domingo de Silos. Su traza es muy parecida; ambas están compuestas por una sucesión de arquerías a partir de un motivo central, que es la Maiestas protagonista. Se trata de una composición cuyo origen remoto se puede rastrear en sarcófagos clásicos o paleocristianos, con lo que estaríamos ante una continuidad de lenguaje y función, más evidente en el caso de Silos, pues se trata de una urna funeraria, y más sutil en el de Aralar. Una explicación puede estar en que sobre el altar, a cuyo frente se adhería nuestro frontal, tenía lugar la actualización del Sacrificio de Cristo. También en el capítulo arquitectónico tienen mucho en común, pues en los dos se emplea la labor de calado en los fustes de las columnas, técnica que en el caso silense se prolonga a las basas y capiteles e incluso al propio arco. Comparten así mismo las arquitecturas de cúpulas evocadoras de lo bizantino, como se comprueba al contemplar el relicario de la Santa Sangre del tesoro de San Marcos de Venecia. En los dos encontramos la combinación ornamental del grabado en el bronce dorado y el cabujón con piedras en resalte. Otros aspectos que visiblemente comparten son los motivos ornamentales utilizados, como los roleos vegetales de las columnas y el vermiculado de fondo de las placas de esmalte. Sin embargo, hay que reseñar que en el caso de Silos el grabado de roleos del fondo del apostolado se distribuye en bandas, dejando amplias zonas lisas, recurso que trae a la memoria la pintura de los Beatos. Es indudable que en la decoración de los dos se impuso el horror vacui, y que algunos de los motivos ornamentales, como los roleos vegetales o el enfrentamiento de elementos, ya sean animales o vegetales, son rasgos que conectan con el arte musulmán. Sin embargo también está claro que aunque la urdimbre remita a dicha cultura, los motivos empleados son propios del arte románico cristiano. En este caso de evidentes relaciones de “ida y vuelta” entre ambos mundos es una lástima no haber conservado un muestrario suficiente de tejidos y miniaturas que probablemente actuaron como medio de transmisión. Tampoco hay que olvidar que el arte árabe fue una vía de penetración en occidente del arte oriental, romano tardío y bizantino, que en su contacto asimiló e incluso reinterpretó. Con todo, también se aprecian diferencias sustanciales, referidas fundamentalmente a las figuras esmaltadas. Aunque en ambos las cabezas de los personajes son de bulto y existe un deseo claro de individualizarlos, los rostros de la urna de Silos no alcanzan el genio y el carácter que supo imprimirles el artista de Aralar. También son apreciables las diferencias en el colorido del esmalte, pues mientras en Silos se emplean los colores puros, lo que provoca cierta estridencia, en Aralar se logra la matización de los tonos, originando un cromatismo más rico y armónico. Pero en ambos reina el diseño curvilíneo y ondulado de los tejidos, que origina un aire envolvente, aunque el resultado en Silos son unos cuerpos más planos, mientras que en Aralar se logra cierto volumen. A pesar de las relaciones manifiestas con Silos, ningún autor se ha decantado por considerar el de Aralar como obra de estos talleres castellanos, pues también son evidentes, especialmente en el tratamiento del esmalte, sus conexiones con Limoges. Hoy se sigue manteniendo la tesis expuesta por M. M. Gauthier en 1982, que podíamos resumir como obra de confluencias. En efecto, según esta investigadora francesa, su factura se realizó en Pamplona, donde el mecenas de la obra, que poseía los medios económicos para hacerse con una materia prima valiosa, consiguió congregar a distintos artífices, todos sumamente hábiles en los distintos oficios. Artistas de distinta procedencia, desde hispanos hasta franceses, e incluso ingleses, pues ve en la versión dada a los arabescos no sólo la mano de lo silense sino la de algún estampador inglés. Y con modelos ingleses se ha relacionado últimamente la flora de los medallones del ático. En este sentido, recuerda que por esas fechas estaba en Pamplona el sabio inglés Robert de Ketton, quien ocupaba el cargo de arcediano de la catedral y fue traductor del Corán y de otras obras árabes. Conviene, asimismo, tener presente el íntimo vínculo que existía entonces entre Inglaterra y Aquitania, regidos ambos por la dinastía de los Plantagenet. En su opinión, el director de este amplio equipo era un artista esmaltador de Limoges, cuyos talleres en esa época estaban trabajando, precisamente, para el monarca inglés Enrique II Plantagenet, cuyo hijo Ricardo se convirtió en yerno del rey navarro, Sancho el Sabio, a raíz de su matrimonio con la infanta Berenguela. Pero también reconoce esta investigadora que ninguno de los trabajos realizados para el también duque de Aquitania transmite la fuerza y vigor, la elegancia y dignidad, que en otro momento califica de “estilo heroico”, presentes en el de Pamplona. Esta teoría de la reunión de grandes artistas en un lugar determinado para hacerse cargo de una obra, no cabe duda que tiene su atractivo, y cuenta a su favor con la itinerancia probada del artista medieval. Pero además cabe añadir que, en el caso de Pamplona, los obispos consiguieron encargar tanto el templo catedralicio como la escultura del claustro a un elenco de artistas elegidos entre los mejores, como lo demuestran, por ejemplo, los capiteles que conservamos de ese conjunto románico. Sin embargo, mientras que la gran obra de la catedral románica de Pamplona, incluso su imagen titular, dejó abundantes huellas en el resto del románico navarro, el frontal no parece haber tenido repercusión, y sorprende en un trabajo tan singular. Por otra parte, parece más sencillo el traslado de un arquitecto o de un escultor, con cuyos instrumentos estaban acostumbrados a viajar, que organizar desde la nada un taller de esmalte; hay que tener en cuenta la complejidad de su funcionamiento, pues precisa abundante y diversa materia prima, y además hay que desplazar por lo menos a los principales oficiales. Los últimos estudios de Rico Camps, sin negar la tesis francesa, curiosamente retornan al principio, al enfatizar las conexiones de los esmaltes navarros con lo bizantino y recoger así el testigo de Madrazo y de Porter. Además aporta como dirección para avanzar en su estudio las relaciones que él observa con la escultura monumental de la época, particularmente con ciertas piezas de la catedral de Santo Domingo de la Calzada. Aunque la similitud de rostros que él establece puede ser discutible, en nuestra opinión, como ya lo apuntamos en otro lugar, parece indudable, por la caracterización, individualización, fuerza y modelado de las cabezas del frontal de Aralar, que su autor debía de tener conocimientos o formación de escultor. Al final de todo este extenso comentario podemos concluir que el retablo custodiado hoy en Aralar es un trabajo de calidad excepcional, en el que convergen los más prestigiosos talleres de esmaltes europeos: Silos, Limoges e incluso Bizancio. Es obra románica del último tercio del siglo XII, realizada por un brillante artista desconocido para nosotros y de cuya trayectoria no hay rastro claro ni antes del retablo, ni después de él. Pero somos afortunados de poder admirar este trabajo especialmente bello, por su ornamentación, por el cromatismo de los esmaltes y por la elegancia y humanidad de los personajes.