Identificador
09640_06_012
Tipo
Formato
Fecha
Cobertura
42º 8' 7.57'' , -3º 20' 41.20''
Idioma
Autor
José Luis Alonso Ortega,José Manuel Rodríguez Montañés
Colaboradores
Sin información
Edificio Procedencia (Fuente)
País
España
Edificio (Relación)
Localidad
San Millán de Lara
Municipio
San Millán de Lara
Provincia
Burgos
Comunidad
Castilla y León
País
España
Claves
Descripción
ES LA IMPONENTE IGLESIA de San Millán, de los conservados, quizá el más ambicioso edificio románico de esta zona serrana, y sólo quizá hubiera sido superado en amplitud por el transformado de Lara de los Infantes. Su trayectoria histórica encuentra además traslación constructiva, pues el altomedieval origen del lugar de culto, seguramente algo más desarrollado que lo hoy en pie, fue integrado literalmente por la fábrica románica, accediéndose desde el cuerpo bajo de la torre. No es por supuesto el único caso de asociación física entre un lugar de culto altomedieval y una iglesia románica (recuérdense los ejemplos de San Millán de la Cogolla o el palentino de Olleros de Pisuerga), aunque San Millán de Lara sí es a todas luces de los menos conocidos. Tal marginación, a la que no es ajena la propia historiografía, parece marcada por su modesto exterior, que en ningún caso da la medida de la ambición constructiva del edificio, sólo apreciable interiormente. El afloramiento calizo sobre el que se asienta el costado septentrional del edificio condiciona su espacio interior, sobre todo en la zona occidental. Sobre la roca y la entrada a la llamada “gruta de San Millán” o “cueva de la Magdalena” se alza la torre, de planta cuadrada, con un piso bajo en el que se abre un moderno vano adintelado y dos superiores separados por impostas con el cuerpo de campanas, todo notablemente reformado en alzado. Su eje es notoriamente convergente con el de la iglesia, la cual debe adaptarse tanto a la roca como a la entrada de la gruta, motivando así la falta de ortogonalidad de la nave del evangelio. La gruta, cerrada con sillería, es un angosto espacio de planta semielíptica excavado en la caliza, a la que da servicio desde el interior del cuerpo bajo de la torre un angosto vano de arco de notoria herradura, rodeado por chambraba de baquetón y listel, sobre impostas de entrelazo de cestería hacia el norte y listel y chaflán al sur. El aspecto altomedieval de este arco no oculta su reforma en época románica. Una ladeada inscripción en la base de la torre, descubierta por Dom Marius Férotin, proporciona el siguiente texto: BENEDICTU[S] MICAEL ET MARTINUS HAN[C] OP[ER]A[M] F[ECERUNT] ERA M CC III Es decir, “Benedicto, Miguel y Martín hicieron esta obra en la Era de 1203 (año 1165)”, proporcionando así un precioso jalón cronológico a la hora de datar el conjunto, aunque -como señala Pérez Carmona-, los epígrafes parecen referirse a la obra de la torre. El tramo occidental de la colateral norte aparece ocupado por la escalinata que asciende a la entrada de la torre, resuelta como un arco levemente apuntado sobre el que se abre un sorprendente arco heptalobulado de arista baquetonada que apea en una pareja de columnas acodilladas de tardías basas de perfil ático de toro inferior achaflanado y con lengüetas. El exotismo de este arco vincula a sus artífices con el grupo de templos riojanos, mirandeses y burebanos en los que encontramos el mismo recurso ornamental, así en las ventanas absidales de la ermita de San Facundo de Los Barrios de Bureba, de La Asunción de Navas de Bureba, de la arruinada iglesia de Encío y en las iglesias riojanas de Treviana y Valgañón. No será el único indicio de una tal procedencia de los artistas de San Millán que encontramos en el edificio. Los capiteles de las columnas se ornan con motivos vegetales de buena factura: dos niveles de tallos entrelazados formando clípeos en los que se acomodan tetrapétalas en el oriental y alargadas hojas cóncavas de carnosos bordes resueltas en caulículos en el otro. Sobre ellos corre una imposta de listel y nacela que se continúa sólo hacia el oeste, siendo notoria hacia el este la ruptura de hiladas en el aparejo de la nave del evangelio, signo de una duplicidad de campañas o al menos de una intervención posterior. La iglesia de San Millán representa, a nuestro juicio, el más importante proyecto arquitectónico de esta zona del Arlanza después, evidentemente, de los grandes monasterios como Silos o San Pedro de Arlanza. Se planteó como una gran iglesia de tres naves organizadas en cuatro tramos, más del doble de ancha la central, separadas por pilares cruciformes con robustas columnas entregas en sus frentes y formeros doblados de leve apuntamiento. Los pilares, como en las grandes iglesias monásticas, parten de altos basamentos cilíndricos. El condicionamiento topográfico y la presencia de la gruta motiva las irregularidades de la planta, siendo más estrecha la colateral norte que la sur y no encontrando apenas ángulos rectos en el trazado de los tramos y muros. Ello, unido a los asientos diferenciales debidos al desnivel norte-sur y este-oeste, ayudaron sin duda al desplome de sus cubiertas y las patologías que arrastró la fábrica, pese a estar correctamente aparejada con sillería arenisca. Corona el cuerpo del templo, que carece de transepto, una cabecera en origen compuesta de tres ábsides -destacado el central- precedidos por tramos rectos, habiendo desaparecido el de la epístola, cuyo lugar ocupa una moderna sacristía. Exteriormente los dos restantes muestran su tambor liso, coronado por una imposta con perfil de nacela sobre simples canes de nacela con tableros. En el del evangelio se abre un mero vano rasgado con derrame al interior (bajo cuyo alféizar vemos un sillar saliente con abilletado), mientras que en el mayor rodea a la aspillera un arco abocelado con chambrana de tableros sobre sendas columnas acodilladas de capiteles de hojas lisas y puntas avolutadas, manifestándose al interior con alguna mayor pretensión decorativa, de sospechosa antigüedad. Cúbrense los presbiterios con bóveda de cañón y los hemiciclos con cuarto de esfera, mostrando ambas torales doblados de leve apuntamiento. Las techumbres de las naves son fruto de la restauración (en el siglo XVIII recibió bóvedas de ladrillo), evidenciando los soportes y la ausencia de responsiones y estribos que fueron concebidas para recibir cubiertas lígneas, a algo mayor altura que las actuales. La nave central destacaba también en altura respecto a las colaterales, aunque hoy aparecen unificadas las sobrecubiertas con una doble vertiente, quedando los canecillos románicos del muro norte de la central englobados bajo la cubierta a un agua moderna. Esta unitaria campaña -con la salvedad del tramo inmediato a la torre- es fundamentalmente buena arquitectura, relegando la decoración a un casi obligado ornato de los capiteles, sencillos y toscos, pobladas sus cestas de hojas lisas de bordes carnosos rematadas en caulículos, a veces con helechos o bayas arracimadas, tallos entrecruzados con algún tosco mascarón humano, hojas lisas con cogollos en sus puntas que recuerdan modelos rigoristas; sólo escapan a este carácter reiterativo lo que parece una ruda representación de Daniel en el foso de los leones, en el pilar que separa el tercer del cuarto tramo y recibe el formero por el oeste, y otra cesta con dos serpientes dando tormento a sendos personajes, a los que muerden los brazos y el sexo. La portada meridional, abierta en un prominente anticuerpo del segundo tramo de la colateral -aunque descentrada respecto al mismo-, notablemente abocinada y en lamentable estado, posee cierto carácter monumental, con su arco de medio punto rodeado de cuatro arquivoltas molduradas con baquetones y haces de boceles entre mediascañas, aunque repite en los capiteles que coronan los cuatro pares de columnas acodilladas en las jambas esquemas vegetales y animalísticos algo reiterativos: en el lado occidental vemos cuadrúpedos afrontados, probablemente leones sobre fondo vegetal, muy clásicos acantos de espinoso tratamiento y fuertes escotaduras, con recurso a los puntos de trépano, rígidas arpías afrontadas, lo que parece una escena de combate en la que se ven implicados cuatro infantes armados con lanzas, espadas y escudos. Los capiteles del lado derecho del espectador se ornan con grandes hojas de acanto de nervios perlados y fuertes escotaduras, hojas lisas y nervadas con cogollos o pomas en las puntas, bajo impostas de secas palmetas o ajedrezadas, mientras que toscos paneles abilletados encapitelan las jambas del arco. Tanto el toro superior de las basas como los collarinos de los capiteles exceden sus soportes y se continúan corridos por las aristas de las jambas, al igual que ocurre en las basas de los pilares interiores. Muy distinto planteamiento manifiesta el modificado hastial occidental, donde en un cuerpo saliente se abre una esbelta portada de arco resueltamente apuntado donde las mochetas que sobresalen de las jambas sostienen hoy sólo un dintel ornado con una cruz de Malta inscrita en un clípeo, aunque debió proyectarse un tímpano. Rodean al arco cuatro arquivoltas ornadas con gruesos baquetones que apoyan en otras tantas columnas acodilladas en las jambas, sobre basas áticas de toro inferior muy desarrollado y aplastado y basamento escalonado, cuya molduración se continúa en los frentes de este antecuerpo. Vemos aquí dos parejas de desiguales pilastras ante las que irían columnas adosadas, a tenor del regruesamiento del zócalo y las basas que aún subsisten. Quizá se proyectase una estructura porticada ante el hastia o, más improbablemente un claustro, cuya ubicación occidental respecto al templo resultaría del todo anómala, máxime cuando en las fechas en las que nos movemos -finales del siglo XII o principios del XIII- la abadía estaba ya en manos de la mitra burgalesa desde hacía medio siglo y quizá ni siquiera era preciso tal espacio. Lo que sí es cierto es la evidente progenie silense de los capiteles que coronan las columnas, sobre todo los de su parte septentrional, de los que Elizabeth Valdez opina que pudieron incluso haber sido realizados por un artista procedente del taller que finaliza el claustro bajo de Santo Domingo de Silos, opinión matizada por Boto Varela. Estos tres capiteles historiados, destrozados y probablemente recolocados -entre los que se intercala otro con un mascarón humano del tipo visto en la galería de Jaramillo de la Fuente-, exponen un ciclo de la pasión de San Juan Bautista. En el hoy dispuesto al interior asistimos a la degollación del Precursor, arrodillado y sujetado por un acólito de Herodes que señala con su diestra hacia su izquierda mientras otro esbirro le secciona el cuello; en la cesta inmediata -labrada en la misma pieza- otro sirviente porta la bandeja con la testa del Bautista en actitud de ofrecérsela a otra figura -probablemente Salomé-, tras la que se dispone un feo demonio de cuerpo lanudo y cabello erizado que vuelve su cabeza hacia el capitel anterior, extendiendo su mano hacia el antes referido verdugo. En la cesta exterior, arbitrariamente reubicada y que debería iniciar la secuencia de interior a exterior, vemos tres figuras, una asiendo con su mano izquierda u ofreciendo algo a un infante que parece dirigirse en dirección contraria ante otra figura; sin poder asegurarlo, podría responder a los momentos previos a la degollación del Bautista (Mt 14, 1-10 y Mc 6, 17-25). En los capiteles del lado derecho del espectador vemos otro mascarón humano, éste barbado, seguido de la muy silense composición con dos arpías pareadas a ambos lados de un árbol cuyas ramas enlazan sus cuellos, una cesta con entrelazo de cestería y, en el destrozado capitel extremo un personaje ante un cuadrúpedo, quizá una escena de caza. Tanto sobre éstos como sobre los del otro lado corre un voluminoso zarcillo, mientras que en la única mocheta que soporta el dintel vemos un mascarón monstruoso de afilados colmillos sacando la lengua. A la vista del carácter de esta portada y del tipo de decoración que la anima, y con las precauciones a las que obligan las reformas y amputaciones sufridas por este cuerpo occidental, parece que en la fase final del edificio intervino un taller de marcada impronta silense, cuya actividad se redujo (al menos por lo conservado) a ennoblecer su culminación. A nuestro juicio, encontramos ilógico el proceso cronoconstructivo que plantea Félix Palomero, que definitivamente naufraga al extrapolar sin argumentos la datatio de la torre referida líneas arriba, en 1165, a los capiteles de la portada occidental, cuya evidente progenie silense obliga a retrasar su cronología a las dos últimas décadas del siglo XII, coincidiendo nosotros con las más atinadas apreciaciones avanzadas por Gerardo Boto. Sigue esperando este templo una profunda y seria monografía que atienda de un modo específico al análisis murario y de su arquitectura, ambición que excede al objetivo de estas líneas.