El Panteón Real de Santiago: Imágenes del pasado para la recuperación de la memoria
Por Francisco Prado-Vilar
Artículo de Francisco Prado-Vilar, Investigador Distinguido de la Universidad de Santiago (Departamento de Historia del Arte, Grupo de Investigación Síncrisis) y el CISPAC (https://cispac.gal) ( Centro de Investigación Interuniversitario das Paisaxes Atlánticas Culturais) @fpradovlr
Al pueblo de Santiago: Con los ojos arrasados en lágrimas y el espíritu enlutado de tristeza, lamentamos todos la inmensa e irreparable desgracia del incendio del que fue tesoro artístico, histórico y religioso, no sólo de Compostela y de Galicia, sino de España y de la Cristiandad.
Con estas palabras se dirigía el cabildo de la catedral de Santiago a la ciudadanía compostelana con motivo del incendio que arrasó la Capilla de las Reliquias en la madrugada del 1 de mayo de 1921.
Izq: Labores de extinción del incendio en la Capilla de las Reliquias desde el claustro de la catedral de Santiago; Dcha: Retablo de la Capilla de las Reliquias destruido en el incendio, ca. 1905, foto: Arxiu Fotogràfic Centre Excursionista de Catalunya
Cuando se publicó este comunicado en la prensa local dos días más tarde (El Ideal Gallego), todavía proseguían las labores de búsqueda de los restos de relicarios entre el montón de cenizas al que había quedado reducido el retablo barroco:
En grandes tinajas llenas de agua van echando las cenizas y pequeños escombros, separando los que flotan y analizando después detenidamente el fondo a donde van los objetos pesados a fin de hallar los metales y piedras preciosas.
Las crónicas del suceso se centraron en describir el valor religioso, material y artístico de los objetos que decoraban la capilla, muchos de los cuales se pudieron salvar. Entre ellos había numerosos regalos realizados por monarcas de toda Europa al santuario jacobeo a lo largo de los siglos como el delicado relieve de la Virgen de la Leche de Luisa Roldán, escultora de cámara de Carlos II, cuya dimensión artística está recibiendo recientemente el reconocimiento público que merece gracias a la exposición de una de sus obras más singulares en la Galería de las Colecciones Reales de Madrid.
Izq: Virgen de la Leche de Luisa Roldán; Dcha: Situación de la obra en la Capilla de las Reliquias antes del incendio. Para un relieve similar adquirido por el Museo de Bellas Artes de Sevilla que pudo servir de preparación para la obra compostelana véase: Ars Magazine
Pero también mencionaban la presencia de otros preciosos contenedores que conferían a aquel lugar una especial relevancia histórica y política por su condición de Panteón Real:
Cinco sepulcros hay en ella, en nichos de medio punto y con hermosas estatuas yacentes. Fueron trasladados al lugar que hoy ocupan de otros puntos de la Catedral en el siglo XVI y las inscripciones que los adornan son modernas, sin valor epigráfico, a no ser la de la sepultura de “Doña Juana de Castro”, transitoriamente reina en León por su casamiento con el rey D. Pedro. Las cuatro restantes sepulturas son las de los reyes “Don Fernando II de León", “Alfonso IX”, la de la emperatriz “Doña Berenguela” y la de “Ramón de Borgoña”, esposo de la reina Doña Urraca y padre de Alfonso VII “El Emperador”. El Ideal Gallego
Los sepulcros no se vieron afectados directamente por las llamas, pero el humo y el hollín producidos por la combustión de la madera del retablo ennegrecieron las paredes de la capilla cubriendo los epitafios que los identificaban, cuya precaria situación se vio agravada por el agua utilizada durante las labores de extinción. Debido a su mal estado de conservación fueron completamente eliminados en el proceso de limpieza de muros.
Desaparecían así de nuestro registro visual unos documentos históricos únicos que, si bien, como señalaba la prensa, no tenían un especial “valor epigráfico”, son de enorme importancia porque a ellos se debe una confusión en la identificación de las tumbas reales que continúa hasta nuestros días, a pesar de haber sido metódicamente expuesta por especialistas como Serafín Moralejo.
Véase:
- Moralejo: “Esculturas gótica en Galicia…” (1975)
- Moralejo: “Un episodio olvidado de la historia del Panteón Real compostelano” (1990)
Aunque conocemos los textos de los epitafios gracias a que fueron transcritos, pocas décadas después de su redacción, por G. González Dávila en su Teatro eclesiástico de las iglesias metropolitanas y catedrales, pp. 14-16 (1645) es primordial recuperar la imagen perdida en el incendio porque es precisamente la monumentalidad epigráfica de su plasmación mural sobre las tumbas la que ha conferido a sus contenidos una especial autoridad haciendo que pervivan incluso tras su desaparición, y que hoy continúen reflejados en las cartelas colocadas recientemente con motivo de la renovación museográfica de la capilla.
Sepulcros de Fernando II y Alfonso IX (VIII de León y Galicia) en la Capilla de las Reliquias, ca. 1905, foto: Pedro Ferrer, Real Academia Gallega, fuente: Galiciana
El primer documento gráfico que encontramos en nuestra investigación no podría ser más evocador, una tarjeta postal del estudio del célebre fotógrafo coruñés Pedro Ferrer mostrando los sepulcros de Fernando II y Alfonso IX (VIII de León y Galicia) como estaban en 1905, con su frente policromado. Curiosamente el deterioro del soporte de la fotografía, debido a la humedad y la contaminación biológica, afecta principalmente a los epitafios transformando así la postal en una suerte de instantánea premonitoria de la conflagración que los habría de consumir años más tarde entre destellos de llamas y ráfagas de humo.
Por fortuna poco tiempo después pasó por Santiago el fotógrafo catalán Joaquim Morelló i Nart que nos dejó la visión más completa del Panteón Real antes del incendio, con los epitafios de las tumbas de Fernando II y Alfonso IX (VIII) visibles y legibles, así como el aparato escenográfico que las enmarcaba, compuesto por relicarios dispuestos en los arcosolios y otros ornamentos, incluido el relieve de la Virgen de la Leche de Luisa Roldán.
Izq. Epitafios de las tumbas de Fernando II y Alfonso IX (VIII) que fueron pintados ca. 1641; Dcha: Capilla de las Reliquias de la catedral de Santiago, ca. 1910, foto: Arxiu Fotogràfic Centre Excursionista de Catalunya
La persistencia de una confusión: Tumbas desplazadas, epitafios modernos y cartelas contemporáneas
Más que reflejar una tradición oral o escrita constantemente mantenida, las atribuciones hasta ahora aceptadas han de ser, pues, fruto de una recuperación erudita, apoyada, por supuesto, en datos documentales, pero también en posibles prejuicios sobre la calidad de los personajes efigiados y en el dudoso instinto anticuario con que podrían juzgarse piezas medievales hacia 1641.
Moralejo, “Un episodio olvidado…”
Hasta su traslado a su actual emplazamiento en la Capilla de las Reliquias a finales del siglo XVI, los sepulcros se hallaban en un espacio situado en el extremo noroeste del transepto de la catedral, cerca del lugar donde se situó originalmente la pretiosa sepultura del conde Raimundo de Borgoña (†1107), gobernador de Galicia, esposo de la reina Urraca de León, y padre de Alfonso VII “el Emperador”, quien en 1111, siendo todavía menor de edad, fue coronado rey de Galicia en la basílica compostelana por el arzobispo Diego Gelmírez. Aunque este monarca había prometido enterrarse en Santiago, su posterior ascensión al trono de Castilla y la consecuente unión de los reinos, hizo que se desplazasen sus intereses políticos y acabase recibiendo sepelio en la catedral de Toledo. Será su hijo, Fernando II, quien, como rey de León y Galicia desde 1157, renueve la alianza entre la monarquía y la mitra compostelana, momento en el que se enmarca la intervención monumental del maestro Mateo para transformar el templo de peregrinación jacobeo en un catedral áulica que incluiría un Panteón Real cuya piedra angular habría de ser la propia sepultura de Fernando II, enterrado allí en 1188. Este espacio funerario fue engrandecido por su hijo Alfonso IX (VIII) en diversas ocasiones, especialmente con motivo de la consagración de la catedral en 1211 cuando realiza una donación para establecer allí una capellanía y un altar dedicado a San Lorenzo donde se celebraría una misa diaria en honor de la memoria de su padre. El sepelio de Alfonso IX (VIII) en ese Panteón en 1230 marca el final del recorrido histórico del reino independiente de León y Galicia que, con su muerte, quedó unido definitivamente a Castilla.
La última noticia que tenemos de la situación de estas tumbas antes de su traslado a la actual Capilla de las Reliquias nos la ofrece Ambrosio de Morales en la crónica de su visita a la catedral de Santiago en 1572:
Los Reyes que están enterrados en esta Santa Iglesia tuvieron Capilla en el Crucero […] Todos están en sus Tumbas de piedra alta […] El Rey Don Fernando de León [Fernando II], el hijo de este Don Alfonso de León [Alfonso IX (VIII)], padre del Rey Fernando el Santo. Las Sepulturas no tienen titulos ningunos, más entiéndese ser de los Reyes ya dichos, por haberse entendido y conservado así por tradición de unos en otros […] Juntos con estos dos sepulcros estan otros dos también en tumbas altas, con vultos uno de Reyna Coronada, y otro de mancebo, sin Corona. Por no tener títulos no se entienden cuyos son mas tienese por cierto son de muger, y hijo de alguno de los Reyes cabe quien están. Al otro lado del Altar estan otras cuatro tumbas altas de piedra como las pasadas. La primera es de muger esculpida, moza, hermosa y muy galanamente ataviada: tiene Corona de Reyna en la Cabeza, y dice su Epitafio: “Aquí yace D. Juana de Castro Reyna de Castella, que se finou no mes de Agosto Era MCCCCXII. En la con quien se casó el Rey D. Pedro, y tuvo hijo de ella”. Viage de Ambrosio de Morales, pp. 126-27.
Según este testimonio sólo la tumba de Juana de Castro poseía una inscripción que permitiese su segura identificación. Para las otras, Ambrosio de Morales elabora una hipótesis combinando su conocimiento documental de los reyes y magnates enterrados en Santiago con los atributos y vestimentas visibles en los yacentes. Este mismo proceso debió seguir el autor de los epitafios que llegaron hasta el siglo XX, el cual, como demostró Serafín Moralejo en su brillante tesis doctoral, y en las publicaciones citadas, cometió varios errores que le llevaron a intercambiar las atribuciones de las tumbas de Fernando II y Alfonso IX (VIII). Guiado por un sentido evolutivo del arte, que avanzaría hacia la consecución de mayores grados de naturalismo, consideró que la más antigua (correspondiente a Fernando II) debía de ser aquella que presentaba unos rasgos más “arcaicos”. Pero el arte compostelano del marco cronológico en el que se realizaron estas tumbas sigue un desarrollo contrario, pasando del vigoroso impulso naturalista que caracteriza los productos del taller del maestro Mateo de finales del s. XII – al que habría de pertenecer, necesariamente, la tumba de Fernando II, enterrado en 1188 – a las formas planas y sumarias de los talleres de derivación mateana que trabajan en Compostela en la segunda y tercera décadas del s. XIII culminando en obras como el sepulcro del arzobispo Bernardo II († 1240) en la Colegiata de Santa María del Sar. A esta modalidad estilística que está definida, como indica Moralejo, por un “sofisticado arcaísmo” caracterizado por “una tendencia a aplastar el bulto, a potenciar el grafismo preciosista y vaciar los rostros de su contenido individual” pertenecerían los yacentes de los personajes regios que recibieron sepelio en ese momento, particularmente el de Alfonso IX (VIII) († 1230) que correspondería al sepulcro que el autor de los epitafios modernos asignó a Fernando II.
Comparaciones establecidas por S. Moralejo en su análisis estilístico del yacente tradicionalmente atribuido a Alfonso IX), para signarlo a Fernando II (Pórtico de la Gloria, Tumbo A y coro mateano), fotos: Tesis doctoral, volumen 1 de ilustraciones
Comparaciones establecidas por S. Moralejo entre el yacente tradicionalmente atribuido a Fernando II (identificado por el autor como Alfonso IX) y el sepulcro del arzobispo Bernardo II (drcha.), fotos: Tesis doctoral, volumen 1 de ilustraciones
Resulta por ello, sorprendente, que las nuevas cartelas instaladas en el Panteón Real de Santiago, en el marco de un proyecto en el que se intenta “recuperar su memoria”, mantengan la confusión derivada de los epitafios modernos del s. XVII, e incluso añadan una confusión adicional, la de su incorrecta descripción estilística. En ellas se combina el error de atribución de los yacentes, con el acertado análisis estilístico de S. Moralejo, de forma que el visitante se ve expuesto a una doble confusión, la de la identidad del yacente, y la disyunción entre el análisis estilístico-cronológico que lee en la cartela con la figura que está observando. Afortunadamente esto tiene una fácil solución ya que solo habría que intercambiar las cartelas.
Estado actual de los sepulcros de los reyes Fernando II y Alfonso IX (VIII) con las nuevas cartelas que los identifican reproduciendo la confusión de los epitafios del s. XVII.
Más controvertida si cabe es la decisión de mantener en las nuevas cartelas la otra cuestionable atribución realizada por autor de los epitafios modernos por la cual identificó al yacente que Ambrosio de Morales había descrito como un “mancebo sin corona” “hijo de alguno de los reyes” con el conde Raimundo de Borgoña. En este caso, la confusión pudo tener una motivación ideológica por el afán del autor por encontrar una tumba para el Conde de Galicia que se adecuase a la importancia histórica que le quería conferir a su presencia en el Panteón Real, como se refleja en el largo y elaborado epitafio que le dedicó donde incide en su relevancia, no solo como cabeza de la dinastía sino como el origen de la soberanía que la Iglesia compostelana pretendía detentar sobre ciudad, hecho que se expone lapidariamente en la última frase: “Hizo donación desta ciudad a la Santa Iglesia”.
Izq: Texto del epitafio de la tumba atribuida en el s. XVII al conde Raimundo de Borgoña; Dcha: Tumba en su estado actual mostrando el muro donde estaba pintado el epitafio antes de su desaparición en el incendio de 1921.
Sin embargo, como argumentó Serafín Moralejo esta tumba corresponde probablemente a un célebre “mancebo sin corona” “hijo de alguno de los reyes” de cuyo sepelio en la catedral de Santiago tenemos documentación histórica, concretamente el hijo de Alfonso IX (VIII), Fernando Alfonso, muerto en 1214 a la prematura edad de 22 años. Como explica Moralejo, “el posterior eclipse de la fama de este [pulcherrimus adolescens, como lo califica Lucas de Tuy en su Chronicon mundi] no ha de hacernos olvidar lo que su vida hubo de significar de fugaz esperanza y lo que su muerte supondría de frustración, en cuanto potencial heredero que era del reino leonés.”
En efecto, es posible que este infante fuese el “filio meo infante domno Fernando” que acompañó a Alfonso IX (VIII) en la esplendorosa ceremonia de consagración de la catedral de Santiago en 1211, encabezando, junto a su padre, la solemne procesión que entró en la catedral a la sombra de la Cruz de Alfonso III, la más preciada joya del relicario compostelano, símbolo de la alianza entre la monarquía y el santuario jacobeo – una joya que también estuvo en la Capilla de las Reliquias, cerca de las tumbas de los monarcas e infantes que la habían besado en vida, hasta que desapareció fruto de un robo en 1906, y de la que solo recientemente hemos podido recuperar una imagen inédita:
Para la Cruz de Alfonso III y la ceremonia de consagración de la catedral de Santiago:
Prado-Vilar, “En busca del tesoro perdido…”
Prado-Vilar, “Aula Siderea”, en El Pórtico de la Gloria
Nunca sabremos lo que habría pasado si el joven Fernando Alfonso hubiese sobrevivido a su padre y, en un giro de los acontecimientos, hubiese ascendido al trono de León y Galicia durante la crisis sucesoria que siguió a la muerte de Alfonso IX (VIII). Pero es factible aventurar que, de haberse mantenido la independencia del reino, seguramente la historia política y cultural de Galicia, y del propio Panteón Real de Santiago, hubiese sido muy diferente. Siguiendo las reflexiones de Moralejo en la conclusión de su estudio, es importante ponderar lo que ganaríamos corrigiendo la atribución de este sepulcro y restituyendo la memoria del que fue su más probable ocupante:
Datos históricos, estilísticos e iconográficos convergen, pues, en privarnos de la tumba y efigie de un personaje estelar en la historia compostelana [el conde Raimundo de Borgoña]. Pero desde una perspectiva, si se quiere, sentimental, a cambio de la memoria dudosa y retrospectiva del conde borgoñón, ganamos la más segura e inmediata de una figura no menos decisiva, fuera sólo por el nuevo curso que su desaparición propició para la historia peninsular […] La pieza aquí estudiada recupera, pues, con su nueva atribución, su plena y prístina dimensión de monumento, de monimentum, de memoria y llamada de atención sobre un personaje y una coyuntura crítica en los que pudo haber estribado una historia distinta de la que nos ha conducido hasta hoy. S. Moralejo, “Un episodio olvidado...”
En muchas ocasiones la verdad histórica es más poética que el prosaicismo al que los errores de una cierta “erudición”, que se perpetúa por inercia, relegan a nuestros monumentos. Resulta ciertamente evocador pensar que, siendo ésta la tumba del infante Fernando Alfonso, el monumento adquiere una especial belleza elegíaca ya que el sueño eterno que está soñando su yacente es el sueño frustrado de todo un reino…un sueño que podemos empezar a reconstruir con un simple ejercicio de recuperación de la memoria histórica.
Sepulcro del infante Fernando Alfonso (†1214), hijo de Alfonso IX (VIII de León y Galicia)
Lamentablemente el encomiable esfuerzo realizado en los últimos años por diversas instituciones para promover el conocimiento del Panteón Real de Galicia no se ha visto acompañado por una museografía que refleje los avances en la historiografía reciente. Con ello, este aparentemente renovado discurso museográfico, lejos de cumplir la misión de recuperar la memoria de las tumbas regias y poner en valor el monumento, ha contribuido a legitimar una desmemoria al dar carta de naturaleza científica a la discutible información transmitida por unos epitafios tardíos que han sido cuestionados con argumentos sólidos por especialistas de la talla de Serafín Moralejo. Hasta que se corrija esta situación, sirva el debate que suscita como aliciente para volver a leer la obra de uno de nuestros historiadores más brillantes y apreciar la fortuna que hemos tenido de que algunos de nuestros principales monumentos hayan contado con mentes y miradas privilegiadas como la suya para “pensarlos” y dotarlos de un discurso científico que los ilumina y revaloriza en cada frase.