Identificador
31400_01_028
Tipo
Formato
Fecha
Cobertura
Sin información
Idioma
Autor
Carlos Martínez Álava
Colaboradores
Sin información
Edificio Procedencia (Fuente)
País
España
Edificio (Relación)
Localidad
Sangüesa / Zangoza
Municipio
Sangüesa / Zangoza
Provincia
Navarra
Comunidad
Navarra
País
España
Descripción
EL TÉRMINO DE VADOLUENGO se encuentra a las afueras de Sangüesa, en la carretera que va a Sos del Rey Católico (NA-127). En la actualidad pertenece al término municipal de Sangüesa. En la documentación medieval se cita como uno de los hitos de la frontera que marcaba el patrimonio confiado en 1035 por Sancho III el Mayor a su hijo Ramiro. Efectivamente, unos años después el rey Ramiro I decía reinar “desde Vadoluengo hasta Ribagorza”. Se ubica junto al río Onsella, desde la Edad Media frontera histórica entre los reinos de Navarra y Aragón. Esa estratégica situación lo convirtió en escenario de las negociaciones de paz entre García Ramírez de Navarra y Ramiro II de Aragón en enero de 1135. Su topónimo no aparece en los censos históricos, por lo que nunca tuvo un poblamiento más allá de la casa asociada al templo y la explotación agrícola circundante. No obstante, en 1802 aparece consignado como despoblado, perteneciendo entonces a los señores de Góngora. En su término se documenta también otra ermita dedicada a la Magdalena. La historia y documentación relativa al origen y primeros decenios en la vida del templo de San Adrián son ricas e interesantes. Su nacimiento y construcción inicial están vinculados directamente a la figura de Fortún Garcés Cajal (también Garceiz Caisal o Caxal). Este noble de origen aragonés, muy cercano a Alfonso el Batallador (en 1116 figura como mayordomo del rey), recibió ya en 1122 un solar en el Burgo Nuevo de Sangüesa. Junto al palacio allí erigido (donado en 1136 y 1145), sus propiedades en el entorno de Sangüesa incluían también el término de Vadoluengo. De hecho, un documento regio de 1127 cita como testigo al tal Cajal como tenente in Sancto Adriano y en Nájera. Da la impresión de que el patrimonio familiar estaba entonces repartido entre las dos fundaciones fronterizas citadas. En este contexto cabe situar la donación que en 1133 Fortún y su mujer Toda hacen a Santa María de Nájera, patrimonio entonces de Cluny, de “la iglesia de San Adrián de Sangüesa, con todas las heredades que tenemos allí y con todos nuestros derechos”, a condición de disfrutar de ellos durante su vida. Muy pronto los intereses de Cajal se van a concentrar en Sangüesa y su entorno. La consecuencia más palpable es que sólo un año después se documenta otra donación de San Andrés de Vadoluengo, esta vez con el monasterio de Leire como beneficiario. Los vínculos entre el noble aragonés, Ramiro II, y el abad García debieron de ser muy estrechos. De hecho, ambos tuvieron que recurrir a la ayuda de Leire como financiación de su rescate o refugio. Quizá la donación a Leire se inscriba en el capítulo del rescate que pagó el abad del monasterio benedictino para liberar a Cajal, que había sido detenido en Cirauqui por los partidarios de García Ramírez. Finalmente iglesia y propiedades fueron a parar a Cluny por donación confirmada en 1145 ante el obispo de Pamplona y los abades de Leire, San Juan de la Peña e Irache. Unos años antes, la iglesia construida por iniciativa de Fortún Garcés ya había sido consagrada. Moret apunta que la ceremonia fue presidida por Sancho Larrosa, obispo de Pamplona, lógicamente antes de 1142 año del fallecimiento del prelado. Las rentas que generaban las propiedades asociadas a Vadoluengo eran percibidas directamente por Cluny, que solía conceder el priorato en usufructo vitalicio. A fines del siglo XIII iglesia y dependencias pasan a jugar un destacado papel en los enfrentamientos que benedictinos y cistercienses protagonizan por el control de Leire. Durante unos años Vadoluengo fue refugio y casa de los benedictinos expulsados del monasterio legerense. Finalmente, edificios y beneficios son confiados al prior de Carrión de los Condes, delegado de orden benedictina en España. A partir de entonces el priorato se consolida como una explotación agrícola, quedando la función litúrgica de la iglesia en segundo plano. Ya en la Edad Moderna, el marqués de Góngora adquiere la propiedad, incluidos los diezmos y primicias. No obstante, la iglesia está semiabandonada. En 1724 el obispo de Pamplona ordena “que en la basílica de San Adrián, de que es patrón el marqués de Góngora, se ponga ara, por hallarse rota la que hay, se hagan frontal y demás ornamentos necesarios y se asegure la puerta de dicha basílica echando buena cerradura, para impedir que se introduzcan en ella gallinas y ganado”. No parece que la orden tuviera mucho éxito. Cinco años después se sigue prescribiendo “que se cierre del todo la puerta que corresponde al corral, y no se introduzcan los ganados ni gallinas, ni sirva la iglesia de granero, amasador de pan ni de otra cosa profana, sino que se trate y venere como lugar sagrado”. A pesar de ciertos embellecimientos y períodos de uso y cuidado litúrgico, su vecindad con la explotación agraria y relativo aislamiento respecto a su entorno la abocan a que, de nuevo a principios del siglo XIX, se constate un evidente abandono. Cuando Biurrun y Lojendio la visitan, respectivamente en los años treinta y sesenta del siglo XX, la portada principal está tapiada y semioculta por un cobertizo que sirve de pajar y corral. El edificio está unido al cuerpo principal de la casa solariega, con una puerta abierta sobre el cilindro absidal, y otra de comunicación interna sobre el muro norte. Paradojas de la historia. La asociación directa del templo a la casa y su actividad cotidiana, que lo fagocitó durante la mayor parte de su vida, es la que en último término la ha salvado y perpetuado hasta hoy. Así, esta bella propiedad particular ha resistido con éxito al frecuente abandono y rapiña; por fortuna ha sobrevivido incluso a las ofertas de compra y traslado. En los años setenta del siglo XX una profunda intervención en el edificio y su entorno lo libera de los añadidos perimetrales, cierra el cilindro absidal rehaciendo su ventana axial, abre la puerta sur y añade pilares centrales a los vanos de la torre. El resultado es la iglesita que vemos hoy, depurada en la simplicidad de su composición arquitectónica, rica y variada en su escultura monumental. La planta de San Adrián nos muestra formas simplificadas y tradicionales, con un profundo ábside semicircular asociado a una nave de dos tramos cuadrados algo más anchos. Aunque las dimensiones generales son muy contenidas (15,2 m de longitud por 5,5 de anchura), los muros son gruesos (algo más de un metro). El toral del presbiterio lleva como soportes sendas pilastras prismáticas, mientras que el fajón de la nave apea sobre semicolumnas adosadas directamente al muro. Ninguno de ellos asocia contrafuertes externos, sólo presentes en la unión del semicilindro absidal y los muros del anteábside. En la actualidad son tres las ventanas que iluminan el interior. En la planta destaca el protagonismo de la portada, abierta al muro sur sobre un paramento adelantado de nada menos que casi siete metros de longitud por algo más de dos metros de grosor. Pero pasemos al interior. Las dimensiones contenidas de la planta se corresponden perfectamente con el espacio interno del templo, equilibrado y sobrio. Todos los elementos arquitectónicos se unen y subrayan mediante líneas compositivas homogeneizadoras: los muros se montan sobre un banco corrido baquetonado; las bóvedas nacen de una imposta lisa que remata también el perímetro mural. El profundo cilindro absidal se cubre mediante bóveda de horno reforzada por un robusto arco toral de sección cuadrada y su correspondiente dobladura externa. Sobre los dos tramos de la nave se coloca una airosa bóveda de cañón con fajón central también de sección cuadrada. Frente a la riqueza escultórica del exterior, el interior se nos muestra muy austero. De hecho, ni vanos ni soportes torales se articulan con columnas ni arquerías. Las únicas muestras de escultura monumental se encuentran en los dos capiteles que rematan los fustes adosados de los soportes de la nave. Curiosamente la semicolumna del lado norte no traba con las hiladas del muro, sino que va simplemente “pegada”. Algo parecido se observa en la solución dada al encuentro del hastial y los muros laterales. Sus basas son altas, con el habitual juego de toro muy grueso, nacela intermedia y toro superior fino. Por el lado septentrional, la copa del capitel se compone con tres niveles de hojas lisas, que como es tradicional nacen del collarino y apuntan hacia arriba sus picos simétricamente ordenados. El nivel superior alberga los también típicos tallos diagonales que se avolutan en las esquinas superiores. Hojas y cimacio conservan las sombras y huellas de la oxidación de una policromía completamente perdida. Por el otro lado, el capitel decora la parte superior de su copa de nuevo con tallos diagonales y volutas. Los dos niveles de hojas son ahora sustituidos por dos bellas águilas explayadas en esquina, con sus cabezas entre las volutas superiores y las garras asiendo firmemente el collarino de la columna. El capitel está perfectamente conservado, sólo se han perdido los picos, permitiendo la observación del tratamiento dado por el escultor al plumaje de las aves. Las del cuerpo son lancetas hendidas en forma de retícula romboidal; en las alas son besantes o lágrimas tangentes arriba, y largas plumas lisas hacia las puntas. También son lisas las de las colas, que se abren en abanico tras las patas. Sus tarsos, muy gruesos, quedan lisos; las garras, de dedos fuertes y huesudos, rematan en uñas afiladas. Como sabemos, son tres los vanos que iluminan el interior del templo, todos de profundo abocinamiento liso y hueco exterior en aspillera. El axial del ábside fue casi completamente rehecho durante la restauración. El que se abre al primer tramo del muro sur apea su rosca sobre la imposta lisa. El del hastial se articula tras un arco de descarga igualmente liso. Para terminar con la descripción del espacio interno, en la parte baja del muro norte del anteábside se observan curiosas letras incisas de problemática identificación. Llevan una A mayúscula, R vuelta y B también vuelta y hendida de mayor tamaño; sobre las dos primeras una línea curva. Otras veces sólo aparecen las “RA” rematadas. Su tamaño y detallismo no se corresponden con marcas de cantería al uso. Tampoco son habituales otras marcas, en ocasiones tres diferentes en un sillar, con cruces, E, líneas, etc. Junto a ellas se observan también otras, estas sí señales gliptográficas al uso con breves líneas elípticas. Al exterior destacan de nuevo las dimensiones contenidas del conjunto, su composición proporcionada y bella, la riqueza y empeño de sus detalles decorativos y las hiladas regulares de sillares de buen tamaño y labra perfectamente escuadrada. El resalte y derrame de la elegante puerta monumental monopoliza el protagonismo de la fachada sur del templo. De hecho, sus más de 36 m2 de paramento suponen más de la mitad del muro de la nave. Articula su abocinamiento a través de tres gruesas arquivoltas, las dos exteriores de platabanda y la interior con grueso bocel en esquina. Ésta apea sobre un par de bellas columnas con cimacios y capiteles decorados. Sus fustes son lisos, cortos y monolíticos. Nacen en basa de gran diámetro y notable altura. Las otras dos arquivoltas apean sobre jambaje liso y cimacio con retícula de tacos compuesta por cuatro fajas y listel. Entre ambas se inserta una sencilla moldura con bolas lisas; por fuera, otra moldura, a modo de vierteaguas, se decora con las conocidas cuatro bandas de tacos. En el centro queda el espacio del tímpano, con un delicado crismón trinitario, y dintel sobre montantes lisos. Sus características generales coinciden con las de la portada norte de San Pedro de Aibar. De nuevo los elementos escultóricos más elaborados los encontramos en los capiteles y sus cimacios. El derecho enriquece las pautas compositivas ya descritas en el vegetal del interior. Son tres los niveles vegetales, los dos inferiores de hojas hendidas y festoneadas, y el superior con tallos diagonales y carnosas volutas que se repiten en los laterales. En el cimacio se coloca una interesante cabeza en esquina que se adapta perfectamente a la geometría del sillar. Además de su composición esquemática y simétrica, organiza los mechones de su barba y bigote en un juego de líneas verticales o helicoidales perfectamente peinadas y ordenadas. Algo parecido se observa por ejemplo en la cripta de San Martín de Unx. A ambos lados intersecciones de pares de tallos en círculos con flores inscritas de cuatro pétalos y una estrella a cada lado. Sobre el portante de este lado, el cimacio lleva moldura con cuatro líneas de sogueados de elipses contrarias y escalonadas. El capitel del otro lado lleva motivos zoomórficos. Ahora son dos leones rampantes que unen sus cabezas en la esquina superior. Lamentablemente las figuras están muy deterioradas y han perdido las cabezas. De nuevo las melenas se organizan a base de mechones de líneas paralelas ordenadas y peinadas. Las garras son muy robustas, con dedos fuertes y uñas afiladas. El cimacio acoge roleos, besantes y flores de pétalos ondulados. El cimacio del portante lleva un juego de círculos entrelazados con sogas arriba y abajo. Además de la portada, el grueso de la decoración esculpida del templo se encuentra en la rica y variada colección de cuarenta y cuatro canecillos, la mayor parte originales (durante las obras de restauración se labraron cinco nuevos, marcados con la habitual R). Vamos a rodear la iglesia desde el extremo occidental del muro sur, frente a la puerta, hasta terminar justo por el otro lado, de nuevo en el hastial. Los repertorios figurativos van a ser los habituales, con felinos, leones rampantes, águilas y pájaros, personajes en diferentes actitudes y hojas, entrelazos y cuerdas de formas y composición variadas. Como es normal, el estado de conservación de algunos dificulta notablemente su identificación segura. A la izquierda del paramento de la portada se inicia la serie con una liebre o asno que corre boca abajo, seguida de un canecillo liso con arista central y dos caras oblicuas y ligeramente cóncavas. El tejaroz del paramento de la portada se inicia con una flor de tallos cruzados muy deteriorada, ya vista en Aibar, dos más rotas o rehechas, otra con lo que pudiera ser un músico tañendo el arpa, otras más rehecha, la penúltima con un león rampante también muy perdido y, para finalizar la serie, un cordel con finos motivos de entrelazo y otro león rampante similar al anterior. Para concluir los canes del muro sur de la nave quedan cuatro más: liso con arista central y facetas cóncavas, igual con flores cuadripétalas, otro muy perdido con manos o garras (¿contorsionista?) y bella hoja hendida, festoneada y rellena. El tejaroz del presbiterio corre sobre catorce canecillos, dos por cada anteábside y diez para el cilindro absidal. Además los dos contrafuertes prismáticos enlazan con él a través de sendos sillares labrados con retícula de ajedrezado, coincidiendo de nuevo con San Pedro de Aibar. La primera pareja acoge un gran felino, frontal y rampante, mostrando sus garras, y tallos entrelazados en marco sogueado. Los diez del semicírculo absidal llevan león rampante, pirámide escalonada con bolas inferiores, hombre bebiendo de un barril, con bigote y ojos almendrados, cuatro pájaros, los superiores uniendo sus cabezas, los inferiores separándolas (perdidas), león de similar posición que la liebre del hastial, entrelazo de soga lisa, tallos formando ondas y círculos, y, para terminar, tres rehechos. Tras el sillar con ajedrezado que remata el estribo, el alero absidal termina con otro más rehecho y uno más con dobles tallos entrelazados y marco sogueado. Otra vez en el muro de la nave, ahora por el lado norte, el primer canecillo es uno de los más bellos, con dos pájaros que unen sus torsos, mientras separan sus cabezas. De sus picos pende un objeto triangular (¿hoja?). La concepción de las alas recuerda a las águilas interiores. Con sus patas se agarran a una rama en forma de botón. El plumaje de la cabeza lleva retícula esgrafiada de formas romboidales; en el cuerpo e inicio de las alas se convierten en besantes, de labra algo más profunda. Las alas se esculpen representando plumas largas y paralelas. Quizá representen palomas con la hoja de olivo en sus picos. Le sigue otro liso con arista central, bellos círculos enlazados al modo de una cadeneta muy realista, un gran pez boca abajo con las escamas a modo de besantes, un cilindro curvo y liso, otra hoja hendida, festoneada y rellena, figura humana muy perdida, con manto que cae en zigzag, triple cilindro curvo y liso, rollos muy perdidos, geométrica con rombos y cruz central, serpiente (?) con la cabeza perdida, águila explayada con una liebre (?) en sus garras, bellos tallos que forman cuatro besantes y flores inscritas como los cimacios de la portada, caballo o burro de similar posición que la liebre inicial, mujer exhibicionista y, para terminar, uno liso con profunda hendidura central. No se puede finalizar el análisis del exterior sin referirnos a la torre de los pies, de bellos y proporcionados volúmenes aunque reducida altura. Con sus casi 12 m viene a doblar en alzado a los muros. Es algo más estrecha que la nave, aproximándose a la planta cuadrada. Las dos hiladas superiores fueron añadidas durante la restauración. Lo más característico son sus cuatro vanos, uno por cada lado, asociados por una imposta con taqueado sobre la que apean sendos vierteaguas, también ajedrezados, y las roscas lisas de los arcos de descarga. El vano en sí se organiza mediante un dintel con dos vanos de medio punto que debían de descansar al centro sobre una columna como mainel, tal y como se puede ver hoy en la torre de Santa María del Campo de Navascués. Perdidas o nunca colocadas, también durante la restauración se añadieron las pilastras prismáticas que ahora contemplamos. La elaboración plástica de la torre no hace sino reforzar el alto grado de proporción y empeño con el que se erigió este pequeño templo. Ciertamente la iglesia de San Andrés de Vadoluengo se asemeja a una cajita preciosa de proporciones delicadas, realizada con esmero por un taller de escultores que conocía perfectamente su oficio. Estaba además al corriente de los repertorios decorativos fijados en la escultura navarra en general, y sangüesina en particular, del segundo cuarto del siglo XII (recordar de nuevo las múltiples concomitancias con Aibar). Si bien Yárnoz había observado cierta vinculación jaquesa de las formas decorativas, más recientemente Martínez de Aguirre ha relacionado los repertorios y maneras de Vadoluengo con las derivaciones estilísticas de la catedral de Pamplona y de los modelos del “taller de Esteban”. Esta fuente estilística concuerda perfectamente con la documentación conservada del edificio, que podemos considerar erigido como término ante quem para 1142, data ésta muy próxima, por ejemplo, a la documentada también para San Pedro de Aibar.