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Capitel del claustro alto

Identificador
09610_03_036
Tipo
Fecha
Cobertura
41º 57' 43.09'' , -3º 25' 6.57''
Idioma
Autor
Jaime Nuño González
Colaboradores
Sin información
Edificio Procedencia (Fuente)

 

País
España
Edificio (Relación)

Monasterio de Santo Domingo de Silos

Localidad
Santo Domingo de Silos
Municipio
Santo Domingo de Silos
Provincia
Burgos
Comunidad
Castilla y León
País
España
Descripción
DESDE EL ÚLTIMO TERCIO del siglo XII Silos experimenta un proceso de renovación que afecta a todo su conjunto monumental. Se termina el claustro bajo y dependencias anexas, se amplía la iglesia hacia el oeste y se construye su pórtico norte. Más tarde, ya en los albores del XIII, se termina de levantar el claustro alto. Desde este momento y durante el resto de la Edad Media se suceden las obras, ya con un carácter más puntual. En el siglo XIV, sabemos que un incendio, acaecido en 1384, afectó a una parte considerable del conjunto monástico, que hubo de ser reconstruido. A comienzos del XVI, fray Francisco González de Curiel (1503-1507), uno de los últimos abades independientes, transformó la sala capitular románica en una capilla gótica, con la advocación de la Santa Cruz, destinándola a sepultura de abades. De planta poligonal, respetó las dimensiones de aquélla en anchura, así como las arquerías de acceso que fueron tabicadas; sin embargo se recreció con la finalidad de abovedarla, lo que afectó -como siglos antes el brazo meridional del transepto- a parte del antiguo dormitorio ubicado sobre ella. A mediados de este mismo siglo, la familia de los Castro y Otáñez mandó construir la llamada capilla de los Santos Reyes, tomándola bajo su patronato. Estaba ubicada en el primer tramo de la nave del evangelio de la iglesia alta y la cerraba una media naranja de yeso y ladrillo. Antes de que finalizara la centuria se consideró la posibilidad de sustituir el claustro, tal y como se venía haciendo en otros conjuntos monásticos. Sin embargo, las actuaciones llevadas a cabo afectaron, fundamentalmente, a la iglesia. En 1598 se perforó el ábside del transepto meridional -de las Vírgenes- para facilitar el acceso a la nueva sacristía. Siete años más tarde, en 1604, se procedió a restaurar la fachada occidental, que un siglo más tarde, durante el abadiato de fray Benito Ramírez de Orozco (1709-1713), se ornamentó, incorporando sendas estatuas de Alfonso VI y Recaredo, benefactor y presunto fundador, respectivamente. Asimismo, se intervino en la portada exterior del pórtico septentrional, perdiéndose entonces, casi completamente, su primitiva escultura (1712). Finalmente, en 1732 el abad fray Baltasar Díaz (1723-1733) decidió trasladar la sepultura del santo a una capilla instalada sobre la antigua sala capitular, para lo que fue necesario desmontar su cubierta tardogótica. Para su comunicación con la iglesia se perforó el muro meridional del transepto sur. Este acontecimiento liberaba al viejo templo de su principal contenido, el sepulcro del santo, reduciéndose los prejuicios que pudiera significar su sustitución. Frente a lo que sucediera en la mayor parte de los monasterios estudiados, Silos cuenta con una amplia información en torno a la vieja iglesia románica. Esta afortunada circunstancia no es ajena al interés que mostraron siempre los monjes en conservar su memoria, así como a la tardanza con que se decidió su derribo, ya en pleno siglo XVIII. Esto permitió que se conservase el considerable volumen de datos, noticias y descripciones de que se ha valido la historiografía contemporánea. La primera de ellas lo configura un informe de mediados del siglo XVIII sobre la lamentable situación de la iglesia emitido por tres arquitectos convocados por el entonces abad, Baltasar Díaz. Al parecer la cabecera, el brazo septentrional del transepto, los tramos más occidentales y la fachada occidental con su espadaña, se encontraban en una situación lamentable. Ante tal panorama se decidió informar al general de la Congregación vallisoletana, quien dio su asentimiento para el derribo del conjunto a partir de 1751. El proyecto de la nueva iglesia fue encomendado al arquitecto Ventura Rodríguez, que ya había diseñado la filial silense de San Marcos. Pero las necesidades económicas ralentizaron enormemente las obras, que fueron dirigidas por Manuel Machuca y Vargas, ayudado por el también arquitecto y monje del monasterio, fray Simón Lexalde. En 1785 hacía diez años que se encontraban detenidas, tomando un definitivo impulso bajo el gobierno del P. José Zeballos (1789-1793). Al final de su abadiato, un 8 de diciembre de 1793, se consagró el templo. Tras el decreto desamortizador de 1835, el abad Rodrigo Echevarría, quien había sido elegido abad tres años antes, permaneció en el monasterio hasta 1857, en que fue elegido obispo de Segovia. Durante estos veintidós años, y con la colaboración del párroco del pueblo, se pudo salvaguardar buena parte del patrimonio monástico: el tesoro de la sacristía, la farmacia, así como la biblioteca y manuscritos. En 1865 el techo de la biblioteca amenazaba ruina, por lo que, alertadas las autoridades de Burgos, procedieron a trasladar a la capital parte de sus fondos. Cinco años después se hizo lo mismo con diversos objetos artísticos, entre los que destacaban las arquetas, cajas y relicarios que ingresaron en el Museo Provincial. Por otro lado, las diversas piezas manuscritas que el P. Echevarría trasladó a su sede episcopal fueron subastadas en Madrid, tras su fallecimiento en 1875. En 1880 el obispo de Burgos cedió el monasterio a los benedictinos de franceses de Solesmes y un decreto del rey Alfonso XII autorizaba el nuevo establecimiento. En diciembre de ese año llegaban los primeros monjes del monasterio de Saint-Martin de Ligugé con la finalidad de comenzar la restauración. La nueva comunidad procedió a adecentar el conjunto, realizando además diversas gestiones encaminadas a recuperar parte de los manuscritos diseminados. Son varias las fuentes que nos permiten aproximarnos a la realidad de la desaparecida iglesia románica. Siempre hay que partir de una realidad poco destacada: el primer intento de profundizar en el estudio del templo se debe a dos monjes de Silos, Isaac María Toribios y Román Sáiz, quienes en 1924 redactaron una obra monográfica que lamentablemente quedó inédita. Ellos fueron quienes valoraron y dieron a conocer, si no todas, sí las principales fuentes documentales. La primera de ellas es la Vita Dominici Siliensis, hagiografía del santo abad escrita por Grimaldo, monje del monasterio, que aporta información indirecta sobre el templo. Sabemos por ella del papel restaurador de Santo Domingo, de quien se dice que “reedificó y devolvió a su antiguo esplendor su iglesia y todas sus dependencias”, de su entierro en el claustro en diciembre de 1073 y de su posterior traslado al interior del templo tras ser canonizado (1076). También conservamos un diploma fechado en 1085 por el cual el conde Pedro Ansúrez realiza una entrega monetaria para la renovación o reparación de la iglesia y para luminarias. Sólo tres años después y según se desprende de una nota marginal estampada sobre un ejemplar de las Etimologías (1072), procedente de la biblioteca monástica -hoy en la Biblioteca Nacional de París-, sabemos de una solemne consagración, celebrada en 1088, que afectó a tres altares de una basílica. Los celebrantes fueron el obispo Pedro de Aix-en-Provence (1082-1102) y antiguo monje de Saint-Victor de Marsella; Gómez, obispo de Burgos (1082-1096), y Raimundo Dalmacio, obispo de Roda, en Aragón (1076-1097). Junto a ellos se encontraba el cardenal Ricardo, antiguo legado papal. Este acontecimiento ha sido la piedra angular sobre la que han girado todos los especialistas que se han ocupado de la iglesia románica. Una descripción del viejo templo escrito por el abad Gerónimo Nebreda (1572-1578) significa la más temprana aproximación a la realidad material del edificio, por lo que resulta imprescindible para su comprensión. Aunque no era su objetivo el ofrecer una valoración cronológica, Nebreda apunta que la iglesia era anterior a la época de Santo Domingo -”antes de la destrucción de España”-, pero se edificaría en diferentes épocas tal como pondrían de relieve sus tres partes. Se compondría de lo que denomina iglesia inferior, dividida en dos zonas de las cuales la oriental sería la más antigua, y de la iglesia superior, en la que se localizaba una cabecera con cinco altares; tres de ellos dispuestos en los ábsides principales (San Martín, San Sebastián y Santa María) y los otros dos en sendos brazos del transepto (Santa Ana y las Santas Vírgenes). La parte oriental de la iglesia inferior estaba cubierta con artesonado sustentado con columnas de capiteles jónicos, en su lado norte contaba con una torre y junto a la entrada de ésta se ubicaba el mausoleo de Santo Domingo. Por su parte tanto la iglesia superior como la prolongación hacia occidente de la iglesia inferior se cubrían con bóvedas. Además a lo largo de todo el flanco septentrional de la iglesia baja se desplegaba un amplio pórtico lateral al que se accedía por una puerta decorada y en el que se ubicaban diversos enterramientos. Finalmente en el extremo occidental del templo se abría una portada con cuatro columnas acodilladas en cada una de las jambas. Aunque Nebreda omite explicación alguna sobre la singularidad de esta fragmentación topográfica en la iglesia, sin duda se debía a la adaptación de las sucesivas ampliaciones del templo primigenio a un terreno en declive. Una vez que se amplió hacia occidente coexistieron dos niveles distintos en el mismo lugar, el antiguo santuario, destinado a la piedad del pueblo y luego ampliado hacia occidente, y una segunda construcción, la espaciosa cabecera, a mayor altura y dedicada a la liturgia monástica. Otro documento que permite profundizar en el conocimiento de la antigua iglesia son las llamadas Memoriae Silenses. Se trata de una crónica monástica escrita por diferentes abades y en la que se relatan los hechos acontecidos desde los años centrales del siglo XVIII hasta mediados del XIX. Además de complementar la descripción de Nebreda, por ejemplo definiendo la portada occidental como magnifica et principalis, se consignan los hallazgos producidos durante el derribo. Lo más interesante fue la aparición de la cimentación de dos de los ábsides de la llamada iglesia baja. Esto permitía corroborar que esa estructura central constituyó durante un tiempo una iglesia en sí misma. Concretamente se descubrieron los ábsides central y de la epístola. El primero conservaba un altar exento íntegro, bajo el que aparecieron cuatro monedas de cobre con la leyenda Adefonsus en el anverso y Toletum en el reverso. Como actos político-religiosos no era extraño que en una consagración se depositaran monedas que vincularan el acontecimiento a un reinado. De tal hallazgo se desprendía que esos ábsides, tiempo después destruidos y cubiertos por los diez escalones que solventaban la diferencia de altura entre esta iglesia y la superior, habían sido los consagrados en 1088. En lo que se refiere a la iglesia alta, presentaba columnas dobles en los pilares, bóveda de cañón y cúpula de media naranja. Los brazos del transepto responderían a un replanteamiento posterior. Un documento del archivo del monasterio dado a conocer por los PP. Toribios y Sáiz y poco tenido en cuenta consigna otro importante dato que complementa la noticia del hallazgo del altar principal y las monedas. Entre 1791 y 1792, con ocasión de las obras de acondicionamiento de las sepulturas en el pavimento de la iglesia neoclásica, se descubrió el tercero de los ábsides, el del evangelio. Apareció una nueva mesa de altar con su peana y, junto a ella, un enterramiento con dirección norte-sur, así como algunas monedas, de las que “una era de plata, en el reverso decía Aragon, con dos cilindros que servian como testigos”. Nada se añadía sobre el anverso, seguramente ilegible. La asociación entre la iglesia inferior y la solemne ceremonia de 1088 quedaba reafirmada, tal como veíamos y en el curso de la cual el ábside del evangelio de la iglesia baja, con la advocación de San Martín, fue consagrado por Pedro, obispo de la sede aragonesa de Roda. Con toda probabilidad la moneda pertenecía a la ceca de Jaca y al reinado de Sancho Ramírez en el reino de Aragón (1063-1094). Una cuarta fuente de información proviene del P. Domingo Ibarreta, abad del monasterio entre 1753 y 1757, que inició un proyecto consistente en la confección de una diplomática semejante a la que hiciera Jean Mabillon en Francia. De esta frustrada empresa tan sólo nos ha quedado la recopilación de diversos documentos de los principales archivos monásticos y catedralicios de Castilla y León. Uno de los cuadernos que iban a integrar esta obra magna estaba constituido por unas interesantes páginas dedicadas a la consagración de la vieja iglesia de Silos, de cuya demolición él fue testigo. Y entre ellas incluyó un croquis ilustrativo, aunque muy poco definitorio, del templo derribado en el que pueden verse claramente las tres partes de las que constaba. El P. Echevarría, último abad de Silos y obispo de Segovia, realizó un segundo plano. De mayor rigor que el anterior, seguramente fue ejecutado a partir de uno de los ejemplares, quizá del propio Ventura Rodríguez, que se levantaron antes de derribar la iglesia. Todas y cada una de las reconstrucciones, realizadas en los diferentes estudios contemporáneos sobre la iglesia románica han partido de este preciado documento. En él se aprecian las tres partes de las que hablaba el P. Nebreda, quedando unificados los extremos oriental y occidental por la identidad de pilares: cruciformes con dobles columnas adosadas. Frente al dibujo de Machuca, en éste al cuerpo central se incorporan pilares cilíndricos, además aparece el pórtico septentrional, la torre-sacristía, los absidiolos del transepto, la Puerta de las Vírgenes y en general multitud de detalles que el anterior obviaba. Ya entrado el presente siglo, las sucesivas visitas de especialistas en historia del arte y arqueología, así como la polémica originada por las diversas interpretaciones, fue un impulso para que se llevaran a cabo excavaciones arqueológicas, con el objetivo de tratar de profundizar en el conocimiento de la desaparecida iglesia. Realizadas en 1931 y 1933, los resultados estuvieron muy alejados de las expectativas creadas. En 1934 se intervino en el extremo NE del claustro, liberando de aditamentos la Puerta de las Vírgenes y planificando una escalera. Apareció entonces un cimacio, con una inscripción que aludía a un “moro”, sobre la que más adelante volveremos. Entre 1964-1966 se levantó íntegramente el pavimento de la iglesia neoclásica, dejando al descubierto la mayor parte de los restos del templo románico. Pudo constatarse entonces que la iglesia alta, a excepción de los primeros pilares, había sido totalmente arrasada al construir el templo del siglo XVIII. Con los restos al descubierto, se procedió a la reconstrucción de la planta, aunque -como veremos- no con la fidelidad suficiente, realizándose nuevos planos. Aparecieron numerosos restos escultóricos, entre los que destacó el tímpano tardorrománico, que se había dejado en las excavaciones de 1931, de gran importancia iconográfica y estilística, hoy conservado en el museo monástico. ¿Pero, qué sucesión cronológica puede concederse al primitivo templo del monasterio de Silos? Al igual que a la hora de datar el claustro, son muchos los estudios que se han ocupado de este espinoso problema. La ausencia de una buena parte de material arqueológico lo ha complicado considerablemente dando lugar a opiniones abiertamente encontradas. La tradición, a la que se sumaron algunos de los especialistas de la primera mitad del siglo XX, tendió a asociar la iglesia fundacional, supuestamente promovida por el monarca visigodo Recaredo, con la iglesia inferior, restaurada más tarde por Fernán González (Férotin, Roulin, Toribios y Sáiz, Gaillard, 1932). Esta postura osciló con otra alternativa que desechaba la fundación visigoda y ubicaba el templo primitivo en el siglo X (Lampérez, Whitehill, 1932). Ambas eran convergentes a la hora de responsabilizar a Santo Domingo de la restauración del edificio a mediados del siglo XI. Toribios y Sáiz consideraron que los trabajos promovidos por el santo-abad en este edificio inferior culminaron a su muerte con la consagración de 1088. A partir del testimonio de las Memoriae que hablan del hallazgo de capiteles semejantes en tamaño y estilo a los de la iglesia inferior reutilizados en obra posterior de la propia iglesia, pensaron incluso que su longitud era mayor de lo que se consideraba, hipótesis apoyada más tarde por Gómez-Moreno (1934). Aunque contamos con muy pocos restos prerrománicos, parece que los más antiguos responden al siglo X. Después de algunas precisiones no demasiado afortunadas llevadas a cabo por Georges Gaillard y más recientemente por Jacques Fontaine, en 1990 Isidro Bango planteó una arriesgada hipótesis. Consideró que esta primera iglesia presentaría una sola nave y cámaras laterales proponiendo una tipología templaria muy extendida entonces, como ejemplificarían iglesias como la primitiva del monasterio navarro de Leire. Una posterior intervención de Santo Domingo consistiría en la ampliación de este edificio hacia el sur, dotándole de tres naves y una nueva cámara. La iglesia alta (la cabecera) fue inicialmente adjudicada a la voluntad renovadora de Santo Domingo (†1073) (Férotin, Lampérez, Roulin) que no la llegaría a ver concluida (Whitehill, 1932). Sin embargo, algunas opiniones la consideraron obra de entrado el siglo XII (Schapiro, 1939). En un principio existieron divergencias al separar (Gómez-Moreno, 1934; Whitehill, 1941; Gaillard, 1945) -tal como ya afirmaban en el siglo XVIII las Memorias Silenses-, o no (Gaillard, 1932) de este impulso constructivo los brazos del transepto. En los últimos años se ha optado por la primera de las opciones situándose en el primer cuarto del siglo XII (Yarza, 1979; Bango, 1990). Una errónea interpretación del texto de Nebreda llevó a trazar una semejanza entre el cimborrio de esta construcción y el de la Catedral Vieja de Salamanca (Lampérez), error puesto de relieve por Toribios y Sáiz. En esta misma línea se planteó la posibilidad de que esta parte de la iglesia contara con tres cúpulas (Lampérez) o baldaquinos (Goddard-King, 1925), hipótesis pronto desechadas. La historiografía fue tendiendo a considerar este edificio realizado con un léxico plenamente románico subrayando el sistema de pilares cruciformes de dobles columnas en sus caras. Partiendo del descubrimiento del altar principal íntegro y de las monedas en los ábsides de la iglesia inferior, Toribios y Sáiz pensaron que la iglesia alta fue iniciada por el sucesor de Domingo, el abad Fortunio, a partir de 1090 o incluso ya en el curso del siglo XII. A esta misma hipótesis llegó algún otro autor (Barón Verhaegen, 1931). Así, el crucero estaría cubierto por una cúpula con cimborrio semejante a las de otros templos más tempranos como Frómista (Toribios y Sáiz, 1924; Whitehill, 1932), que de forma unánime se databa en 1066, o la iglesia del castillo de Loarre (Porter 1928), de fines del XI. En líneas generales el edificio estaría en la línea de San Pedro de Arlanza (Gómez-Moreno, 1934) o de San Quirce (Whitehill, 1932). Poco a poco algunos autores comenzaron a relativizar el papel desempeñado por el abad Domingo en lo tocante a las construcciones románicas y a defender la idea de que la consagración de 1088 había afectado a esta construcción (Whitehill, 1932; Gaillard, 1932; Gómez- Moreno, 1934; Gaillard, 1945). Sin embargo, no se ofrecía una solución a un hecho objetivo y perfectamente documentado: la aparición de las monedas de Alfonso VI y Sancho Ramírez en los ábsides de la iglesia inferior. Asimismo y con alguna excepción (Pérez de Urbel, 1930), los dos tramos más occidentales de la iglesia inferior fueron desvinculándose de la cabecera o iglesia alta y se consideró que en realidad fueron realizados con bóvedas de crucería, algo ya intuido por los propios Toribios y Sáiz (Whitehill, 1932; Gaillard, 1945). Este extremo pudo comprobarse a partir de la prospección arqueológica de sus pilares que estaban configurados para disponer de nervaduras góticas. En la actualidad existe unanimidad en hacerlo obra de fines del siglo XII o comienzos del XIII; el propio P. Díaz, primer redactor de las Memoriae, lo consideraba posterior a 1190. Por otro lado el pórtico septentrional fue tomado como obra del santo (Pérez de Urbel, 1930) o de su sucesor Fortunio (Whitehill, 1932). Las posteriores excavaciones también permitieron comprobar que la puerta septentrional a la que daba cobijo pertenecería al último cuarto del siglo XII. A ella pertenecería el tímpano de la Presentación en el Templo (Yarza, 1971) y algunos otros dispersos que han sido trabajados en los últimos años (Frontón, 1996). En las últimas décadas se ha retomado la polémica. Algunos autores, basándose en criterios planimétricos y partiendo de que el claustro estaría construido a partir de la iglesia alta en torno a 1100, se han alineado con la hipótesis que asociaba la consagración de 1088 con la propia iglesia alta, no incluyendo en ésta los brazos del transepto que serían añadidos en un segundo momento (Yarza, 1979; Bango, 1990). Esta hipótesis, que tampoco daba una explicación coherente al hallazgo del altar y las monedas en la iglesia baja, se complementó con un dato que hasta la fecha había pasado desapercibido: la iglesia superior, al igual que la panda oriental del claustro, estaba desviada hacia el mediodía (Bango, 1990). Ello reforzaba la idea mantenida por algunos autores (Schapiro, 1939; Yarza, 1979) de que el claustro había sido construido hacia 1100 tras la consagración de la nueva iglesia superior en 1088. Otros especialistas, argumentando por un lado la solidez que significaba el hallazgo de la monedas y los altares en los ábsides del templo inferior, y por otro una cronología en torno a 1120 para el claustro, han optado por vincular la consagración a esta iglesia (Williams, 1984; Moralejo, 1990). No mucho más tarde se iniciaría la iglesia alta a la que se añadirían los brazos del transepto (Williams, 1992-1993; Durliat, 1994). Como se dijo, de esta polémica construcción tan solo restan algunos restos arqueológicos y el brazo meridional del transepto con la puerta de acceso al claustro, la llamada Puerta de las Vírgenes. Esta parte se libró del derribo debido a que en el siglo XVIII se mantuvo como vestíbulo o espacio de tránsito entre el nuevo templo, la capilla de Santo Domingo, la sacristía y el claustro. En aquel momento, a fin de adecuarla a la estética neoclásica en que hubo de integrarse, se procedió a enfoscar sus muros y rebajar su altura, realizando una bóveda de yeso y reconstruyendo la primitiva. En 1934 se eliminaron los añadidos, retirándose además el encalado de las paredes y ventanas, que tan sólo podían observarse parcialmente. En la actualidad, salvo la oriental exterior y la meridional interior, están muy deterioradas. Por éstas sabemos que eran de medio punto, con columnas acodilladas en las jambas, basas áticas lisas sobre altos zócalos, fustes monolíticos y capiteles labrados. De gran altura (2,50 m aproximadamente), en el interior debían presentar dos arquivoltas achaflanadas, la superior con un fino bocel y sin chambrana. Hacia afuera variaban, ya que su articulación se resumía en una arquivolta lisa, rodeada de una chambrana decorada con los motivos presentes en los cimacios. En 1931 se restauró la puerta según un proyecto del P. Román Sáiz. Como veíamos, la crítica historiográfica ha abordado, generalmente, la interpretación de esta porción del templo como una estructura diferenciada, yuxtapuesta al resto de la iglesia medieval, tanto en función de su propia estructura como, sobre todo y más frecuentemente, del análisis plástico e iconográfico de su ornamentación escultórica. Tan interesante como la propia escultura es el marco arquitectónico que la conforma, resaltado por Schapiro omo ejemplo de la simbiosis estilística operada en Silos. e abre aprovechando los más de dos metros de espesor el muro. El vano interior de acceso es de herradura y descansa cada lado sobre dos columnas acodilladas. Éstas se encuentran separadas por un amplio acodillamiento (1,50 m), lo que permite voltear un ancho arco doblado a modo de bóveda. A su vez, ambas columnas recogen sendos arcos lisos con chambranas ornamentadas en su parte exterior; la interior incluye además una exótica moldura de sección poligonal y ajedrezada. Las basas se asientan sobre un alto banco, reconstruido tras la restauración de 1931; entre ellas se disponía la primitiva escalera de bajada al claustro; son áticas y se decoran con bandas y bolas. Los fustes son todos monolíticos: los exteriores lisos y con decoración de escamas el interior izquierdo, y una espiral con bolas el interior derecho. En la restauración se añadió el fuste exterior izquierdo, que con buena parte de su capitel se había perdido, a raíz de la intervención moderna que afectó a esta parte. El capitel exterior izquierdo se encuentra muy deteriorado. Tan sólo pueden reconocerse cabezas humanas con alas. El cimacio consiste en hojas heptafoliadas inscritas en semicírculos. El interior izquierdo presenta una figura en el ángulo, sustentada por otras que, por sus vestiduras, podrían ser guerreros. En los extremos de la cesta se disponen volutas resaltadas y bolas con vástago, similares a las de las basas. Los fondos muestran bandas superpuestas y el collarino es sogueado. El cimacio presenta hojas contrapuestas abultadas, unidas por tallos que convergen en cabezas de animales. El tercer capitel, el interior derecho, se compone de leones erguidos y abrazados en el ángulo de la cesta, sujetos con cuerdas por sendas figuras humanas en los extremos. El fondo se ornamenta, otra vez, con bandas superpuestas y en la parte superior volutas resaltadas. El collarino es sogueado y el cimacio lo componen tallos con hojas entre cabezas animales, recurso ornamental común en la miniatura. Finalmente, el exterior derecho incorpora una cesta con personajes arrodillados, inclinados hacia el ángulo de la cesta, compartiendo la cabeza y mesándose la barba dividida en sendos mechones. Ambos pasan el brazo por la espalda de su contrario. En las caras frontales se incluyen volutas resaltadas y, entre ambas, cabezas de ave. Los fondos de los extremos se decoran con bandas superpuestas y bolas sin vástago. El cimacio reproduce volutas contrapuestas. Compositivamente, este maestro ofrece un recetario limitado, en el que se tiende subrayar los ángulos. En cuanto a la técnica, presenta un evidente dominio sobre el modelado, así como una acusada tendencia al tratamiento del relieve por capas, visible en muchas de las superficies tratadas: vestimentas, cabellos, hojas de los cimacios, fondo de las cestas. Se utiliza el sogueado, tanto en collarinos como en piernas. Asimismo, hace uso del recurso de la perforación, aunque se restringe a los cuellos de las vestimentas de las figuras. Las limitaciones se hacen patentes en la estandarización de rostros: de ojos saltones y pupila marcada mediante puntero, barbas afiladas y cabello con raya en medio. El exotismo de la escultura del transepto en general y de la Puerta de las Vírgenes en particular, ha llamado desde el principio la atención de los especialistas. Desligada prontamente de las obras llevadas a cabo por el abad Domingo, pronto fue datada en una cronología en torno a las dos primeras décadas del siglo XII (Roulin, 1908; Gómez-Moreno, 1934; Schapiro, 1939; Whitehill, 1941). Aunque hubo algún intento de retrotraerla a los tiempos del santo-abad (Porter, 1928; Pérez de Urbel, 1930) puede hablarse de cierta unanimidad por parte de los especialistas que siempre subrayaron su singularidad estilística. También desde fechas tempranas se trató de interpretar su compleja iconografía considerándose, sin mucho éxito, que respondía a un programa apocalíptico: diferentes representaciones de Gog y Magog, unidos para destruir el mundo, y la precipitación del diablo al infierno (Pinedo, 1928). No ha sido hasta las últimas dos décadas cuando esta puerta ha sido objeto de nuevos estudios. Fue entonces cuando comenzó a relacionarse su escultura con la de la iglesia leonesa del monasterio de San Pedro de las Dueñas (Williams, 1988; Mann, 1989). La similitud en las líneas diagonales, los astrágalos torcidos, o los ojos saltones de las figuras llevaban a establecer una identidad cronológica. Presuponiendo la pertenencia de la iglesia de las Dueñas al entorno de 1100, a partir del epitafio del abad Diego de Sahagún (†1110), se concedía al conjunto la misma cronología (Mann 1989). Sin embargo otros autores, asumiendo la conexión con Dueñas, rejuvenecían la cronología tanto de uno como de otro conjunto situándolas en la década 1120-1130 (Klein, 1990; Moralejo, 1990). Otro interesante aspecto es el del tránsito entre la Puerta de las Vírgenes y el claustro, posibilitado por una escalera. Sustituida la original románica en el siglo XVI, a raíz de la restauración de la puerta (1935), bajo los peldaños aparecieron algunos fragmentos de una escultura figurada (luego desaparecidos) y un cimacio con inscripción, que fue reaprovechado en el nuevo proyecto de acceso al transepto: MAURUS CONQUERITUR FORTIS HIC LEGITUR / MIRETUR MUNDUS QUOD TANTUM SUF[fer]O PONDUS. Es decir: “El robusto moro se queja según aquí se lee / admírese el mundo de que sostenga tal peso”. Además, en esta zona se encontró un capitel decorado con hojas de acanto que, según Whitehill, sería muy similar al trabajo del primer taller del claustro. Para el hispanista norteamericano, la inscripción del ábaco haría alusión al fuste sobre el que se ubicaba en origen, en la puerta que daba acceso a la escalera de subida a la iglesia alta. Debía tratarse de una estatua-columna, que sostendría el peso de los arcos, a modo de parteluz, y representaría a un “moro”, al que debían corresponder los fragmentos aparecidos. La importancia de esta puerta inferior radicaría en que su construcción suponía la preexistencia de la iglesia alta, por lo que su identificación estilística podía, en principio, servir de ayuda en la aproximación cronológica a aquélla y, sobre todo, a la hora de determinar la prioridad del claustro sobre el transepto, o a la inversa. El paralelo monumental más próximo estaría en el exterior del ábside del templo segoviano de San Martín de Fuentidueña (The Cloisters); concretamente, en la articulación de los dos paramentos de engarce entre la nave y el hemiciclo absidal, donde sendos atlantes sostienen una doble arcada ciega. En cuanto a portadas, se han apuntado las de Oloron-Sainte-Marie (Hautes Pyrénées) o en la de la prioral cluniacense de Sainte-Foi de Morláas (Pyrénées Atlantiques) (Moralejo, 1990). En este estado quedó la ardua cuestión de las iglesias de Silos. Una revisión de la problemática permite realizar algunas precisiones que, aunque no dan una solución al complejo problema, sí pueden servir para afrontarlo desde otras perspectivas. Dejando al margen la construcción prerrománica, sobre la que carecemos de un mínimo de información para garantizar hipótesis solventes, inevitablemente hay que partir de varios tres datos incuestionables: el testimonio de Grimaldo sobre los enterramientos de Santo Domingo (claustro en 1073 e iglesia en 1076), la donación para la renovación o reparación de la iglesia y para luminarias realizada por el conde Pedro Ansúrez en 1085 y finalmente la consagración de 1088. ¿Con qué iglesia se relacionan estos tres documentos? No parece haber duda de que la inhumación de los restos de Domingo en 1073 se realizó primero en el claustro y posteriormente en la iglesia inferior (1076), concretamente en el muro septentrional, frente al altar de San Martín (evangelio), en donde se consagró un altar a su memoria. Conocemos el punto exacto en el que se ubicó el mausoleo del santo-abad a través de Nebreda, las Memoriae, diferentes autores modernos y de los planos antiguos. Además sus restos se aprecian en las fotografías de la excavación de 1964-1966. También en esas fotografías puede verse algo sobre lo que no se ha llamado la atención: el altar en cuestión era “de bloque”, variante arcaica que coexistió con la del altar de pie o cipo, mucho más frecuente en época románica. En 1088 se procedió a una solemne consagración sobre la que no ha habido unanimidad a la hora de relacionarla a la iglesia baja o a la alta. Sin embargo, los hallazgos del siglo XVIII en la iglesia inferior (altar y monedas) obligan a relacionar la consagración con ésta. Según parece, la tipología de altar que allí se encontró fue la del altar de pie, variante más próxima al clima reformista de las dos últimas décadas del siglo XI y perfectamente en sintonía con los participantes ultramontanos que presidieron el acto. Este hecho cobra mayor coherencia al añadir la donación de Pedro Ansúrez destinada a la renovación o reparación de la iglesia en 1085, es decir, sólo tres años antes de la consagración. De todo ello se puede concluir que los altares de la iglesia baja fueron consagrados en 1088. Esto no obliga a pensar que fue construida en esa fecha ya que el documento de Pedro Ansúrez no es concluyente al respecto. No es en absoluto descartable que tan sólo fueran realizadas reparaciones en un edificio anterior. Esto sería más factible si tenemos en cuenta el arcaísmo de la iglesia baja. De este edificio sabemos que tenía dos puertas al claustro: una junto a la cabecera (la de San Miguel) y otra más occidental junto a la que se enterró al abad Domingo en 1073, según señala Grimaldo. Normalmente se ha tendido a limitar la extensión occidental de este templo en base al comienzo de los dos tramos de crucería. Sin embargo, las Memoriae señalan que en el hastial de estos tramos apareció un capitel idéntico a los cuatro que presentaba la parte más antigua de la iglesia baja. Si tenemos en consideración la extensión de la arquería septentrional del claustro nos damos cuenta de que rebasa en algunos metros la que se concede a la antigua iglesia baja. Esto resulta a todas luces atípico y no se explica de otra manera sino considerando que la extensión del templo primitivo era mayor. Que la torre que presentaba en el lado norte perteneciera o no a esta construcción desde su origen es algo que para lo que aquí tratamos de explicar resulta del todo intrascendente. Esta iglesia fue modificada con la inclusión de una gran cabecera que, por la diferencia de cotas, quedó a un nivel superior. Su planificación desviada hacia el mediodía debió de estar motivada por el propio desvío de la panda oriental del claustro, condicionada a su vez por el declive del terreno hacia el sur y la búsqueda del cauce de agua que corría en ese lado. Resulta muy arriesgado precisar una cronología para esta cabecera. Pero debió realizarse una vez que finalizó su trabajo el primer taller del claustro (segunda década del siglo XII); es decir, a partir de 1130. Es ése un período de gran prosperidad para el monasterio, coincidente con la consolidación de Alfonso VII en el reino castellano-leonés, que procede a proclamarse emperador en 1135. Asimismo es complicado establecer si los brazos del transepto fueron o no incluidos en este proyecto o se añadieron con posterioridad. Todas las evidencias apuntan a lo primero. Además no parece lógico que esta nueva cabecera prescindiera de integrarse con las dependencias claustrales aún siendo a costa de destruir parte del dormitorio. Resulta bastante inverosímil abrir un intermedio cronológico hasta la decisión de incluir un transepto. Finalmente y siguiendo la lógica de esta hipótesis, el desaparecido doble arco con “atlante” (moro) que daba acceso a la iglesia alta mediante las escaleras de subida a la Puerta de las Vírgenes estaría estilísticamente emparentada con esta misma puerta. Pero no es posible finalizar sin llamar la atención sobre un extremo escasamente tenido en cuenta: en un análisis objetivo de la evolución cronoconstructiva de Silos es imprescindible un atento análisis de la propia dinámica de otros monasterios mucho más importantes en las últimas décadas del siglo XI (San Facundo y San Primitivo de Sahagún, San Salvador de Oña, San Zoilo de Carrión). Ninguno parece avalar la concentración de campañas constructivas que quiere verse en Silos en esa fase cronológica (Senra, 1997). Afortunadamente, el claustro ha llegado hasta nosotros. Aunque las diversas dependencias que lo configuraban fueron modificadas y la mayor parte de los muros perimetrales muy alterados, contamos con los dos niveles de arquerías. Al igual que ocurre con la desaparecida iglesia románica, carecemos de testimonio alguno que nos indique su cronología. La historiografía tradicional se ha venido apoyando en una serie de documentos, que han sido interpretado de forma muy diversa. Los dos primeros son sendos epígrafes de carácter conmemorativo. En primer lugar, una inscripción sobre el cimacio del capitel cuátriple, situado en el centro de la galería septentrional del claustro (nº 23), frente al lugar en que reposaría el cuerpo de Santo Domingo entre 1073-1076. Está inspirada en un pasaje de la hagiografía de Santo Domingo, obra del monje Grimaldo (libro I, cap. XXIII): Hac tumba tegitur diva qui luce beatur dictus Dominicus nomine conspicuus orbi quem speculum Christus concesit honestum. Protegat hic plebes sibi fida mente fideles. A partir de una confusa inscripción, hoy desaparecida, y existente en el muro de la iglesia frontero al claustro se consideró que el claustro y la iglesia fueron consagrados en 1086 (era 1124). Finalmente, en un documento fechado en 1158, el abad Pedro desviaba parte de las rentas del monasterio para la obra del claustro. Desde la restauración de la vida monástica a fines del siglo pasado, el claustro ha experimentado diversas reparaciones. Un informe de 1888 hace referencia a la mala situación en la que se encontraba debido al acusado abombamiento cóncavo de las cuatro galerías. En 1890 los costosos trabajos de consolidación habían terminado. En 1945 se liberaron las arquerías de la sala capitular -conocida desde atrás como “gallinero del santo”-, hasta entonces emparedadas. Debido a su estado de deterioro fue necesaria la sustitución de varios capiteles y basas de las arquerías claustrales. Ocho años después se procedió a una nueva restauración (1953-1958). En el curso de estos trabajos se eliminó el antepecho de las arquerías, siendo necesaria una vez más la sustitución de numerosos fustes y basas. Además se remplazó el antiguo pavimento, apareciendo numerosos enterramientos. En lo que se refiere a las intervenciones arqueológicas, al margen de contadas actuaciones, no llegaron hasta 1971. Ese año, con la intención de sanear las humedades del museo, se efectuaron algunas prospecciones en el jardín, cuyo fruto fue el hallazgo de una interesante información en torno a la arquitectura claustral: un edículo central y los primitivos basamentos de las pandas septentrional y occidental de cronología románica. Del primero sólo se halló un fragmento, paralelo a la arquería de poniente -dirección norte-sur- y arrancando a la altura del tercer arco de la galería de mediodía (0,70 m de profundidad). Asimismo, bajo el banco de la septentrional se encontró otro muro que sobresalía de aquél en progresión E-W. La importancia de este descubrimiento radica en que permite corroborar lo hasta entonces sólo intuido: que el claustro -en la actualidad, ligeramente rectangular, e irregular, por tanto, en el número de arcadas- inicialmente se había planificado como un cuadrado casi perfecto, con catorce arcos por lado. De hecho, en el extremo occidental de la panda norte pueden apreciarse evidencias -puestas ya de relieve por varios autores-, que permiten saber que el segundo taller rehizo el ángulo de enlace con la galería occidental (Gaillard, 1932; Whitehill, 1941; Pérez Carmona, 1959; Rodríguez-Lojendio, 1966), concretamente en el arco que se desarrolla entre los soportes 29 y 30. En cuanto al edículo, se identificaría con la capilla funeraria de la familia Finojosa, de la que existen referencias de los siglos XVI-XVII y cuya ubicación -a pesar de que éstas señalaban el centro del claustro-, durante bastante tiempo se creyó en el ángulo NE. En 1927 Toribios y Sáiz se hicieron eco de las fuentes y lo consideraron exento, si bien no estaría ubicado en el centro sino alineado con el primitivo sepulcro del santo. Destruido a comienzos del siglo XVI, contenía los sepulcros de cuatro miembros de esta familia, benefactora del monasterio. Se trataba de un ámbito cuadrado (4,68 ´ 4,50 m), cuya hilada más profunda evidenciaba, por su labra, una cronología románica. De acuerdo con los muros encontrados, este edículo ocuparía el centro geométrico del jardín, por lo que parece que debió ser realizado de acuerdo con la traza primitiva del claustro. Además, la identidad de marcas de cantería, que la excavación puso de manifiesto, corrobora que ambos formaron parte del mismo proyecto. Al igual que ocurriera con la iglesia, la historiografía del claustro silense quizá ha sido la más amplia y conflictiva del románico peninsular. A ello hay que sumar las diatribas planteadas sobre la anticipación o no del románico francés respecto al hispano. Hasta 1939 la toma de posturas osciló entre los partidarios de una interpretación precoz, que hacían el claustro obra realizada durante el abadiato de Santo Domingo (1041-1073) -Porter, seguido de la mayor parte de autores españoles-, y los favorables a llevar la obra al segundo cuarto del siglo XII, fundamentalmente los especialistas franceses. Con la primera hipótesis claramente desestimada, en ese mismo año se añadía un planteamiento alternativo, que situaba el controvertido claustro en el entorno de 1100 (Meyer Schapiro). Junto a la “francesa”, hoy prevalece esta última, que en los últimos años se ha visto enriquecida por los estudios de Joaquín Yarza. A partir de la mencionada inscripción del capitel del claustro, los primeros analistas optaron por adjudicar el conjunto a los auspicios de Santo Domingo destacando los influjos musulmanes derivados de que en la construcción intervendrían cautivos de Al-Andalus (Rodrigo Amador de los Ríos, 1888; Lampérez, 1899-1900; Bertaux, 1906), e incluso diferenciando talleres (Serrano Fatigati, 1898; Bertaux, 1906). Pronto comenzó a planear la posibilidad de que, al menos los relieves, en realidad se podía tratar de una obra de comienzos del siglo XII haciéndose patente influjos provenzales y aquitanos (Serrano Fatigati, 1900; Bertaux, 1906). Comenzaron a invocarse algunos referentes como la portada de Souillac o el claustro provenzal de Arlés (Goddard-King, 1920). Desde 1922 Silos jugó un papel primordial en el ideario del historiador norteamericano Kingsley Porter, que trataba de justificar la prioridad de la escultura románica peninsular sobre la francesa. Sumándose a quienes valoraban la validez cronológica del epígrafe del capitel, situaba la realización del claustro hacia 1073-1076. Tanto capiteles como relieves serían obra de la misma mano, pero estos últimos habrían sido llevados a cabo entre 1085 y 1100, relacionando los de la Anunciación y el Árbol de Jessé con la referencia documental de 1158. Sólo un año después de emitida, esta interpretación fue respondida por el francés Deschamps. Consideraba que el epígrafe del capitel debió ser una copia posterior, con el fin de recordar la antigua ubicación de los restos de Domingo, por lo que era arriesgada su utilización para datar el claustro en la época del santo. Además los propios caracteres de la inscripción apuntaban hacia el siglo XII, para lo que además recordaba la referencia documental sobre la existencia de trabajos en el claustro en 1158. Al igual que hiciera Bertaux, entroncaba los relieves con los Apóstoles de la sala capitular de Saint-Etienne de Toulouse y los propios relieves de Saint-Guilhem-le-Désert. Esta opinión fue suscrita por varios autores como Henri Focillon, el barón Verhaegen (1931), Raymond Rey (1936) y posteriormente Georges Gaillard. En 1928 Porter se reiteraba en sus opiniones cronológicas y, aunque señalaba el relativismo de los argumentos epigráficos (las inscripciones pudieron haberse realizado años después que los capiteles), recurría a la similitud de peculiaridades de los caracteres del capitel silense con el epígrafe de la portada de Iguácel (1073). Retomando las primeras posturas historiográficas, fray Justo Pérez de Urbel hizo un alegato a favor de la anticipación del primer taller que trabajó en el claustro silense a las producciones ultramontanas (1930), opinión que fue seguida por otros autores nacionales (Marqués de Lozoya, 1931). Diferenciaba dos fases: la primera, protagonizada bajo el gobierno del santo, que construiría la galería oriental y gran parte de la septentrional; los mismos artistas la concluirían y llevarían a cabo los cinco primeros tramos de la galería occidental. En el segundo tercio del siglo XII prosiguió el trabajo hasta concluirlo. Precisaba además que, tres arcos antes de llegar al ángulo NW de la galería septentrional, se procedió a rehacer parte de la labor del primer taller, tal como se evidencia en la arquivolta, ábacos y fustes. En 1931 el barón Verhaegen consideraba que los relieves no serían anteriores a 1125-1140, y los bajorrelieves algo posteriores. La segunda parte del claustro habría sido ejecutada a partir de 1150. Seguidamente un trabajo de Georges Gaillard (1932) publicaba su trabajo sobre la iglesia y el claustro y rechazaba las cronologías más tempranas diferenciando tres talleres (arquerías oriental, septentrional e inicio de la occidental; capiteles centrales de la occidental; final de ésta y arquería meridional). Al igual que Deschamps opinaba que la inscripción del cimacio era conmemorativa del primitivo lugar de enterramiento del santo, por lo que la epigrafía sólo podía ofrecer indicaciones generales. Cronológicamente, la obra habría sido iniciada por Fortunio, una vez concluida la iglesia superior. La aportación económica para la obra del claustro, en 1158, estaría relacionada con las galerías occidental y meridional. Finalmente, haciendo también suyas las filiaciones tolosanas propuestas por Bertaux, establecía una fecha en torno al segundo cuarto del siglo XII. Este planteamiento general que hacía el claustro una obra arcaizante fue reiterada algunos años más tarde (1945), siendo compartida por autores como Manuel Gómez-Moreno (1934), Raymond Rey (1945) y José Pérez Carmona (1959). Antes de que acabara la década, el historiador del arte norteamericano Meyer Schapiro, que en 1930, y nuevamente a partir de un análisis epigráfico, ya se planteó la posibilidad de que la obra del primer taller del claustro se hubiera realizado hacia 1100, enriqueció su hipótesis en un ambicioso trabajo cuyo tema central era la irrupción del arte románico en Silos (Schapiro, 1939). En él justificaba la propuesta cronológica a partir de la consideración de la tensa situación político-religiosa de fines del XI y su reflejo en la actividad del escriptorio monástico. Ello le permitía precisar las interacciones entre un estilo de tradición local y el nuevo románico, foráneo. Pero en lo tocante a la escultura, se hacía difícil diferenciar “el arcaísmo específicamente románico” de aquello que pudieran ser tendencias persistentes del estilo mozárabe. El contenido de algunas de las inscripciones permitía comprobar cómo se habían realizado tras la adopción de la nueva liturgia (c 1080), lo que significaba un indiscutible punto de partida para la cuestión cronológica. A ello se sumaban los indicios de confrontación y reafirmación de las tradiciones autóctonas frente a Roma, presentes en este período: así, en el relieve de la “Duda de Tomás”, Pablo ocupaba un lugar preferente respecto a Pedro. En 1118 el monasterio obtenía el privilegio de protección, por parte del Pontífice, fecha ésta que podía considerarse término ante quem. En los capiteles, donde el factor religioso se redujo a la mínima expresión, el elemento mozárabe sería menos perceptible. En este sentido, la extendida atribución a artífices musulmanes tendría al menos “el acierto de reconocer... el carácter profano, no eclesial, de la ornamentación”. En todo ello ocupaba un lugar determinante la situación geopolítica de Silos, protegido por la monarquía castellanoleonesa, que hubo de desempeñar un activo papel en el cambio de normativa ritual en Castilla. Este conjunto de consideraciones le hacían pensar que el momento más propicio para situar la realización de la primera fase del claustro podía establecerse hacia 1100, quedando interrumpido tras la crisis derivada de la muerte de Alfonso VI (†1109). En líneas generales esta opinión también encontró pronto adeptos (Whitehill, 1941; Pijoan, 1944; José Gudiol y Juan Antonio Gaya, 1948). Desde los años cuarenta y salvo alguna excepción (Pérez de Urbel, 1955), la primitiva hipótesis que hacía el claustro, o al menos el llamado primer taller, obra de Santo Domingo fue abandonada. En dos trabajos publicados en 1962 y 1976, Marcel Durliat se inclinaba por una datación en torno a mediados del siglo XII, considerando, una vez más, que su estilo engarzaría con las consecuciones de Moissac -utilización de pilares de ángulo como soportes escultóricos-, si bien con un espíritu arcaizante, expresado en una “rigidez un poco provinciana”. Al igual que Deschamps, suponía que el documento de 1158 estaría en relación con el llamado primer taller. En trabajos sucesivos mantuvo esta misma opinión, con planteamientos más argumentados en la línea de Deschamps-Gaillard. Compositivamente, del análisis de los relieves concluía que el escultor de la primera fase tenía conocimiento de los claustros languedocianos de la primera mitad del siglo XII. Partiendo de las experimentaciones de Moissac, llegaría a perfeccionar la fórmula, luego retomada por los escultores de los claustros de Saint-Guilhem-le-Désert y Arlés. Las referencias a la similitud técnica con las artes menores musulmanas (orfebrería y eboraria) y los arcaísmos de algunos motivos iconográficos, no justificarían las fechas tan tempranas en las que se ha datado. El carácter primitivo del maestro de Silos, responsable del conjunto de capiteles y relieves del llamado primer taller, se explicaría a partir de su voluntad de retornar a las fuentes. Lejos de ser un iniciador, sería un restaurador, un purista con voluntad de rechazar el manierismo imperante. Más recientemente (1993), se ha reafirmado en la asociación de este maestro con la fecha documental de 1158. Paradójicamente, sólo un año después del primer posicionamiento de Durliat, el propio Gaillard, uno de los principales adalides de las cronologías más tardías, publicaba una síntesis divulgativa en la que abandonaba su vieja idea. Alineándose con la propuesta de Schapiro, señalaba que, tras la ampliación de la iglesia causada por la afluencia de peregrinos en 1088, pudo comenzarse el claustro hacia 1100. Por tanto, la referencia de 1158 haría alusión a la segunda fase del mismo (Gaillard, 1963). En esta misma línea se manifestaban Lojendio y Rodríguez (1966). En 1971, la interesante tesis sostenida por Schapiro se enriquecía con nuevas aportaciones. A raíz de las excavaciones realizadas en el claustro, Joaquín Yarza expresaba su opinión de que la primera fase se habría realizado tras la consagración del templo, es decir, a partir de 1088, coincidiendo con la última parte del próspero abadiato de Fortunio († c 1116). El hallazgo del edículo funerario de los Finojosa, coetáneo a las arquerías norte y este suponía una inestimable ayuda para precisar la cronología, ya que podía ser tenido en cuenta como fecha a partir de la cual pudo comenzarse la obra claustral. En este sentido es importante saber que el primero de los Finojosa fallecía en 1060 y, según los autores modernos, allí tan sólo se enterraron él, su esposa y sus dos hijos, la fecha de cuyo óbito no podía alejarse demasiado del 1100. En esta línea, en lo que a la cronología se refiere, persistió en sucesivos trabajos de divulgación (1979, 1980) y, a raíz del congreso celebrado en 1988 con motivo de comemorar la consagración del templo, en un minucioso estudio formal de su escultura (Yarza, 1990). En este último, en primer lugar insistía en la existencia de una unidad de taller para capiteles y relieves, algo a veces puesto en cuestión. Por otra parte reconsideraba las tradicionales relaciones con el Languedoc, haciendo primar las similitudes respecto a las realizaciones más precoces, como el claustro de Moissac (1090-1100) o las obras del círculo de Gilduinus (1090-1095) en Toulouse, producto de climas afines, más que de una dependencia directa. En esta misma dirección, introducía un nuevo referente, el arca de San Felices de San Millán de la Cogolla, obra de la segunda mitad del siglo XI. En cambio, calificaba de inaceptable la reiterada búsqueda de antecedentes, por parte de la historiografía francesa, en la portada de Moissac (c 1120-1135) o en Souillac, manifestaciones de un románico muy avanzado. El primer ejemplo sólo sería válido para los capiteles del segundo taller silense. Por otro lado, al ser la escultura monumental, entonces, un campo de experimentación, era normal que se acudiera a otros medios de expresión con una tradición más antigua, como la orfebrería, el marfil o, sobre todo, la miniatura. En suma, el primer taller habría llevado a cabo su obra tras la consagración del templo, entre 1095-1108. La coyuntura económica posibilitaría el empeño, al que sucedería inmediatamente la anexión de un transepto a la iglesia alta. En ese mismo coloquio, Moralejo tomó partido por las interpretaciones que hacían del claustro obra arcaizante del siglo XII, precisando el entorno de 1120, pero no antes, para su realización. Es decir, desechada ya la precoz del abadiato de Santo Domingo, una nueva postura intermedia entre la defendida por Schapiro y Yarza y la extrema de Deschamps y Durliat. Consideraba la emancipación de su estilística ornamental respecto a las realizaciones del Camino de Santiago. Ejemplo de los préstamos que el taller silense tomó de una tradición ajena a la propia, sería el iconograma de los monos en cuclillas de la sala capitular, común a los principales focos del grupo Jaca-Frómista y con derivaciones en el sudoeste francés, o la hoja oval tan frecuente rematada en bolas. También el perfil bulboso de las cestas de Silos aparecería hacia 1125 en el claustro de Saint-Sernin de Toulouse. Para Moralejo, el singular tratamiento del relieve es en Silos arcaico, pero con “toda la apariencia de simplificar formas más ricas y detalladas en sus modelos”. En suma, la primera etapa del claustro sería más arcaizante que arcaica; un arte “de un manierismo en el que la poética románica se apura hasta el límite de sus posibilidades, que, en este caso, son también los poderosos recursos de sus asumidas limitaciones”. A las semejanzas técnicas evocadas -marfil y metal- añadía el de la madera y su efecto de “cortado”, más que de modelado, hasta considerar la posibilidad de que el aislamiento del taller se deba a que buena parte de su obra hubiera sido ejecutada en ese material perecedero. Aludía a diversos referentes iconográficos, como la imagen jacobea del Cristo en el relieve de Emaús, cuyos paralelos pertenecían todos ellos al siglo XII. Compositivamente, planteó algunas similitudes -aunque limitadas- con la producción del escriptorio monástico. La última aportación en lo tocante a los inicios del claustro fue la de Otto Karl Werckmeister que continuó desarrollando las tesis de Schapiro en lo concerniente a los relieves de la Duda de Tomás y los Discípulos de Emaús, a partir del cambio litúrgico operado en el monasterio a fines del XI (Werckmeister, 1978, 1990). La cuestión en torno a la cronología se mantiene en esta dualidad de posicionamientos, si bien entre la historiografía española más reciente prevalece la opinión que hace del claustro obra de hacia 1100 (Joan Sureda, 1985; Bango, 1992;, Xavier Barral y Joan Sureda, 1995). La polémica ha sido mucho menor en lo que se refiere al denominado segundo taller. En fechas tempranas de este siglo y una vez consideradas las dos fases del claustro inferior se llegó a la consideración casi unánime de que estas arquerías y los relieves de la Anunciación y del Árbol de Jessé debieron ser realizadas en el último cuarto del siglo XII (Lacoste, Valdez del Álamo). Con un tratamiento acusado del bulto significa un verdadero contrapunto al primer taller en el que el relieve era reducido a su mínima expresión. Su única conexión con el primer taller es la preferencia por los temas derivados del bestiario y la disposición de los diversos animales emparejados y afrontados. A partir de los restos aparecidos en las diferentes excavaciones de la iglesia parece que hubo cierta proximidad entre estas producciones y las realizadas en la portada septentrional de la iglesia. Por otro lado la irradiación por tierras castellanas fue considerable. Respecto al sobreclaustro, tradicionalmente apartado de la polémica cronológica, presenta una menor calidad que el inferior respondiendo a un hacer más popular que también puede rastrearse por varias de las iglesias de la Sierra pertenecientes al entorno de 1200. La heterogeneidad de manos también se refleja en los motivos representados (vegetales y animales) con la introducción de temas populares como el del soplo del vidrio. En lo tocante a las diversas dependencias, al igual que en otros conjuntos monásticos -Arlanza y Cardeña son dos buenos ejemplos- y que la propia iglesia, su trazado hubo de adecuarse a grandes desniveles de terreno. Por otro lado, con excepción de la occidental, la sillería ha sido profundamente transformada en el curso de las sucesivas renovaciones, por lo que tan sólo en zonas muy precisas puede reconocerse la románica. Esto, sumado a la carencia de cronologías para ninguna de las dependencias, mediatiza enormemente la confección del proceso crono-constructivo. Vamos a referirnos brevemente a la sala capitular, el dormitorio, la torre sudeste, el refectorio y la cilla. La sala capitular se encuentra ubicada en el lugar preceptivo del plan benedictino, es decir, en la panda oriental del claustro, si bien no junto a la iglesia, como suele ser tradición, sino desplazada hacia el centro. Las razones de esta particularidad parecen resumirse en una, la derivada del condicionante topográfico. En este sentido, y como ya se ha señalado al tratar de la iglesia, la cota más elevada del monasterio se encuentra en su vértice noreste, desde donde desciende bruscamente el terreno rocoso sobre el que se asienta. Al planificarse la panda oriental en relación con la iglesia baja, como pensamos, debió optarse por evitar el desmoche de la roca a que hubiera obligado la voluntad de situarla colindante con el muro del templo y a su mismo nivel. Esta misma explicación, y no otra, debe darse al acusado desvío NE-NW de la panda. Al igual que con el claustro, la tradición hacía de este espacio obra de Santo Domingo. Como ya se ha mencionado, tenemos constatadas dos intervenciones que la modificaron profundamente: una gótica, a comienzos del XVI, que la convirtió en capilla sepulcral de los abades del monasterio, remozando su perímetro, y otra en la primera mitad del siglo XVIII, que la destruyó parcialmente, a raíz de la construcción sobre ella de la capilla del santo. Desde estas fechas los dobles ventanales de los lados fueron tabicados y los muros encalados, no procediéndose a su restauración hasta 1945. En el curso de estos trabajos, con un criterio historicista, fueron repuestas algunas basas, fustes y capiteles, imitando los motivos originales. Entonces se pudo precisar la configuración de este primitivo acceso románico. Buscando la diafanidad, se optó por el sistema convencional, ampliamente desarrollado en los capítulos de entrado el siglo XII: un banco sobre el que se asentaban columnas quíntuples, para definir la puerta, y dobles para la separación de las ventanas. Al igual que en el claustro, los arcos, a la misma altura, carecen de molduración y tan sólo se decoran su perfiles externos mediante chambranas. Fue fray Justo Pérez de Urbel (1930) quien, por vez primera, se interesó por la primitiva disposición de su interior. Supuso que en éste, antes de la intervención gótica, habría capiteles y columnas de la misma clase que los de los ventanales. Esta idea fue mantenida por Manuel Gómez-Moreno (1934) que, como ya hemos señalado, asoció a los presuntos soportes internos los capiteles descontextualizados del primer taller, una vez desechada la primitiva idea que los ubicaba en la iglesia baja. Por su parte, Joaquín Yarza, desde una óptica escultórica, ha abordado su análisis más en profundidad. Teniendo en cuenta la dificultad para encontrar una ubicación idónea a las piezas citadas, se ha mostrado favorable a la tesis de Gómez-Moreno. Además, tanto los capiteles de los arcos de entrada, como los descontextualizados, tenían en común su menor perfección respecto a los de las arquerías claustrales. A partir de este rasgo debió existir una sala capitular previa a la conservada, que se mantuvo mientrasse realizaban las dos primeras arquerías del claustro. La suspensión de los trabajos afectó a una proyectada sustitución de dicha estancia, tarea que no se llevó a cabo sino algo después, asumiendo una tipología cisterciense. El nuevo escultor, discípulo del primer maestro, pero más limitado en su técnica, debió labrar la escultura, apartándose de su mentor tan sólo en el capitel de los monos, a causa -seguramente- de una voluntad iconográfica de los gobernantes del monasterio. Aunque no tenemos un conocimiento completo de la evolución de las salas capitulares benedictinas sabemos que hasta entrado el siglo XII no se procedió a su abovedamiento, adoptándose la cubierta de madera. Evolución ésta pareja a la experimentada por las galerías claustrales. A partir de los ejemplos conservados en los conjuntos monásticos plenorrománicos de este mismo contexto como Oña o Cardeña, no frecuentaron la cubrición pétrea hasta fechas muy avanzadas. Es posible que, en función de la superficie a cubrir y como ilustran otros casos, se utilizaran soportes intermedios, ya que no hay que olvidar que el dormitorio se desarrollaba sobre ella. En lo que se refiere a la asociación de las cestas descontextualizadas con el interior del capítulo no deben descartarse otras posibilidades, como el edículo de los Finojosas, del que lamentablemente desconocemos su desarrollo en alzado. Por lo que respecta al refectorio, sus restos se encuentran en el muro de la panda oriental del sobre claustro, pudiéndose constatar la existencia de seis ventanas abocinadas, dos de las cuales pueden verse desde la Puerta de las Vírgenes. Las demás se cegaron durante la primera mitad del siglo XVIII, al realizar la capilla del santo. Fue Arthur Clapham quien en una visita al monasterio durante el año 1935 procedió a identificar ese muro horadado de vanos como perteneciente al dormitorio; Walter Whitehill, que recogió la sugerencia, lo consideraba una “reliquia constructiva” de las edificaciones de Santo Domingo. Sin embargo parece evidente que este dormitorio se realizó en función de la iglesia inferior, consagrada en 1088, sobre la sala capitular, en clara relación con el primer maestro del claustro; templo bajo y claustro definirían, pues, sus límites cronológicos. Ya se ha comentado su anómala ubicación, apoyando sobre la roca en su extremo septentrional, impuesta por las condiciones topográficas. Entrado el siglo XII experimentó una parcial destrucción, al invadir su espacio el brazo meridional del transepto de la iglesia alta. Situada en el extremo meridional de la panda oriental -ubicación canónica de las letrinas-, se encontraba una torre junto a una de las principales canalizaciones acuíferas del monasterio. Fue derruida en el siglo XVIII, con objeto de construir edificios de servicio. Respecto al refectorio, estaba situado en la panda meridional. A consecuencia del incendio de 1970, y a un nivel inferior, apareció un arco románico entre el lugar que debía ocupar y la cocina. Es fácil que, con objeto de nivelar estas dependencias con la cota de la galería claustral, se establecieran dependencias inferiores, quizá destinadas a servicios. De hecho, en la actualidad, se ha conservado esta zona inferior y puede certificarse su cronología románica. La cilla o almacén corresponde ya al entorno de 1200. Sobre ella se construyó una dependencia -hoy el archivo-, que tradicionalmente se ha identificado con la hospedería en donde se alojaban los visitantes más distinguidos. Se ilumina hacia el oeste mediante dos vanos geminados con decoración que puede ubicarse ya en el siglo XIII. El muro de cierre occidental de esta panda configura el único alzado exterior completo que se conserva del monasterio. SINOPSIS DE LA ESCULTURA DE SILOS Finalizaremos esta monografía ofreciendo una sinóptica visión de los motivos esculpidos en el claustro silense, para lo que seguiremos la más comúnmente aceptada numeración avanzada por fray Justo Pérez de Urbel. Relieves del claustro correspondientes a la primera campaña y sus fuentes bíblicas: A Machón NE, cara N: Descendimiento (Lc 23, 50-56; Mc 15, 42-47; Mt 27, 57-61) B Machón NE, cara E: Sepultura de Jesús (Jn 19, 38-42; Lc 23, 50-56; Mc 15, 42-47; Mt 27, 57-61) y Tres Marías ante el sepulcro vacío (Mc 16, 1-8; Mt 28, 1-10) C Machón NW, cara N: Aparición a los discípulos en el camino de Emaús (Lc 24, 13-35) D Machón N W, cara W: Duda de Santo Tomás (Jn 20, 26-29) E Machón SE, cara X: Ascensión (Lc 24, 50-53; Hechos, 1, 9-14) F Machón SE, cara E: Pentecostés (Hechos 2, 1-47) Relieves del claustro correspondientes a la segunda campaña: G Machón S W, cara W: Anunciación-Coronación de la Virgen H Machón SW, cara S: Árbol de Jessé (Is 11, 1-2; Lc 20, 41-47 y elaboración Patrística) Capiteles del claustro bajo, galería oriental (primera campaña): n.º 11: Entrelazo de cestería n.º 12: Aves atacándose n.º 13: Zancudas n.º 14: Leones afrontados n.º 15: Aves zancudas n.º 16: Leones entre follaje n.º 17: Híbridos aquilo-felinos n.º 18: Aves monstruosas n.º 19: Aves atacándose n.º 10: Combate de caballeros n.º 11: Cuadrúpedos alados n.º 12: Tallos y brotes ornamentales n.º 13: Leones enredados entre follaje n.º 14: Arpías, aves y leones n.º 15: Aves atacándose Capiteles del claustro bajo, galería septentrional (primera campaña): n.º 16: Tallos y brotes ornamentales a modo de arabescos n.º 17: Águilas y leones n.º 18: Ancianos del Apocalipsis (mutilado) n.º 19: Carnosos acantos con piñas n.º 20: Arpías n.º 21: Acantos de puntas dobladas n.º 22: Aves zancudas n.º 23: Arpías, animales luchando y tallos n.º 24: Carnosos acantos con piñas en las puntas n.º 25: Acantos de puntas dobladas n.º 26: Aves atacándose n.º 27: Acantos cóncavos con bayas n.º 28: Hojas con bolas colgantes n.º 29: Acantos con piñas n.º 30: Híbridos aquilo-felinos opuestos n.º 31: Dos pisos de leones opuestos entre follaje n.º 32: Dos pisos de aves afrontadas y opuestas Capiteles del claustro bajo, galería occidental (primera campaña hasta el nº 37): n.º 33: Entrelazo de cestería n.º 34: Aves entre follaje que emerge de máscaras monstruosas n.º 35: Aves zancudas afrontadas n.º 36: Aves y leones entre follaje n.º 37: Acantos de puntas dobladas con piñas n.º 38: Ciclo de la Infancia: Anunciación, Visitación, Anuncio a los pastores, Natividad, Huida a Egipto n.º 39: Híbridos de cuellos entrelazados n.º 40: Ciclo de la Pasión: Entrada de Jesús en Jerusalén, Última Cena, Lavatorio. n.º 41: Arpías afrontadas enredadas en ramas n.º 42: Acantos ramificados n.º 43: Leones afrontados entre follaje n.º 44: Acantos ramificados n.º 45: Arpías de alas explayadas n.º 46: Dos pisos de carnosos acantos n.º 47: Dos parejas de grifos afrontados entre follaje Capiteles del claustro bajo, galería meridional (segunda campaña): n.º 48: Aves monstruosas enredadas entre follaje n.º 49: Ramificados acantos en abanico de remate acogollado n.º 50: Aves afrontadas picoteando tallos n.º 51: Carnosos acantos ramificados n.º 52: Ciervos enredados en maraña de tallos n.º 53: Híbridos de aspecto maléfico n.º 54: Parejas de leones afrontados n.º 55: Centauros sagitarios n.º 56: Arpías afrontadas enredadas en ramas n.º 57: Personajillos cazando arpías entre floresta n.º 58: Aves rapaces devorando liebres n.º 59: Ramificados acantos en abanico n.º 60: Desaparecido n.º 61: Aves afrontadas picoteando tallos n.º 62: Centauros n.º 63: Híbridos de ave y maligna cabeza felina n.º 64: Grifos afrontados enredados en follaje Los capiteles del claustro alto, obra ya de entrado el siglo XIII, añaden a los secos remedos de los modelos vegetales y animalísticos del segundo taller escenas costumbristas como los sopladores de vidrio o alegóricas como el centauro sagitario disparando a una arpía. Además de este excepcional conjunto escultórico desplegado en las galerías claustrales, tanto en el Museo como en el lapidario de Silos se conserva un nutrido conjunto de relieves procedentes fundamentalmente de la iglesia y su desaparecido pórtico, obra en su mayoría del denominado “segundo taller” y recientemente estudiado por Frontón Simón. Bien que debamos lamentar la pérdida de la iglesia románica de Silos y la mayor parte de su decoración escultórica, conservamos en el tímpano de su pórtico norte y su exaltación de la Presentación en el Templo, un claro ejemplo de la influencia del pensamiento entre otros de San Bernardo y Honorio de Autun. Su iconografía nos muestra la Presentación en el Templo, acompañada por la Natividad y la Adoración de los Magos. Este tímpano centraba la composición de la primitiva portada norte del templo románico, acompañada, según descripciones antiguas, por la Matanza de los Inocentes y, quizá, las Bodas de Caná. Como muy bien señala Yarza, apoyándose en textos de San Ambrosio, la iconografía del tímpano es la de los diversos y universales Testimonios sobre la naturaleza divina del Niño, siendo además clara la alusión al Sacrificio que llevará a la Salvación (Lc 2, 34-35). La Purificación de María y Presentación en el Templo cierra el ciclo del Adviento. Su representación en los dramas litúrgicos mediante una popular procesión a la luz de cirios aparece refrendada por San Bernardo (II Sermón para el día de la Purificación de la Virgen) y reflejada en un relieve del interior de Santiago de Agüero. En el tímpano silense, la Presentación ha adquirido el rango de tema central del tímpano, junto a la Natividad y la Epifanía, no creemos que sólo por condicionantes compositivos. Muy recientemente, Ismael Fernández de la Cuesta ha realizado un sugestivo estudio del tímpano y el pórtico de Silos a la luz de la liturgia y la música que enriquece la visión tradicional de esta iconografía, sobre todo abordada por Elizabeth y Constancio del Álamo. Mucho se ha escrito sobre uno de los conjuntos escultóricos de mayor calidad y variedad del románico hispano, equiparable sin duda en el aspecto plástico a cualquiera de los grandes monasterios europeos. Comúnmente se ha considerado que fueron tres grandes talleres los que tuvieron durante aproximadamente un siglo la labor de embellecer las arquitecturas que iban elevando y remozando los monjes en función de sus necesidades y posibilidades. El denominado “primer taller” desplegó en la sala capitular y las crujías oriental, norte y parte de la occidental del claustro un talento y una imaginación hasta entonces desconocidos sobre piedra en el área del Duero, que parece trasplantar directamente las habilidades que ya por entonces circulaban en los reinos cristianos hispanos en la eboraria, miniatura y orfebrería. Es este taller el que asienta las bases del claustro silense, tanto que supera a sus continuadores en ambición. Si en lo iconográfico alcanzamos a establecer sus débitos y conexiones, en lo meramente ornamental -tanto los motivos del Bestiario como la decoración vegetal- consigue desconcertarnos y no parece haber encontrado la difusión de su arte que alcanzó el denominado “segundo taller”. Éste, en un entorno cronológico que oscila entre 1170-1200 según los diferentes investigadores, trasplanta al recóndito valle de Tabladillo las últimas consecuencias estéticas e iconográficas a las que había llegado el románico borgoñón antes de verse superado por el nuevo estilo gestado hacia 1140 en el Pórtico Real de Chartres y la Isla de Francia. Finalmente, otro taller -mediocre en relación a los anteriores- acomete, a inicios del siglo XIII, la ampliación en altura del ámbito claustral. Todo lo hasta ahora dicho ha sido es y será discutido, aunque llama la atención que lo sea sobre todo por cuestiones cronológicas, como si aquellas bizantinas disputas por la preeminencia que ocuparon a los historiadores del arte de la primera mitad del siglo XX, sobre todo franceses y españoles, se hubiesen instalado cómodamente entre nuestras cátedras -universitarias o no- y pareciesen no sólo lo más, sino en algunos lo único importante. Afortunadamente la pérdida de la perspectiva histórica -la historia del arte es antes que nada historia- que supone tanto el exceso de celo cronológico como el descomedido localismo que cae a veces en un auténtico “nacionalismo” aberrante, es de vez en cuando contrarrestada por una visión de conjunto que devuelve la escala a la disciplina (Willibald Sauerländer, “1188. Les contemporains du Maestro Mateo”, en Actas del Simposio Internacional sobre ‘O Pórtico da Gloria e a Arte do seu Tempo´, Santiago de Compostela, 3-8 de outubro de 1988, Santiago de Compostela, 1992, pp. 7-41). En el caso de Silos la antigua polémica que envolvía a las realizaciones del “primer taller” con el claustro francés de Moissac fue zanjada a base de oficio por Meyer Schapiro. En las últimas décadas son las realizaciones del “segundo maestro de Silos” las que más kilómetros de líneas han producido, dando lugar a una situación que roza el absurdo, como es la de considerar a la mejor escultura tardorrománica en función de su vinculación o no con las realizaciones silenses. En la raíz de este sinsentido metodológico está el primer y loable intento de estudio global del románico burgalés, a mano de José Pérez Carmona a mediados del siglo XX. Junto a todos sus aciertos, que son muchos -su obra sigue siendo el mejor estudio de conjunto del románico provincial- cayó a nuestro entender en el reductor planteamiento de dividir las creaciones escultóricas exclusivamente en función de las ejecutadas en Silos, hablando así de una “etapa presilense”, otra relacionada con los “discípulos del primer artista de Silos”, una más encuadrada en los “grupos comarcales dependientes del segundo artista de Silos” y, para todo aquello que se escapaba a dichos marcos, creó un cajón denominado “otros grupos comarcales”. Si bien es cierto -sea dicho en su descarga-, que aún coleteaba en los años 50 la clasificación tipológica y según “escuelas” que sobre todo en Francia se había formulado a principios del siglo X X, los conocimientos y medios de los que hoy disponemos no permiten aceptar dichos presupuestos. El análisis crítico de las fuentes históricas, el mayor (aunque todavía insuficiente) conocimiento de la técnica y dinámica de trabajo de los talleres medievales, la conciencia de la supeditación de la escultura monumental a su marco arquitectónico y de ambos al económico y político, el estudio no sólo formal sino también estético e iconográfico y la posibilidad material de realizar comparaciones mucho más amplias de bases de datos permiten hoy un acercamiento más documentado al eterno problema del bien entendido tráfico de influencias, motor de la evolución del estilo. Con tales argumentos, y dejando a un lado trasnochados pseudohistoriadores abanderados de ridículos localismos, llegamos a la conclusión que el denominado “segundo taller de Silos” no es sino uno de los mejores maestros y/o talleres excepcionales, de más que probable origen ultrapirenaico, que regeneran desde mediados del siglo XII una plástica que había alcanzado lo anodino o directamente regresivo tras el gran impulso del llamado románico pleno, representado por ese famoso eje que unió en lo artístico Toulouse, Jaca, Frómista, León y Santiago de Compostela. A partir de mediados del siglo XII las favorables circunstancias políticas y económicas de los reinos hispanos, sobre todo el navarro-aragonés y el castellano en lo que más nos atañe, coinciden con una renovación estilística en el norte de Francia que hace que algunos de los grandes maestros o talleres borgoñones, provenzales y aquitanos que llevaron el románico a su más exquisita elevación ejerzan su actividad y magisterio en nuestra tierras. Estos grandes maestros -estudiados por Jacques Lacoste en su tesis- trabajarán en Sangüesa, Oña, Las Huelgas de Burgos, Ávila, Santiago de Compostela, Carrión de los Condes y Aguilar de Campoo, Oviedo, Estella, Santo Domingo de Silos, etc. A su vera se formaron numerosos escultores que extendieron el fruto de su aprendizaje expandiendo el estilo hasta agotarlo, llevándolo a un barroquismo extremo que ocultó las fuertes raíces clásicas iniciales y finalmente lo vulgarizó. Entre medias continuaron su actividad los talleres locales, más de oficio que sujetos a modas, que únicamente y en ocasiones incorporaron o se inspiraron en los nuevos modelos, adaptándolos a su más o menos rutinario quehacer, escasamente innovador. Somos capaces de seguir la pista a algunos de los mejores talleres o maestros con más fuerte personalidad, sorprendiéndonos incluso su relativa movilidad y así hablamos de Fruchel, del maestro Mateo, del maestro de Carrión... y del “segundo artista de Silos”. Éste no puede ocultar su formación borgoñona, tan impregnada de “clasicismo” como el arte de los mejores escultores provenzales, hasta el punto de que a veces se confunde el origen de su arte. Al igual que el frontal del refectorio de Oña no desentonaría en el mismísimo Cluny-III, bebe este “segundo maestro” de Silos de las mismas fuentes de las que brotó Avallon, Saint-Loup-de Naud, Vézelay...