Identificador
31422_01_131
Tipo
Formato
Fecha
Cobertura
42º 44' 54.71'' , -1º 28' 10.48''
Idioma
Autor
Javier Martínez de Aguirre
Colaboradores
Sin información
Edificio Procedencia (Fuente)
País
España
Edificio (Relación)
Localidad
Artaiz
Municipio
Unciti
Provincia
Navarra
Comunidad
Navarra
País
España
Claves
Descripción
SITUADA EN LA PARTE ALTA DEL PUEBLO, del que constituye el límite septentrional, la parroquia de San Martín es uno de los templos románicos rurales más conocidos de Navarra, justamente afamado por la calidad formal y la variedad iconográfica de sus capiteles y relieves. Ya Biurrun se hizo eco de la complejidad de su programa escultórico y atribuyó su relevancia a la hipótesis de ser cabeza de señorío, circunstancia que deducía de la existencia en la localidad de la única torre fuerte medieval conservada en el valle de Unciti. Diversos autores, como Gudiol y Gaya Nuño, vieron en su portada la conjunción de dos corrientes: la que venía de Jaca a través de Leire y otra perteneciente al grupo que habían definido como “más auténticamente navarro”, derivado a su juicio del aragonés Maestro de Doña Sancha. Más tarde, Lojendio le concedió todo un capítulo por considerarla “la más representativa de las numerosas y bellas iglesias románicas de Navarra pertenecientes al arte rural” y estableció conexiones con Leire y el foco sangüesino. Con posterioridad, especialmente a partir de Uranga e Íñiguez, varios estudiosos han advertido que los capiteles conectan con el claustro catedralicio pamplonés. Son partidarios de una datación en la primera mitad del siglo XII autores como Caldwell (a comienzos), Gudiol y Gaya Nuño, Uranga e Íñiguez y Martínez de Aguirre (1140-1150). En los primeros años de la segunda mitad la sitúa Melero, y prefieren una cronología tardía Azcárate, los autores del Catálogo Monumental de Navarra (último tercio del XII), así como Biurrun y M. C. Lacarra (hacia 1200). El templo fue restaurado entre 1956 y 1962; durante los trabajos desmontaron y fotografiaron cada elemento de la portada. En 1997 se reparó la cubierta de la torre. Fue declarado Bien de Interés Cultural en 1983. Su arquitectura obedece a pautas comunes en su tipo. En la actualidad consta de una cabecera semicircular tanto al interior como al exterior, seguida de una nave única organizada en cuatro tramos: los dos más cercanos al ábside presentan bóvedas de terceletes del siglo XVI, mientras que los siguientes incorporan medio cañón apuntado, con un potente fajón sobre ménsulas lobuladas bajo el muro oriental de la torre. El ábside se cubre con bóveda de horno de factura mucho más descuidada que los muros, lo que apunta a una reconstrucción posterior a la época románica. En su parte baja ofrece un banco corrido que recorre la curva interior. Vista desde el exterior, se aprecian tres volúmenes en la fábrica: el semicilindro absidal, la nave y la torre a los pies, pero la nave sólo cuenta con contrafuertes (uno a cado lado) en el tramo inmediato al ábside, y la puerta principal se sitúa más o menos en su centro. Las modificaciones introducidas en el siglo XVI alteraron la distribución de bóvedas y soportes interiores, lo que dificulta el análisis compositivo de la arquitectura. La factura de los capiteles del arco de embocadura del ábside, donde vemos una sucesión de cabezas y figuras humanas tratadas de manera muy distinta a las de los exteriores, introduce nuevas dudas acerca del proceso constructivo. Dichos capiteles culminan en cimacio ajedrezado, que se prolonga en moldura que marca la imposta de la bóveda absidal. Son añadidos posmedievales la sacristía y una capilla abierta en el primer tramo del muro del evangelio. Varias puertas cegadas, dos en el muro norte y una en el eje del hastial, evidencian usos sucesivos de difícil concreción. El interior se ilumina mediante tres sencillas ventanas con exterior en saetera e interior abocinado, una en el eje del ábside, otra en el del hastial y la tercera en el tramo inmediato al ábside, interrumpida en su parte inferior por una hornacina añadida. La construcción emplea un aparejo mediano y cuidado, de hiladas de 20 a 30 cm de altura, bien trabajadas, sin apenas marcas de cantero y con algún elemento ornamental de discutida significación. Destaca una cruz de brazos ensanchados labrada en el ábside, que podría señalizar algún enterramiento. La torre situada sobre el tramo de los pies se ejecutó levantando primero el hastial y el muro oriental, y luego rellenando los paramentos norte y sur; tuvo dos vanos hacia el Oeste, hoy cegados y sustituidos por el de la fachada meridional. Sendos cosidos de sillares en el aparejo prueban cortes de obra a la altura del tramo occidental del muro meridional y también en la parte interior correspondiente al contrafuerte sur, donde debió de haber un soporte desaparecido con las reformas renacentistas. El frente del coro alto de los pies es renacentista; en el muro septentrional hay huellas de una primitiva escalera de acceso interior. La organización del edificio se asemeja a otros templos coetáneos donde la escultura ocupa mayor importancia de la habitual, como el no muy lejano de Villaveta. Es sin duda esta ornamentación esculpida la protagonista actual del templo. Se despliega por la portada y la colección de canecillos, mientras que no decora ninguna ventana, en lo que también nos recuerda a Villaveta. La portada forma el conjunto más significativo. Se halla en el centro del lienzo meridional de la nave, dispuesta en un resalte de 4,75 m de frente y 5,45 de altura, que sobresale 1,14 respecto del muro, lo que permite el desarrollo del abocinamiento. En su centro se encuentra el tímpano, decorado con un crismón bastante esmerado, formado por las habituales X y P cruzadas de brazos ensanchados en los extremos. Un travesaño corto en el centro marca la señal de la cruz. Las letras alfa y omega ocupan los laterales, más allá del travesaño (del que no cuelgan). La S se enlaza con el palo inferior de la P. Flanquean el crismón dos dobles círculos concéntricos con rosetas de seis pétalos, tan frecuentes en el románico rural navarro, cuya significación se nos escapa. Los trazos principales de círculos y crismón se reforzaron con pintura roja en fecha indeterminada. El tímpano, ligeramente peraltado, descansa en ménsulas, una de ellas con cabeza leonina. Enmarcan el tímpano tres arquivoltas de medio punto baquetonadas. La interior está flanqueada por molduras achaflanadas; la intermedia por sendos baquetones de menor diámetro; y la exterior por dos medias cañas, de las cuales la interior tiene una bola por dovela y la que da al frente está recorrida por rosetas protuberantes de ocho pétalos, dos por dovela. Una moldura de tres filas de ajedrezado enmarca el conjunto. Las arquivoltas descansan en columnas monolíticas constituidas por basas sencillas restauradas (toros decrecientes separados por escocia) sobre plinto oblicuo. El elemento más destacable son los capiteles, que describiremos de izquierda a derecha del observador. El primero está formado por hojas acantiformes de superficies onduladas de notable volumen, que se vuelven en su parte superior formando remates que recuerdan a los diseños digitados propios de la tradición languedociano-compostelana empleados en la portada de la catedral de Pamplona. Existen tres niveles de hojas: el intermedio incluye bolas en el centro y en el superior las hojas centrales hendidas se combinan con volutas en caracola en las esquinas. Las pautas básicas de este capitel proceden de Toulouse, donde encontramos precedentes entre los originarios de la Daurade conservados en el Museo de los Agustinos. El segundo capitel está formado por tres tallos triples que brotan del collarino para ramificarse en las superficies; los de los extremos empiezan a rizarse en terminaciones acaracoladas hasta cinco veces en sucesivas alturas; el tallo central se bifurca de forma que en sus extremos florecen dos cabezas femeninas de miradas convergentes y envueltas en pétalos; en su centro deja sitio al motivo de esquina: un personaje sedente cuyos brazos agarran tallos curvados, con una extraña cabeza, ya que se trata de un trifronte: el rostro central mira al frente con seriedad, mientras los de ambos lados soplan. El tercer capitel incluye personajes de naturaleza y tamaño diferentes. Básicamente se organiza en dos niveles. En el inferior, sobre un fondo constituido por hojas festoneadas terminadas en volutas, apreciamos en su frente una extraña bestia cuadrúpeda con melena sobre el lomo y cabeza vuelta (un endriago según Uranga e Íñiguez, híbrido con rasgos de león y macho cabrío); mientras que en la cara interior un galgo husmea el suelo. Encima, una figura sentada muy estropeada ocupa el frente, y otra arrodillada el lado interno, llevándose algo a la boca (o a la nariz, según Uranga e Íñiguez). En el centro se encuentra una cabezota masculina, y pegada al fondo se reconoce una cabeza de ave de presa. Por encima asoman volutas acaracoladas. Al otro lado de la puerta, el cuarto capitel también se divide en dos niveles. En el inferior, la cara interna despliega un combate de jóvenes descalzos que visten calzones y se sujetan las cabezas como si fueran a iniciar una lucha deportiva; al otro lado una bestia leonina se sienta sobre los cuartos traseros de modo que deja ver sus fauces en la parte central. En el nivel superior, dos aves entrecruzan sus cuellos para picotear las manos de los contendientes; sobre la bestia, un personaje de labios prominentes y cabeza en riguroso perfil adopta una postura acrobática, medio en cuclillas y pasando el brazo derecho por detrás de su cabeza. En el vértice superior, juego de volutas. El quinto presenta dos grandes arpías con cabezas femeninas, cuerpos de ave, patas terminadas en pezuñas y largas colas que se vuelven sobre sí mismas. Cada una ocupa una cara, de suerte que sus cuerpos divergen pero giran las cabezas para que confluyan sus miradas; en el centro, un gran florón. El sexto está muy dañado. Una figura masculina se lleva el dedo índice izquierdo a la mejilla, y la mano izquierda al otro lado de la cabeza, junto a medio cuerpo de cuadrúpedo y una especie de liebre que se rasca las orejas o se quiere tapar los ojos. Todos los cimacios se decoran con reticulado de rombos. En las enjutas de la puerta se ven dos leones. El de la izquierda sujeta con sus garras a un personaje humano tumbado, mientras devora a otro del que sólo asoma entre sus fauces la parte inferior del cuerpo. El de la derecha también cuenta con un hombre entre las patas, pero en este caso parece protegerlo. El resalte de la portada culmina en un tejadillo con canecillos y metopas. Entre los canecillos del tejaroz cuatro parecen componer una escena de juglaría. El primero figura a un músico tocando la lira. El segundo parece una cantante o bailarina, pues la figura femenina de largos cabellos se lleva las manos a la cintura, como las danzantes-contorsionistas frecuentes en el románico aragonés (hoy diríamos que se dispone a cantar una jota). El tercero quizá sea un músico, pero está muy perdido. En el cuarto, el músico hace sonar un cordófono, probablemente un rabel, apoyado en su hombro. En el quinto, una mujer cubierta con toca y portadora de una vasija gira la cabeza hacia un lado mientras entre sus piernas vemos un gran orificio y lo que parece ser un niño asomando la cabeza; este canecillo ha sido interpretado como un tema de parto (especialmente por Gómez, quien ve un cuchillo en la mano del neonato). En el sexto encontramos un hombre exhibicionista, y en el séptimo un guerrero con escudo crucífero clavando la lanza sobre un dragón. Los seis relieves entre canecillos, que denominaremos metopas o tabicas, se distribuyen del siguiente modo: en el primero, las fotografías antiguas permiten reconocer con nitidez un personaje con dos alas cruzadas por delante del cuerpo que sujeta una balanza con dos platillos globulosos, mientras con la derecha amenaza con una lanza al ser monstruoso situado enfrente, el demonio, que intenta apoyar su dedo sobre el platillo para hacer trampa, acompañado de un personajillo erguido ante él (Aragonés parece reconocer en él al alma que se ha llevado el diablo). Es la conocida escena del peso de las almas por San Miguel. En la segunda, un sacerdote alza los brazos en oración ante un altar con un gran cáliz encima; a su lado derecho un acólito sujeta un libro, mientras a su izquierda otro porta un incensario. Se ha identificado tradicionalmente con la celebración de la misa. En la tercera, y viniendo desde la derecha, Jesucristo, que sujeta en su mano izquierda una cruz con astil clavada en una calavera, alarga su mano para sacar de la cabeza monstruosa de Leviatán una figura masculina que será Adán; otra más pequeña se ve por detrás, teniendo su brazo atrapado por un prótomo canino (¿Cancerbero?) y dos cabecitas asoman a los lados. La cuarta está muy estropeada. Se ve una figura que sujeta por la cabeza a otra más pequeña que parece rezar sentada encima de un altar; por detrás se intuye un animal que podría ser el carnero enredado del sacrificio de Isaac. En la quinta festejan varios personajes sentados a una mesa. El más orondo, Epulón, de gran cabezota, levanta una copa, mientras otro le sirve y una pareja se acerca en actitud pedigüeña. Debajo, tumbado, el que parece ser el pobre Lázaro es lamido por un perrillo. En la sexta, dos jinetes sobre caballos afrontados pugnan con lanzas y escudos almendrados. Los canecillos del alero se reparten de manera ordenada por el ábside y alternan con vacíos en los muros norte y sur, es decir, no se conservan en los lugares donde la cubierta ha sufrido más modificaciones a lo largo de los siglos. Empezando desde el hastial encontramos bajo la cornisa meridional uno muy deteriorado; le sigue una cabeza de caballo con cabezada y riendas; luego, una cabezota de personaje calvo que se abre exageradamente la boca ayudado de sus dos manos; viene a continuación el más famoso: una cabeza triforme de apuradas líneas; en el espacio entre esta figura y el siguiente canecillo fue ubicado un relieve con obispo que porta mitra y báculo alzando los brazos; le sigue una cabeza muy expresiva de personaje que se muerde ambas manos, y otro calvo de largos bigotes; ya sobre la puerta, una cabeza muy lavada parece tocar una flauta de pan; más allá, un híbrido de perfil con cabeza barbada y cuerpo de ave; cabeza que parece sacar la lengua y otra de difícil identificación. A la altura de la puerta se interrumpen hasta llegar al otro lado del contrafuerte, donde encontramos dos cabezas animales deterioradas y una cabeza rota, entre un pez con dos cuerpos y una cabeza. Por fin, en el ábside, cabeza de cabra deteriorada, objeto fálico, animal, cabeza bovina, cabeza monstruosa que saca la lengua, instrumento musical tipo cuerno, cántaro boca abajo, otro instrumento, animales en extraña postura, rollos, tonel, bolas, cabeza monstruosa y otro de difícil identificación con agujero superior. En el muro norte, cerca de la cabecera hay un grupo con una bola, torso masculino que abre la boca, cuatro bolas y una pareja de personajes demacrados que se abrazan. Ya a los pies, cabeza barbada de ojos globulosos, dos cabezas divergentes encima de lo que parece un tonel, personaje que porta a otro sobre sus hombros, cabeza de boca entreabierta cuyos cabellos se prolongan en cuernos (identificada con el diablo por Aragonés), figura en cuclillas que se levanta la ropa sobre las rodillas (¿exhibicionista? muy deteriorado), cabeza con barba en cola de milano, para terminar junto a la esquina con cabeza de largos cabellos muy deteriorada. Por un hueco del hastial se puede ver embutido en el muro otro canecillo con una figura frontal que lleva en sus manos un libro abierto con una inscripción que por el momento no ha sido posible leer. La cornisa está formada por piezas sustentadas por los capiteles. En su plano oblicuo varias, especialmente en la cabecera, se adornan con ajedrezados, entrelazos en red y cruciformes, esquematizaciones vegetales y diversos diseños de roleos. Alguna cobija presenta estrella o flor de seis pétalos inscrita en círculos. Desde el punto de vista formal, las pautas de ejecución de la portada responden a dos tradiciones escultóricas desarrolladas en Navarra entre los años veinte y cuarenta del siglo XII. Por una parte, los leones de las enjutas, ciertos canecillos y las tabicas recuerdan en sus formas al foco desarrollado en la merindad de Sangüesa vinculado a la portada occidental de Leire. Reconocemos con Lojendio rasgos legerenses en la labra de los leones, también en los rostros alargados de determinados personajes, en la talla sumaria de las vestiduras y en el canon generalmente achaparrado. La tosquedad reina en las metopas, donde las desproporciones de los cuerpos son acusadas, al tiempo que evidencia cierta capacidad narrativa a la hora de seleccionar los momentos a representar. Otros modos en cuanto a composición y repertorios caracterizan los capiteles, donde apreciamos posturas más complejas en las figuras humanas, novedades en la flora y en los animales, etc. Los plegados en ondas paralelas recuerdan a soluciones languedocianas y la anatomía del vientre prominente aparece en el claustro pamplonés. Aunque se ha apuntado una derivación jaquesa (Gudiol y Gaya), este segundo modo revela el conocimiento de las novedades que trajo a Navarra el taller del claustro de la catedral pamplonesa (Uranga e Íñiguez, Melero, Martínez de Aguirre). La conjunción de las distintas maneras de esculpir nos da pautas para conocer el reparto del trabajo en una obra de este tipo, en la que confluyeron al menos dos maestros (probablemente cada uno con algún ayudante, a quien atribuimos las labras más torpes, especialmente algunos canecillos) de procedencias diversas, aunque ambos insertos en el ámbito navarro. Además, nos proporciona criterio para establecer un marco cronológico. La portada parece haberse ejecutado en un único impulso, en el que confluyeron un artista formado hacia 1120 y otro posterior. Una fecha favorable de ejecución correspondería a los años cuarenta de la duodécima centuria. Las relaciones establecidas con Covet (planteada por Gudiol y Gaya, Durliat, Yarza) no parecen ir más allá de la común derivación de las corrientes languedocianas y su carácter de portadas excepcionales en ámbitos rurales. Lo que más ha interesado a los estudiosos y al numeroso público que visita esta iglesia es el sentido que pudieran tener tantas extrañas figuras, y si todas ellas forman un programa coherente. Biurrun se aventuró a relacionar las aves que pican cabezas con el castigo de Prometeo, vio en el personaje trifronte una representación trinitaria e interpretó en los canecillos “los excesos y consecuencias de la carnalidad, la tristeza, vergüenza y abandono de jóvenes deshonradas y el cinismo y desahogo de cómplices sin entrañas”, junto a “alegorías en que se pintan la gula, la ira, la pereza, son el reproche de los que pasan la vida en comilonas y embriagueces, en lujurias y deshonestidades, en riñas y en contiendas”. Y concluye: “¿Será ligereza atribuir a todo esto el sentido moral de los pecados, novísimos y sobre todo del juicio y suplicios del infierno?”. Otros estudiosos han concluido que se trata de una evocación de la lucha entre el bien y el mal (Gudiol y Gaya), han supuesto un “carácter infernal islámico” de muy difícil interpretación (Uranga e Íñiguez) o se han reconocido incapaces de entender su sentido (Lojendio). Desde luego, el grupo de más sencilla explicación es el constituido por las tabicas. El peso de las almas por San Miguel es integrante habitual de programas escatológicos, es decir, aquellos que tienen como objetivo mostrar lo que pasará en el más allá, dado que fue un modo habitual de representar el juicio final en el románico. También la tercera metopa con la Anástasis o descenso de Cristo a los infiernos se sitúa en el mismo diapasón significativo, ya que en esa escena Jesús rompió el poder de la muerte y abrió el cielo a los hasta entonces condenados por el pecado. El sacrificio de Isaac forma parte de los repertorios vinculados a la salvación de las almas desde época paleocristiana. La parábola de Epulón y Lázaro integra habitualmente conjuntos románicos relacionados con el final de los tiempos, como Moissac. Las dos menos frecuentes en estos contextos son la celebración de la Santa Misa (segunda metopa) y el combate ecuestre. La conexión de la misa con el ciclo escatológico es especialmente relevante en época románica, cuando se predicaban las virtudes que para los difuntos podían tener las misas celebradas en su sufragio, doctrina predicada por Cluny. Por último, el combate de caballeros aparece en otros entornos funerarios, como el sarcófago de doña Sancha, hoy en Jaca y antiguamente en Santa María de Santa Cruz de la Serós. Su significado ha sido visto en relación con la lucha de las almas en la tierra. De esta forma, el conjunto de las tabicas parece presentar un programa coherente relacionado con el más allá, hasta el punto de constituir uno de los más completos de las portadas rurales hispanas. Según varios autores, también los canecillos que flanquean las tabicas participan del programa. Para Aragonés su intervención deriva de ser imágenes negativas: música profana y figuras procaces. Varias de ellas pertenecen a los repertorios normales en esta ubicación marginal, como los músicos. La mujer con toca portadora de una vasija y con un niño entre las piernas que parece asomar la cabeza por su vulva ha sido vista como imagen del parto; sería posible forzar su significado para ver en ella el comienzo de la vida, en relación con el conjunto escatológico de las tabicas, pero sin duda se trata de una explicación un tanto voluntarista, sin apoyatura en ejemplos coetáneos. Gómez ha propuesto una interpretación contraria, al ver en el niño “que nace con un cuchillo” el tema de “la lujuria, parto y muerte recogida en la Epístola de Santiago”. El hombre que defeca con el orinal situado a su lado también forma parte de los temas procaces frecuentes en canecillos. Por último, el séptimo, con el vencedor del dragón, podría tener conexiones de contenido con la metopa de San Miguel (aunque hemos de hacer notar que el soldado del canecillo no lleva alas) y con la victoria sobre el mal, de contenido escatológico. Para Aragonés el reparto se haría de forma que “la interpretación de las escenas de juglaría con un carácter negativo serviría para considerar al caballero cristiano como la imagen del bien, que vence al pecado, modelo de virtudes que hay que seguir frente a los vicios marcados por los músicos”. Los leones fácilmente podrían integrarse en esta línea explicativa. Si el creador del programa se inspiró en Jaca, no habría duda, puesto que en la puerta occidental de esta catedral el escultor representó dos leones, uno que protege a quien se acerca a él en actitud humilde y el otro venciendo a sus enemigos. Una explícita inscripción razona que ambos leones son imagen de Cristo, que es el león fuerte que vence al imperio de la muerte y que sabe acoger a quien se acerca implorando perdón. La diferencia con Artaiz estriba en que en Jaca el león protector se sitúa a la izquierda del observador, y el vencedor del enemigo a la derecha. Otras explicaciones en la misma línea ven en el devorador el paso necesario para la salvación de las almas o la resurrección. Aragonés advierte que el personaje bajo las garras del devorador tiene ojos cerrados, “en alusión a la muerte del alma por el pecado”, de forma que “ser devorados por esta fiera nos habla del castigo correspondiente a su pecado”. Al otro lado el león-Cristo protege al pecador “sonriente, de ojos abiertos que se agarra con seguridad a la fiera”. En cuanto a los capiteles, buscar en ellos un programa coherente es tarea más complicada. Sin duda se reconocen varias figuras de carácter negativo (por ejemplo, la lucha cuerpo a cuerpo suele verse como imagen de la ira; “los iracundos en lucha sin fin” los llamó Íñiguez). En la misma línea se situarían los monstruos. Pero hay un salto muy arriesgado hasta entender que todo tiene sentido en un programa unitario. La discusión más candente se ha centrado en el trifronte del segundo capitel. Desde el principio se planteó si podría figurar la Trinidad. El primer estudioso de las representaciones trinitarias en España, el padre Germán de Pamplona, lo consideraba “pretrinitario y neutro; y no se adivina en el artista intención alguna de representar una Trinidad cristiana”. En otra línea se halla la interpretación de Aragonés, para quien la cabeza con tres rostros sí sería una visión de la Trinidad y las mujeres-flores próximas, almas del Paraíso. La autora hace un recorrido por diferentes significados del vultus trifons, entre los que señala el Anticristo, la imagen de los vientos que soplan en distintos sentidos o el tiempo con sus facetas de pasado, presente y futuro. La comparación con la portada de Toro (muy posterior) la inclina a interpretar el capitel como una imagen de la visión celestial. Añade que las arpías situadas enfrente (capitel quinto) serían representación demoníaca, de modo que el autor de Artaiz habría cometido “la osadía de representar a un mismo nivel la visión de Dios y la de Satanás”. Abundando en esta idea, considera que el canecillo trifronte de la cornisa sería igualmente imagen divina opuesta a la máscara con cuernos demoníaca que se ve en el lado norte. La explicación no salva las dificultades de la presencia de otras imágenes susceptibles de ser entendidas como diabólicas en un canecillo encima de la portada o de los otros sentidos del trifronte del capitel. En el estudio más extenso sobre el tema, Sastre abunda en la identificación con los vientos, especialmente por el hecho de que los dos rostros laterales de Artaiz juntan los labios en el típico gesto de soplido, pero deja en el terreno de la hipótesis el que sea una representación trinitaria dado que, según Hugo de Fouilloy, la sibila del Rhin explica que gracias al viento del Sur se eleva el hombre desde las tentaciones de la concupiscencia de la carne hasta la buena fe. Concluye que “tal imagen podría ser vista en la Edad Media como la de la propia Trinidad” y señala que estaríamos ante un unicum en la escultura medieval. En otra línea han ido las aportaciones de Uranga e Iñiguez, quienes, tras plantear la posibilidad de que el trifronte fuera imagen del Anticristo, insinuaban una representación mitológica ultrapirenaica (proponen el gálico Cornunnos y el germano Thor); las cabecitas que la flanquean les recordaban “leyendas de tentación, con las plantas-mujeres, que nos llevan a los monjes de Oriente”. Como conclusión, estimo que han de aportarse mayor número de argumentos para que resulten convincentes las propuestas que pretenden encontrar un sentido a la variada decoración de los capiteles de Artaiz. Con respecto al motivo de discusión principal, resulta difícil sostener que en una época en la que las imágenes de Cristo alcanzan habitualmente mayor tamaño que las circundantes y ocupan casi siempre lugares destacados, el mayor misterio del cristianismo, la Trinidad, fuera figurado mediante un personajillo sentado entre maraña y con gesto descompuesto por el soplido. Todavía más difícil se nos antoja encontrar un argumento común entre los canecillos del tejaroz, ya que, para empezar, la serie es incompleta. Diversos estudiosos han visto significados simbólicos en algunos, como el trifronte y el supuesto diablo, o la cabezota con la boca exageradamente abierta sujeta con dos manitas, en la que Íñiguez vio la representación de los maldicientes, conforme a fuentes musulmanas. Cabezas y cuerpos de animales, o cabezas humanas son tema habitual en estos emplazamientos marginales y casi siempre su cometido era puramente ornamental. El ábside fue decorado con pinturas murales de gran calidad, que tienen como tema principal la adoración del Cordero, representado en pequeño tamaño sobre la ventana axial. A cada lado, dos arcos apuntados con ángeles músicos en las enjutas acogen una multitud. El primer grupo de la izquierda del observador está encabezado por tres personajes nimbados con vestiduras litúrgicas y palio. Por detrás le sigue otro grupo con figuras coronadas. En la parte derecha vemos dos grupos que levantan sus manos en oración hacia el Agnus Dei. Como vemos, el programa apocalíptico coincide perfectamente con el mensaje principal al que se dedican las metopas de la portada, y lleva a pensar en un destino funerario (quizá de algún miembro del citado linaje Almoravid) que justificara la cuidada ornamentación de todo el templo. Bucher y otros dataron los murales en el segundo cuarto o tercio del siglo XIII, mientras que Mª Carmen Lacarra lo consideraba del entorno de 1300. Arrancado en 1958, en la actualidad el magnífico conjunto pictórico puede admirarse en el Museo de Navarra (Pamplona). La parroquial conserva en su interior una hermosa pila bautismal de muy probable cronología románica, cuya taza se decora con una arquería sobre dobles columnas, que recuerdan al aspecto que pudo haber tenido el claustro de la catedral de Pamplona del segundo cuarto del siglo XII. Se completa con una moldura decorada con bolas. Su decoración es cercana a otras pilas probablemente coetáneas, como la de Grez. FUENTE La otra construcción románica a destacar es la fuente situada a los pies del pueblo, a un tiro de piedra, cerca del camino que conduce hacia Izagaondoa. Fue descubierta hace escasos años y restaurada entre 1995 y 1997. Hasta entonces había quedado oculta por la acumulación de barro procedente de una loma cercana. Cuando fue localizada constaba de los cuatro muros perimetrales del aljibe, que se prolongaban el oriental en forma de piñón y el occidental perforado por dos vanos semicirculares, uno de ellos doblado. De planta rectangular (5,21 m de frente por 7 de fondo), los muros norte y sur existían hasta el arranque de la bóveda, que sería probablemente de medio cañón apuntado. En la parte subterránea el lienzo occidental se organizaba en gradas que descendían varios metros hacia la profundad del aljibe. También en el interior del lienzo meridional se veían dos ménsulas. Sigue las pautas de las denominadas fuentes-aljibe, tipología repetida en otros lugares de la geografía navarra, como Villamayor de Monjardín, que perduró más allá de época románica. La de Artaiz es la más antigua del grupo y se caracteriza por carecer de ornamentación escultórica (lo que hurta argumentos para afinar cronología) y por ofrecer dos vanos semicirculares de 77 cm de luz (frente a los restantes ejemplos que los tienen apuntados). Se ha propuesto para ella una datación en el siglo XII.