Identificador
31400_01_068
Tipo
Formato
Fecha
Cobertura
Sin información
Idioma
Autor
Carlos Martínez Álava
Colaboradores
Sin información
Edificio Procedencia (Fuente)
Localidad
Sangüesa / Zangoza
Municipio
Sangüesa / Zangoza
Comunidad
Navarra
País
España
Edificio (Relación)
Localidad
Sangüesa / Zangoza
Municipio
Sangüesa / Zangoza
Provincia
Navarra
Comunidad
Navarra
País
España
Descripción
LA IGLESIA DE SAN NICOLÁS NO EXISTE. Como en otros capítulos precedentes, vamos a citar documentos medievales, recrear su historia, analizar la filiación de sus canteros, sus restauraciones... Lo de siempre, pero sin lo de siempre; sin el propio edificio. Esta paradoja ha sido posible por un cúmulo de circunstancias peculiares e incluso “afortunadas” dentro de lo irreparable de la pérdida. En la nómina de edificios románicos desaparecidos, la iglesia de San Nicolás no resulta un caso excepcional; en Navarra son relativamente habituales los ejemplos de sustitución, ampliación o ruina que terminan por eliminar parcial o totalmente las construcciones más antiguas. El ejemplo paradigmático es la catedral románica de Pamplona, cuyos últimos elementos románicos fueron sustituidos por la actual fachada a fines del siglo XVIII. En el caso de San Nicolás de Sangüesa lo más llamativo es que su pérdida se produjera hace sólo cien años; para entonces su estado debía de ser ya de notable abandono. Sobre la parcela que ocupó se erigió el convento de las Comendadoras del Espíritu Santo, un amplio edificio cúbico, a la derecha de la carretera que desde Pamplona sigue la ribera del Aragón hasta el puente de Santa María. Por las crónicas y descripciones antiguas podemos deducir que se encontraba en lo que hoy es huerta del convento. La Comisión de Monumentos de Navarra consiguió reunir algunos de los fragmentos escultóricos que la decoraban, preservando así la mayor parte de lo que hoy conocemos. Los “restos” de San Nicolás se conservan en tres ubicaciones distintas: el conjunto más significativo se encuentra en el Museo de Navarra (Pamplona), con bellos capiteles expuestos en parte en su colección permanente, conservados otros en sus almacenes; cuatro capiteles más, seis canes y tres impostas decoradas embellecen el muro de cierre del patio de la Cámara de Comptos de Pamplona. Lamentablemente su continua exposición a la lluvia y a los cambios de temperatura producidos por la insolación directa, han deteriorado notablemente estas piezas, especialmente los canes e impostas. Para acabar, en el edificio de las Comendadoras de Sangüesa se conservan cuatro canes más una dovela de arco de puerta con bocel que sirve de aguabenditera. Frente a la fachada occidental del edificio un murete arma el desnivel de la era contigua. Los sillares que lo integran debieron de pertenecer también al edificio románico; entre una generalidad formada por piezas prismática de buen tamaño, labra pulida y caras escuadradas, se observan un par de tambores de columna adosada, una pieza lisa de cimacio y varias ligeramente semicirculares, propias de los semicilindros absidales. En total hoy conocemos doce capiteles, la mayor parte de codillo, un cimacio, cuatro basas, tres piezas de cornisa, diez canecillos, una dovela de bocel, algunos tambores de semicolumnas y numerosos sillares de muros y ábsides. Las fuentes escritas son también ricas y variadas: conservamos una nutrida documentación de época moderna exhumada por Juan Cruz Labeaga, breves descripciones de la segunda mitad del siglo XIX y una curiosa “Polémica arqueológica á propósito de una granja de Sangüesa” que durante unos meses de 1911 saltó a los periódicos de Madrid y Pamplona. La protagonizaron el historiador de la arquitectura medieval hispana Vicente Lampérez y Florencio de Ansoleaga, arquitecto historicista de Pamplona y vicepresidente de la Comisión de Monumentos de Navarra. Aunque el centro de la polémica no fue la iglesia de San Nicolás sino la granja-hospital asociada a la clavería, de ella se desprenden algunos datos interesantes para el conocimiento de las particularidades arquitectónicas de las ruinas. Nos falta, lamentablemente, la planta. Una excavación del terreno donde se erigió el templo terminaría por clarificar las características concretas del edificio. Afortunadamente, las escultóricas están a salvo. Detengámonos un poco en la historia del edificio, para establecer tanto su origen, vinculación urbana y patrimonial, como sus características hasta donde nos sea posible. El origen de la iglesia de San Nicolás se debe asociar a los diferentes asentamientos que se produjeron en las terrazas del Aragón tras la concesión en 1122 del fuero fundacional de la nueva Sangüesa. Como sabemos, la localidad creció definitivamente al otro lado del río, cerrada por un recinto amurallado y con los templos de Santa María y Santiago como dotación parroquial y defensiva. El barrio del Arenal, en torno a San Nicolás, no debió de alcanzar nunca el relieve poblacional de aquellos. En esa coyuntura el rey García Ramírez decidió donar la iglesia y el nuevo barrio a la Colegiata de Roncesvalles. El documento fue definitivamente expedido por su hijo Sancho el Sabio en 1153. ...quia pater meus Rex Garsias in vita sua promissit Deo et Sanctae Mariae de Roncisvallis et illo Hospitali dare tantum (...) verum quia pater meus non valuit complere han promissionem, ego pro anima patris mei dono et concedo Santae Mariae de Roncisvallis et illo Hospitali cum assensu Domini Lupi, Pampilonensis Episcopi, illam ecclesiam Sancti Nicolai de Sangossa cum illo Burgo qui est ibidem cum toto suo termino, cum heremo et poblata, cum vineas et terras et cum quanto habebat die qua erat populata usque nunc, et cum quanto mihi regali personae pertinet vel pertinere debet. A la vera del Camino, con importantes potencialidades patrimoniales y asistenciales, la donación regia resultó el lugar ideal para la conformación de una encomienda dependiente del hospital pirenaico, bajo el control directo de un comendador residente nombrado de entre los canónigos de la colegiata. Junto a la iglesia y la clavería se organizó una casa-hospital documentada a fines del siglo XIII. Se le denomina entonces hospital de las “Dueinas” o “Seroras" de San Nicolás. Tras la decadencia de la ruta jacobea, su función hospitalaria fue sustituida por la de facilitar la gestión de las propiedades de Roncesvalles en la comarca. Todavía a fines del siglo XVIII se conservaba el recuerdo de la antigua actividad; en 1780 un párroco de Sangüesa informaba al obispo de Pamplona de que “esta Casa hospedaba a los peregrinos en el tiempo que duró la carretera por Sangüesa (...), y en ella había Seroras que cuidaban del hospedaje”. El edificio del hospital pasó a ser casa del clavero y almacén. Y así siguió hasta las desamortizaciones del siglo XIX. De la documentación se desprende que la iglesia existía ya en 1153 y pertenecía al patrimonio de la Corona. Podemos suponer que tras la desaparición del hospital y la justificación del recinto exclusivamente como centro gestor de las propiedades e intereses de Roncesvalles en la comarca, la iglesia pasara a un segundo plano. Mediado el siglo XVIII ya se usaba, desde hacía mucho tiempo, como almacén. Tras una visita del obispo de Pamplona, la colegiata toma cartas en el asunto: ...se advierte que la yglesia está llena de faxos de lino, gaba y paxa de las parbas y con la mayor indecencia, y en virtud de la citada carta orden, se le ha mandado al dicho Juan de Arriaga la desocupe y limpie, para cerrarla con seguridad y evitar, por este medio, el que entren cavallerías. Su situación sería entonces parecida a la del cercano oratorio de San Adrián de Vadoluengo. En 1759 se inicia un plan de restauración. La tectónica del edificio debía de ser ya inestable, especialmente por el hastial occidental y el lado norte. Entre otras muchas medidas se decide reforzar la cimentación del muro norte y “atajarse la yglesia por donde están los segundos pilares” construyendo un nuevo hastial occidental para el que se reutilizarán los sillares y la ventana del antiguo. Su anchura debía de ser de aproximadamente un metro; podemos suponer que ese sería el grosor de los muros perimetrales. Se planea reparar la bóveda con cal y arena “como está ejecutada la otra bóveda”. Da la impresión de que la documentación se refiere a las dos laterales. Finalmente con respecto a la bóveda principal se decide hacerla en ladrillo y rehacer la cubierta exterior de losetas. También se interviene en las portadas, cegando una y abriendo otra “en la misma forma que lo demuestra el arco antiguo que ay en ella”. Son más las cuestiones citadas en los proyectos y memorias. Prácticamente se citan todos los elementos principales del templo. Roncesvalles se tomó en serio el reto de rehabilitar el edificio. Gastó para ello casi 2.000 reales. Una vez realizadas estas reparaciones, ¿cómo resistió la iglesia la desastrosa crecida del Alagón que en 1787 provocó la destrucción de buena parte de la ciudad? Las crónicas se centran en sus efectos sobre Santa María y Santiago. Nada sobre los templos menores. Sea como fuere, cuando después de la desamortización de 1836 se vendieron todos los bienes de la antigua encomienda, el templo estaba de nuevo en ruinas. En los años cuarenta del siglo XIX se puso a la venta la propiedad, que comprendía “la ermita de San Nicolás, bodega, lago y un corral”. La historia de su definitiva desaparición es confusa y controvertida. En la ya referida polémica, Florencio de Ansoleaga afirmaba que la iglesia, ya arruinada, había sido demolida por sus propietarios en 1886. Casi inmediatamente la Comisión de Monumentos compró los restos consistentes en capiteles, basas y fustes, que pasaron a engrosar el pequeño Museo que dicha institución organizó en la actual Cámara de Comptos. En 1876 visitaron el lugar el propio Ansoleaga, junto con Oliver y Hurtado e Iturralde y Suit. Al salir de Sangüesa “llamó nuestra atención y nos acercamos á una pequeña iglesia románica que descollaba sobre unos tejados y que estaba en estado ruinoso y convertida en establo y pajar. La forma de las bóvedas de las naves laterales, rampantes ó de cuarto de círculo, contrarrestando el empuje del cañón seguido de medio punto que cubría la nave central; la de los ábsides, poligonal el del centro y semicirculares los laterales; lo esmerado de su ornamentación, y especialmente lo reducido de sus dimensiones, que la convertían en un dije ó miniatura, daban una gran importancia á la iglesita (...) Diez años más tarde supimos con profunda pena, que aquellos edificios habían sido adquiridos por una comunidad de religiosas, y demolidos, en parte, por orden y bajo la dirección de un sacerdote, que se creía uno de tantos arquitectos como brotan espontáneamente, y adquirimos capiteles, basas y fustes, que figuran en nuestro pequeño Museo. Posteriormente, y habiendo oído que con motivo de la construcción del ferrocarril eléctrico de esta capital á Sangüesa, se había comprado material procedente de los repetidos edificios, se dirigió esta Comisión de Monumentos á la Sociedad constructora, habiendo ordenado ésta inmediatamente, que no se emplease en obra, ninguna piedra tallada ó moldurada”. Del testimonio de Ansoleaga se desprende que la destrucción del edificio fue progresiva. San Nicolás llegó al último tercio del siglo XIX sin culto y utilizado como pajar. En torno a 1886-87 se inicia la construcción de un nuevo convento. Entonces se desmontan los elementos escultóricos más significativos del templo, atendiendo especialmente a los capiteles de vanos y puerta, y a los canes. Sin embargo, cuando Lampérez visita la zona, junto al nuevo convento, se observan todavía restos de iglesia y clavería. “el día 23 de agosto de 1907, estuve yo en Sangüesa y ví perfectamente detrás de las ruinas de la iglesia, un caserón indigno, moderno, de no sé que monjas ó frailes; y á la izquierda de él sin puertas, pero con techumbre una casa rural” gótica. Ya entonces los restos de la iglesia no debían de ser muy llamativos ya que el minucioso historiador del arte y la arquitectura medieval no repara demasiado en ellos. La destrucción definitiva sucedió, como afirmaba Lampérez, en 1911. Las ruinas de iglesia y clavería, así como los terrenos colindantes, fueron enajenadas para la construcción de la estación del Irati. Fue entonces cuando los edificios se demolieron con el objetivo de aprovechar los materiales para la construcción de la nueva línea férrea. Quizá por el escándalo consiguiente, parte de ellos se quedaron finalmente en el entorno de las comendadoras. La descripción más completa de la iglesia de San Nicolás nos la ha dejado Pedro de Madrazo, en su primera visita a Sangüesa, poco antes de 1875. “Saliendo de la ciudad, al otro lado del puente por donde hemos entrado en ella, a mano izquierda, existían hace algunos años (no recordamos haberlas visto en nuestro último viaje) las ruinas de la iglesia Clavería de San Nicolás, de la jurisdicción de Roncesvalles. Tenía tres preciosos ábsides románicos, como los más bellos de las basílicas de Segovia, que tan notables son; pero con la circunstancia, muy poco frecuente, de ser poligonal el del centro y los laterales de tambor. En su interior advertimos pilares de sostenimiento cilíndricos, como los de la iglesia de Santiago, y, cosa más rara todavía que el ábside de planta poligonal, bóvedas de cuatro de cañón en las naves colaterales”. Todas las informaciones directas e indirectas que hemos recogido permiten, en nuestra opinión, reconstruir los principales elementos que definían arquitectónicamente el templo. Vicente Villabriga cita unas dimensiones generales de 21,5 m de largo por 15,5 de ancho. Son unas medidas digamos que “normales” para un templo de tres naves erigido durante la primera mitad del siglo XII. Baste recordar el tamaño de la magnífica iglesia de San Pedro de Aibar con sus 13 m de anchura total y los 25 que calculamos para su longitud, incluida la desaparecida cabecera. No sabemos si las medidas citadas para San Nicolás son anteriores o posteriores a la reforma del siglo XVIII que redujo su longitud en un tramo. La parte más articulada del edificio era la cabecera, con tres ábsides, en los que se encontraban las imágenes de Santa María, Cristo crucificado y San Nicolás. De sus elaborados alzados destacaba con protagonismo propio el central, semicircular al interior y poligonal al exterior. Esta articulación, difundida desde la catedral románica de Pamplona, tuvo un innegable éxito en la arquitectura navarra de los dos primeros tercios del siglo; así se definen las capillas centrales de San Martín de Unx e Irache (también San Miguel de Aralar y San Miguel de Izaga). Como veremos más adelante, dos capiteles adosados para columnilla exenta o semicolumna adosada parecen indicar que al interior debía de tener algún tipo de articulación, bien con arquería ciega en basamento, al modo de Cataláin y Loarre, bien con arcos para el cuerpo de ventanas, como la cercana Santa María. Siguiendo la secuencia proporcional de Aibar, la capilla central rondaría los siete metros de anchura por unos 3,5 de las laterales. Las naves se erigieron con tres tramos que apeaban sobre dos pares de pilares cilíndricos. Las laterales estaban cubiertas por bóvedas de cuarto de cañón. La central debía de llevar madera a dos aguas. En la reforma de 1759 se reduce un tramo la longitud de las naves, y la nave mayor se cubre con una nueva bóveda de ladrillo. La asociación entre laterales de cuarto de cañón y madera a dos aguas para la central, con pilares cilíndricos como soportes, se ha conservado parcialmente en San Miguel de Izaga. Las naves no respondían al tipo, complejo y decorativo, propuesto para Aibar. Su configuración es mucho más simplificada y pragmática. Dadas las características de cabecera por un lado, y naves por otro, da la impresión de que la magnífica colección de capiteles y canecillos se concentraría en los tres ábsides, con su articulación interna, sus impostas decoradas, sus vanos y su tejaroz sobre canes figurados. Analicemos por fin lo que sí existe, los capiteles, canecillos e impostas que milagrosamente hemos conservado. Mentalmente tendremos que hacer el esfuerzo de no valorarlas sólo como esculturas exentas, sino como partes de un organismo completo; de trasladarlas desde los depósitos del Museo de Navarra a las arquerías y vanos establecidos durante siglos en las terrazas meridionales del río Aragón. Vamos a comenzar el análisis por los capiteles. De los doce conservados, al menos diez formaron parte de la articulación de vanos, bien ventanas, bien puertas. Sabemos que sobre las puertas del templo se intervino en el siglo XVIII. No obstante los documentos no aportan ningún detalle sobre tal intervención. Para su fin acodillado, se labraron por dos de sus caras, advirtiéndose en ocasiones un mayor desgaste en la cara que estuvo orientada hacia la intemperie, y por tanto en el exterior del templo. Otros muestran un buen estado de conservación, quizá relacionable con su colocación en el interior. La colección, a pesar de sus dimensiones relativamente homogéneas, muestra características variadas, especialmente en cuanto al empeño de la labra y la complejidad de las decoraciones. Lógicamente destacan los que están dedicados a temas figurados. Los tres que se exhiben en la sala 1.7 del Museo de Navarra son muy interesantes. En uno vemos tres personajes en los que destaca una desproporcionada macrocefalia. La central, que ocupa la arista imaginaria de la copa, ha perdido el rostro. Las caras son redondeadas y carnosas, con grandes ojos de doble párpado y cabellos ordenados a partir de largos mechones paralelos. No es fácil interpretar sus actitudes. Los personajes laterales parecen acompañar al principal en el centro, a la vez que se tocan con una mano la cara. Javier Martínez de Aguirre considera su composición derivada de dos capiteles del pilar central de la Porte des Comtes de Saint-Sernin de Toulouse. En los demás, la presencia humana es marginal. Los animales y los monstruos van a protagonizar la mayor parte de los capiteles figurados. Siguiendo con los de la sala 1.7 del Museo, uno, muy deteriorado por su cara izquierda, lleva dos arpías que unen sus cabezas cerca del collarino. Las plumas están labradas a base de líneas incisas trazando triángulos, mientras que las patas llevan las características líneas concéntricas que nacen de las garras. El tercero, de composición original y muy plástica, muestra a dos monstruos antropófagos, a punto de devorar a sus víctimas. Sólo vemos las grandes cabezas de los monstruos sobre las de los hombres, que apoyan sus manos en el collarino. El resultado es de una rara plasticidad, a la vez serena y dramática. Un cuarto capitel, conservado en el almacén del Museo (número 72), repite algunas de las características ya observadas. En esta ocasión combina hombre y animales. Dos leones, uno a cada lado, lamen los pies de un hombre, en el eje del capitel, que ha perdido la cabeza. Sus ropajes están tratados de la misma forma que los anteriores; los leones recuerdan a los monstruos antropófagos. Sus patas son largas, las garras de uñas afiladas, las orejas picudas y los ojos grandes y con doble línea en los párpados. Es un tema relativamente frecuente en los repertorios decorativos románicos. A veces se intuye un sentido iconográfico común en capiteles más complejos, como uno de Olleta u otro de Echano. El pecado y el mal son monstruos capaces de devorar al hombre, sólo ante Dios y la fe se amansan, sólo en la iglesia el hombre puede encontrar refugio y seguridad. Los leones vuelven a aparecer en los dos capiteles conservados en la Cámara de Comptos. Forman parte de una portadita en la que también se reutilizaron dos basas y dos columnillas acodilladas. Por sus dimensiones soportarían el arco de una ventana. El de la izquierda recuerda mucho al anterior. Ahora se elimina la figura central; los leones unen sus cabezas en la parte inferior del capitel. De nuevo patas largas, fuertes garras con uñas sobre el collarino, ojos grandes con doble párpado y mechones paralelos. Su compañero, por la derecha de la portadita, está muy deteriorado. Parece llevar dos leones en lucha. Las patas debieron de ser largas, por la distancia que los cuerpos guardan con el collarino desaparecido. Los mechones están tratados de forma diferentes, se adivinan series de rizos. Las dos basas son altas, con plinto, grueso toro, media caña y toro superior. También muy deterioradas, debieron de tener una bola en el ángulo del plinto. Las dos basas semejantes custodiadas en el Museo se han conservado mucho mejor. Una mantiene su bola angular (número 94); la otra lleva cinco bolitas unidas en forma de flor (número 97). Los demás capiteles juegan y varían sobre la popular combinación de hojas lisas o hendidas en diversos niveles y formas. Algunos incluyen cabezas humanas en los centros superiores. Todos se encuentran en el almacén del Museo de Navarra. El más elaborado se organiza en dos niveles (número 12). El inferior lleva tres hojas, una por cada arista imaginaria de la copa, doblemente hendidas. Nacen del collarino y curvan levemente sus picos. Sobre ellas, en el segundo nivel, gruesos tallos se avolutan hacia los ángulos, dejando en los centros espacio para dos caras humanas. Como es habitual, la que quedaba a la intemperie ha desparecido. El rostro de la conservada es redondo y carnoso, con ojos grandes y dobles párpados incisos. Otro capitel, algo menor, se organiza de la misma forma (número 13). Lamentablemente está muy deteriorado. Ahora las hojas quedan lisas y las cabezas parecen algo menos voluminosas y redondeadas. Uno más, también con las hojas lisas y las caras deterioradas (número 81), añade un característico vástago de unión entre los dos niveles vegetales. Esta peculiaridad, presente ya en los repertorios conservados de la portada de la catedral románica de Pamplona, tiene una especial difusión en las iglesias de la Valdorba. El último capitel acodillado, muy lavado y erosionado, ordena las hojas en tres niveles (número 86). Las inferiores nacen del collarino curvando sus picos; las intermedias, en los centros de cada cara, son semicirculares, en forma de gran pétalo; en los ángulos del superior se sitúan las volutas, con plaquetas rectangulares intermedias. Los dos últimos capiteles conservados muestran ciertas peculiaridades que los diferencian de los anteriores. Presentan algunos deterioros en la copa nuclear que dificultan su análisis. Son más trapezoidales y planos, dando la impresión de ir destinados a semicolumnas adosadas de pequeñas dimensiones. Siguiendo esta hipótesis, su función podía ser la de formar parte de una arquería decorativa interior. Los dos son bellos y complejos, y no muestran signos de erosión por la intemperie. Uno lleva triples tallos que se entrelazan, componiendo en los laterales de la pieza roleos de hojas con cinco pétalos; el centro superior acoge una cabeza con párpados dobles y mechones paralelos (número 43). El otro, con ciertas fracturas y erosiones, también muy trapezoidal, tampoco parece de esquina (número 52). Lleva cabezas monstruosas en los ángulos superiores. Muerden sogas perladas que se entrelazan y rematan en abanicos. En los centros superiores, otras caras más pequeñas y planas muestran las mismas características, también con abanicos que salen de su boca. Otra vez aparecen los ojos grandes y almendrados, con doble párpado, y las formas carnosas y redondeadas. De características similares, se ha conservado también un cimacio de ángulo (número 78) que se decora con dos motivos ornamentales: en la esquina una cabeza monstruosa muy deteriorada; a ambos lados tallos que partían de su boca para trazar dos roleos por cara con hoja trebolada. Otro cimacio similar aparece en las fotografías publicadas por Altadil y la Comisión de monumentos entre 1911 y 1917; lamentablemente no conocemos su paradero actual. No es un caso único. De las piezas presentes en aquellas fotografías tampoco hemos conservado, al menos, un capitel vegetal y otro con leones patilargos. Desde el punto de vista tipológico, el otro gran grupo de piezas está integrado por los canecillos que soportaron el tejaroz de la cabecera. En total se han conservado diez: los cuatro de las Comendadoras de Sangüesa en relativo buen estado; y los seis de la Cámara de Comptos muy deteriorados. Comenzaremos por los primeros. Se encuentran en el presbiterio de la iglesia conventual. Sostienen las peanas pétreas de dos imágenes devocionales, una a cada lado del altar. Los cuatro están decorados con figuras humanas. A la derecha, aparecen una mujer con toca y un músico tocando la viola. De nuevo volvemos a observar las características fisonómicas hasta aquí reseñadas. Las caras son redondas, los ojos grandes y con doble incisión para los párpados, cabellos de mechones paralelos, evidente macrocefalia... Los del otro lado responden a las mismas pautas estilísticas. Son dos hombres en una actitud parecida: uno está de pie, el otro sentado; el primero une sus manos en el vientre, el otro las posa sobre los muslos. El más occidental es el mejor conservado de los cuatro. En la definición de su rostro podemos valorar la minuciosidad y precisión con la que el taller de canteros que erigió el templo trató el embellecimiento de los canes que iban a soportar el tejaroz. Como ya hemos apuntado, los seis canes asociados al muro de cierre del patio de la Cámara de Comptos, al no estar protegidos por su correspondiente tejaroz, conservan sus figuras en muy mal estado. Sus actitudes, proporciones y rasgos generales coinciden con los cuatro ya descritos. El más occidental lleva una figura sentada con algo sobre las piernas (¿instrumento musical?). El siguiente, quizás el mejor conservado, es un animal vuelto que sigue las mismas pautas compositivas en cuanto a sus mechones y ojos. Le sigue un hombre barbado con el vientre abierto (?). Tras él otro hombre, con amplio gorro y barba, lleva al cuello lo que parece un saquete al que echa la mano, ¿imagen de la avaricia? El quinto lleva otra figura sentada muy lavada que con sus brazos sostiene la pesada carga que lleva sobre la cabeza; el sexto y último de Comptos, que parece un animal monstruoso, sólo conserva la parte superior de la cabeza. Entre los canecillos se insertaron también como remate del muro tres piezas que probablemente formaron parte de las impostas decorativas que terminaban por decorar el ábside central. Los llevan una línea de grandes tacos; entre ellas, la tercera lleva besantes con cuatripétalas entre volutas. ¿Hay más piezas relacionables con los restos de la antigua iglesia de San Nicolás? Es probable que sí. Los tambores localizados entre el material reutilizado en el murete exterior a las Comendadoras de Sangüesa indican que al menos la embocadura de la capilla mayor admitió como soportes interiores semicolumnas adosadas. Éstas debían de llevar capiteles que no aparecen en los listados. En los almacenes del Museo se conserva un capitel de semicolumna procedente de Sangüesa (número 28) cuyas características repiten las de los capiteles acodillados más simplificados. Lógicamente la propia reducción plástica del elemento impide una vinculación estilística definitiva. La dovela de baquetón conservada en la fachada de la citada iglesia conventual confirma que alguno de los vanos mostró rosca con grueso baquetón. También se consideró perteneciente al legado de la iglesia un capitel doble con personajes muy deteriorados de notable macrocefalia (número 7). Sin embargo, los ropajes están tratados con mayor minuciosidad, formando plegados en uves simétricas, con cenefas perladas, de tradición languedociana. El análisis de los restos escultóricos de la iglesia de San Nicolás de Sangüesa confirma el elevado grado de elaboración y empeño que definió el alzado al menos de su cabecera. Da la impresión de que ese empeño se perdió un tanto en las naves, probablemente más tardías y de menor articulación artística. De ahí la presencia de soportes cilíndricos y cubiertas probablemente de madera para la nave central. Los ábsides concentraban un buen número de capiteles decorados, canes, impostas y arcos baquetonados característicos de obras de relieve e importancia. Los rasgos estilísticos son bastante unitarios; a pesar del irregular estado de conservación de las diferentes piezas, se ve la mano de un único taller formado en los repertorios decorativos que en Navarra se extienden a partir de la construcción de la catedral románica de Pamplona. Para Javier Martínez de Aguirre el repertorio propuesto deriva del “taller de Esteban”, aunque transformado por el paso del tiempo y la presencia de otras obras intermedias, como Leire. Según esta hipótesis la construcción de la cabecera de San Nicolás se situaría en los años treinta-cuarenta del siglo XII. En consecuencia, formaría parte de la eclosión del románico en la comarca de Sangüesa, coincidiendo con la construcción de la cabecera de Santa María al otro lado del río, San Adrián de Vadoluengo a poco más de un par de kilómetros al Noreste y San Pedro de Aibar, a unos diez kilómetros al Sur.