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Antifonario mozárabe, fol. 187r

Identificador
24000_0002
Tipo
Formato
Fecha
Cobertura
42º 35' 54.41'' , -5º 34' 17.87''
Idioma
Autor
Jaime Nuño González
Colaboradores
Sin información
Derechos
Edificio Procedencia (Fuente)

 

País
España
Edificio (Relación)

Catedral de Santa María de Regla. Museo Catedralicio-Diocesano

Localidad
León
Municipio
León
Provincia
León
Comunidad
Castilla y León
País
España
Descripción
EL SOLAR QUE OCUPA aún hoy la catedral legionense es el mismo que tiene asignado desde el año 917. No obstante, la iglesia mayor de la ciudad conoció un emplazamiento anterior. Fue Ordoño I quien al ocupar León en 856, reutilizó como residencia palatina las partes que subsistían del complejo termal romano: intramuros y contiguos a la puerta Principalis Sinistra -después Puerta del Obispo-, los viejos baños se extendían desde el portalón hasta el actual claustro catedralicio. El mismo rey, además, restauró la muralla que había de defender el todavía baluarte de frontera e instituyó en la plaza una inédita sede episcopal. La localización inicial de la cátedra supone una incógnita que no despejan las fuentes tantas veces consideradas: si en el mismo siglo X el obispo maragato Sampiro afirmaba que estuvo alojada en un templo extramuros dedicado a los santos Pedro y Pablo, postura asumida en el siglo XIII por Lucas de Tuy y Rodrigo Jiménez de Rada y en el presente por Estepa, el padre Manuel Risco estuvo persuadido a fines del XVIII de que sus titulares fueron santa María y San Cipriano. Ahora bien, un documento firmado por el obispo Frunimio II en 917 permite inferir que la iglesia de Santa María y San Cipriano no fue la catedral sino su edificio vecino, contiguos ambos a la Puerta del Obispo y abiertos, posiblemente, sobre la Karrera, es decir la vigente calle Ancha. Ordoño II (914-924), monarca que decidió trasladar definitivamente la capitalidad del expansivo Reino asturiano al mediodía de la Cordillera Cantábrica, cedió parte de sus aulas regias y antaño baños públicos a Frunimio II (915-928) para que las reconvirtiera en sede episcopal: intus municione muri erant tres domos, que terme fuerant paganorum, et in tempore chris tianitas facte sunt aula regalis (J. PÉREZ DE URBEL, [ed.], 1952, pp. 311ss.). Este prelado consagró los altares de estos tres pabellones y los dedicó, respectivamente, a Santa María y todas las vírgenes, al Salvador y sus apóstoles y a san Juan Bautista y todos los mártires. Las advocaciones, hecho en absoluto casual, eran las mismas que regían en el grupo episcopal de Oviedo. Para el que se inauguraba en León el soberano concedió ornamentos de oro y plata (y acaso estimuló la redacción de la singular “Biblia de 920” custodiada en el Museo Catedralicio-Diocesano), transfirió varias posesiones y confirmó las ya detentadas desde el reinado de Ordoño I. Desde entonces aquel templo se convirtió en el que marco escenográfico de las coronaciones de los reyes leoneses, siempre escenificadas ante obispos, príncipes y dignatarios, como apuntó Quadrado. La cesión del solar palatino a la cátedra prelada no implicó el inmediato desalojo del conjunto residencial por parte del monarca. Por el contrario, durante una treintena de años los reyes debieron permanecer en un área particular del palacio. Pero a Ramiro II (931-950) esas aulas le resultaron ya insuficientes, por lo que mandó erigir sobre el viejo praetorium romano y junto a la puerta meridional de la ciudad -desde entonces llamada Archo de Rege- una nueva residencia, el Palat de Rey, a la que se adosó la capilla propia de San Salvador, advocación que reitera la de la catedral. La elección del emplazamiento manifiesta una premeditada voluntad de reestablecer desde aquel presente una vinculación topográfica e ideológica con el que antiguo centro político de la urbe. En el estado actual de las investigaciones no disponemos de datos que revelen en qué medida las estructuras murarias de las termas, primero, y del viejo palacio, después, se vieron alteradas para atender a las necesidades e imperativos de la práctica cultual observada en los templos. Nada podemos apuntar, tampoco, sobre cuál fue la filiación estilística de aquel conjunto catedralicio. Ignoramos si sus promotores prefirieron remedar la tradición astur de la que procedían (como sucedió en la iglesia de San Isidoro erigida por Fernando I antes de 1063) o asumieron el nuevo léxico formal que desde principios del siglo X se extendía por el valle del Duero (opción plasmada por el arquitecto de Ramiro II en la iglesia de Palat de Rey). A pesar de todo, es factible delimitar al menos tres extremos: 1. Cabe recordar que la configuración de grupos episcopales a partir de la disposición en batería de espacios diferenciados (canonical, parroquial y bautismal) fue asumida en numerosos centros episcopales galos (Auxerre, París, Lyon, Ginebra...) durante la Alta Edad Media. Otro tanto sucedió en Oviedo y en Santiago de Compostela durante el reinado de Alfonso III (866-910). Considérese que la consagración de la sede leonesa tuvo lugar apenas siete años después de la muerte de ese monarca astur. Sabemos, por lo demás, que a uno de los templos, de presumible estructura basilical, se adosó el pórtico en el que ya se congregara el Concilio de 954. Su uso jurídico, del que ha hablado Benito Ruano, será posterior. 2. De la nueva denominación recibida por la puerta Principalis Sinistra, desde 917 Puerta del Obispo, se deduce la erección de la residencia episcopal sobre el otro flanco del portón de las murallas, emplazamiento ocupado por ésta aún hoy. Por otro lado, es harto probable que la sede dispusiera ya por entonces de solares anejos ocupados por casas y cementerio, es decir un característico atrio altomedieval. 3. El propio conjunto catedralicio adquirió carácter de mausoleo regio desde que Ordoño II y Fruela II fueran inhumados en su seno. Este hecho hubo de comportar la constitución de un ámbito específico, contiguo pero segregado del espacio templario. Seguía plenamente vigente el canon XVIII dictado por el I Concilio de Braga (561) que imposibilitaba que cualquier persona -santos o mártires al margen- pudiera ser enterrada en el interior de un templo. De todos modos, el panteón real de la sede quedó pronto clausurado: Ramiro II y sus inmediatos sucesores se enterraron en Palat de Rey in cymenterium quod construxit filiae suae [de Ramiro] regine domine Gelorie. Por su parte, Alfonso V trasladó a la iglesia de San Juan los cuerpos de los reyes (desde García I a Ve rmudo III) dispersos en diversos lugares de la ciudad y de las diócesis leonesas. A este respecto, viene al hilo señalar que el espacio cementerial de San Juan, futuro Panteón de los Reyes de San Isidoro, supone una réplica -ideológica y funcional, pero no tipológica ni formal- del organizado por los monarcas asturianos en la sede de Oviedo, concretamente en el extremo occidental de la iglesia de Santa María. Los testimonios materiales de aquel conjunto se reducen a dos membra disjecta. De la catedral proceden dos capiteles almacenados en el Museo Catedralicio-Diocesano y en el Museo de León y que cabe fechar en el siglo X. Respectivamente: 1. Capitel pseudocorintio exento: responde al tipo pseudocorintio privado de collarino característico de la Hispania septentrional desde la Tardoantigüedad. Presenta dos pisos de hojas y en el superior, además de una banda de dientes de sierra, las pencas angulares se enmarcan por dos líneas que convergen en los caulículos. Las hojas, carnosas pero con el perfil fundido en la cesta, no se inspiran en las de acanto. Responden a una fórmula esquemática vigente en la Península desde los siglos III-IV. Se advierten semejanzas con cestas de Otero de Sariego, la Cámara Santa ovetense, Lebeña, y sobre todo de Ayoo de Vidriales (hoy en el Museo de los Caminos, Astorga). 2. Capitel vegetal entre g o (n.º inv. 2.754. 60 cm de alto por 43 de ancho. Ingresó en 1898): pieza cúbica concebida para rematar una jamba o pilastra, presenta en dos de sus caras motivos biselados de palmetas esquemáticas rematadas en espirales acogolladas y prominentes enmarcadas por una banda lisa que recorre los perfiles de la superficie labrada. Mantiene alguna similitud, más tipológica que particular, con tallas que coronan las pilastras de Santa María de Bamba y de la catedral pre rrománica de Oviedo. Quizá sea éste el capitel angular que el arquitecto restaurador D. Demetrio de los Ríos (†1892) dijo haber encontrado en el subsuelo del templo. Coinciden las dimensiones y el carácter: “una forma y ejecución bastante ruda y enérgica, que más recuerda los [capiteles] latino-bizantinos de la dominación visigoda que los románicos del siglo XI” (p. 15). Durante el reinado de Ordoño III (951-956) los titulares de la catedral son conjuntamente de Santa María y San Cipriano, advocación doble registrada en León ya en 874. En un costado del templo episcopal se alzó el pórtico que congregó a los asistentes al concilio de 954: ipsi autem pon - tificis civitate seu episcopus congregati sunt in uno portico ad regulam beate Marie semper virginis et sedis episcopale. Años más tarde, y a pesar del acoso infligido a la ciudad por Al-Manzur y Abd-al-Malik, el maltrecho edificio sirvió de marco para la coronación de Alfonso V (999). Los remiendos aplicados para la ocasión no soportaron demasiados inviernos porque cuando el obispo Pelayo (1065-1078) asumió la cátedra -intitulada entonces de San Salvador y Santa María- "las capillas amenazaban ruina, los altares estaban descompuestos, las paredes desnudas y erosionadas". El prelado acometió con recursos propios y ajenos una profunda restauración en la que supo implicar a Fernando I: construyó un oratorio con el altar consagrado a la Virgen María, alzó en el espacio central el altar de la basílica de El Salvador y, en el lado opuesto al primero, erigió a fundamentis el ábside del baptisterio de San Juan Bautista y San Cipriano. Así pues, aunque alterados emparejamientos y ubicación, volvían a estar vigentes las advocaciones establecidas en tiempos de Ordoño II. Del documento de Pelayo cabe deducir que los tres altares se aglutinaba en un único templo provisto de tres exedras, pero también que se trataba de tres edificios segregados aunque anejos. La mención al baptisterio -vero oratorio constituido ex novo sobre el antiguo refectorio- sugiere, no obstante, que se trataba de un recinto independiente (et constitui ibidem locum baptisterii ubi primum fuerat locus refectori... Ruiz Asencio, 1987, doc. 1190). Se colige de ello que la intervención de Pelayo sancionó la tripartición templaria organizada por Frunimio II y Ordoño II un siglo y medio antes. Más allá de las aulas, alzó un nuevo claustro y otras dependencias para uso comunitario de los canónigos (palatia, claustra et receptacula servorum Dei, in quibus simul convenirent ad prandendum, ad dormiendum, ad spiritualis vite incitamentum ut orationi vacarent et sub canonica institutione viverent). A este episodio puede corresponder un: Capitel doble con figuración (Museo de León n.º inv. 2.762. Ingresó en 1898. 62 cm de largo en su parte superior, 32 de ancho y 42 de alto): pensado para apear sobre columnas pareadas, se aprecia en dos de sus caras una enigmática representación animal y humana: un hombre con las extremidades extendidas es agredido por un felino rampante en el lado derecho (en el izquierdo, quebrado, debió existir otro tanto) y por una cabeza invertida dotada de unos desmesurados colmillos. Los estilemas de la lastimadísima pieza guardan semejanzas genéricas con esculturas del primer románico asturleonés (San Pedro de Teverga o pila bautismal de San Isidoro de León), fechables en la segunda mitad del siglo XI. Concluidas las obras, el conjunto se reconsagra (1073) en conformidad con la tradicional liturgia hispana ante Alfonso VI. El rey aún no se había comprometido con la reforma litúrgica que él mismo sancionará en el Concilio de Burgos (1080). En 1078 asumió la mitra otro Pelayo, el II, quien auspició la fundación ante las puertas de la sede de un hospital advocado a san Juan y dedicado a atender las necesidades de un creciente número de peregrinos. A esas alturas, si la colegiata de San Isidoro refulgía merced a las reliquias del hispalense, la catedral enaltecía la excelencia de San Alvito, el obispo leonés que viajó a Sevilla para descubrir el cuerpo del autor de las Etimologías. Por distintas razones, y entre ellas las tensiones vividas en la ciudad desde el inicio del reinado de Urraca y Alfonso I de Aragón (1109), el obispo Diego (1112-1130), “conmovido por la degradación de su sede”, impulsó a partir de 1116 una nueva restauración con recursos concedidos por la reina y su hijo, futuro Alfonso VII. Restituir una apariencia decorosa al conjunto era una diligente medida para menguar la desventaja que su institución mantenía con San Isidoro en los órdenes espiritual, político y artístico. En el Museo Catedralicio- Diocesano se conservan un grupo de: Molduras románicas: se trata de restos desmembrados que han visto modificadas sus dimensiones y su lugar de almacenamiento en reiteradas ocasiones. Se cuentan fragmentos de impostas con ajedrezado y con motivos vegetales. Entre éstos, el diseño de la flor de cuatro pétalos abierta con dos aros en la parte inferior e inscrita en un círculo inciso en el centro empleada también en la Portada del Perdón de San Isidoro. En la otra portada de este templo, la del Cordero, se aplicó la plantilla de hoja de folios espirales contenidos en círculos avolutados que también asumieron los escultores de la lonja catedralicia. Las diferencias cualitativas denotan que el taller isidoriano estuvo en el punto de mira del catedralicio, apreciación que desplaza estas labores post quem 1110-1115. Tres cimacios para columnas exentas simples: el Museo Catedralicio y Diocesano custodia tres cimacios cuadrados, hoy fracturados, que alcanzaban en origen 46 cm en su perfil superior. Dos de las piezas presentan una decoración de reticulado y la otra alterna círculos avenerados y florones con un encintado de ejecución grosera. No repugna atribuirles una cronología coetánea a las porciones de imposta. Acreditan, por lo demás, una remodelación del recinto claustral que ignoramos hasta qué extremo se llevó. Con todo, la constancia de que el patio capitular se monumentalizó durante el primer cuarto del siglo XII concuerda con el mandato dictado por el obispo Diego en 1120: sus canónigos debían observaran la “Regla” -término que desde ciento cincuenta años atrás apostillaba la advocación mariana de la catedral- a fin de vivir en un austero orden monástico. Al alzar un nuevo claustro la congregación dispuso de un marco idóneo en el que persistir en ese ideal de observancia: sub Regula Sanctae disciplina constituta dispuso san Froilán a la sede leonesa, según declara su hagiografía. Por lo demás, durante este periodo se orquestaron las reivindicaciones de primazgos y exenciones desde distintas sedes. Las de Oviedo y León, creadas a raíz de la Reconquista, fueron una y otra vez cuestionados por su carácter advenedizo. Insistieron los leoneses en que la suya era una sedes antiquísima, formulismo con el que creyeron conjurar la amenaza de ser degradada a sufragánea. Finalmente, una resolución papal de 1104 eximió a la mitra legionense de cualquier jurisdicción metropolitana pero la toledana, aún en 1130, seguía interponiendo recursos ante el monarca. Exenta y engalanada, la catedral leonesa recibió en el Pentecostés de 1135 a los dignatarios, reyes y prelados hispanos y ultrapirenaicos que asistieron a la coronación imperial de Alfonso VII. El escenario de tan ampulosa ceremonia debió ser un vetusto edificio de traza prerrománica remozado con aditamentos de época, especialmente en el presbiterio. Pero a pesar de toda deficiencia, el solemne acontecimiento debía tener lugar en esta sede. Desde Ordoño II, la iglesia era más que un escenario, todo un requisito para recibir la unción imperial. Únicamente Santa María de Regla (titularidad exclusiva, tras haber perdido vigencia la de San Salvador) podía legitimar al aspirante y, al tiempo, investirle del excedente políticomoral imprescindible para establecer un orden de relaciones ventajoso entre el trono imperial y el resto de las casas reales peninsulares. El más ambicioso proyecto edilicio del siglo XII se puso en marcha en la década de los setenta. Por entonces la colección documental catedralicia comenzó a referir la identidad de los constructores. En 1175 consta un maestro de fábrica, Pedro Cebrián. Dos años después un contratista religioso, don Tomás, acar reaba piedra para la obra catedralicia desde la cantera de Robredo de Fenar. El registro del fallecimiento (1185) de este carissimo et venerabili archi - diacono -calificativos con los que le distinguió Fernando II- le atribuye la erección de un nuevo refectorio, síntoma de la irregular metamorfosis del conjunto y marco de la única actividad que los capitulares continuaban ejercitando de modo comunitario. Durante las décadas finales de la centuria el capítulo disfrutaba de los beneficios derivados del portazgo de Puerta Obispo, contraprestación fiscal a la responsabilidad de reparar el lienzo oriental de las murallas, con especial esmero los llamados Cubos de la Canonjía. Recursos semejantes y donaciones varias debieron ser juzgados por el prelado Manrique de Lara (1181-1205), y acaso por su predecesor y tío el obispo Juan, como un respaldo económico suficiente para acometer la erección de un nuevo templo que, a pesar de sus desvelos, no pudo ver concluido: fundavit opere magno sed eam ad perfectionem non duxit sentenció Lucas de Tuy, cronista que comenzó (c a . 1200) a redactar su obra cuando aún era canónigo de San Isidoro y por tanto testigo directo. Miembro de uno de los abolengos más linajudos de Castilla, y ya archidiácono en 1168, Manrique fue alzado a la mitra quizá con el respaldo de Fernando II: es sintomático que en un documento de 1185 el rey lo denomine alumpno meo. A su voluntad, con todo, no cabe atribuir mucho más que la configuración del sector oriental del templo, con algunos pilares del crucero y la nave, y la definición de la sala capitular. Demetrio de los Ríos, arquitecto restaurador y autor de la primera historia completa del templo leonés, exhumó y dio a conocer los cimientos de aquel monumento. Los hallazgos de las sucesivas catas, con las que pretendía estudiar y afianzar la estructura de los debilitados pilares góticos, se vertieron con dudosa fiabilidad en cinco planos (ACL). No es seguro que Ríos interpretase todos los paramentos antiguos como tales, ni que descubriera toda la superficie muraria re p resentada, ni aun que las áreas vacías -como el crucero- carecieran de testimonios arqueológicos. La ubicación y correspondencia de los fragmentos murarios resulta inexacta al estar trazados los dibujos a mano alzada y carecer las excavaciones de cualquier ordenación de referencia. Las patentes incoherencias de los dibujos se agudizan a la luz de la descripción textual, redacción en la que Ríos abusó de su memoria. Con todo, podemos asumir que esta fábrica contaba con tres ábsides escalonados, un transepto pronunciado (con una capilla en cada extremo según Ríos) contenido todo a levante por el murete defensivo del siglo I al que se adosó la muralla tardorromana. Las anómalas exedras parecen producto de un inexperto arquitecto que corrigió perfiles y espesores a medida que crecían los lienzos, operación a todas luces arriesgada que acució una ya comprometida estabilidad. Ante el presbiterio central se organizó un crucero calzado sobre pilas torales irregulares. Algunos de los muros atestiguados por Ríos no caben en la realidad: así, el lienzo quebrado que se extiende al mediodía de la cabecera imposibilita la ubicación de la capilla del transepto sur; dado que no hay indicios de la capilla septentrional quizá sean ambas fruto de una presunción. Las dimensiones y los perfiles de los ábsides exhumados por Ríos apuntan un proyecto retardatario pero en todo caso análogo a los templos de Zamora, Toro, Salamanca o Ciudad Rodrigo. Estas lonjas seguían abiertas durante el último tercio del siglo XII. El característico sistema de cubrición con cúpulas escamadas, empleado también en el capítulo de Plasencia, no era desconocido en León a tenor del siguiente altorrelieve. Relieve de la Majestad de la Vi rgen con donante: la escena se configura mediante la yuxtaposición de dos bloques pétreos ( Vi rgen con el Niño: 117,5 x 41,5 x 39,5 cm; oferente 98 x 41 x 35,5 cm): en uno la Theotokos coronada, tocada se sienta en un trono alzado por leoncillos y sos- tiene ante su regazo al Niño; en el otro, un diácono de perfil y semiarrodillado con alba y manípulo ofrece la maqueta de un edículo cupulado y con tres puertas. Antes de su traslado al Museo Catedralicio se encontraba embutida en un nicho del muro sur del claustro a escasa distancia del sepulcro del archilevita Juan Pérez (†1218), cuyo epígrafe transcribió Quadrado: Hic requiescit famulus dei Johannes Petri Archilevita Hujus Ecclesia qui Obiit in era “MCCLVI et Qª Tª de C-XIII KAL OCTOBRIS”. En sus inmediaciones se sepultaron también los canónigos Isidro Pérez (1250) y Tomé Pérez (1273). Las fuentes identifican la imagen como la Maiestat de la porta del refertoriu. Parece plausible creer que se encontraba junto al acceso al viejo recinto comunitario (sobre el que llegó a construirse la capilla de San Andrés). Así, la edificación en maqueta que se entrega a Santa María -aunque la recoge su Hijo con un brazo acromegálico- podría ser el refectorio, concebido con una cubierta escamada en consonancia con los edificios del Duero; y quien protagoniza la acción debe ser su constructor (¿el diácono don Tomás arriba mencionado?). Esta composición exalta la soberanía divina de los receptores de la ofrenda, la importancia del comedor como recinto comunitario, el compromiso del edil catedralicio y su afán por perdurar en la memoria de la congregación. Por lo demás, los estilemas de la composición sugieren que esta obra fue cinceladaca. 1180-1195 por un autor informado de algunas soluciones tardorrománicas empleadas en labras de la “cripta” de la catedral compostelana. En la transferencia artística se perdió vigor y rigor, los formulismos gráficos se adocenaron y la gestualidad se constriñó y tipificó; se obtuvo, en cambio, proyección tridimensional y expresividad, con un Niño que juega y se exime de la impasibilidad mayestática. Relieve de San Pablo (110,5 x 24,5 x 25,5 cm): erguido, calvo, rostro barbado vuelto hacia su izquierda, los pies descansando en una bestia, la espada en la diestra de la que extiende el índice para alcanzar la cartela desplegada con la mano izquierda recogida sobre el pecho; el letrero había desaparecido ya a principios del siglo XX. Es pieza muy ruda en la que los recursos formales articulados en la Majestad mariana experimentan una degradación crónica. Manrique auspiciaba su fábrica y otro tanto sucedía en algunos episcopados colindantes o próximos (Orense, Palencia o Astorga). Pero León vivía sumida una palmaria decadencia, derivada de su menguante utilidad política, más tenue cuanto más se alejaba la frontera militar y carente de la importancia político-militar de Ciudad Rodrigo o Tuy. La capital titular del Reino se refugió en una ficción política -el imperium legionensis-, tan inconsistente que ni siquiera lograba que los monarcas leoneses se enterrasen en la sedes regia. No obstante, nuestra catedral conoció la generosidad de Fernando II en los últimos años de su reinado. No en vano existía una vinculación personal, además de institucional, entre monarca y prelado. Con todo, Manrique había comenzado a urdir una compleja estrategia que buscaba exaltar la sede para reclamar la atención del heredero, Alfonso IX, coronado en 1188. Con ese objetivo se confeccionó un cartulario -el llamado Libro de las Estampas- que recopilase las mandas otorgadas por distintos reyes (Archivo Catedralicio, ms. 25). Este proyecto librario, cuyas miniaturas ilustran los derroteros del “1200” en León a partir de las soluciones formuladas en el scriptorium isidoriano de Santo Martino, fue ejecutado como instrumento de autopromoción con el que paliar la pérdida de un trato singular dispensado por otros soberanos en tiempos pretéritos. Por eso mismo, los retratos tienen la misión de revivificar la memoria. Pero el libro quedó interrumpido, quizá por la muerte de Manrique en 1205. El óbito malogró que Alfonso IX, rey tan p rocompostelano como su padre, se diera por enterado. De esta suerte, y a pesar de todos los desvelos, la fábrica templaria no obtuvo réditos suplementarios. En ausencia de una personalidad emprendedora la construcción comenzó a ralentizarse. El de Lara se esforzó por enaltecer la sede también desde otros flancos. Fue él quien entre 1181 y 1191 promovió la repatriación desde More ruela de las reliquias de san Froilán, para las que debió habilitar un nuevo relicario; algún tiempo después, c a . 1200-1215, se renovaba el viejo sepulcro del también obispo San Alvito. De este modo, se concedía a los dos principales tesoros espirituales de la sede y de su diócesis una atención piadosa aunque calculada, cuyos réditos revertían en el prestigio de la institución misma. No con otra finalidad se organizaron sendos programas iconográficos para el frente de la sala capitular y para una de las portadas del templo, ejecutados por un taller constituido por dos personalidades distintas. A la fachada del capítulo se destinaron cuatro piezas (y probablemente alguna que no hemos conservado) que formarían parte de una amplia metáfora iconográfica. Con ésta se encomiaba a la sede legionense y a su congregación, en consonancia con fórmulas programáticas ensayadas en capítulos galos, desde Toulouse (Daurade y Saint-Etienne) a Chalons-sur- Marne, y entre nosotros en Benevívere: Relieve de la Majestad de Dios (112 x 46,5 x 15 cm): esta figura sentada entre finas columnas fracturadas, que constriñen más que enmarcan, apunta con el índice de la diestra al libro abierto que sostiene con los dedos ganchudos de la izquierda. El cráneo es cúbico, la melena simétrica y ondulada, la frente limpia, los ojos almendrados, los pómulos marcados, las orejas visibles y la barba acaracolada. La leve rotación de la cabeza, el alzamiento apenas insinuado del mentón y los labios entre abiertos confieren expresividad a la imagen, hasta el extremo de insinuar que está pronunciando el texto pintado en su día sobre el códice. El sutil hálito naturalista del rostro se suspende bajo el expediente de pliegues. En la mitad superior los ropajes se distribuyen con distensión sobre los hombros y discurren flácidos encima de los muslos; abajo, desde la ingle, se abre un abanico de tiesas arrugas, mientras otras caen en tubos por los costados de las piernas. Los pies calzados y equidistantes de ambas columnas reposan sobre una superficie levemente inclinada. En la parte inferior, la inscripción IN MºI TvMvLO IACET PETRUS LUPI PRR. ET CANONICUS HUJUS ECCLE. QUI OBIIT ERA... delata que el tal Pedro López, un canónigo que debe haber muerto en torno al cambio de siglo o algo después, asumió como agente intercesor para su óbito al Salvador. Pero esta imagen no se concibió para servir como registro funerario, sino como miembro de una serie de piezas de formato análogo. La composición y dimensiones sugieren que las columnas debían rematar en origen en un arco -plausiblemente de herradura- que resaltaría el bulto exento de la testa, como sucede en las representaciones de los obispos y la Virgen. Relieve de la Virgen de la Anunciación (¿?) (132,5 x 46 x 13,5 cm): bajo un arco de herradura que apoya en columnas con basas molduradas y capiteles fitomórficos, la figura femenina porta la cabeza cubierta y una austera sobretúnica, sin más aditamento que un broche sobre el pecho y el ceñidor. Gira levemente torso y rostro, sostiene con la diestra un libro cerrado que se sobrepone a la columna y recoge con el puño contrario el excedente de tela. Este recurso convencional permite insinuar la cadera y la pierna derecha sobre las que se describen ceñidos pliegues en “U” conjugados con un haz de “tubos de órgano”, cuyas hondas incisiones gestan un diagrama de líneas de sombra. La disposición asimétrica de los paños propicia la valoración de ritmos contrastados y la descripción desigual de los perfiles del cuerpo. El efectismo plástico no acrecienta las cotas de naturalismo en la representación; más bien, el escultor parece intensificarlos sólo para dejar constancia de que está informado de los formulismos al uso. En esta escultura, al igual que en las de los prelados, aparece calado el espacio que media entre la cabeza y el arco. Con tal recurso se resaltan las testas porque el nimbo, aunque se vacía de materia, asume luz natural. Relieve de un obispo (134 x 46 x 13 cm): conserva abundante policromía en rostro y vestiduras y sólo han sido lastimados el costado izquierdo de la cabeza, la voluta del báculo y una parte de los ropajes por debajo de la rodilla. El prelado viste alba, dalmática y casulla, se cubre con mitra y empuña el báculo mientras ejecuta el gesto de bendición con la diestra, en posición forzada. La testa (cráneo cúbico, mandíbula ancha rasurada, mejillas redondeadas, ojos almendrados, arcos ciliares finos y altos) se inclina levemente sin que la faz transmita emoción alguna. El angosto marco arquitectónico, sólo rebasado por el ápice de la toca, comprime la figura y esta tensión acredita una elaborada conciencia de conquista y ocupación del espacio. En la manga visible se condensan prietas arrugas en celdilla de abeja y la casulla describe una cascada de pliegues en “U”, que reaparecen sobre el alba. Estas sutilezas caligráficas atestiguan un virtuosismo descriptivo en el bajo relieve, al que no se corresponde un tratamiento volumétrico solvente: ante un cuerpo ausente los pies no soportan peso alguno y las dobleces y recrecidos se distribuyen arbitrariamente. Relieve de un obispo (133 x 41 x 13 cm): empotrado como su pareja a fines del XV en los muros de la sala en la que hoy se exhiben, fue mutilado durante alguna reforma, como la emprendida en ese ámbito en 1772. Este prelado ha perdido la mayor parte de su cuerpo e incluso de elemento de enmarque. Lo conservado permite presumir una labra semejante en todo a la anterior salvo en la testa, aquí decididamente vuelta hacia su izquierda y desprendida de la atmósfera de ensimismamiento de la otra. La suposición de que fueran representaciones de los dos santos obispos de la catedral, San Froilán y San Alvito (o San Cipriano, como también se ha apuntado), carece de base documental. Con todo, esta plausible hipótesis descansa en la convicción de que el encomio de los santos prelados beneficiaba a la sede que regentaron -algo que resultará evidente en la portada sur de la catedral gótica de León- y que este planteamiento se había formulado ya durante la prelatura de Manrique de Lara. De San Froilán se recordaba, entre otros méritos, el de haber introducido en la vida de los clérigos la Regla, la misma que concediera a Tábara y a Moreruela. Relieve de monje con llaves (¿?) (106 x 32,5 x 15 cm): figura aplanada de magro pronunciamiento cuya ejecución bastísima se ha limitado a trazar líneas incisas con las que pretende describir un hábito monacal, un rostro ladeado y sin otro rasgo definitorio que la barba, una diestra con la palma abierta y unas desmesuradas llaves asidas con la izquierda. Ha sido este atributo considerado como indicio de la identidad del personaje, un san Pedro ataviado con vestimentas de religioso regular. No hay base firme para tal, y sin embargo se ha presumido que este “San Pedro “ , junto con el San Pablo antes aludido, estuvo instalado también ante la sala capitular y, desde allí, habrían contribuido a invocar el ideal de vita apostólica al que, genéricamente, debían atender benedictinos y agustinos. Los estilemas que definen al Salvador, a la Virgen (¿?) y a los dos prelados delatan el magisterio ejercido por la Cámara Santa ovetense, donde convergieron experiencias compostelanas y galas (Senlis y sus epígonos). La recurrencia al mismo catálogo astur -aunque reformulado en consonancia con una ocupación más comprometida del espacio- se advierte en otras tres piezas del Museo Catedralicio. A diferencia de las anteriores, es plausible imaginar su emplazamiento original en alguna de las portadas del templo. Con estas tallas, y con otras extraviadas, se configuró un amplio programa iconográfico que pudo englobar dos asuntos en apariencia ajenos (uno alegórico y otro apocalíptico), pero que en sus últimas instancias convergen en la pretensión de exaltar el triunfo de la Iglesia, de modo genérico, y de la Iglesia legionense, más específicamente. Relieves de la Mujer apocalíptica y de Dios (respectivamente: 110 x 35,8 x 15 cm; 109,5 x 33,3 x 15 cm): estos bloques se presentan hoy separados y con los perfiles originales recortados. Cuando Gómez-Moreno los fotografió en 1906, embutidos en el muro de la panda sur del claustro, aún permanecían unidos por su perfil más largo y constituían una escena única. El cuerpo de la Mujer nimbada se cubre con una túnica que llega a rebosar sobre los pies y una toca, de la que emerge un rostro de finos rasgos labrado en tres cuartos. Ante el vientre sostiene un cuerpo infantil desnudo circunscrito por una sucesión de curvas que sugieren la oquedad del vientre de la madre encinta, pero también una serie de mandorlas concéntricas. Los pliegues de las telas no están pautados por la regularización abstraizante que informa otros bultos, sino por un tratamiento caligráfico que proporciona superficies más matizadas. No implica esto un mayor verismo anatómico porque las telas en vez de recubrir un cuerpo parecen sostenerse a sí mismas. Pero sin duda la Mujer es la figura más moderna de todo este lapidario, y no tanto por sus perfiles como por el idealismo que desprende y las renovaciones plásticas que sugiere. Por su parte, la figura de Dios presenta nimbo crucífero en torno a un rostro oblongo, barbado y con el mentón afilado, fórmulas que se repiten en el caballero. La mitad superior de esta representación describe el conflicto entre el palio ajustado a torso y miembros y los codos que pujan por expandirse, comportamiento ensayado en la eboraria leonesa, en Carrión y en Ávila, pero en no Oviedo ni en Santiago. Se detecta además en esta imagen y en la pareja aristocrática, un interés por investigar los juegos volumétricos que genera la flexión y extensión de los brazos y, por tanto, cómo inciden esas posturas en el espacio más inmediato. Y a pesar de todo ello el escultor continuó disponiendo en las piernas fórmulas ya obsoletas, tendentes a la esclerosis. El varón con la mano diestra, hoy muy lastimada, entabla un diálogo. La escena ilustra Ap XII, 1-6: la Mulier amicta sole ya ha concluido su doloroso parto y porta su Hijo ante Dios. Está desprovista de atributos siderales conforme a la tradición pictórica que ilustra la familia I de Beatos, y en particular el del Burgo de Osma (Museo Episcopal, ms. 1, fol. 117v), códice que en León había estado ya entre las fuentes de inspiración del ciclo pictórico del Panteón isidoriano. En el traslado a la piedra la plantilla de la miniatura fue alterada y la Divinidad aparece erguida y sin trono: los escultores atendiero n al espíritu del relato juanino (raptus est filius eius ad Deum) pero no a la letra (et ad thronum eius). Esculpida también en la portada de San Miguel de Estella, la figura de la Mulier fue considerada por todos los hermeneutas como síntesis del relato apocalíptico y del triunfante peregrinaje de la Iglesia por el millenium terrestre, extendido desde la Encarnación hasta la Parusía. La imagen ofrecía pues una visión triunfalista, nunca catastrófica, y una proclama del tiempo nuevo inaugurado por el Hijo. Y aunque algunos exegetas juzgaron esta alegoría en clave mariológica, en la Península regía la opinión de Beato: ... mulierem, quae est Ecclesiae (Lib. VI, vv. 111-112). Con esta figura se proclamaba, además, el triunfo de los ejércitos angélicos sobre las rebeldes legiones satánicas, extremo que sugiere una inicial exposición pública, en el contexto de una portada, y que facultaba su consideración conforme a coordenadas ideológicas y políticas particulares antes que milenaristas. Relieve de la dama y el caballero (84 x 129,5 x 23 cm): la dama coronada viste sobretúnica ceñida por encima de una túnica de telas blandas que rebosa hasta la punta de los pies, como le sucede a la mujer apocalíptica y a la Anunciada de la puerta sur de San Vicente de Ávila. Los dos contornos que ofrece son consecuencia de los distintos énfasis anatómicos: uno cilíndrico y rotundo subrayado por un perfil lento y discontinuo, el otro elidido bajo el cúmulo de tubos. El autor de esta pieza y de la anterior se esfuerza más que su colega por evitar contradicciones somáticas incluso en los casos, como el de la Mulier, en que la figura se ha visto desprovista de consistencia material. Entre el más efectista de sus recursos se cuenta el diálogo de prominencias anatómicas y oquedades (v. gr. la concavidad y vacío generadas por el manto), en buena medida intuiciones del nuevo paradigma formal que en tierras hispanas aún comenzaba a perfilarse y que durante tiempo convivirá con recetarios tardorrománicos. Por su parte, el jinete ase las bridas de la montura con la izquierda, apoya los pies en espuelas, somete a un homúnculo con una de las patas delanteras del équido y saluda con la diestra; el brial hendido libera las piernas y forma agudas “V”. La alocución que ambos protagonizan se expresa mediante una gestualidad enfática y amable. En el saludo adventicio entre el Caballero Victorioso -no necesariamente Constantino, como se ha repetido- y la fémina se conjugan valores religiosos y cortesanos: el paladín bien pudiera serlo de la Iglesia, embozada alegóricamente bajo los perfiles femeninos de una reina desposada que sale al encuentro del esposo (en una actitud análoga a la planteada por el salmo XLIV). Nada impide que el adalid lo sea en términos más inmediatos, como un soberano que desde el siglo salvaguarda a la reina-iglesia, sin ir más lejos aquella en cuyos muros se inserta la pieza. Esta representación de notables dimensiones, plausiblemente concebida para las inmediaciones de un acceso, posee una atmósfera tan cortesana que resulta difícil imaginar su ejecución ajena al único obispo miembro de una importante familia aristocrática que ocupó una cátedra en León y en Castilla durante las décadas próximas al cambio de siglo, Manrique de Lara. Pintura mural de ángeles: en el muro oriental del piso superior del Museo Catedralicio-Diocesano se conserva un fragmento de fresco con tres figuras aladas y nimbadas, cubiertas por amplias túnicas y mantos. Con las manos veladas despliegan una cartela en la que aún se lee PRINCIPA. .. Se ha supuesto que con el término se pretendió aludir a los “Principados”, la antepenúltima categoría angélica si atendemos a la jerarquía celeste del Pseudo-Dionisio. Las fórmulas gráficas de ascendente tardorrománico, instaladas en una coyuntura de fosilización, delatan una cronología avanzada, acaso ya inicios del siglo XIII, sugerida también por los visos de enternecimiento humano que alcanzan a reflejar los rostros. Además de este fresco, en el mismo sector del viejo recinto capitular Fernández y Valdés (1979, p. 238) aún vieron los restos descompuestos de un tímpano con un Pantocrátor. Son indicios de que, al menos a fines del XII, se había cerrado el ángulo noreste del claustro por el mismo punto que el gótico, lo que pone de manifiesto que el patio románico poseía unas dimensiones similares, si no idénticas, a las del recinto que ha llegado hasta hoy. En su perímetro se fueron disponiendo desde la penúltima década del XII enterramientos, como un lucillo sepulcral que no asumió más ornato que un arco de medio punto con bocel sobre sendos haces de cuatro columnas, chaparras y con capiteles vegetales. Con maestro León, qui fecit hoc claustrum, el patio catedralicio había adquirido a principios del siglo XIII sus dimensiones definitivas además de su carácter representativo y funcional de cementerio de canónigos. La cabecera de la iglesia estaba en uso; claustro y naves conocían mejoras sustanciales merced a las donaciones colectivas o particulares, pero no regias, y a las gestiones de los tenenti opera, responsables también de la conservación de la muralla (v. gr. Gutierre Díaz, 1217). Por otro lado, el desarrollo de los sepulcros individualizados durante esta primera mitad del XIII -el del obispo Rodrigo Álvarez (†1232) o el de Munio Ponzardi (†1240)- testifica una flagrante individualidad y el incremento de los ingresos personales de los miembros del cabildo. En torno a 1230 el cardenal Pelayo Albanense consuma la fundación de una capellanía en la iglesia catedral de León, a las que pronto se añadirán otras. Los canónigos, entre tanto, vivían inmersos en una lamentable relajación moral análoga a la experimentada en otros capítulos hispanos durante las tres primeras décadas de la centuria. Las congénitas deficiencias de la construcción en curso exigieron que en 1240 se estipulase una donación anual para su reparación. La excesiva dilatación temporal de la obra hizo ver que, antes de concluirse, ya resultaba obsoleta. En ésas, no cabía más que gestar un nuevo proyecto comprometido con las soluciones más aventajadas. El primer maestro, Simón, operis eiusdem [legionensis] ecclesie magister, asentó los cimientos de la cabecera gótica en el foso anexo a las viejas defensas tardorromanas poco antes del ecuador del siglo. El gran impulso llegará, no obstante, con el obispo Martín Fernández (1254-1289) y su mentor, Alfonso X. El monarca se comprometía a costear los sueldos de los canónigos que atenderían las aparejadas capillas de Santiago y San Clemente. Con esta iniciativa, protagonizada por el rey Sabio y por su servidor e criado, Martín Fernández, no sólo se reeditaba la relación de Manrique de Lara y Fernando II sino que se establecía el primer caso auténtico y concreto de copatronazgo regio en la iglesia leonesa. Martín obtuvo del Sabio lo que Manrique no consiguió de Alfonso IX, a pesar de orquestar complejos programas iconográficos en la portada del templo y en la sala capitular con los que enaltecía los principales valores de la sede y glorificaba a su paladín militar; a pesar incluso de organizar un suntuoso repositorio de donaciones regias. Nuestra cátedra, como otras, sólo se benefició de las atenciones de los soberanos cuando éstos buscaron y encontraron en el prelado de turno lealtad y compromiso con la arquitectura política de su reino.