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Capiteles del lado derecho de la portada occidental

Identificador
33315_02_053
Tipo
Fecha
Cobertura
Sin información
Idioma
Autor
María Fernández Parrado
Colaboradores
Sin información
Edificio Procedencia (Fuente)

 

País
España
Edificio (Relación)

Iglesia de Santa Eulalia

Localidad
Lloraza
Municipio
Villaviciosa
Provincia
Asturias
Comunidad
Principado de Asturias
País
España
Descripción
EN LA ORILLA DE LA CARRETERA, dispuesta en un amplio llano, se levanta la iglesia de Santa Eulalia, Monumento Nacional desde 1960 y uno de los templos románicos más destacados de la zona, por ser uno de los mejor conservados y menos intervenidos a lo largo de la historia. Las referencias escritas sobre esta iglesia son muy tardías, ya que no aparece citada hasta finales del siglo XIV, cuando en la Nómina de parroquias de la diócesis de Oviedo, elaborada entre 1385 y 1386, se dice de ella Santa Olalla de Lorazo húsanla apresentar padrones herederos. Es capellan della Alfonso Martínez e beneficiado Diego Goncález de Coro. Ha de manso dos días de bues. Los diezmos pártense en esta manera: la metad lieva el capellán, la otra metad el beneficiado. Non pagan procuración. Rinde esta capellanía mrs e el beneficiado. La tradición, tal como recoge Madoz, viene considerando que se debe su construcción a la iniciativa regia, bien de Doña Urraca o de Doña Berenguela. Unas suposiciones que de ser ciertas, a juzgar por las características estéticas y formales de la obra, responderían más bien a la época del reinado de Berenguela, segunda esposa de Alfonso IX, entre 1198 y 1244. Más clara parece la vinculación del templo al hospital de leprosos levantado en el mismo lugar, activo hasta el siglo XVIII, y del que todavía a finales del XIX podían verse algunos restos en las inmediaciones de la iglesia. Sobre la fundación de este asilo, menciona Tolivar Faes, en su estudio sobre los hospitales de leprosos en Asturias, que se desconoce el momento exacto en que tuvo lugar, si bien ya se encontraba en pie a finales del siglo XIII, pues en los testamentos del Arcediano Fernando Alfonso y de Don Pedro Díaz de Nava, datados en 1274 y 1289 respectivamente, así como en el de Rodrigo Álvarez de Asturias, de 1331, se cita a los los lazranos de Lloraza que es en maliayo, como beneficiarios de sus herencias. Como ocurrió en otras fundaciones de la época, el origen de la iglesia y la malatería de La Lloraza, puede haber surgido a la par como dos acciones de una misma obra pía, pues no es extraña, tal y como también ocurrió en San Esteban de Ciaño (Langreo) y en Santa María Magdalena de los Corros (Avilés), entre otros, la vinculación de una leprosería con un templo de fundación románica. Al menos desde finales del siglo XIV, la iglesia adoptó las funciones de parroquial, hasta que a principios del siglo pasado, tras la reordenación de la diócesis, quedó relegada a ermita hijuela de San Félix de Oles. Durante la guerra civil, como muchos otros templos de la región, fue víctima de las llamas, aunque en esta ocasión, gracias al excelente sistema de cantería con que están construidos sus paramentos, los daños fueron menores a los sufridos por otras edificaciones más pobres. En los años 50 el arquitecto Luis Menéndez Pidal llevó a cabo su restauración, para la cual se procedió, “descombrando, limpiando sus paramentos, cubriendo su nave con ricas armaduras de madera a la vista, habiendo sido cerrados sus huecos, en puertas y ventanas”. Realizada en su totalidad con buen aparejo de cantería, costumbre no muy usual en las construcciones de ámbito rural, la iglesia de Santa Eulalia de la Lloraza es uno de los templos mejor conservados y menos intervenidos del románico regional. Construida hacia la primera mitad del siglo XIII, su sencilla concepción planimétrica y estructural, con nave única cubierta con armadura de madera y cabecera cuadrada con bóveda de cañón apuntado, perfectamente definida, tanto al interior como en el exterior, sigue los cánones propios del románico de la época, tendente a la sencillez y a la simplificación, a la manera en que podemos verlo en otros templos contemporáneos, como los de La Magdalena de los Pandos o Santa María de Sariegomuerto, en la misma comarca de Villaviciosa. En el interior, totalmente desnudo y diáfano, la marcada axialidad del templo románico queda perfectamente definida en un discurso ascendente, que, partiendo desde la nave, iluminada por medio de dos estrechos vanos en cada uno de los muros, y pasando por el arco triunfal, un escalón más elevado que el espacio anterior, llega al fondo de la capilla, sobreelevada por un segundo escalón, y en cuyo testero, sobre el altar que lleva adosado, se abre un profundo vano que ilumina como luz mística el lugar más sagrado del templo. Esta direccionalidad señalada por cada uno de los elementos de la composición, y dirigida especialmente a través del juego lumínico que desde la puerta principal, abierta a los pies, se dirige directamente a la ventana del ábside, es el camino hacia la salvación que el fiel habrá de seguir hasta encontrarse con la divinidad. Como tránsito entre uno y otro espacio, el fiel ha de detenerse y atravesar el arco triunfal, ante el cual el buen cristiano consigue la Redención de sus pecados y la vida eterna. La formulación de este elemento presenta escasas variantes entre unos y otros templos, encontrando principalmente en la mayor o menor carga decorativa el principal rasgo diferenciador. En el caso que nos ocupa, la iglesia maliaya de Santa Eulalia de La Lloraza, el toral se compone de un arco apuntado, con dos roscas lisas y guardapolvo en caveto, con el listel orlado por medios círculos enfilados, que apea en cada lado sobre tres columnillas adosadas a las jambas. Desde el punto de vista plástico, el relieve integrado, única técnica decorativa que se conserva en la mayoría de templos del románico regional ante la ausencia de restos pictóricos, se despliega principalmente por la superficie de los capiteles, pero sin olvidar otros elementos más secundarios, como los ábacos y las impostas, donde, con un sentido meramente ornamental, se recurre a conocidos y variados repertorios, entre los que encontramos motivos geométricos, como los medios círculos enfilados, y vegetales, en combinaciones de efectistas rosetas y sinuosos vástagos de flores campaniformes. Pero, como dijimos, el campo predilecto por el maestro medieval para desplegar la iconografía románica lo constituyen las cestas de los capiteles, convertidos, como en este caso, en el libro pétreo sobre el que el fiel, inculto y analfabeto, debía aprender la palabra de Cristo y el camino hacia su salvación. Ya sea con intención moralizante o simplemente decorativa, los capiteles del arco de La Lloraza llaman la atención desde el punto de vista formal y técnico por lo jugoso de su talla, el detallismo de algunos elementos y la elegancia de sus cuidadas trazas; y ello nos lleva a ponerlos en conexión con los excelentes talleres que trabajaron en el templo de San Juan de Amandi, en el mismo concejo de Villaviciosa, donde no sólo encontramos paralelismos desde el punto de vista técnico, sino también, como veremos más adelante, en los modelos iconográficos. Por ello puede pensarse que los talleres que trabajaron en Amandi, construida unos años antes, sirvieron de fuente de inspiración y escuela para los artífices de obras posteriores como la que nos ocupa. De los seis capiteles del arco, tres de ellos -los dos interiores de cada lado y el intermedio del lado del Evangelio- recurren a composiciones vegetales de plásticas y efectistas folias de variados diseños, que, partiendo del collarino en uno o varios pisos superpuestos, despliegan su fuerte sentido ornamental por toda la superficie de la cesta, siguiendo en sus combinaciones modelos derivados de los tradicionales ordenes clásicos, muy difundidos en toda el área geográfica del románico, tanto dentro como fuera de Asturias, con especial incidencia en los templos vinculados a la orden cisterciense, caso del cercano monasterio de Valdedios, que debió de haber servido de fuente de inspiración para otros templos de la zona. También motivos vegetales, aunque combinados con representaciones antropomorfas, aparecen en el capitel intermedio del lado de la Epístola, en este caso, un ejemplar de gran elegancia. Entre el follaje se intercalan tres estilizados personajes en pie, ataviados con largas túnicas de pliegues simétricos, de los cuales, los dos situados en la cara externa, un hombre y una mujer, portan dos instrumentos musicales, que pueden identificarse con un pandero y una vihuela; mientras que el tercero, en la cara central de la pieza como eje simétrico de la composición, porta en sus manos un libro abierto. Es la representación de los músicos y cantores del medioevo, que en este caso, dada la quietud y solemnidad de su representación debemos poner en relación con los intérpretes de música sacra, que tienen su versión palaciega en los trovadores y poetas que animaban las celebraciones festivas de las cortes señoriales, a la manera en que podemos verlos en los templos de Santa María de Lugás (Villaviciosa) y San Juan de Cenero (Gijón), donde se repiten esquemas semejantes. El sentido de estas imágenes era bien diferente del que caracterizaba a los danzantes, acróbatas y músicos de la música profana, ligada al espíritu juglaresco, como los que aparecen en los templos próximos de Santa María de La Oliva o San Andrés de Vardebárcena, entre otros muchos ejemplos, a los que se relacionaba con la tentación y el pecado. Al lado de estas piezas, encontramos otros dos capiteles, los exteriores de cada uno de los lados, en los que la lectura didáctica y moralizante, parece más evidente. Así, en el capitel del lado de la Epístola, de marcada composición simétrica, se disponen dos robustos felinos en posición rampante, que con una única cabeza, situada en la arista de unión de las dos caras visibles de la cesta, a modo de eje compositivo, engullen por los pies la figura de un hombrecillo, que, totalmente derrotado ante la poderosa fuerza del animal, apenas opone resistencia. Es, como expone M. S. Álvarez Martínez, la representación del hombre caído, el hombre pecador, que incapaz de vencer a la irracionalidad de sus propios instintos, representados por la bestia, se deja vencer por ellos. Estamos ante una iconografía muy difundida en el románico de la zona, pues, entre otros, podemos verla representada en el arco triunfal de San Julián de Viñón (Cabranes), obra temprana dentro del conjunto románico del entorno, y en la portada de Santa María de la Oliva, en este caso muestra tardía y ejemplo de las corrientes protogóticas de los últimos años del siglo XIII, con lo que queda patente el fuerte arraigo y pervivencia de esta escena en el ámbito geográfico del llamado románico de Villaviciosa. En oposición al hombre pecador, encontramos, en el capitel opuesto, también en composición simétrica, una escena muy similar a las que se tallaron en San Andrés de Valdebárcena y Santa María de Narzana (Sariego), por citar ejemplos cercanos, aunque es un tema de sobra conocido y difundido a lo largo y ancho de los caminos románicos a ambos lados de los Pirineos. Sobre un fondo de cestería romboidal, se dispone una pareja de aves afrontadas, con las patas entrelazadas, picoteando una gran hoja lanceolada situada en el centro de la escena. En oposición a la escena vista en el capitel anterior, la lectura iconográfica de esta pieza, siguiendo los textos de los Bestiarios, se interpreta como una visión de las almas de los buenos cristianos que, alcanzada la gloria y la Salvación, comen del fruto de la redención. En el exterior, con los volúmenes perfectamente definidos y de gran calidad, los muros de la nave aparecen cerrados y compactos, solamente rotos en su monotonía por el zócalo, cortado a bisel, sobre el que se elevan, y por dos estrechas saeteras a cada lado. No hay cabida en ellos, a excepción de las portadas que luego veremos, para el tratamiento ornamental, ya que incluso entre los canecillos que rematan la cornisa, cortada a media caña, el modelo predominante es el liso o el compuesto por una placa rectangular adosada a la parte cóncava de la pieza. Similares características encontramos en los paramentos de la cabecera, con la única salvedad de la formulación del vano del testero, para el cual se buscó una solución monumental, siguiendo modelos propios del románico internacional, como los que podemos ver en los cercanos templos de San Andrés de Valdebárcena o San Juan de Amandí, también en Villaviosa, así como en muchas otras construcciones tanto dentro como fuera de Asturias. La ventaba absidal de La Lloraza se realza monumentalmente por medio de una arquivolta con guardapolvo, decorado con bocel y zigzag el primer elemento y con rosetas tetrapetalas el segundo, dispuesta sobre dos columnillas, de fuste monolítico y capitel vegetal, coronadas por impostas con vástagos ondulantes y rosetas muy similares a las vistas en el interior. Llama la atención, frente a esta limpieza ornamental y sencillez estructural, el tratamiento que recibe la portada occidental del templo, acceso principal al mismo, donde, al contrario que en el resto de la construcción, la monumentalidad y la profusión decorativa son las notas características. Si bien el resto de la fábrica, como venimos manteniendo, ha de presentarse como una obra propia de las primeras corrientes arcaizantes del románico asturiano, en el caso de esta portada, tanto por su formulación estructural como por el tratamiento decorativo y el repertorio iconográfico, debe, paradójicamente, ponerse en conexión con el lenguaje del románico internacional, aunque no es un caso aislado en la zona, ya que lo mismo ocurre en La Magdalena de los Pandos. Así, siguiendo los presupuestos del románico pleno, y en perfecta consonancia con otras muestras del estilo, en especial con la portada occidental de San Andrés de Valdebárcena, a la que pudo tomar como modelo, la portada de La Lloraza, destacada sobre el muro del imafronte y resguardada bajo un tejaroz, se compone de un arco de medio punto con tres arquivoltas y guardapolvo (todo ello profusamente decorado), de las cuales, la interior, descansa directamente sobre las jambas y las dos restantes sobre columnas acodilladas. Desde el punto de vista ornamental, el guardapolvo se decora con rosetas tetrafolias; mientras que las arquivoltas, en las que se alternan boceles y medias cañas, se decoran, tanto el intradós como el extradós, con diferentes motivos geométricos, como zigzag, taqueados y medios círculos enfilados, y representaciones florales, entre las que destacan las tetrapétalas de botón central y las trifolias inscritas en círculos. La decoración se extiende también a las jambas, donde las aristas se suavizan con medias cañas y boceles, lisos o con medios círculos enfilados, y a las impostas, recorridas por ondulantes tallos vegetales que dan unidad al conjunto. En cuanto a los capiteles, que se relacionan tanto formal como técnicamente, como apunta E. Fernández González, con algunas piezas de San Juan de Amandi y San Esteban de Ciaño, podemos decir que se distinguen dentro de los del entorno por el cuidado de la talla, la proporcionalidad de las figuras y cierto atisbo naturalista, aunque sin perder nunca de vista los rasgos definidores de llamado taller de Villaviciosa: simplicidad compositiva, esquematismo y tosquedad en el tratamiento de las superficies; figuras inexpresivas y faltas de personalidad, con actitudes estereotipadas y convencionales, carentes de movilidad. Tanto desde el punto de vista compositivo como iconográfico, las piezas más destacadas del conjunto son las situadas en la jamba sur, donde se suceden una escena de cacería y la representación de un episodio hagiográfico relacionado con el martirio de San Esteban. La primera de ellas, en el capitel interno, en una composición de tipo piramidal, se representa un dramático momento acaecido durante la cacería del jabalí. Es el momento en que la bestia, acorralada entre sus captores, trata de defenderse y ataca a uno de ellos, al que aprisiona en el suelo, mientras que sus dos compañeros, armados con lanza y cuchillo, tratan de defenderlo. La escena central, con el jabalí y el cazador atacado, se sitúa en un primer plano, justo en el centro de composición, situando la imagen más dramática de la escena en la arista de unión de las dos caras del capitel. Los otros dos cazadores, uno en cada lado de la cesta, se sitúan flanqueados de dos grandes caulículos, que enmarcan la escena en un segundo plano, simulando así cierta perspectiva bidimensional. Las representaciones cinegéticas, como la que encontramos en esta pieza, fueron uno de los temas predilectos de la plástica medieval. En las distintas muestras aparecen especialmente vinculadas al estamento noble, para quien estas actividades, en relación con el espíritu cabelleresco, constituían un ideal y un modelo de vida, pues eran necesarias para mantenerse preparado para la guerra. Ya sea con sentido puramente estético o con una lectura simbólica, dependiendo del contexto en que se encuentren, escenas de este tipo se repiten en varios templos del románico peninsular, pero sin duda los ejemplos más cercanos al que nos ocupa los encontramos dentro del propio concejo de Villaviciosa y zonas limítrofes. Así, escenas muy similares a las de La Lloraza, salidas todas ellas de fuentes comunes, las encontramos en varios capiteles de San Juan de Amandi, Santa María de la Oliva y San Juan de Ceares (Gijón). El segundo de los capiteles nos ofrece la representación de un episodio de la vida de San Esteban, uno de los primeros mártires de la iglesia, quien, tras ser consagrado diácono por los Apóstoles, fue acusado de blasfemar contra Moisés, por lo que fue llevado ante el sanedrín de Jerusalén, donde confesó su fe y fue condenado a la lapidación. Sus representaciones en el arte se remontan ya a las primeras manifestaciones paleocristianas, alcanzando gran difusión tanto en oriente como en occidente. La escena que se representa en este capitel, muy similar a las que encontramos en otros de San Juan de Amandi y San Esteban de Ciaño (Langreo), recoge el episodio de la lapidación, en una línea iconográfica, según expone E. Fernández González, cercana a la de las pinturas de Müstair y al fresco catalán de Boí. Desde el punto de vista compositivo, la distribución de las figuras en las dos caras visibles de la cesta presenta una organización muy similar a la vista en el capitel anterior. La figura del santo caído, con el cuerpo apedreado y en posición de oración (exclamando al cielo, según se recoge en los Hechos de los Apóstoles: “Veo los cielos abiertos y al hijo del hombre de pie a la derecha de Dios”, “Señor Jesús, recibe mi espíritu”) se sitúa en el centro de la escena, en acusado y forzado escorzo para adaptarse al marco, lo cual subraya el expresionismo de la figura y contribuye a aumentar el dramatismo de la escena. A su lado, uno en cada cara de la pieza, dos personajes en pie y ataviados con largas túnicas sujetan entre sus puños las piedras que están dispuestos a lanzar. Para dar sentido de profundidad a la escena, el artífice, además de recurrir a la alternancia de medio y bajorrelieve, sitúa a uno de los sayones en un segundo plano, por detrás de su víctima, con lo que, al igual que vimos en la pieza anterior, se consigue cierta sensación de profundidad espacial. Los personajes de las dos piezas, tratados con cierta tosquedad, sobre todo si los comparamos con las estilizadas y cuidadas figuras del capitel de los cantores visto en el interior del templo, que no parecen salidos de la misma mano, presentan un somero tratamiento anatómico: el rostro, de perfil oval, está definido por grandes ojos almendrados, carentes de pupila, lo cual resta expresividad a la figura, nariz recta y achatada, y boca apenas señalada por una leve incisión. Los cuerpos, ataviados con pesadas túnicas carentes de tratamiento, no dejan apreciar ningún tipo de movimiento, a no ser en las extremidades superiores, que, ya sea para asir la lanza o la piedra, son el único elemento que rompe la anquilosada rigidez de las figuras. Más sencillos, tanto compositiva como iconográficamente, son los capiteles de la jamba izquierda, donde encontramos, en el más interno, un modelo vegetal idéntico al utilizado en San Juan de Amadi, en el que las dos caras visibles de la cesta se decoran con un esquema romboidal en el que se alternan piñas y palmetas. Por su parte, el capitel externo, presenta en cada lado, dispuesta entre dos volutas y ocupando todo el campo, la figura de una lechuza con las alas extendidas y en rígida posición frontal. Este animal, que en composición similar se talló en Ciaño (Langreo), y aparece también en uno de los capiteles de Santa María de Villanueva (Teverga), según los Bestiarios medievales es un ser “más amante de las tinieblas que de la luz (...) de igual manera Nuestro Señor Jesucristo nos amó a quienes yacíamos en tinieblas y sombras de muerte”. En el tejaroz, por debajo de la cornisa, decorada con una cenefa de rosetas inscritas en círculos, penden una serie de interesantes canecillos con representaciones antropomorfas, un tanto toscas y descuidadas, entre las que podemos distinguir: una pareja formada por un hombre y una mujer que portan un objeto indefinido; un personaje con túnica larga y los brazos pegados al cuerpo, sin ningún atisbo de movimiento; una mujer con un niño en brazos; un guerrero con arco; un segundo guerrero que se protege con un gran escudo; y una pareja abrazada. Se trata de representaciones muy difundidas para las que encontramos paralelismo en templos de la zona, como Santa María de Narzana (Sariego), donde se repite el tema de los guerreros, y en los canecillos de Amandi y Aramil. Fuera de Asturias tenemos que destacar la semejanza entre el canecillo de la pareja abrazada y una pieza de la iglesia cántabra de Santa María de Yermo, donde, en relación con la temática obscena, tan extendida por los templos rurales, se representa una pareja en actitud amorosa. La decoración de la cornisa se completa con el tratamiento de las metopas, en las que, con una técnica en bajorrelieve y muy esquemática, se representaron motivos florales y geométricos al lado de dos felinos, una pareja de aves, similar a las esculpidas en un capitel del arco triunfal, y una escena, de difícil identificación, compuesta por un personaje que, sobre un fondo de espigas entre las que asoma el sol, porta un aro en una mano y una especie de gran tijera en la otra. A la exuberancia ornamental de esta portada se opone la sencillez, que, más acorde con el planteamiento general de fábrica, define la portada meridional; la cual, siguiendo un modelo presente en otras obras del entorno, como Valdebárcena o Selorio, se compone de un sencillo arco de medio punto, resguardado bajo un guardapolvo con medios círculos enfilados como decoración. Antes de terminar, es preciso mencionar la existencia de una primitiva pila bautismal, de trazas cuadradas y totalmente desornamentada, y del altar construido con sillares que está adosado al muro de testero, ambos contemporáneos al resto de la fábrica. Concluyendo, cabe decir que en la iglesia de Santa Eulalia de La Lloraza, construida en la primera mitad del siglo XIII, conviven, junto a soluciones sencillas y esquemáticas que pueden ponerse en relación con un incipiente arcaísmo, soluciones propias del lenguaje internacional, presentes en la portada occidental del templo, donde, en estrecha relación con San Andrés de Valdebárcena y La Magdalena de los Pandos, desde el punto de vista estructural, y con San Juan de Amandi, en los aspectos iconográficos y formales, los talleres del románico maliayés dejaron una de sus principales muestras.